Después de la muerte de Philip K. Dick, sus herederos confiaron el papel de «ejecutor literario» a Paul Williams. Una camioneta repleta de papeles, incluidos los de la Exégesis y los duplicados de la correspondencia, fue descargada en su garaje, en Glen Ellen, que se convirtió en un lugar mítico para todos los dickianos del mundo. Desde ese garaje se publica el boletín Philip K. Dick Society Newsletter, que registra una década después la evolución del «culto». La película de Ridley Scott y luego la adaptación del relato Desafío total con Arnold Schwarzenegger, han contribuido a aumentar la fama de Dick. Ha habido una ópera basada en Valis, otros proyectos de películas, decenas de libros sobre Dick, libros relacionados con Dick y libros de los que Dick es el protagonista. En todas partes se celebran manifestaciones que tienen algo de coloquio universitario y de reunión de secta. Una de las atracciones ya casi rituales de esas reuniones es la actuación de un actor inglés, John Joyce, que declama el discurso de Metz frente a la comunidad de fieles. Es difícil asistir a esas reuniones sin evitar pensar en el grupo de Joe Chip y sus amigos, cuyo universo, en Ubik, se ve poco a poco invadido por la presencia de ultratumba de Glen Runciter. Los dickianos no se cansan de enumerar los detalles que evidencian una insidiosa dickianización del universo; y no es imposible, piensan ellos, y yo por mi parte a veces pienso lo mismo, que en 1997 Dick aparezca realmente en la portada del Time Magazine como el hombre del año o del final del milenio. Frente a la avalancha de reediciones y artículos en los periódicos serios, los dickianos experimentan el mismo sentimiento contenido que el de los primeros cristianos en el momento en que el Imperio reconoció su fe: triunfo, pero también añoranza de las catacumbas, del heroísmo y el secreto. Los happy fews, aunque propensos al proselitismo, dejan de ser completamente happy al dejar de ser fews. Ha sonado la hora del reconocimiento mainstream. La biografía que acaban de leer es un síntoma de ello.
Se trata de la cuarta biografía en diez años, y, por supuesto, debe mucho a las anteriores: en primer lugar, Divine Invasions: The Life of Philip K. Dick, de Lawrence Sutin, así como también: In Search of Philip K. Dick, de Anne R. Dick, obra lamentablemente inédita y a quien doy las gracias por habérmela facilitado. He leído muchos libros más para escribir éste, por lo que me es imposible reconocer todas mis deudas. He aquí dos: mi información sobre la historia del LSD en los Estados Unidos está sacada de la investigación de Jay Stevens, Storming Heaven: LSD and the American Dream; el juego de la Rata ha sido descrito, y a mi entender inventado, por Thomas M. Disch.
Sin embargo, mi fuente principal ha sido la obra de Philip K. Dick, de la que procede todo lo que no ha sido demostrado por testigos o inventado por mí.
Además de a Anne Dick, deseo dar las gracias a Ray Nelson, Joan Simpson, Tim Powers, Jim Blaylock, Doris Sauter y Paul Williams, que me recibieron en los Estados Unidos y me hablaron de Philip K. Dick; a Stéphane Martin, que me hizo leer Ubik hace casi veinte años; a Gilles Tournier y Nicole Clerc, por su hospitalidad; a Hélène Collón y Robert Louit, por haberme abierto con generosidad sus archivos y su saber; a François-Marie Samuelson y Elizabeth Gille, respectivamente agente y editora, que apoyaron con su confianza este proyecto temerario; y, por último, a aquellos que aceptaron leer el manuscrito y me ayudaron a mejorarlo: Hélène y Louis Carrére d’Encausse, mis padres, Jacqueline-Frédéric Frié, Françoise y Patrice Boyer, y Hervé Clerc. Y Anne, mi mujer.