En el valle de la Luna, al norte de San Francisco, hay una bella ciudad llamada Sonoma. En esa bella ciudad vivía una bella mujer llamada Joan Simpson. Tenía el pelo oscuro, un cuerpo flexible y musculoso modelado por la práctica de las artes marciales y cierta manera indolente de sentarse en posición de yoga, con el pie bronceado metido en el pliegue del muslo, que evocaba a la vez una sensualidad desarrollada y una ventaja importante respecto a las demás personas en el camino de la serenidad. Trabajaba en un hospital psiquiátrico, leía a Jung, Ronald Laing y Sri Aurobindo. Un ligerísimo estrabismo aumentaba su encanto.
Aunque no le interesaba la ciencia ficción, un día había encontrado una novela de Dick, la historia no dice cuál, y desde entonces se había procurado todas las demás. Para eso había tenido que contactar con libreros especializados, a los que les hablaba de su nuevo autor favorito como si hubiese sabido a ciencia cierta que éste, en uno o dos siglos, habría dominado el nuestro desde lo alto de su estatura profética. No excluyo que dijera lo mismo que yo, un adolescente de pequeñas gafas redondas y Clarks estropeados, andaba repitiendo en aquella época: que Dick era nuestro Dostoievski, el hombre que lo había entendido todo. Expresada por una joven mujer atractiva, culta, que no parecía estar loca ni ser miembro del lumpenlectorat constituido por los fans, semejante convicción impresionaba. Uno de los libreros, que conocía a Dick, le escribió para hablarle de esta admiradora que lo adulaba. Hubo intercambio de cartas y llamadas telefónicas. Ignoro quién de los dos, entre Phil y Joan, evocó primero el final de El hombre en el castillo. En todo caso, Joan, como Juliana, metió el I Ching en la guantera del coche y, con los senos desnudos debajo de su camiseta, viajó a California del Sur a encontrarse con el autor del libro y asegurarle que, de alguna manera, inexplicable aunque evidente según ella, todo lo que él había escrito era cierto.
Como el hombre del castillo vivía en realidad en una casita suburbana, a Joan tampoco le sorprendió que Dick viviera en un pequeño apartamento. Barbudo, de ojos brillantes, extrañamente distinguido pese a la negligencia de su ropa y a la nube de humo de tabaco que lo acompañaba a cada movimiento, lo encontró muy parecido a Hawthorne Abendsen. Tenía la misma edad que él en aquel momento. Cuando le preguntó qué deseaba beber, ella respondió, obviamente, algo pasado de moda, y los dos se echaron a reír.
Ya desde el comienzo hablaron como si se conocieran desde siempre. La frase más banal puede despertar un eco familiar en cada uno de nosotros, pero es poco común y a la vez maravilloso que dos personas que se encuentran por primera vez perciban esos mismos ecos. Es así como, según los adeptos de la reencarnación, a veces pueden entenderse dos perfectos extraños que se amaron en una vida anterior. No es necesario creer en la reencarnación para experimentar esa alegría de ciertos encuentros amorosos, pero lo que acercó a Dick y Joan Simpson estaba relacionado más con el primer fenómeno que con el segundo. Técnicamente hablando, no fueron amantes: en aquellos tiempos la Exégesis había vuelto impotente a Dick. Pero pasaron, casi sin salir del apartamento, tres semanas mágicas con la certeza de que lo que les sucedía había sido preparado para ellos, sin que lo supieran, desde hacía mucho tiempo, y que era algo que aunque los superara no los ahogaba. Improvisaban sus diálogos y descubrían el texto de una obra escrita para ellos. Habían olvidado que Dick era el autor, o bien ambos creían que la obra le había sido dictada.
En la penumbra del apartamento con las persianas bajadas, hablaron de día y de noche, cada uno rozando el rostro del otro con la punta de los dedos, como acostumbran a hacer los ciegos. «Sabía que me reconocerías», decía Joan, y al oír su voz y ver el fulgor del esmalte de su dientes, Phil sabía que ella le estaba sonriendo. «Y yo sabía que vendrías —respondía él—. Siempre supe que vendrías un día, pero desde hacía unas semanas, algunos sueños me lo anunciaban…»
Le confesó todo. A media voz, lentamente, relató su iluminación como una epopeya espiritual, de la que juntos, retomando sus libros en orden cronológico, reconstruyeron las etapas. Con frecuencia, Joan anticipaba las explicaciones que él daba; con sólo leerlo, sin conocerlo personalmente, lo había adivinado todo: cómo había sido enviado a este mundo, los recuerdos bloqueados; el cordón de la lámpara que faltaba y que lo había alertado, despertando en él la sospecha de un simulacro universal; la ansiosa auscultación de ese simulacro en sus libros de los años sesenta; el acto de acusación del demiurgo en Los tres estigmas de Palmer Eldritch; la denuncia de las artimañas con las que nos engaña: drogas, implantes de falsas memorias; y, en Ubik, la primera aparición del poder salvador, tan humilde y discreto como el demiurgo es brutal y totalitario: el Paracleto no es sino un soplo, la pulverización de un aerosol barato en un anuncio para amas de casa de barrios periféricos, tienes que entenderlo, cariño, es lo más importante. Habló de las reacciones que sus libros habían suscitado, en los tiempos en que no captaba su significado: amigos y enemigos, hijos de la Luz y de las Tinieblas; las derrotas que le habían infligido sus enemigos: desvaríos, deseos de muerte, espiral de perdición durante diez años, hasta el regreso a la superficie, a la memoria y a la luz en 1974. Pero algo no andaba bien. Todo, desde entonces, hubiese tenido que conducirlo hacia la alegría perfecta y, sin embargo, las cosas habían salido mal. Thomas, el guía, lo había abandonado. Había perdido otra vez a su familia. Se encontraba del lado de los vencedores, de los artífices de la victoria incluso, pero era una víctima de la guerra. Todo lo que había vislumbrado se había realizado, la luz había triunfado y él había sido engañado. Era libre de vivir con absoluta seguridad, pero ¿qué vida? Una vida solitaria, sin amor, en un miserable apartamento de Santa Ana; una vida puramente mental, una vida de rata, consagrada a la escucha de cintas magnéticas nixonianas que su cerebro reproducía sin descanso y a la elaboración de una cosmogonía que, colmo de la ironía, era seguramente falsa. El Programador, como él lo imaginaba, no podía sino tratarlo como la Unión Soviética había tratado a los combatientes de las brigadas internacionales que se habían refugiado en su suelo después de la guerra de España: entregándolos a Hitler. El Otro último, si era realmente Él con quien había tenido que vérselas, no lo podía abandonar en el infierno del Mismo. No era posible. Su vida no podía terminar así. Desde el fondo de su desesperación, de su soledad, de su libro que se negaba a existir, había comprendido que no terminaría así, que esa funesta pesadilla no era sino la penúltima secuencia que hace temer lo peor antes del final feliz. En sus sueños una mujer se le acercaba. Imaginaba, a su lado, en el colchón, el peso de su cuerpo caliente y rotundo. Conocía ya la dulzura del roce de sus senos. Una noche, al despertar de un sobresalto, había deslizado la mano y había tocado el pelaje de Pinky, acurrucado en la almohada, pero en lugar de desesperarse, había sonreído en la oscuridad: era una broma del Programador, mas pronto esas bromas se acabarían. Pronto se vería recompensado. Ella habría viajado un día entero para verlo, no llevaría sujetador debajo de la camiseta y colocaría el pie encima del muslo en posición de yoga. Sí, tal cual.
¡Dios mío, cuánto te he esperado!
Lo sé. Lo sé todo. Ahora estoy aquí.
La aparición de Joan fue como una inyección de vida para Dick. Él, que sólo salía de su apartamento para ir al supermercado de la esquina, a la casa de Powers y a la sesión con Maurice llevado en coche por su amigo, sorprendió a la sociedad Rhipidon cuando preguntó distraídamente si alguien, en los meses venideros, podría ocuparse de sus gatos durante su ausencia. Sí, tenía pensado pasar el verano en Sonoma, con una amiga. «No, no creo que la conozcáis…» Ah, además en septiembre había aceptado ser el invitado de honor en una Convención de ciencia ficción en Metz, Francia.
Nadie le había creído, pero pasó realmente el verano en Sonoma y viajó a Metz. Todo esto acompañado por Joan, estimulado por ella y rodeado de TLC, el código secreto de ambos para tender loving care. La palabra inglesa care designa al mismo tiempo el cuidado y la preocupación que tenemos por alguien: eso era exactamente lo que Dick esperaba de una mujer y lo que Joan le brindó durante algunos meses. Ella le regaló también una enorme cruz que él nunca se quitaba de encima y que colgaba de una pesada cadena.
Para la Convención de Metz le pidieron que preparara un discurso. La petición caía en un momento propicio, anunciado por la llegada de Joan. Los hombres siempre temen y desean algo más que cualquier otra cosa. Diecisiete años antes Dick le había dado forma escrita a ese deseo. Ahora lo veía realizarse. Juliana había llegado y le había confirmado que él tenía razón. Podía salir de la caverna a anunciarle la verdad al mundo. Phil admiraba el tacto de la Providencia, que había reservado esa primicia a los franceses, sus más fervientes admiradores.
Después de haber elegido el título: Si creen que este mundo es malo, deberían ver alguno de los otros, escribió su discurso como en un estado de trance. Así como el aerosol de Ubik acababa con la entropía, el tender loving care de Joan regeneraba su pensamiento. De la obra en construcción de la Exégesis surgía por fin una cosmogonía coherente y que consideraba exacta. Bastaba con tomar como punto de partida El hombre en el castillo y tirar de ese hilo hasta la aparición real de Joan frente a su puerta. A lo largo de ese hilo todas las cosas ocupaban su lugar y adquirían un significado: la intuición de los universos paralelos, la predicación de Cristo, el trabajo del Programador en el lapso de tiempo que iba de su experiencia en la primavera de 1974 a la caída de Nixon. Naturalmente, su exposición teológica era al mismo tiempo una declaración de amor: al final contaba la llegada de Joan, la confirmación decisiva que ella le había traído; en cierta medida, podía considerar su presencia como una prueba de la existencia de Dios. Quizá no habría estado mal que en aquel momento un proyector iluminara a Joan, que ella subiera al estrado, besara la cruz que le había regalado y de ahí subiera hasta sus labios… Pero no, ya había proyectado ese tipo de puesta en escena con Donna y la cosa no había funcionado.
Durante todo el verano repitió el discurso frente a la grabadora. Joan lo escuchó varias veces y le corrigió la entonación. Aparentemente, ella no manifestó la menor reserva acerca de su contenido. Cuando se embarcaron rumbo a Francia, Fat se creía definitivamente el dueño de la situación. Pasó la larga noche del viaje en avión murmurando, con los ojos entreabiertos y con una mano apretando la de Joan, algunos pasajes de su discurso. A veces, imaginando la reacción del auditorio, se reía para sus adentros. Había pronunciado y escuchado ya varios discursos en las convenciones de ciencia ficción, frente a un público de admiradores; en general eran un tejido de anécdotas amenas, de ingeniosas insinuaciones, de sombrerazos a los viejos consagrados y estímulos a las jóvenes promesas… Cuando pensaba en el discurso que iba a pronunciar, en la bomba que llevaba escondida en la maleta, tenía la impresión de ser el profeta Isaías invitado a tomar la palabra en una reunión de la Tupperware.
Cruzó el Atlántico casi convencido de ir al encuentro de un triunfo. Un triunfo que, si su discurso era comprendido, es decir, creído, nada tendría que ver con el mero éxito literario. Su palabra sería reconocida como una revelación que habría de cambiarle la vida a la gente. Multitudes cada vez más numerosas se agolparían a escucharlo, puesto que se vería obligado a pronunciar otras conferencias. Al igual que Ragle Gumm, saldría en la portada de Time Magazine como «el hombre del año», e incluso ese mismo epíteto sonaría irrisorio y conmovedor un día, como las reacciones de nuestros ancestros ante ciertos acontecimientos cuya importancia no habían sabido valorar. Se convertiría en el Cristóbal Colón de los mundos paralelos. Una nueva era, se habría sabido más tarde, había empezado el 24 de septiembre de 1977.
Al imaginar a sus lectores franceses como un ejército de discípulos virtuales, prontos a la conversión, se equivocaba. Era esperado con impaciencia, sin duda, pero por progres del 68 que se habían criado con Charlie Hebdo y que admiraban en él el tipo abyecto que ahora se jactaba de ya no ser: Dick el paranoico, el drogata, el progre, Dick el incorregible. Atraído por los rumores acerca de los «problemas personales» que explicaban el largo silencio creativo del ídolo, el público de Metz imaginaba ver bajar del avión a un hombre acabado y resentido, consumido por la droga; en cambio, sintió la misma decepción que un cronista de rock al escuchar a su estrella anticonformista preferida hacer un elogio, botella de agua mineral en mano, de la vida familiar y el pensamiento positivo. Dick no sólo se encontraba bien, sino que incluso tenía muy buen aspecto. Reía, miraba a las chicas y comía por cuatro, visiblemente encantado con el interés que despertaba, de estar en Francia y de haber tomado el avión. La primera noche su vecino de mesa lo interrogó con aires de entendido sobre todas esas pastillas que alineaba junto al plato, pero fue tal la convicción con la que Dick respondió que eran para el dolor de estómago, que hubo que aceptar que eran de veras para el dolor de estómago.
Al día siguiente, los espectadores reunidos en la sala de congresos del hotel Sofitel para escuchar su discurso, lo encontraron, desde su llegada, mucho menos distendido. La enorme cruz que descansaba sobre su pecho enmarañado, claramente expuesta debajo de la camisa desabotonada, sorprendió y perturbó como una señal cuya presencia no podía pasar inadvertida pero cuyo sentido nadie entendió: no podía tratarse de una profesión de fe cristiana, la sola idea habría hecho reír a todo el mundo; quedaba la posibilidad de imaginar una intención de escarnio, una parodia del folclore vampiresco quizá, pero en ese caso faltaban los dientes de ajo.
Hubo, pues, cierta perplejidad, mientras Dick por su parte sudaba de angustia. Joan, furiosa por el cortejo insistente que le había hecho a una joven periodista en su presencia, se había quedado en la habitación con la cara larga. Se sentía solo, sin tender loving care y cada vez menos convencido de lo que iba a decir. La sala terminaba de llenarse en medio de los rumores, las sillas crujían y los flashes crepitaban. Cuando lo probaron, el micrófono se comportó como un contador Geiger que se había vuelto loco. Para arreglarlo y disminuir la estridencia, pidieron a Dick que dijera algo, lo que quisiera. Sintiendo sobre él el peso de los ojos cercados de metal de los delgados y sarcásticos barbudos que, vestidos con montgomeries o chaquetas militares, ocupaban la primera fila, declamó con voz trémula el versículo de san Pablo que exhorta al que debe anunciar la Palabra a no preocuparse: el Espíritu se encarga de todo. Nadie, por suerte, lo entendió, pero Dick se dio cuenta de que ya no confiaba en la promesa del apóstol. Sentía el pánico terriblemente lúcido de un hombre que, borracho, ha hecho una apuesta absurda y que al desembriagarse, viéndose entre la espada y la pared, comprende que no tiene salida, que ya no le queda otra posibilidad sino la de hacer el ridículo hasta el fin de sus días. Para no levantarse y salir corriendo, rápidamente, sin esperar la señal, se puso a leer su discurso. Los que lo escucharon recuerdan una voz apagada, metálica, muy diferente de la del truculento invitado de la víspera; muchos pensaron que éste, conforme a la lógica de sus obras, había sido sustituido por un simulacro mal programado que en cualquier momento un cortocircuito podía prender fuego en el estrado y hacerlo detonar junto a todos los que lo rodeaban.
El discurso arrancó con algunas consideraciones harto banales sobre la emergencia de las nuevas ideas, su evidencia retrospectiva y la clásica diferencia entre invención y descubrimiento. Dick se declaró persuadido de que nunca inventamos nada: sólo descubrimos verdades que esperaban salir a la luz y que más bien encuentran a su «inventor» en lugar de que éste las encuentre. El público encontraba crispado al orador y las interrupciones del intérprete molestas, pero no veía nada de extraño en esas declaraciones que parecían ser comentarios de la novela. La alusión al Reino de los cielos aguzó los oídos de aquellos a los que la presencia de la cruz había perturbado, pero la alerta pasó: un crítico culto se inclinó hacia su vecino para citarle con una sonrisa sagaz la fórmula de Borges sobre la teología considerada como una de las ramas de la literatura fantástica.
De hecho, Dick se lanzó a un confuso discurso teológico, describiendo la partida de ajedrez que enfrenta al Programador con el Adversario y los cambios que cada movimiento provoca en la configuración de la realidad. Aquello duró una buena media hora. Hubiese podido ponerse a declamar la guía telefónica sin que buena parte de la asistencia se diera cuenta. Sin embargo, los espectadores más atentos empezaron a sentir un cierto malestar: un poco como los pasajeros de un tren a los que cierto rumor extraño, como un traqueteo que no parece inquietar a los demás, les hace presentir un accidente; tratan de convencerse de que no es así, de que el nerviosismo les está jugando una mala pasada, de que son ruidos normales, pero, de pronto, como nacida de sus angustias, la terrible sacudida se produce, seguida por el estampido final. Lo que temían acaba de suceder: el tren ha descarrilado.
Dick carraspeó, juntó las hojas y retomó el discurso con una voz que de repente se hizo más fuerte:
—Llegados a este punto, deberíamos solicitar el testimonio de alguien que, poco importa por ahora de qué modo, conserva en su memoria el recuerdo de otro presente. Lógicamente, ese presente tendría que ser peor que el presente en el que nos encontramos, puesto que Dios trabaja con la intención de mejorar las cosas. Teóricamente, podríamos sin duda afirmar que Él es malo o incompetente, pero me niego a tomar esta idea en serio. La pregunta que quisiera formular es: ¿alguno de nosotros conoce personalmente un mundo peor que el nuestro en torno al 1977?
»La respuesta es: sí, yo.
»En El hombre en el castillo, el novelista Hawthorne Abendsen descubre que su libro, considerado por él como pura ficción, describe en cambio la realidad. Yo he descubierto lo mismo respecto a mis libros. Ni El hombre en el castillo, ni Ubik, ni Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, son, como yo creía, obras de la imaginación. O si lo prefieren, lo son sólo ahora, en el universo en el que nos encontramos y que ha sustituido, gracias a Dios, aquel del que yo provengo.
«Estoy seguro de que no me creen, y de que tampoco creen que creo en lo que afirmo. Son libres de creerme o no, pero al menos crean esto: no estoy bromeando. Se trata de algo muy serio, algo muy importante. Tienen que pensar que para mí también, el hecho de declarar algo así, es una cosa terrible. Muchas personas aseguran recordar sus vidas anteriores. Yo, por mi parte, afirmo que puedo recordar una vida presente distinta. Nada sé de otras declaraciones semejantes a ésta, pero sospecho que mi experiencia no es única, quizá lo sea el deseo de hablar de ella.»
Acto seguido, primero ante el estupor y luego la consternación general, contó lo que le había sucedido tres años antes. Habló de los cristianos clandestinos y del papel que éstos habían desempeñado en la caída de Nixon. Explicó que él, Dick, había sido una variable reprogramada en uno de esos insidiosos cambios de realidad que conforman la trama del universo, y que en esa ocasión había entrado directamente en contacto con el Programador. En general, Aquél se mantiene escondido, deus absconditus, según dicen los teólogos. Opera en cada átomo del mundo, pero nadie lo ve, excepto aquellos de los que Él se sirve, como nos servimos de un peón en el ajedrez para hacer una jugada. Él, Philip K. Dick, había sido ese peón y gracias a su experiencia podía repetir las palabras de san Pablo: es algo terrible y prodigioso caer en las manos de Dios. Ese mismo Dios que en el Antiguo Testamento dice: «Porque he aquí que yo crío nuevos cielos y nueva tierra: y de lo primero no habrá memoria, ni más vendrá al pensamiento».
—Al leer estas palabras —concluyó Dick—, creí que un gran secreto me había sido revelado. Cuando el Reino esté de nuevo entre nosotros, ya no recordaremos las tiranías ni la barbarie de la Tierra en la que hemos vivido. Creo que esto ya está sucediendo, creo que sucede desde siempre. Y que Su misericordia nos permite olvidar todo lo que ha sucedido antes. Quizá me he equivocado, en mis novelas y con estas palabras, al despertar en ustedes el recuerdo.
Se equivocaba.
Apenas bajó del estrado pudo comprobar la magnitud del daño. El intérprete, abrumado, había dejado de traducir, pero el público de habla inglesa resumía el objeto del escándalo a sus vecinos: ¡Dick no sólo estaba loco sino que además se había vuelto beato! La admiración que lo rodeaba se transformó en malestar. La gente lo miraba como a un bicho raro. Ya no sabían cómo dirigirse a él.
Hasta el final de su estancia, que acortó, se hicieron grandes esfuerzos para conjurar el malestar y preservar la alegre camaradería de una manifestación en la que todo el mundo tenía que sentirse a gusto. Tímidamente, aunque de forma masiva, se decidió que se trataba de una mistificación. Al igual que Orson Welles, que había aterrado a los Estados Unidos adaptando para la radio La guerra de los mundos, Dick había puesto a prueba con su público el argumento de una novela y, para que aquello resultara más convincente, aseguraba creer en esas extravagancias. Al ver que ésa era la versión oficial que acabó por imponerse, el interesado consideró diplomático adherirse a ella y afrontar a la gente en los ascensores del hotel con estridentes carcajadas a lo Falstaff, insistentes guiños de ojo y elefantiásicos «¡Jo, los embauqué!».
Si estuviese escribiendo una novela, diría que aquel fracaso fue una catástrofe para él, que hubiese preferido que lo lapidaran en lugar de que lo escucharan en medio de aquella incomprensión burlona y que al regresar a California decidió acostarse y dejarse morir. Sería dramáticamente satisfactorio, pero las cosas no ocurrieron así. Dick poseía una increíble capacidad de adaptación: cuando uno de esos libretos que él aplicaba a la realidad fallaba, utilizaba otro y ya está. Fat adoptó el perfil bajo del jugador que ha intentado una gran jugada y ha perdido, Phil la discreción irritante del tipo que se abstiene de decir: «¡Yo te lo había dicho!», y Dick cruzó el océano como un turista encantado con su viaje, contento de haber sido tratado como un VIP y que lamentaba por supuesto que un malentendido hubiese estropeado su discurso, aunque más o menos como quien lamenta haber pedido en un buen restaurante el único plato que no deseaba por ignorancia del idioma: desventura más bien cómica, de esas que dejan mejores recuerdos que un programa respetado al pie de la letra.
—No deja de ser curioso —le dijo a Joan—. Todos se han hecho esta pregunta secundaria: ¿creía yo o no en lo que les estaba contando? Y nadie, ni siquiera uno, se hizo la pregunta principal: ¿es verdad?
De todas las mujeres que tuvo, Joan fue la única con la que supo romper sin dramas. Es más, ni siquiera rompieron. La distancia entre Sonoma y Santa Ana bastó para justificar el distanciamiento de una relación que siguió siendo afectuosa: pensaban en ella con nostalgia, como esos maravillosos encuentros que suelen hacerse durante un viaje y de los que el viaje es la condición esencial.
El discurso de Metz hubiese tenido que anunciar el advenimiento de Fat, y Joan tenía que ser la sacerdotisa de su culto. Pero el plan no funcionó. Dick volvió entonces a su Exégesis. Y volvió a enfrentarse, en los mismos términos, con su viejo problema: ¿cómo contar una historia cuyo sentido ignoramos? Soñó, teorizó, se desesperó y, contra toda previsión, halló una solución.
Le habían pedido un prólogo para una antología de textos viejos, y como no sabía qué escribir, habló de su juventud. Sin un plan, sin una idea preestablecida, contó anécdotas, expuso ideas y las criticó, como en una conversación entre amigos. Dejándose llevar, transportado por la pluma, experimentó una sensación de libertad y de repente pensó en el placer que le procuraba contar de ese modo, con toda familiaridad, sin querer demostrar nada, lo que había ocurrido.
No tengo mucho más que decir acerca de Valis, que ha sido la fuente de los capítulos que ustedes acaban de leer. En este relato, acabado tras dos semanas de un trabajo intenso y a la vez distendido, vemos cómo vive un grupo de amigos de Santa Ana, California, que se parecen como hermanos a los miembros de la sociedad Rhipidon. David, el católico romano; Kevin, el cínico de buen corazón, y Phil, el escritor de ciencia ficción, se preocupan mucho por un amigo común llamado Amacaballo Fat. Amacaballo había abusado de las drogas en los años sesenta, había tenido demasiados disgustos y, desde la primavera de 1974, aseguraba haber visto a Dios. Es Phil el que cuenta su historia y sus conversaciones. Testigo imparcial, aunque compasivo, no se esfuerza en hacer que las teorías de Fat parezcan más coherentes de lo que son. He aquí, por ejemplo, el modo en que alude a su Exégesis:
«El conocimiento de Fat, dictado directamente por la divinidad, lo convertía en un profeta moderno. Pero como ya no sabía establecer una diferencia entre delirio y revelación divina —suponiendo que exista una diferencia, cosa que nunca ha sido probada—, escribía asimismo absurdos como éste:
«Fragmento 50 de la Exégesis: la fuente primordial de todas nuestras religiones es de la cosmogonía de la tribu de Dogon, que la recibió directamente de los invasores de tres ojos que visitaron el planeta hace mucho tiempo. Los invasores de tres ojos son mudos, sordos y telepáticos; no les era posible respirar nuestra atmósfera; tenían el cráneo alargado y deforme como Akenaton y provenían de un planeta del sistema estelar de Sirio. Aunque no tenían manos —tenían pinzas como las de los cangrejos— eran grandes constructores. A escondidas influyeron en nuestra historia para que culminara en un desenlace fructífero.
»Final del fragmento.
»Por aquel entonces, Fat había perdido todo contacto con la realidad.