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Final de línea

Bajo la mirada inquieta de Phil, Fat se sumergía todas las noches en su Exégesis. Como alguien que, perdido en un país desconocido, consulta al azar los mapas de la guantera del automóvil, mapas de Michigan, Tanzania o la pintoresca Auvernia, Fat comparaba sin descanso lo vivido con las distintas doctrinas y experiencias conocidas. Sus documentos de consulta, como solía llamarlos pomposamente, iban de la Encyclopaedia Britannica a las publicaciones de la iglesia de cientología, que enriquecían a su colega Ron Hubbard. Recibía también varios catálogos de pequeñas librerías esotéricas en cuyos estantes el Maestro Eckhart descansa junto a Madame Blavatsky. Alimentadas de este modo, las teorías se sucedían entre ellas. Cada una, en el momento, le parecía tan deslumbrante como la precedente, o como habría de parecerle la sucesiva. Pero la novela que él anunciaba, que debía ser a la Exégesis lo que las parábolas de Cristo eran a su enseñanza secreta, y cuyo adelanto se había gastado hacía ya mucho tiempo, no avanzaba. Los únicos ingresos provenían de las traducciones de sus libros anteriores, tenía que pagar la pensión de Nancy, y los Dick iban tirando. Tessa quiso trabajar, pero Phil se opuso. Se lo tomó muy mal cuando ella se inscribió en la universidad para asistir a unos cursos de alemán, lengua que él empleaba cada vez con mayor frecuencia en sus conversaciones sin importarle si ella la comprendía o no. En general, le molestaba que ella saliera, que fuera a hacer la compra, que llevara a pasear a Christopher o que lo acompañara a él cuando salía. Defendía su propia libertad sin concederle ninguna. Le importaba poco lo que ella pensaba, pero no aceptaba que se lo ocultara: la interrogaba a quemarropa sobre todo lo que le pasaba por la cabeza, se enfurecía si sospechaba una omisión, pero jamás se dignó darle la más mínima explicación durante los meses en los que, estando Thomas de huésped en su cabeza, prácticamente dejó de hablar con su mujer, mientras intercambiaba confidencias y risitas frente al televisor con un interlocutor invisible. Esa situación exacerbó el humor de Tessa, cosa que él le reprochaba agriamente. Sin la más mínima intención de atribuir este fenómeno a causas psicológicas identificables, él lo situaba en un proceso más vasto, misterioso, que veía operar sin poder explicarlo: desde el regreso de lo real y el triunfo de la luz, todo hubiese tenido que ir mejorando a paso sostenido; sin embargo, todo parecía degradarse. Sus facultades creativas declinaban, su relación de pareja empeoraba, su coche estiraba la pata. El círculo de la repetición que tenía cautiva a su vida resistía, al menos aparentemente.

Creyó haberlo roto una vez más cuando conoció a una chica de veintidós años, regordeta y decidida, que se llamaba Doris y que acababa de convertirse al catolicismo, en el rito episcopaliano. Quería hacerse monja, según le confesó durante la primera de las largas conversaciones que mantuvieron en el estudio de ella, lleno de iconos religiosos. Phil aprobó el proyecto, aunque para sus adentros tuviera la intención de acostarse con ella. ¡Si hubiesen podido vivir juntos! ¡Qué vida tan exaltante tendrían! Discutirían sobre teología, irían juntos a misa, participarían en las actividades de la parroquia. Para sondear el terreno, Phil se quejó de las incomprensiones de Tessa, de ahogarse dentro del caparazón pequeñoburgués en el que ella lo tenía atrapado, pero a Doris ese desahogo de fatiga conyugal le pareció infantil. Entonces Phil, pensando jugar una carta ganadora, le habló de su experiencia religiosa.

Fue un relato largo, que Doris escuchó atentamente, aunque con cierta actitud profesoral para el gusto de Dick. Si bien no sabía qué reacción provocaría en ella, esperaba algo más alentador que la mención a una encuesta publicada por el Time Magazine según la cual el cuarenta por ciento de los norteamericanos aseguraban haber tenido una experiencia mística. La discreción de Doris se debía a su escrupulosa ortodoxia. Hubiese querido admitir las demostraciones de Fat y, a modo de hipótesis, no excluir que pudiera tener una misión profética, pero, alertada por el cura que la había catequizado contra lo que por entonces empezaba a conocerse como la new age, exigía garantías doctrinales. Dick juró que su Exégesis no tenía que ver con las religiones de síntesis similares a la de un Pike y que no tenía la más mínima intención de crear un nuevo culto, sino, al contrario, quería situarse en la más estricta obediencia cristiana. Su dios era el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Le señaló, empero, que la historia de la salvación aún no había concluido: primero había sido la edad del Padre, reflejada por el Antiguo Testamento; después la edad del Hijo, ilustrada por el Nuevo, y ahora llegaba la edad del Espíritu. «¿Pretendes insinuar —inquirió Doris perturbada— que consideras tus libros como la tercera parte de la Biblia? ¿Crees que eres un nuevo Mesías?» Dick sonrió con humildad. «No, quizás alguien como Juan el Bautista: el precursor, la bisagra entre dos épocas; el más grande en la antigua alianza y el más pequeño en la nueva; el último de los profetas, el que aparece cuando todo el mundo se lamenta porque Dios ya no le habla a Su pueblo; la voz que clama en el desierto. Si lees con atención la Biblia, te darás cuenta de que era un barbudo inspirado, igual que yo. Pregúntate honestamente si habrías creído en Él.»

Menos propensa que Phil a creer en la retórica de Fat, Doris se hizo la pregunta sólo por la forma, sin dudar la respuesta. La amistad amorosa de Dick se vio ligeramente enfriada. Volvió a encenderse hasta transformarse en pasión cuando en la primavera de 1975 a la joven le detectaron un cáncer linfático. Ahora quería vivir con ella, cuidarla y no abandonarla nunca más. «¿Y Tessa?», objetaba Doris, cuya fe le vedaba tomar a la ligera los lazos conyugales. Doris se negó a que Phil abandonara su familia, pero no dejaron de verse. Cuando volvía a casa de noche, Phil sólo hablaba de la enfermedad de Doris, de la devoción de Doris y de la resignación sublime de Doris. Las dudas que Doris había manifestado con respecto a su misión las había olvidado, en cambio le agradecía que le hubiera dado una saludable lección de humildad. Ninguna cabellera humana le había producido un efecto erótico comparable al de la peluca que Doris llevaba a causa de la quimioterapia.

Al final, Tessa, harta, se marchó llevándose consigo a Christopher. Dick, que discutía con Tim Powers cuando su joven cuñado se presentó a recoger las pertenencias de su mujer, ostentó cierta desenvoltura. Tranquilizó a Powers, preocupado por su estado de ánimo, y no aceptó cuando éste se ofreció para quedarse a hacerle compañía. Esa misma noche se tomó una botella de vino con cuarenta y nueve píldoras de Digital, treinta de Librium y sesenta de Agresoline, se cortó las venas de la muñeca y se acostó en el garaje después de haber cerrado la puerta desde el interior y encendido el motor del coche.

Un defecto del obturador hizo que el motor se apagara. Irritado, sin encontrar explicación alguna al hecho de tener que agonizar incómodamente abandonado por los gases de escape, subió a la casa y se arrastró hasta la cama. Poco después un equipo médico de urgencia derribó la puerta. Con la mente y la voz confusas, había llamado a la farmacia para renovar la provisión de Librium. El farmacéutico, perplejo, había alertado al equipo médico de urgencia. Habría mucho que decir, pensó Phil más tarde, sobre el papel de los farmacéuticos como auxiliares de la gracia en su vida.

Después de un lavado de estómago lo llevaron a la sala de cuidados intensivos. Volvió en sí al amanecer. Acostado boca arriba, contempló el monitor del encefalograma ubicado en la cabecera de la cama, como una lamparilla de noche. Él ahora era esa línea centelleante y tranquila que recorría sin descanso la pantalla negra. Los vagos pensamientos que se agitaban en su cerebro embotado provocaban unos movimientos imperceptibles e irregulares. Se abismó en ese espectáculo e intentó modificar sus figuras controlando los propios influjos cerebrales como se teledirige un coche de juguete. De pronto, los movimientos se hicieron más esporádicos, la línea se volvió recta. Tuvo la impresión de mirar fijamente durante mucho tiempo esa línea recta, cuyo trazado tranquilo significaba que estaba muerto. Después, a duras penas, la línea retomó su movimiento sinusoidal.

Tres días más tarde, un policía armado lo condujo en una silla de ruedas desde la sala de cuidados intensivos de enfermedades cardíacas a lo largo del corredor subterráneo que comunicaba con el ala psiquiátrica. Pasaron muchas horas sin que nadie se ocupara de él. Aunque podía caminar sin ninguna dificultad, el policía, por alguna razón, le había dejado la silla de ruedas. Se encontró allí sentado en un corredor por el que pasaban a intervalos irregulares médicos y enfermeras con batas blancas, nunca los mismos, y a intervalos regulares personas en pijama, siempre las mismas, que le parecieron razonablemente poco sociables. Trazaban un circuito ritual, sin duda alguna. Como no tenía el coraje de levantarse para comprobarlo, se conformó con observar sus ritmos respectivos. Los enfermos mentales siempre se mueven a una velocidad y sólo a esa velocidad: es la única que conocen. Pero algunos son lentos y otros corren. Varias veces vio pasar a una mujer corpulenta, desaliñada, que con una voz curiosamente mundana relataba a quien quisiera escucharla cómo su marido había intentado envenenarla infiltrando gas venenoso por debajo de la puerta del dormitorio. Con distraído asombro, Phil advirtió que había seguido la continuidad de ese relato, aunque transcurriera un lapso de tiempo bastante largo entre cada vez que la mujer pasaba ante él, que sólo duraba pocos segundos. Sacudió la cabeza para liberarse de ese enigma, como quien se quita un insecto de encima.

Para alejar el sufrimiento que aún no sentía, pero que intuía rondar en torno a él, procuró pensar en la Exégesis. En general, la idea de dedicarse a la elaboración de una cosmogonía lo consolaba un poco, actividad rara, reservada normalmente a entidades más importantes que un individuo aislado, como por ejemplo una civilización. Pero no conseguía interesarse por ella. Ni por Dios. «Eli, Eli, lamma sabacthani», murmuró, sin despertar eco alguno en su alma.

Pensó en Donna. Por muy penoso que fuera, era como hallar una posición cómoda en una noche de insomnio, una ensoñación consistente. Se preguntó si Donna se había vuelto adicta a la heroína, si estaba muerta o casada, si vivía en Oregón o en Idaho… Quizás un accidente de automóvil la había dejado paralítica. Sin ninguna razón, esta hipótesis le pareció posible.

Pensó también en Kleo, intentando imaginar en vano cómo habrían sido sus vidas si se hubiese quedado con ella. Qué libros habría escrito, a quién se habrían parecido sus hijos. Había tenido una mujer que lo amaba y la había abandonado. Un hombre no recibe dos veces esa bendición. ¿Qué le diría ella si lo viera ahora en una silla de ruedas, internado, abandonado por su mujer y su hijo, con el carburador del automóvil estropeado y la mente dañada? Seguramente se pondría a llorar.

Lloró.

Miró la televisión. El invitado de Johnny Carson era Sammy Davis, Jr. Phil se quedó mirando y se preguntó cómo sería tener un ojo de vidrio. Después el noticiario mostró unas imágenes escuetas y borrosas de Nixon en su finca de San Clemente. Una flebitis estuvo a punto de matarlo; a él también lo llevaban en una silla de ruedas. El operador de cámara lo filmaba desde tan lejos que era imposible verle la cara, sólo se veía una silueta atrofiada debajo de un gabán escocés. Dick volvió a llorar, de pena por sí mismo y por su viejo enemigo. La guerra había terminado y los dos volvían a encontrarse en el mismo punto. Ambos la habían perdido.

Después lo sometieron a un examen de rutina, durante el cual Phil se vistió con las galas de la cordura como mejor pudo. Se daba cuenta de que nadie le creía. Además, allí ni siquiera sabían que era reincidente: no se había equivocado, la primera vez, al suicidarse en el extranjero.

Le comunicaron que pasaría tres semanas en observación, precisándole que quizá podrían ser tres meses. Por un momento pensó en pedir una lectura de sus derechos, pero después cambió de opinión. Cuando uno está loco, aprende a cerrar el pico.

No es mucho lo que ocurre en un hospital psiquiátrico. En contra de lo que las novelas sostienen, los pacientes no dominaban realmente a los miembros del personal y éstos realmente no torturaban a los enfermos. Sobre todo leían y veían la televisión, o se quedaban sentados, dormían y jugaban a las cartas. Discutían un poco, pero como lo hace la gente que espera el autobús en una estación. Comían tres veces al día en una bandeja de plástico. Y tomaban también, tres veces al día, la medicación. A todo el mundo le daban su dosis de Thorazine, además de otro remedio que las enfermeras se negaban a decir qué era, aunque vigilaran a los enfermos para asegurarse de que lo habían tragado todo. A veces las enfermeras se equivocaban y traían dos veces el mismo medicamento. Los pacientes les decían que ya lo habían tomado, pero ellas volvían a suministrarlo quieras o no. Dick nunca oyó a un paciente decir que aquella doble dosificación fuera una táctica deliberada para drogar a los enfermos. Los más obstinados decían que las enfermeras eran unas idiotas, los más amables que simplemente tenían mucho trabajo. Hubiese podido esperarse algo más de la gente paranoica, pero no. Él tampoco sentía ya la necesidad de elaborar teorías. Se sentía morir. La vida física, mental y espiritual se retiraba de él como el flujo que mana de un absceso. Pronto no quedaría más que un saco vacío.

Compartía habitación —una habitación de tres camas equipadas con esposas de cuero, por si había que atarlos— con un joven hebefrénico que nunca hablaba y con una chica mexicana, una Testigo de Jehová, que a diferencia del otro no se cansaba de describir el Reino de Dios, donde el león y el cordero viven juntos y felices. Phil ni siquiera sintió el deseo de decirle que el Reino de Dios ya lo conocía y que no se parecía a esas imágenes. Los supervivientes de los campos de concentración tampoco se atreven a corregir a las personas que, sin haber estado allí, divagan acerca del tema. Mueven la cabeza y no dicen nada.

O bien había visto a Dios demasiado pronto, o bien, demasiado tarde. En cualquiera de los casos, no lo había ayudado a sobrevivir. El encuentro con Dios, si era Él a quien había encontrado, no lo había fortalecido para la lucha de todos los días, para no perder a su mujer y a su hijo, para afrontar con coraje lo que un hombre tiene que afrontar.

Si era realmente Él… La cuestión ya no se planteaba en los términos retóricos de la Exégesis, en la que sólo se trataba de impedirle al adversario demostrar lo contrario. ¿Con qué fin? Sabía que había encontrado algo y ahora descubría que no le había hecho ningún bien. Pero ¿acaso algo en su vida le había hecho bien?

Había montones de periódicos viejos apilados sobre las mesas de fórmica. Phil los leía metódica y distraídamente. Un día dio con un artículo breve, uno de esos hechos tan terribles que no vale la pena describir detalladamente. Era la historia de un niño de tres años al que sus padres habían llevado al hospital para una operación benigna. Tenía que salir al día siguiente, pero el anestesista había cometido un error y el niño, tras varias semanas de tratamientos desesperados, había quedado sordo, mudo, ciego y paralítico. Irremediablemente.

Al leer esto, un sollozo le subió por la garganta y se quedó allí sin poder salir. Se pasó toda la tarde con la mirada perdida y los ojos desorbitados por el espanto. Nunca nada le había hecho tanto daño. No podía pensar en otra cosa que no fuera el despertar de ese niño. El momento en que éste habría recuperado el conocimiento, en la oscuridad. Inquieto, en un primer momento, pero inquieto como cuando lo estamos al saber que la inquietud está a punto de terminar. Dondequiera que él estuviera, sus padres no podían estar lejos. Iban a encender la luz, iban a hablarle. Y nada sucedía. Ni un sonido. Intentaba moverse y no podía. Intentaba gritar, pero no se oía. Quizá sentía que lo tocaban, que le abrían la boca para darle de comer. Quizá lo alimentaban con suero, el periodista no lo decía.

Sus padres y el personal del hospital lo acompañaban, presas del horror, pero él no lo sabía. Era imposible comunicar con él. El electroencefalograma indicaba que estaba consciente, que había alguien detrás de ese rostro de cera, contraído, detrás de esas pupilas que no veían, y nadie podía ignorar que ese alguien, ese niño sepultado vivo, gritaba de espanto en silencio. Nadie podía explicarle la situación, ¿y quién hubiese tenido el coraje de hacerlo? ¿Cuándo y cómo hubiera entendido lo que había sucedido, que aquello iba a durar y que sería siempre así? ¿En qué términos piensa un niño de tres años? Ya habla, dispone de cierta capacidad de abstracción: Christopher tenía la misma edad y empezaba a hacer preguntas acerca de la muerte.

Cuando pensamos en esto deberíamos rezar, estar seguros de que alguien escucha el ruego y lo atiende. Señor, haz que este niño muera, o si no, aunque quizá sea lo mismo, alumbra con Tu luz las tinieblas donde lo has sumergido. Tómalo en tus brazos, arrúllalo, que sólo sienta en la oscuridad eterna Tu amor infinito.

Esa noche, como no conseguía dormirse, una evidencia triste e inexorable se apoderó de él.

Sí, había realmente encontrado y presentido algo durante toda su vida, pero no era Dios, ni el diablo. Era Jane. Nunca había tenido otro interlocutor o adversario fuera de la mitad muerta de él mismo. Todo había transcurrido en circuito cerrado. Su vida, las extrañas historias que había imaginado, no eran más que un largo diálogo entre Phil y Jane. Y toda la angustia que lo hacía sufrir, y que era la materia de sus libros, consistía en saber cuál de los dos era la marioneta y cuál el ventrílocuo. Si el mundo real era aquel en el que él creía vivir y en el que, como un médium, evocaba a Jane bajo distintos disfraces divinos o diabólicos, o si solamente era esa tumba, ese agujero negro, esa oscuridad eterna en la que Jane vivía e imaginaba a su hermano superviviente. No era más que el protagonista del sueño de una muerta.

O tal vez él estaba muerto y Jane no.

Él, que yacía en el fondo del agujero, en Colorado, desde hacía cuarenta y ocho años. Y Jane que en el mundo de los vivos pensaba en él. Una vez más, una de dos; pero no existía diferencia alguna. El tiempo de las teorías había terminado.

Durante toda su vida había buscado lo real y ahora lo había encontrado: era esa tumba. Era su tumba.

Allí estaba él.

Siempre lo había estado.

Él era el niño del artículo.

Y, esta vez, era seguro, ninguna verdad detrás de esta última verdad. Sabía que había llegado al final de línea.

Sabía también que tenía que olvidar eso que sabía. La luz del sol es preferible a la luz artificial, pero la luz artificial es preferible a la oscuridad. Afirmar lo contrario es pura jactancia.

Olvidaría. Creería, aquella noche, haber elaborado una teoría más, particularmente deprimente, aunque justificado por las circunstancias. Volvería a su ilusión, a la vida que creía vivir, a garabatear su Exégesis. Era, una vez más, lo mejor que había podido encontrar para esconder la cabeza en la arena. Habría repetido, de buena fe, que hubiese dado su vida para conocer por fin la verdad, que nada era más deseable que la verdad, y, afortunadamente para él, habría olvidado que eso no era verdad.

Era como el cuento de los tres deseos, que tanto le gustaba y que tantas veces le había contado a Jane de pequeño.

Primer deseo: quiero conocer la verdad; quiero remontar el río del olvido; quiero que me muestren qué hay en el fondo del saco.

Concedido.

Segundo deseo: quiero olvidar, nunca más tener que volver a pensar en lo que he visto, olvidar la historia del niño, olvidar esta historia de los tres deseos, olvidar que tengo derecho a un tercer deseo. Quiero olvidarlo todo.

Concedido.

Conservas el derecho al tercer deseo, pero, te lo prometemos, nunca lo sabrás. Está olvidado.

Ahora duérmete.