Cuando Thomas se marchó, Dick intentó escribir un libro que relatara su experiencia. Creyó encontrar un posible punto de vista cuando le propusieron participar en una colección de novelas atribuidas a escritores imaginarios, como el Sebastian Knight de Nabokov o el Kilgore Trout de Kurt Vonnegut, Jr. Retomaría la pluma bajo el nombre de Hawthorne Abendsen, el famoso autor de La langosta se ha posado.
Ahora, cada vez que releía uno de sus libros, el alcance profético de éstos lo subyugaba. En 1960, había imaginado que la visión de una joya abría el acceso al mundo real y que una novela que describía un mundo evidentemente imaginario hacía surgir de manera misteriosa y a la vez irrefutable la verdad que permanece oculta a todos. Cuando el I Ching le había asegurado que él mismo, al imaginar aquello, decía la verdad, él lo había repetido sin comprenderlo. Catorce años más tarde, lo comprendía. Él era Hawthorne Abendsen. De modo que, siguiendo esa lógica, le tocaba a Hawthorne Abendsen concluir y decir: «Sí, todo era verdad», y convencer al mundo de ello.
Escribir la continuación de El hombre en el castillo era, en cierto modo, algo obvio. Y como se trataba de su libro más conocido, el único que había sido premiado, quizá también le aportaría un poco de dinero. Desde el comienzo de la novela, Abendsen se encontraría en una situación desesperada. Plantado por su mujer y sus hijos, pobre, enfermo, desvalijado y perseguido por el régimen criptototalitario que inútilmente nunca había dejado de denunciar: «La voz de aquel que clama en el desierto», dice el evangelista de Juan Bautista, pero él ya ni siquiera clamaba; se quedaba encerrado. Fue entonces cuando…
¿Cuando qué?
Cuando las cosas se complicaron y la novela naufragó. Dick en seguida advirtió que existía una diferencia importante entre El hombre en el castillo y su triunfal continuación tan esperada. En el primer caso, inventaba, o creía inventar, una historia. Era, o se creía, libre de hacerlo. Ahora se trataba de decir la verdad, de no cometer errores.
Empezó a tomar notas para descubrir esa verdad. Y, una vez que empezó, ya no se detuvo. Olvidó la novela, la máquina de escribir destinada a ella y, noche tras noche, consultando incesantemente la Encyclopaedia Britannica y escuchando a todo volumen, con los auriculares bien apretados, a John Dowland y Olivia Newton-John, se consagró a aquello para lo que Dios lo había traído al mundo: a formular hipótesis.
Cuando digo que ya no se detuvo, hay que entenderlo literalmente. La tarea lo absorbió durante sus últimos ocho años de vida. Y aunque destruyó algunas de esas notas, dejó alrededor de ocho mil páginas. Nadie las ha leído todas, ni siquiera él. Ni tampoco Lawrence Sutin, su escrupuloso biógrafo, que confiesa haber utilizado una técnica de sondeo para compilar una selección de fragmentos. Esos fragmentos dan una idea de los temas abordados, pero mutilan por definición lo que con frecuencia aparece sin solución de continuidad: avalanchas de cincuenta o sesenta páginas, fruto de cavilaciones nocturnas que sólo el agotamiento interrumpía.
Así como había encontrado un nombre para la entidad que lo guiaba, encontró uno para aquello que llamaremos, con una molesta sensación de inexactitud, sus «notas» o su «diario» (como hubiésemos llamado «fárrago» o «pocilga» lo que para la secuestrada de Poitiers, que sabía de lo que hablaba, era su «entrañable Gran Fondo Malempiat»). El nombre que encontró fue el de Exégesis.
Este término tiene un significado preciso en el vocabulario teológico, que Dick conocía. Designa un escrito que realiza una interpretación doctrinal de un texto sagrado. Un texto sagrado, admitiendo que algo así existe, es un texto al que se le reconoce un origen divino, dictado, o por lo menos inspirado, por el Espíritu Santo, matiz laxista que concede un estrecho margen de iniciativa y, por lo tanto, de error, al redactor humano. En ese sentido, y aparte de esta excepción, expresa la verdad, y esto en cada una de sus partes. Los católicos consideran «inerrante» un texto así y la mística judía se basa, con consecuencias radicales, en la certeza de que nada en la Torah está librado al azar: cada letra, para el cabalista, abre una puerta hacia El que es.
Para quienes se interesan por las religiones del Libro, decía el obispo Pike, no hay nada más apasionante que estudiar la gestación de su canon, es decir, del proceso al final del cual un texto es declarado sagrado. ¿Cómo, cuándo y por quién fue redactado el Pentateuco? ¿Cómo, cuándo y por quién los evangelios de Marco, Mateo, Lucas y Juan fueron reconocidos canónicos, mientras los otros eran declarados apócrifos y confinados en una zona fronteriza e incierta que los Pike de todas las épocas han convertido en su terreno de juego favorito?
Dick atribuía un origen divino a las ráfagas de información que desde febrero de 1974 bombardeaban su cerebro. Dios, a quien él con cierto pudor llamaba Valis, le hablaba como antes había hablado a Moisés, a Mahoma y a otros. Esta vez había recurrido a un escritor, porque contaba con él para transferir Su palabra hacia una forma de expresión contemporánea que, según Él, era la más adecuada para una revelación: la ciencia ficción. Tamaña confianza en sus capacidades profesionales desconcertaban a Dick: estaba dispuesto a transcribir, pero ¿qué texto? ¿En qué corpus canónico basar la Exégesis?
Ciertamente, estaban los libros que le eran mostrados en sueños, las palabras que retenía de ellos, la información exacta, como en el caso de la hernia de su hijo. Estaban sus propios libros y lo que descubría en ellos cuando los releía. Estaban esas persuasiones repentinas que lo deslumbraban: como la de vivir en el año 70 después de Cristo o la de haber expulsado al Anticristo de la Casa Blanca. Pero después había otras, no menos deslumbrantes, y que sólo se acoplaban con las precedentes a costa de un laborioso remiendo; un poco como cuando, en épocas pasadas, había fraguado una novela entrelazando la trama de dos cuentos escritos anteriormente. Desde que Thomas se había marchado todo parecía confuso otra vez. Al no estar sostenida por una visión sobrenatural, la trama que había descubierto se deshilachaba. Las piezas del rompecabezas ya no encajaban. Abandonado a su suerte, Dick no conseguía entender por qué, después de su anamnesis y la caída de Nixon, el mundo, tras haber recuperado su dimensión divina, no cambiaba de manera más visible. Quizá, pensaba para tranquilizarse, la misión de su Exégesis consistía en atemperar los efectos de ese cambio tan radical como discreto. Quizá su vocación quería que avanzara por una incertidumbre acribillada de destellos y que, aun trabajando para la gloria de Dios, se imaginase perdido, inepto para su tarea, un inútil servidor. Llegado el momento, el Espíritu habría tomado su decisión y le habría dictado de un tirón, y literalmente, la revelación que habría de convertir a toda la humanidad. Entretanto, no le quedaba más que apuntar sus dudas y conjeturas, considerando como su corpus todo lo que vivía y había vivido, todo lo que soñaba y lo que se le ocurría: la suma de la información recibida y procesada por un programa llamado Philip K. Dick.
Hablaba con extrema prudencia de su experiencia, sólo se confiaba con Tessa y con una mujer con la que se carteaba y a la que nunca había visto pero que escribía una tesis sobre él. Lo demás eran todas vagas alusiones, bromas de las que le era fácil retractarse.
En el otoño de 1974, su joven admirador Paul Williams, que se había hecho un nombre en el periodismo del rock, propuso a la revista Rolling Stone escribir un retrato de Dick, presentándolo como un faro de la contracultura. La idea cayó bien. Williams fue a pasar unos días a Fullerton, para celebrar una larga entrevista cuyo objetivo era el de convertir a su anfitrión en un hombre famoso. Consciente de lo que estaba en juego, Dick acarició la idea de «salir del armario», según la fórmula que regía en el ambiente gay para designar la afirmación pública de la propia identidad, pero advirtió que un discurso místico le habría enajenado el público al que ahora por fin podía llegar. Por muy torpe que fuera socialmente, conocía de sobra lo que sus interlocutores esperaban de él: en este caso le convenía más un número de rebelde excéntrico y no de iluminado religioso, de modo que hizo todo lo posible por no fallar. Williams, por su parte, comprendió, como buen periodista, que nadie se interesaría por un artículo didáctico sobre los libros de Dick: mejor era mostrar cuán extrañamente funcionaba su cerebro. Cualquier tema sería bueno: ¿por qué no el robo de 1971? El hombre al que habían desvalijado despertaría en la gente el deseo de abalanzarse sobre los libros del escritor. Eso fue exactamente lo que sucedió. Aguijoneado por Williams, Dick improvisó durante cuatro días un disparatado monólogo que recordaba el famoso cubo mágico que acababa de inventar el arquitecto húngaro Ernö Rubik, para alegría y exasperación de millones de maníacos. Decenas de configuraciones, desde la más o menos factible hasta la más delirante, fueron intentadas, descartadas, retomadas y combinadas con otras. Como sabía que el lector medio de Rolling Stone era proclive a creer en historias de fontaneros nixonianos, se deleitó explorando esa teoría; luego, como un abogado loco que cambia de campo en cuanto intuye la indecisión del jurado, halló argumentos para descartarla. Acusó, exculpó y volvió a sospechar de un grupúsculo nazi, los Black Panthers y una secta de fanáticos escandalizados por el obispo Pike, sin olvidar los vecinos, los drogadictos, la policía, los extraterrestres y hasta él mismo… Durante casi tres años, había planteado sin descanso esas cuestiones, pero desde hacía seis meses éstas habían sido sustituidas por otras, más urgentes y de una importancia cósmica: sin duda le habrá hecho mucha gracia trasladar a un objeto irrisorio los modos de investigación que ahora aplicaba para su Exégesis. Williams se marchó de Fullerton encantado, convencido de tener entre manos un artículo «demencial». Para colmo de la suerte, el artículo apareció en el mismo número que una de las primicias del decenio, la confesión de Patti Hearst, de modo que todo Estados Unidos compró la revista y descubrió al abrirla a ese escritor que había convertido su casa desvalijada en el epicentro de todos los enigmas del universo. De la noche a la mañana, Dick se transformó, si no en un personaje famoso, al menos en «ese tipo completamente chiflado, ¿sabes?, sobre el que ha salido un artículo en la Rolling Stone». Y todos sabían quién era.
Al volver a San Francisco, a Williams se le ocurrió la idea de cerrar el artículo con una investigación personal. Acudió a la comisaría de San Rafael, examinó el borrador, interrogó a policías y vecinos, y acabó descubriendo lo que esperaba descubrir: nada. Nada de extraordinario. Dick, muy verosímilmente, había sido víctima de uno de esos robos que se cometen con un promedio de veinticinco por día en el condado de Marin.
Esta conclusión tranquilizó a Williams, que se aprestaba a hacer el elogio de la imaginación creativa de un escritor y se hubiese sentido molesto de saber que éste decía la verdad. A Dick, por su parte, le parecía poco convincente: sin excluir la hipótesis de un robo anodino, señaló que si, por el contrario, los fontaneros, los nazis o los extraterrestres se hubiesen salido con la suya, sin duda se las hubiesen arreglado para causar esa impresión. De la misma manera, cuando gracias al Freedom of Information Act logró consultar su expediente en el FBI, esperaba encontrarlo lleno de informes que abarcaban veinte años de su vida, pero no se sorprendió mucho al descubrir un solo documento: la carta que le había enviado a principios de los años cincuenta al físico ruso Alexandre Topchev, antes de conocer a George Smith y George Scruggs, para saber algo más sobre los fallos de la teoría de la relatividad restringida. La presencia de ese documento único y no muy comprometedor no probaba según él más que una cosa: el FBI filtraba sus informes antes de comunicarlos al público y la ley que supuestamente tenía que acabar con el aparato policial nixoniano era una farsa.
Por muy eficaz que esa respuesta fuera, Dick sin embargo no eludía la hipótesis de que hubiera en el expediente de su encuentro con Dios lo mismo que en el de su robo o en el de sus relaciones con el FBI: nada. Nada, o bien, lo que venía a ser lo mismo, el fruto de una imaginación que según el gusto de cada uno podía parecer maravillosamente fértil o patéticamente alterada.
Había en él un inspirado, al que Dios había elegido para llevar Su palabra a los Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX. Pero había también otro personaje, que no se cansaba de denunciar la ilusión en la que era el primero en caer. Noche tras noche, esos dos personajes se disputaban el terreno de la Exégesis, uno reinando sobre ella, el otro asediándola, éste atacando, el otro defendiendo. Como no sabía a quién darle la razón, durante mucho tiempo intentó en vano resumir de una forma inteligible para los demás lo que le había sucedido. Mantenía la esperanza de escapar del solipsismo y hacer escuchar las dos voces que se debatían en él. En 1976, escribió, en pocas semanas, una novela, Valisystem A, que los editores rechazaron. En esta novela aparecen dos personajes, Nicholas Brady, un vendedor de discos de Berkeley, y su viejo amigo, un escritor de ciencia ficción, Philip K. Dick. Ya saben ustedes todo lo que le sucede a Nick: la muela del juicio, el pez de oro, los fosfenos que imitan los cuadros del museo de Leningrado, la fotocopia de los artículos filocomunistas, la radio que declama obscenidades («Nick is a prick, Nick is a dick») y la hernia estrangulada de su hijo. En cuanto a Phil, él hace el papel del confidente, escéptico y compasivo a la vez. Conservó ese papel en las siguientes versiones, pero el de Nicholas Brady acabó siendo para un tal Amacaballo Fat, alter ego heleno-germánico, ya que Fat es la traducción del término alemán dick, que quiere decir «gordo», y Amacaballo es la traducción del nombre griego Philip, «el que ama los caballos». (Por prudencia, tal vez, se abstuvo de buscar un equivalente a la K del nombre de su madre, Kindred, que en inglés significa «parentesco o vínculo de sangre».)
Amacaballo Fat, el gordo que amaba los caballos, era, pues, el chiflado que vio a Dios, y Phil Dick, su amigo sensato. Fat comentaba sus propias visiones en su Exégesis, Phil comentaba la Exégesis en las versiones de su novela. Fat se creía un nuevo Isaías, Phil consideraba a Fat un nuevo presidente Schreber. Phil se creía lúcido, Fat dejaba que lo tomaran por loco. Sin embargo, observaba éste, aunque pareciera increíble, la verdad estaba de su lado. Entonces Phil movía la cabeza y todo volvía a empezar. Aquel tiovivo siguió dando vueltas hasta la muerte de ambos, y a partir de ahí no sé lo que pudo haber pasado.
(Sé lo que piensan. Yo, por mi parte, pienso lo mismo, obviamente. Pero quisiera que suspendiéramos nuestro juicio, que no alteráramos el proceso. Para eso escribo este libro: para imponerme a mí, y a ustedes, el tiempo de la lectura, esa disciplina mental.)
Enumeraba con el mismo celo los argumentos que probaban que estaba loco y los que probaban que había caído en las manos de Dios. E incluso este esfuerzo de imparcialidad se movía en esas dos direcciones. Un día, veía en ello una señal alentadora de integridad mental, ya que es típico de los locos creerse sanos de espíritu. Al día siguiente se asustaba: ¿acaso el miedo a volverse psicótico no es uno de los primeros síntomas de la psicosis?
Paralelamente a la lista de sus posibles okupas espirituales elaborada por Fat, Phil tenía un elenco completo de los posibles responsables de su colapso psíquico. El exceso de angustia y desamparo había podido desencadenar uno de esos síndromes de aislamiento que tantas veces había descrito en sus libros. Sin olvidar, por supuesto, el abuso de las drogas. Desde hacía veinte años había convertido su organismo en una coctelera de mezclas químicas y ahora éstas le pasaban factura, acompañada de un fortune cookie que incluía al Altísimo. Harlan Ellison tenía una fórmula para resumir ese tipo de experiencias: «Tomé drogas. Vi a Dios. Vaya rollo».
Phil no tenía muy claro si el hecho de que su aventura fuera tan ejemplar lo consolaba o lo deprimía todavía más. Las drogas tomadas durante los años sesenta eran el escabeche en el que ahora su cerebro se maceraba. Una historia banal: California estaba plagada de sectas extrañas en las que los freaks parecidos a él embelesaban sus flashbacks de ácido mascullando mantras.
Pues también existía esta variante: la hipótesis del flashback de ácido. Desde la prohibición del LSD25 en 1967 y el repentino vuelco de la opinión pública contra él, un rumor difundido por la prensa conservadora había convertido este fenómeno realmente marginal en una espada de Damocles tan amenazadora como, quince años más tarde, la larga incubación del virus del sida. Nadie que se hubiese expuesto a este riesgo podía considerarse definitivamente libre de él. Circulaban temibles historias de jóvenes que habían tomado LSD cuando eran estudiantes, aconsejados por malos compañeros, y que muchos años más tarde, convertidos en ejecutivos de IBM o General Motors, súbitamente, en plena reunión de trabajo, se veían transportados hacia el otro lado: los cables del teléfono se transformaban en serpientes, el amable colega en un robot maligno, y hasta existía la posibilidad de que el imprudente atrapado por su pasado se hiciera con un hacha para descuartizar a los que lo rodeaban. El flashback de ácido era por aquel entonces, frente a un caso de locura asesina, una de las primeras hipótesis que la policía barajaba. Dick tampoco pudo evitarlo y por un tiempo consideró su único viaje de 1964 como la hipotética matriz de su futura obsesión con lo divino. Creyendo que el Dies Irae había sonado, había pasado ocho horas rezando y lloriqueando en latín. Y ahora le hacían ver la continuación de la película, que no duraría ocho horas, sino ocho años. Gracias, Sandoz.
Por muy penoso que fuera, la hipótesis se tenía en pie. Aparte de un detalle, señalado por Fat: nunca nadie había oído decir que el ácido hiciera hablar en latín a quien no conocía ese idioma. Ni que un flashback hiciera hablar en griego. Por supuesto, bajo los efectos del ácido, o en sueños, uno podía imaginar hablar en griego, latín o sánscrito. Pero, en 1964, Ray Nelson lo había realmente oído despotricar en latín, lo que significaba que diez años después el problema seguía vigente; no hay que olvidar que Ray Nelson también había tomado ácido. Ahora se le ocurrían palabras que no comprendía, que luego en la vigilia transcribía fonéticamente y que resultaban pertenecer al griego koiné. «Está bien ser escéptico, Phil, pero tienes que responder a esta pregunta: ¿cómo se explica que un californiano en 1974 de pronto se ponga a pensar en la lengua en la que se expresaban san Pablo y sus interlocutores?»
«En general —insistía Fat—, ¿cómo explicar en nuestro cerebro la presencia de una información que normalmente no tendría ninguna razón de hallarse donde se halla? Es demasiado fácil echar toda la culpa a las drogas o afirmar que un encuentro con Dios sea a la enfermedad mental lo que la muerte es al cáncer: la conclusión lógica de un proceso de deterioro. El verdadero problema estriba en saber si podemos considerar mi experiencia de 1974 como una teofanía. Una teofanía consiste en la autorrevelación de la divinidad. No es algo que el perceptor haga, sino algo que hace la divinidad. Moisés no creó la zarza ardiente. Elías, en el monte Horeb, no generó la queda voz murmurante. Aunque reconozco que es difícil distinguir la auténtica teogonía de una mera alucinación, la cual, sin duda alguna, es mucho más frecuente. Pero propongo un criterio: si la voz —supongamos que se trata de una voz— le dice al perceptor algo que él ignora y que de ningún modo podría saber, quizá estemos en presencia del fenómeno auténtico.»
¿De acuerdo?
Phil quería creerlo, pero con ciertas reservas. Ante todo, pensaba que Fat exageraba un poco con su propia ignorancia: una noche de Exégesis lo había sorprendido fingiendo asombrarse de comprender en sueños el alemán, lengua que hablaba corrientemente. Sospechaba que, siendo tan enredado con la cronología, invertía también el orden de las secuencias: tras dar con un dato en su enciclopedia, lo soñaba, después se despertaba y olvidaba completamente lo leído; entonces se sumergía de nuevo en la enciclopedia, encontraba lo mismo y lanzaba diversos «oh» y «ah». De una manera más general, según Phil, era necesario tener más en cuenta un sinnúmero de cosas que yacen en el subconsciente. Tres decenios de psicoanálisis —junguiano, para ser más precisos— no habían emancipado a Fat de una concepción mágica y primitiva de los sueños. No se cansaba de buscar en ellos mensajes exteriores o presagios y se negaba a considerarlos como una fonda española, donde uno sólo consume lo que ha llevado consigo. Resultado: cuando la tarde después de la aparición de la mensajera con el pez de oro, la cifra 840 se le apareció en letras de fuego durante la siesta, en cuanto despertó empezó a averiguar qué había sucedido en el 840 antes y después de Cristo, a imaginar cómo había sido su vida anterior en Micenas, en lugar de recordar el precio del medicamento que la chica le había entregado, y que incluso había tenido que repetirle: ocho dólares con cuarenta.
«Touché —admitió Fat—. Pero ¿y el griego?»
En lo que se refería al griego, Phil se veía obligado a llegar a un compromiso con Jung, lo cual sabía que era un camino peligroso. Inconsciente colectivo, memoria filogenética, así se alejaban ya del terreno rigurosamente racional dentro del cual hubiese querido limitar la controversia. Pero, en fin, aún era posible salir de apuros sin invitar a Dios a la fiesta.
«Bueno —decía entonces Fat, con la sonrisa irónica con la que acompañaba siempre sus demostraciones más aplastantes—: ¿Y la hernia de Chris? ¿Crees que fue el inconsciente colectivo el que me avisó de ella?»
Phil se rascaba la cabeza. No podía negar el hecho, ni negar que fuera inquietante. Pero, con ese criterio, muchas veces suceden cosas que son inquietantes. A las personas más racionales les perturba la realización de un sueño premonitorio o la clarividencia de una cartomántica; como a Nancy y a él cuando la vieja irlandesa de Santa Bárbara había descrito aquel agente del KGB dueño del restaurante de Berkeley. Es inquietante, de acuerdo, pero no basta para dar al traste con nuestra concepción del mundo, la cual, hasta nuevo aviso, excluye la percepción extrasensorial.
Aunque eso no quita que sea inquietante.
Perturbado por la hernia de Christopher, Phil contraatacaba con el razonamiento conocido como el «de los frutos»: «Y guardaos de los falsos profetas —profetiza Cristo (Mateo, 7, 15)—, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, mas de dentro son lobos rapaces». Y prosigue, con esa desenvoltura en la creación de metáforas que es una de las características de su estilo inimitable: «Por sus frutos los conoceréis. ¿Cógense uvas de los espinos, o higos de los abrojos? Así, todo buen árbol lleva buenos frutos; mas el árbol maleado lleva malos frutos».
«¡Ese es el verdadero criterio! —exclamaba Phil—. ¡El único que hace posible distinguir al inspirado del enfermo! Desde luego, Cristo alude aquí más bien a los falsos profetas maléficos, a los flautistas de Hamelín, como Hitler o Jim Jones, pero esto también vale para la persona honesta como tú que oye voces y te crees un profeta cuando en realidad simplemente estás pirado. A ella también es legítimo pedirle: muéstranos los frutos de tu relación con Dios. ¿Has cambiado? Lo sé, entiendes el griego, has echado a tu agente, te cortas los pelos de la nariz…»
«He descubierto la hernia de…»
«De acuerdo, pero ¿puedes honestamente afirmar que has mejorado? Hace veinte años que hablas con voz trémula de empatia, caridad y agapê, y que les escribes a tus ex mujeres sermones sobre el tema con citas de san Pablo. Perfecto, pero veamos qué dice san Pablo en la primera epístola a los Corintios: “Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo caridad, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia; y si tuviese toda la fe, de tal manera que traspasase los montes, y no tengo caridad, nada soy. Y si repartiese toda mi hacienda para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo caridad, de nada me sirve”».
Al escuchar estas palabras, Fat bajaba triste la cabeza. Entonces Phil aprovechaba su ventaja. «Sé muy bien que no eres malo —reconocía—, sé que te das a los pobres, que envías cheques a las asociaciones benéficas, que el sufrimiento de los niños y de los gatos te conmueve hasta saltarte las lágrimas. Pero esto no cambia nada el hecho de que sigues siendo incapaz de sentir empatia. Por más que lo quieras, que implores, no tienes más acceso a los demás que al mundo real, sensorial, a la verdadera vida, de la que siempre te separa un cristal blindado. Es ése el pecado mortal, y ni siquiera es por tu culpa. Eres más víctima que culpable. El pecado no es una elección moral, sino una enfermedad del espíritu, que lo condena a no conocer otro comercio aparte del suyo, o sea, a la repetición eterna. Sufres de esa enfermedad: estás obligado a permanecer confinado en el laberinto de tu cerebro. Nunca escuchas, ni has escuchado, ni escucharás nada fuera de las cintas magnéticas en las que, en circuito cerrado, se imprime y se reproduce tu voz. No te hagas ilusiones: es ella la que escuchas en este momento. Es ella la que te dice esto. A veces te dejas engañar, porque para soportarse esta voz ha aprendido a falsificar otras, a servirse del eco, a hablar como un ventrílocuo. Pero en realidad estás solo, como Palmer Eldritch en el mundo que ha vaciado de su substancia y cuyos habitantes llevan todos sus estigmas. O como Nixon en su despacho oval plagado de micrófonos ocultos que se ponen en marcha en cuanto él dice «mierda». Pero él, de alguna manera, ha tenido suerte: lo obligaron a que entregara sus cintas, las escucharon y luego lo echaron de su bunker. A ti nadie te hará este favor. Hasta el último de tus días podrás escucharte tranquilamente, contradecirte y acabar dándote la razón. «¿A eso le llamas darme la razón?».
«Exactamente. Además, tienes razón. En todo caso, yo no puedo probarte que estás equivocado. Nadie puede hacerlo. Todo tu sistema se basa en ese tipo de razonamiento, no necesariamente justo, pero lógicamente inapelable, que llamamos sofisma. Y que en este caso consiste en decir: “Quizá yo no soy un profeta”, pero entonces Isaías tampoco lo es. Quizá confundo los borborigmos de mi subconsciente con la voz de Dios, pero la objeción también es válida para san Pablo. ¿En nombre de qué cosa, en qué saber te apoyas, Phil, para distinguir la luz que lo deslumbró de camino a Damasco, de la que yo vi en la primavera de 1974 en mi apartamento de Fullerton, Orange County? No puedo asegurarte que te equivocas si te niegas a creerme, pero sí puedo asegurarte que a san Pablo no le hubieses creído. Te habrías encogido de hombros, habrías hablado de epilepsia o insolación, como muchos judíos devotos y griegos cultivados. De acuerdo, no tengo nada que objetar a esto. Como tampoco tengo nada que objetar a los ecologistas puros y duros que, aunque a mí me parezca descabellado atribuir a los árboles y a los animales los mismos derechos jurídicos que a los hombres, me hacen ver que durante mucho tiempo no nos ha parecido menos extraño atribuírselos a las mujeres y a los negros. No tengo nada que objetar a las personas que, después de admitir que la tecnología moderna hubiese sido magia para nuestros abuelos, me obligaran a admitir que lo que ahora nos parece inexplicable y perturbador, como tú sabes decirlo tan bien, y de lo que yo me deshago como del polvo que se barre debajo de un tapiz, un día será incorporado al campo de la ciencia: quien hoy niega la percepción extrasensorial, en el pasado hubiese condenado a Galileo. Personalmente, tengo mis dudas, pero no es algo incoherente, así que prefiero callar.»
«Callas, pero no dejas de pensarlo: basta con leer las páginas de mi Exégesis, hablan por sí solas. Denuncian con elocuencia la locura de su autor. La increíble complejidad de esas teorías, sus contradicciones y su inverosimilitud, comparadas con la impecable claridad de las cartas de san Pablo… Hay algo de auto-demostrativo en la verdad, que se impone por sí sola, y eso también vale para lo falso, y si no lo sentimos es porque hemos perdido toda capacidad de juicio. Tú piensas lo mismo, ¿no es cierto?»
«Por supuesto que lo pienso, pero sé adónde quieres llegar: sé que pensando esto no pruebo nada y quizá sólo estoy dando una prueba de mi pereza. Tengo ante mis ojos tu Exégesis recién escrita, mientras que dos mil años de distraída costumbre me separan del Nuevo Testamento. Si fuera capaz de leerlo con ojos nuevos, me daría cuenta de que nada es más absurdo y más contrario al sentido común que la doctrina cristiana. Los relatos de los dioses griegos tienen al menos algo de humano y pedestre que no desorientan, un poco como las películas con las que buscan interesar a la gente mostrándoles la vida de gentes como ellos, pero con un poco más de glamour. Pero el cristianismo se erige contra todo lo que pensamos saber, espontáneamente, del orden del mundo: ese Dios crucificado, ese canibalismo ritual que supuestamente debe transformar a la especie humana, yo mismo se lo había dicho a Anne, en la época en que frecuentábamos la iglesia de Inverness, que todo aquello se parecía a un relato de ciencia ficción. Es absolutamente inverosímil, y no serás el primero en pensar que ésa es la razón por la que puede que sea cierto…»
«¿No te parece extraño que mis revelaciones se parezcan tanto a mis novelas de ciencia ficción? ¿No crees que al fin y al cabo me he puesto a creer en lo que inventaba?»
«Sí, aunque podríamos decirlo de otra manera: podríamos decir que nunca has inventado nada; podríamos decir que esta revelación ha empezado a invadir el mundo sin que tú lo advirtieras, a través de tus novelas de ciencia ficción. Y cuanto más lo pienso, más me parece… ¿Cómo decirlo? ¿Factible? ¿Lógico? ¿Pertinente? Digamos que no me sorprende que Dios haya elegido ese vehículo y a ti para conducirlo. Siempre hace lo mismo. Utiliza materiales de escaso valor: la piedra que los constructores han descartado. Cuando Él decide elegir un pueblo, no elige a los griegos o a los persas, sino que va a buscar una oscura tribu de nómadas de la que nadie ha oído hablar. Y cuando decide mandar a Su hijo a Su pueblo, sucede lo mismo: todo el mundo esperaba a un heredero real, y en cambio todo transcurre como quien no quiere la cosa, entre gentes pobres, en el anexo de un motel de Belén. Una de las pocas cosas que sabemos sobre la técnica de Dios es que siempre se manifiesta donde no lo esperamos. Es lo que Él mismo dice en Ubik, muy claramente: los mensajes de Runciter pasan a través de anuncios televisivos, de graffítis en los retretes, no a través de encíclicas. Al menos podemos estar seguros de que si Dios decidiera hablar a los hombres de hoy, no se dirigiría al Papa, ni a ninguno de sus representantes jurados. Y si por alguna razón de su incumbencia decidiera dirigirse a un escritor norteamericano, no serían ni Susan Sontag ni Norman Mailer, sino probablemente el más oscuro de los escritores de mala muerte que escribe en cadena novelas de cuarta que nadie se toma en serio.»
«Hay que reconocer —dijo Fat bromeando— que he conducido brillantemente mi carrera en vista de este trabajo. Por otro lado, todo esto se parece mucho al delirio de un fracasado, ¿no es cierto?»
«Sí. Pero es posible que Dios utilice los delirios de un fracasado para sus designios. Sería algo muy de Su estilo: Sus vías impenetrables, ya sabes. El problema con la fe es que no hay ninguna razón para detenerse. Si alguien cree en la Resurrección de Cristo, no podrá negar Sus milagros, Su nacimiento del vientre de una virgen. Si cree en la Santa Virgen, sería imprudente prohibirle aparecer en Lourdes, en Fátima y en otros lugares de los que millones de peregrinos regresan transfigurados. Si cree en esas apariciones, en las curas y en las medallas milagrosas, ¿por qué no creer en la reencarnación, en la influencia oculta de la gran pirámide en la historia universal o en tu Exégesis? En el fondo, Fat, tu astucia consiste en decir que eres el agua del baño y que no pueden tirarte sin sacrificar al niño. Pero, espera un momento: ¿qué pasa si acepto sacrificar al niño?»
«Quieres decir…»
«Eso: si Dios no existe.»
«Entonces, efectivamente, mi Exégesis no es más que una sarta de estupideces.»
«Y el Evangelio también: ¿es lo que dirás después?»
«Exacto. Y san Pablo decía lo mismo: si Cristo no ha resucitado, todo lo que yo digo son idioteces. Entonces no hay ninguna diferencia entre Isaías y el presidente Schreber, entre san Pablo y un loco que se cree san Pablo: como yo, por ejemplo. Todos encerrados en el mismo hospital psiquiátrico. ¿Así estás contento?»
«Sabes que no. Así ambos salimos perdiendo.»
«¿Y entonces?»
«No sé. Creo que me encuentro en un punto muerto.