La policía está acostumbrada a los locos: los que se atribuyen crímenes que no han cometido, los que han visto platillos volantes, los que han descubierto una conjura contra el presidente de los Estados Unidos… Es sabido que a veces puede haber algo de cierto en esas declaraciones descabelladas o que incluso gracias a ellas es posible dar con una pista. Muchos escándalos importantes empezaron así. Lo ideal, ante la duda, sería poder controlarlo todo, pero la falta de efectivos y de tiempo lo impide. Afortunadamente, hay casos que no dejan lugar a dudas. Por ejemplo, cuando un tipo que dice ser un escritor de ciencia ficción mundialmente conocido, postulado en Francia para el premio Nobel, autor de una novela que por poco no ha sido adaptada al cine por John Lennon, sí, John Lennon, el de los Beatles, recomendado por Timothy Leary («No vaya usted a creer que estoy de acuerdo con Leary, al contrario, he escrito incluso un libro contra la droga que todavía no ha sido publicado, pero que pienso dedicar al ex fiscal general Kleindienst, ya ve usted cuál es mi posición al respecto, la cual, lamentablemente, no ha sido comprendida, en gran parte por culpa de un texto irresponsable de Harlan Ellison según el cual mis libros han sido escritos bajo los efectos del ácido, lo cual es evidentemente falso»); cuando un tipo incapaz de comenzar una frase sin antes abrir una cascada de paréntesis y remontarse hasta el diluvio universal, confiesa, después de veinte minutos de preliminares, que ha recibido una carta de un lector de Estonia y, dos días después, como estaba previsto, una fotocopia de unos artículos publicados por un periódico que no es realmente comunista pero casi, y que se trata sin duda de una maniobra del KGB; cuando para que su parloteo suene más creíble, el tipo se lanza a una confusa historia de derechos de autor congelados en Polonia, cuyo objetivo es el de arrastrarlo hacia el otro lado del telón de acero para hacerle un lavado de cerebro…, entonces se lo escucha pacientemente, se le hace ver que se toma nota de lo que dice y, al final, cuando el tipo pregunta qué debe hacer, se le dice, llamándolo por su nombre de pila: «Phil, usted ha hecho ya lo que tenía que hacer. No hable de esto con nadie. A partir de ahora, nosotros nos encargaremos del asunto».
Pronunciadas con suficiente autoridad, con un tono a la vez grave y confidencial, este tipo de frases permiten, en general, cerrar la comunicación. Pero no hay que hacerse ilusiones: momentáneamente embaucado, el chiflado medio pronto se siente engañado y en nueve de cada diez oportunidades vuelve a la carga.
Tan pronto como colgó, Dick escribió una carta para resumir lo que —de manera un poco desordenada, y se excusaba por ello— había dicho al teléfono, y para acompañar y comentar el cuerpo del delito: artículo de Lem, correspondencia con Lem, carta del admirador estoniano, fotocopia del artículo del Daily World. Esta carta, la primera de una serie de catorce en cuatro meses, fue la única que recibió una respuesta:
Estimado señor:
Gracias por su carta y por los documentos adjuntos que no dejaremos de examinar con atención.
Si llegaran a su conocimiento otras informaciones que pudieran interesarnos, no dude en ponerse nuevamente en contacto con nosotros.
Atentamente.
William A. Sullivan
Federal Bureau of Investigation, Los Ángeles
La segunda y última frase pecaba de imprudente. Decir que las informaciones llegaban al conocimiento de Dick era casi como no decir nada: brotando de los canales más inusitados no solo le llegaban, sino que lo sumergían. Sin duda, no todas podían interesar a William A. Sullivan, al que Phil sospechaba de indiferencia teológica, como en el pasado había sospechado de George Smith y George Scruggs. Pero ¿acaso podía, después de haberle enviado la amenazadora fotocopia del Daily World, esconderle lo que la noche siguiente de pronto comprendió con relación a todo esto?
Al intuir el peligro que la carta contenía para él, y sin duda sólo para él, ya que cada uno de nosotros tiene su fórmula mágica, una serie de palabras que pueden darnos o quitarnos la vida, se había apresurado a hacérsela describir por Tessa sin leerla. Esa misma noche, después de la llamada, se la envió al FBI, de modo que la carta sólo pasó unas horas en su casa. Pero al deslizarla en el sobre que en seguida bajó a despachar, no pudo evitar echarle una ojeada. Algunas palabras golpearon su retina y consiguieron su objetivo.
En vano había intentado deshacerse de ellas, olvidarlas; mejor habría sido no leerlas. Ahora danzaban frente a sus ojos:
Antonetti Olivetti Dodd Mead Reinhardt Holt
Eran nombres propios, seguramente nombres de autores o editores. Nombres que no le decían nada y que sin embargo habían querido mostrarle.
Por la noche, las letras se movieron debajo de sus párpados, se separaron y se juntaron como bailarinas que cambian de acompañante. Al amanecer sólo quedó una pareja:
Olive Holt
Olive Holt.
Claro.
La canguro que lo cuidaba en Berkeley, la que siempre le hablaba de la Unión Soviética, donde la gente vivía tan feliz.
¿Cuánto tiempo hacía que no se acordaba de ella?, ¿Cuánto tiempo hacía que creía haber olvidado ese nombre?
Cuarenta años antes se lo habían impreso en el cerebro para que pudiera, llegado el momento, permitirle el acceso como un traidor entrega la ciudad en la que ha vivido infiltrado durante largo tiempo. Olive Holt cumplía para los rojos la misma función que el dije con forma de pez para los cristianos; y sin duda, ese pez, que se había agitado en él quince años antes, mientras escribía El hombre en el castillo, se lo habían incrustado mucho antes, durante su infancia. Alabado sea Dios, el pez había aparecido antes que Olive Holt. La anamnesis se había consumado a beneficio de los cristianos y no del Imperio.
Del pez y los cristianos clandestinos era mejor no hablar con William A. Sullivan. Pero de Olive Holt, sí. Así como, una semana más tarde, de la visita que un grupo de marxistas canadienses y franceses pensaban hacerle. ¿Qué hacer? ¿Recibirlos para no alimentar sospechas? ¿Cerrarles la puerta y no contestar al teléfono? ¿Salir de viaje? Como sus cartas alteradas no recibían ninguna respuesta y Sullivan nunca estaba cuando llamaba, llegó a la conclusión de que debía arreglárselas por su propia cuenta. Se trataba, sin duda, de una nueva prueba: lo abandonaban a su suerte. En un primer momento quiso huir, pero, como se lo esperaba, el coche no quiso arrancar. Sabotaje. Entonces dio la cara, pasó la tarde con los marxistas y, al día siguiente, le escribió a Sullivan contándole que por más que éstos habían intentado, micrófono en mano, hacerlo hablar, él no había avalado ninguna interpretación tendenciosa de sus obras ni caído en ninguna de las trampas que ellos le habían tendido. Había hecho lo correcto, ¿no es cierto?
Desgraciadamente, nada de lo que aquí cuento es una invención. Estas cartas en dirección casi única existen. Figuran en el primer tomo que abarca el año decisivo de 1974 en la correspondencia de Dick, y cuya publicación un editor americano ha emprendido hace poco. Paul Williams, que ha establecido el texto a partir de los duplicados conservados por el autor, confiesa que en un primer momento pensó en eliminarlas, para no herir la memoria de su amigo y los sentimientos de muchas personas que están vivas.
Con respecto a estas personas, la versión que ellas dan de los hechos figura en la introducción de las cartas reunidas, y, por más que se piense que no existe una verdad, sino sólo diferentes puntos de vista, es menester reconocer que la opinión de Stanislaw Lem o Peter Fitting, jefe del «grupo marxista», corresponde a lo que la mayoría de nosotros consideramos como la realidad, mientras que la de Dick sólo tiene cabida en un sistema completamente delirante.
He mencionado ya los motivos de su resentimiento hacia Lem. En cuanto al temible «grupo marxista», éste estaba integrado por un universitario francés, autor de un libro sobre la ciencia ficción prologado por Jean-Francois Lyotard, por un músico de rock y por su mujer, tres personas perfectamente representativas del ambiente al que pertenecían, en los años setenta, los admiradores extranjeros de Dick: robustos bonachones, izquierdistas marcusoreichianos e inofensivos barbudos sobre los que Dick se sentía ahora obligado a redactar un informe, o más bien dos.
Es propio de una conversión transformar al converso. Le hace cambiar completamente de parecer. Éste ya no piensa como pensaba, no se comporta como se comportaba y, con frecuencia, una ironía del destino le hace comportarse y pensar de una manera que antes no sólo le era indiferente sino que le repugnaba. Ahora está encantado con unas transformaciones que antes de sólo imaginarlas habrían indignado a la vieja personalidad de la que se ha despojado. Ellas garantizan la autenticidad de su experiencia, el hecho de que otra persona hable por él. Y hasta añadiría más. El intelectual escéptico y sarcástico que se convierte al catolicismo se abandonará a las formas populares de su fe: discretas devociones y medallas milagrosas. Si es un literato refinado, conocedor de pintura, se deleitará descubriendo a partir de ahora en Gilbert Cesbron o en los naifs yugoslavos la alegría sutil de quien se libera del determinismo y reconquista su libertad.
Ir en contra de la propia tendencia natural es lo que muy literalmente se llama arrepentirse.
Rebelde, malvado, enemigo de la autoridad bajo todas sus formas, Dick jamás hubiese imaginado que un día llamaría al FBI, que se sometería a su protección y que le pasaría información. Si algunas semanas antes de la llegada del artículo del Daily World alguien se lo hubiese dicho, habría reaccionado como un musulmán al que le anuncian que morirá de una indigestión de morcilla. Un nativo de Berkeley jamás se llevará bien con la policía, y si lo hace, esto demuestra sólo una cosa: que ya no es él; lo han sustituido o ha sido manipulado, otra persona ocupa su lugar.
«Es exactamente eso —pensaba Dick con una risita divertida—. Es exactamente lo que me ha pasado.
»Y lo increíble es que me alegro, y estoy convencido de tener razón al alegrarme.»
He aquí dos ejemplos de conversión:
Saúl, joven judío piadoso y, por ende, enemigo acérrimo de la secta cristiana, vive camino de Damasco una extraña experiencia de la que sale convertido en el apóstol Pablo y se va repitiendo por el mundo, con el contagioso fervor que lo caracteriza: «Yo ya no soy el que vive, es Cristo quien vive en mí».
El héroe de 1984, la novela de Orwell, se arma poco a poco de coraje para oponerse a la tiranía del Big Brother. Pero es arrestado, sometido a torturas y lavados de cerebro tan eficaces que al final del libro, en lugar de manifestarle una fidelidad ficticia, «él ama al Gran Hermano».
Son muchas las diferencias entre estas dos historias. En primer lugar, la que existe entre la tortura y la humillación, sin olvidar que en ambos casos se trata de una violación de la conciencia humana. Además, mientras Orwell y sus lectores coinciden en ver en el protagonista de 1984 un personaje extremadamente lúcido antes de su arresto y trágicamente alienado después, el autor de los Hechos de los Apóstoles, y sin duda la mayoría de sus lectores, comparten con san Pablo la certeza de haber salido ganando con el cambio. Queda el hecho inquietante de que una misma certeza anima tanto al converso como a la víctima de un lavado de cerebro: es ahora, ahora que aman a Cristo o al Gran Hermano, cuando están en lo cierto; antes estaban equivocados: la prueba está en que antes no había nada que temieran más que lo que les ha ocurrido y que ahora es, en realidad, su bien más preciado. Esta ruptura hace que el converso y su entorno tengan una relación tan conflictiva como la de Drácula con el doctor Van Helsing en las películas de vampiros: si los hombres temen tanto ser mordidos por los muertos vivientes es porque intuyen que una vez contaminados se alegrarán. Lo más terrible, con respecto a lo anterior, es que, después, de uno no queda sino el que se alegra de ya no ser el que era. Primero es uno quien tiene miedo; después es otro quien triunfa.
Llamar al FBI fue un alivio para Dick. El gesto se puede interpretar, en términos psicológicos, como el desahogo de un hombre acorralado desde hace mucho tiempo que, agotado, se rinde y, al hacerlo, experimenta un extraño placer. Por otras razones sin duda no menos psicológicas, él prefirió interpretarlo en términos espirituales, como un despojamiento de su viejo «ego» fatigado, asustado y decrépito, en beneficio de una entidad infinitamente más sabia, que tomaba, a través de él y por su bien, iniciativas que él nunca hubiese tomado. Cuando sus enemigos, cualesquiera que fueran, le habían tendido la trampa de la fotocopia del Daily World, la entidad le había indicado la única salida que él nunca hubiese imaginado y, por consiguiente, la única que suponía eficaz: avisar a la policía. Así ganaba en todos los frentes y las hipótesis. Si el FBI, a pesar de los abusos de la era nixoniana, no había traicionado su vocación, era normal que él, acosado por los comunistas, recurriera a su protección: actuando de este modo llamaba a la buena puerta y expiaba su pasado de izquierdista. Si, por el contrario, el FBI se había transformado en secreto en el aparato represivo de un gauleiter criptocomunista, la mejor manera de escapar de ese lobo disfrazado de cordero era arrojándose a sus fauces: al fingirse inocente, se prestaba al juego de su adversario y lo obligaba a cumplir con su papel oficial de defensor de la democracia. Por último, podía ser que, si sonaba la hora de Nixon y su banda, las fuerzas de la luz y las tinieblas se enfrentaran en el Bureau, y en ese caso él había actuado correctamente al elegir de qué lado estar. Naturalmente, hubiese preferido saber de qué lado estaba William A. Sullivan, el agente que se ocupaba de su caso, si leía sus informes con simpatía o aversión, pero la todopoderosa divina entidad que lo había investido no consideraba útil informarlo sobre este punto: ella lo guiaba sin explicarle sus decisiones ni comentarle nada acerca de su iniciación. A él le tocaba seguirla.
Durante la primavera de 1974, después de hacer tabla rasa de sus prejuicios izquierdistas, la todopoderosa entidad siguió cuidando de su cuerpo y de su mente con la energía de una joven esposa llena de sentido práctico que barre las viejas costumbres de soltero de su marido. Le hizo cortarse la barba y los pelos que le salían de la nariz con una pequeña tijera cuya existencia creía desconocer pero que sin embargo compró, en una tienda, como si la hubiese utilizado desde siempre. Le renovó el vestuario. Hizo una selección de su botiquín tirando todo lo que ella sabía, y que de pronto él también supo, que era perjudicial para su salud. Ella descubrió que el vino, dada su acidez, era malo para el estómago, y él, de la noche a la mañana, se deleitó bebiendo cerveza, que siempre había aborrecido. Ella resolvió sus problemas con el fisco, espulgó sus contratos y sus cuentas de derechos de autor, identificó sus irregularidades y lo incitó para que despidiera a su agente, una medida que a él le pareció de muy adulta intrepidez, tal como se lo hizo saber orgullosamente a sus amigos; el agente, en consecuencia, consiguió para su próximo libro un contrato más ventajoso y Dick pudo volver al redil como un vencedor, muy contento con su aventura.
Por último, la entidad le salvó la vida a su hijo Christopher.
Hacía varios días que el niño no andaba bien. El pediatra no le había detectado nada, pero él seguía quejándose. Una mañana, Dick meditaba en el sillón, con los ojos cerrados, escuchando Strawberry Fields Forever de los Beatles. Al escuchar la frase: «Going through life with eyes closed…», un destello de luz rosa deslumbrante le traspasó los párpados. En seguida advirtió que le habían transmitido una información vital, se levantó y entró tambaleándose en la habitación de Christopher, donde Tessa le cambiaba los pañales al niño. Con la voz inexpresiva que se había acostumbrado a oír brotar de él en ciertas ocasiones, dijo:
—Tess. Christopher tiene una malformación congénita.
—Pero si el doctor ha dicho que no tiene nada…
—Tiene la hernia inguinal derecha estrangulada. Ya le ha bajado a la bolsa escrotal. La membrana ha cedido. Tenemos que hacerlo operar inmediatamente.
Insistió tanto que Tessa acabó llevando al niño al servicio de urgencias del hospital de Fullerton. Chris fue atendido por un médico llamado Zahn, que en alemán significa «diente», algo que, teniendo en cuenta las circunstancias de su iluminación, a Dick le pareció de buen augurio. De hecho, el doctor Zahn confirmó su diagnóstico: el niño corría peligro y fue operado esa misma noche. A partir de entonces, Christopher ya nunca volvió a quejarse.
Desconcertada, Tessa interrogó a su marido durante un largo rato. Por primera vez un hecho concreto venía a confirmar las extrañas declaraciones que desde hacía algunos meses él prodigaba con mayor frecuencia que la habitual. Pero Dick sólo se mostraba afirmativo cuando lo contradecían. Si alguien se declaraba desconcertado, él se volvía evasivo. Sus explicaciones variaban: un día decía que los Beatles lo habían informado sobre el estado de salud de Christopher, otro día aseguraba haber oído al niño decir: «Eli, Eli, lamma sabacthani». Aunque fueran muy confusas y con frecuencia contradictorias, estas confesiones a su mujer indican que, de marzo a agosto de 1974, vivió inspirado por la todopoderosa divina entidad que había decidido cambiarle la vida. Dick se imaginaba el procedimiento en términos que son familiares a cualquier persona que utilice un ordenador personal. Una contraseña —el pez— había permitido a la entidad acceder a sus circuitos cerebrales. La todopoderosa entidad le había implantado un programa; y si el disquete del que yo me sirvo tuviera una visión subjetiva, describiría sin duda la entrada de datos como una avalancha de fosfenos, de pinturas abstractas que se metamorfosean a toda velocidad, bajo una luz rosa deslumbrante. Después el programa se ponía en marcha. Se le suministraban datos: eran los acontecimientos mayores y menores de la vida de Philip K. Dick, que el programa trataba con diligencia. Para informar a su anfitrión, y para que éste actuara en consecuencia, se servía, como un parásito inteligente, de todos los canales y soportes que la percepción normal, y eventualmente menos normal, le ofrecía: las palabras de las canciones que escuchaba, las letras de los libros que leía, y no sólo de los libros, sino también de los carteles indicadores, las palabras de los envases de los cereales o de las predicciones y los consejos que acompañan a los pastelitos que ofrecen con la cuenta en los restaurantes chinos. La mayoría de las veces esas informaciones le llegaban en sueños, pero como dormía poco de noche y de día a menudo se emborrachaba, la frontera que separaba en él la vigilia, el sueño y el soñar despierto era incierta. Y como el mensaje le importaba más que el médium, consideraba insignificante la diferencia entre una frase leída en sueños y otra leída en la realidad. Además, sospechaba que los libros y los voluminosos ensayos que le daban para leer en sueños, existían en la realidad. Creía, de manera muy prosaica, que el sueño le evitaba tener que investigar en una biblioteca. Pero, a veces, como su apetito no se veía saciado, solía dedicarse a este tipo de investigaciones.
Durante varias semanas seguidas, se le apareció el mismo libro, del cual tuvo la certeza que contenía las respuestas a todas las preguntas que él se hacía. El texto desfilaba demasiado deprisa para que él pudiera leerlo, pero las indicaciones bibliográficas se precisaban cada vez más entre un sueño y otro. De tapa azul y dura, el volumen contenía no menos de setecientas páginas. El copyright era de 1966, o quizá de 1968, no estaba seguro. El título terminaba con la palabra Grove y contenía una palabra que podía ser Budding. En diversas ocasiones vio las páginas rodeadas de llamas y dedujo que tenía que tratarse de un texto particularmente sagrado, quizá el mismo del que se habla en el Libro de Daniel.
Lo buscó en librerías y bibliotecas. Hasta que un buen día pudo reconocerlo. Aquél era el libro, no cabía duda. Azul, grueso, publicado en 1968 con el título de The Shadow of Blooming Grove.
Lo abrió, convencido de que su investigación tocaba a su fin. Todos los secretos del mundo le serían desvelados.
Era una biografía de Warren G. Harding.
Cualquier otra persona habría deducido que su manera de proceder era absurda o, en todo caso, que se había equivocado de libro. Dick pensó que, de las dos cosas, una: o todos los secretos del mundo se escondían realmente en una biografía del presidente Warren G. Harding (1865-1923), de manera subliminal y sin duda sin que su autor lo supiera; o bien, la todopoderosa divina entidad que lo informaba le había tomado graciosamente el pelo. En ambos casos, su manera de proceder le recordaba algo.
Algo o más bien a alguien.
Glenn Runciter.
Glenn Runciter que, en Ubik, se comunicaba con sus dependientes perdidos en el laberinto de la semivida, los guiaba y procuraba hacerles entender lo ocurrido recurriendo a los medios más triviales. Él era quien había escrito los grafittis de los retretes: «Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos». Los folletos publicitarios, los eslóganes que los aviones escribían en el cielo o los códigos en los dibujos de los paquetes de cigarrillos transmitían sus consignas de supervivencia. Runciter aparecía incluso en la televisión, en la que promocionaba los méritos del aerosol Ubik, la única arma eficaz contra la entropía.
Dick comenzaba a entender hacia qué libro lo conducía su sueño recurrente: ya no era la biografía de Warren G. Harding sino la novela en la que, al desmontarle a él sus mecanismos mentales, habían previsto que la biografía de Warren G. Harding le haría pensar. Comenzaba a entender qué habían querido decir Stanislaw Lem y Patrice Duvic. El libro sagrado, el libro envuelto en llamas, el libro que desvelaba todos los misterios del universo, ese libro era Ubik.
Ya no le parecía tan absurdo pensar que había escrito uno de los cinco libros más importantes de la historia: uno de esos libros, como la Biblia o el Bardo Thodol, a los cuales los hombres tienen que recurrir para conocer los secretos de su condición. Ubik literalmente la describía.
En adelante, procuró distinguir Ubik, el libro, de Ubik, la entidad, que en el libro ayuda a los hombres a luchar contra la entropía. Ahora entendía que si Ubik, el libro, describía tan bien Ubik, la entidad, era porque Ubik, la entidad, había escrito, sirviéndose de él, Ubik, el libro. Ubik, el libro, no era más que un mensaje dirigido a los hombres por Ubik, la entidad, para revelárseles. Era perfectamente lógico que esa revelación eligiera como vehículo una novela remendada, escrita por un oscuro escritor a destajo: esto completaba la panoplia de eslóganes publicitarios, anuncios televisivos y graffitis de los retretes. El contenido y la forma, el médium y el mensaje, coincidían perfectamente.
Desde febrero de 1974, esa todopoderosa divina entidad lo había contactado directamente y él le había puesto un nombre secreto: Valis. Este acrónimo de Vast Active Living Intelligence System (Sistema de Vasta Activa Viviente Inteligencia) presentaba, según Phil, la ventaja de ser puramente descriptivo y de estar exento de deísmo sentimental: un nombre de programa informático. Algunos años antes le había dado el nombre de Ubik: lo que está en todas partes, lo que es ubicuo. Y, más o menos conscientemente, al redactar los eslóganes que hacían de epígrafe en cada capítulo de su bardo-novela, había dejado entender que denominaba así aquello que san Juan, en el prólogo de su Evangelio, llama el Logos, es decir el Verbo.
O sea Dios, aunque Dick se mostraba reticente a utilizar ese nombre propio. De hecho, le parecía muy manoseado, degradado y comprometido con sistemas confesionales demasiado estrechos para su experiencia. Creía, como los místicos judíos, que existen nombres de Dios más o menos exactos, y que en lo más hondo de ese saco de nombres, existe un nombre que es el verdadero nombre de Dios, que sólo Dios conoce, tanto es así que quizá sea ese conocimiento el mayor atributo de su divinidad. Como no lo conocemos, más vale utilizar un término estrictamente convencional, por lo que Valis venía al caso.
Además, precisaba él, tampoco era un término tan convencional, ya que su mente lo había concebido, y Valis inspiraba esa mente. Incognoscible e innombrable, la entidad se le daba a conocer bajo ese nombre, que él había creído imaginar como el de Ubik.
Pero había que identificar a alguien más, un mediador cuya presencia intuía: el homólogo de Runciter en su vida. Runciter no era Ubik, no era más que un hombre que estaba vivo y procuraba alcanzar, en los limbos, las conciencias entumecidas de los muertos que todos nosotros somos. Su misión consistía en despertarlos. Era también, en el sentido más literal del término, un representante de Ubik: decidido a encajar como sea su aerosol de Logos concentrado. Dick, en cierto modo, pensaba ejercer ese papel con sus lectores. Pero alguien lo hacía por él. Alguien, de parte de Ubik o Valis, le transmitía los mensajes que lo guiaban. Y él, como Joe Chip, creía reconocer detrás de ese amasijo de señales confusas y contradictorias un estilo familiar.
Como cada vez que formulaba una hipótesis, a Dick le maravilló la docilidad con la que los hechos se adaptaban a ella. Desde que había recurrido al FBI para desorientar a los soviéticos, ya no soñaba en ruso sino, y cada vez con mayor frecuencia, en griego antiguo: ahora bien, en su vida había conocido una sola persona que lo comprendiera, y esa persona era el obispo Pike. Pike, por otro lado, conocía bien el mundo y las religiones antiguas hacia las cuales confluían la mayoría de sus inspiraciones diurnas y nocturnas, era amante de los libros de consulta y los juegos pedagógicos, había consagrado los últimos años de su vida a explorar las posibilidades de comunicación entre los muertos y los vivos y se cortaba los pelos de la nariz con una pequeña tijera ad hoc. Dick la había descubierto hurgando en el baño del obispo mientras intentaba robarle algunas anfetaminas.
Esta serie de indicios convertían al difunto obispo en un serio candidato al doble papel de tutor y okupa espiritual. Pero hubo otros, nacidos de las intuiciones de los sueños, las lecturas y la asociación de ideas. Recorriendo el tiempo y la Encyclopaedia Britannica, se alegró de conducirlo hasta la Sibila de Cumas, Zoroastro, Empédocles, el gnóstico Basílides y el faraón Akenatón. De los huéspedes de su mente, aquel con el que mejor se entendió fue un tal Thomas, que se instaló en ella durante casi tres meses.
Única excepción al name-dropping que caracterizaba su búsqueda de tutela, este desconocido había nacido de la constatación según la cual él, desde marzo de 1974, albergaba los pensamientos, la visión del mundo y hasta las palabras de un clérigo sumamente helenizado del primer siglo de nuestra era. El griego que ese clérigo hablaba, y que Dick había finalmente identificado suministrando a un profesor de Fullerton algunas muestras de ese idioma tomadas de sus sueños, no era el griego clásico y literario, que sólo Pike conocía, sino el griego koiné, una especie de pidgin empleado en todo Oriente Medio en los tiempos apostólicos. No era el idioma de Platón, sino el de san Pablo. Al igual que éste, Thomas tampoco había conocido personalmente a Jesucristo: él pertenecía a la segunda generación de cristianos, la que soportaba las persecuciones más despiadadas. Pero como todos sus hermanos, le explicó a Dick, él también conocía el secreto de la resurrección. La promesa de la vida eterna hecha por Jesucristo a su pequeño rebaño no era broma. Ésta presuponía la absorción de un alimento sagrado, el famoso hongo del que John Allegro, en un primer momento, y luego Pike, habían hablado tanto, y con relación al cual la hostia cristiana no era más que un símbolo, espiritualizado y a la vez desgastado. Cada parcela de ese alimento de vida, como cada pulverización de Ubik, contenía toda la información de la que el mundo fenoménico no era más que la hipóstasis (Dick adoraba esta palabra que el obispo le había enseñado). Al sentir cercana la muerte, Thomas había ingerido ese alimento y había tomado la precaución de imprimir en alguna parte de su cerebro el signo del pez, que le habría permitido, una vez regresado a la vida y cuando el momento se presentara, saber quién era él en realidad.
El plan se había desarrollado como estaba previsto, aparte del hecho de que, persuadido de la inminencia de la Parusía, como todo el mundo en aquellos tiempos, Thomas había imaginado un desplazamiento temporal de unos veinte años, cuando en realidad habían transcurrido casi dos mil años. ¿Por qué? Porque tras la caída de Jerusalén en el año 70, los romanos se habían apropiado del hongo sagrado y lo habían destruido, como destruían todos los objetos de cualquier culto que no comprendían, de modo que esa información vital, el único elemento racional en nuestro mundo irracional, había desaparecido. El Imperio y las tinieblas habían triunfado. Pero no definitivamente: algunos ejemplares del hongo se hallaban escondidos en una tinaja y la tinaja en una gruta de las orillas del mar Muerto. Allí habían dormido unos dos mil años, mientras la barbarie y la ilusión reinaban sobre la Tierra. El tiempo real quedó suspendido hasta un día de 1947 en que unos arqueólogos descubrieron la zona de Qumrán y le devolvieron la libertad al Espíritu cautivo. Pike no se había equivocado al orientar hacia esa dirección su búsqueda de la verdad última, pero había llegado demasiado tarde: de ahí su trágica muerte. El Espíritu, Ubik o Valis, había abandonado su escondrijo; desde hacía muchos años operaba en otro lugar, soplaba donde se le antojaba; por ejemplo, en la conciencia y la inconsciencia de un adolescente californiano que se hubiese asombrado sobremanera si alguien le hubiese dicho que en realidad se llamaba Thomas y que, como todos sus contemporáneos, vivía en torno al año 70 después de Cristo. Conforme pasaba el tiempo, y sin que él se diera cuenta, el Espíritu había educado a ese adolescente. Había insinuado dudas en él y había furtivamente descorrido frente a sus ojos el velo de las apariencias. El adolescente había crecido y había empezado a escribir novelas de ciencia ficción, por medio de las cuales el Espíritu se daba a conocer a los hombres desvelándoles su condición. Aunque fuera un personaje oscuro, el Imperio no le quitaba los ojos de encima. Gracias a ciertas alusiones de sus libros, se intuía un saber in fieri que podía volverse peligroso. Había conocido la persecución. Y, un buen día el momento había llegado. Le habían mostrado el pez a Thomas, habían provocado la anamnesis.
Desde entonces, habitaba en el cuerpo del hombre que había creído ser durante cuarenta y cinco años. Éste no le había cedido fácilmente su lugar, pero, tras algunas transformaciones, la cohabitación se revelaba agradable. Era un poco como conducir un automóvil de autoescuela equipado de doble control. Thomas perfeccionaba la educación de Phil, le enseñaba el griego, las astucias de un clandestino veterano para escapar de las trampas que el Imperio le tendía: por ejemplo, avisar a la policía para desarmarla mejor. ¡Qué táctica más extraordinaria! Phil, en cambio, guiaba a Thomas en un mundo del que éste sólo conocía su naturaleza real, pero no su engañosa apariencia fenoménica. Era lo más inquietante en Thomas, esos balbuceos que delataban al alienígena. De vez en cuando, haciendo el papel de Dick, se equivocaba y había que sugerirle las respuestas. Así es como su anfitrión explicaba los deslices de su comportamiento que, antes de ser avisado de la existencia de Thomas, atribuía al agotamiento y a la hipertensión, y a causa de los cuales tuvo que ser internado por un breve período durante aquella primavera: trataba a la perra de «él» y al gato de «ella»; rompiendo, sin ninguna razón aparente, con la rutina de toda una vida, desplazaba los marginadores de su máquina de escribir; no reconocía los controles del automóvil y, como Ragle Gumm con el cordón de la lámpara, no cesaba de buscar un botón de ventilación que no existía. Un día, Tessa, consternada, lo oyó balbucear delante del refrigerador abierto: «No quedan más cervezas, creía que quedaba una…». Luego: «Pero si nunca en mi vida he bebido cerveza». Y finalmente: «¡Pero si éste no es mi refrigerador!». Todos estos deslices, que tanto lo habían preocupado, ahora se los atribuía a Thomas. Cuando lo interrogaban, éste sonreía y confirmaba. Ambos se divertían mucho.
Lo que más le gustaba a Thomas del mundo ilusorio en el que el Imperio tenía cautivos a los hombres era la televisión. Se pasaba todo el día viéndola. No hay que olvidar que por aquel entonces la televisión mostraba en directo la caída del Imperio, y que todos sus prisioneros, informados o no de su condición, seguían con avidez aquel culebrón. ¿Entregaría Nixon al juez Sirica las cintas con las conversaciones del Watergate? No, después finalmente sí, pero no sin antes haber borrado la mitad del contenido. ¿Se atrevería el Congreso a acusar al presidente? Sí: por haber obstaculizado la justicia, destruido las pruebas, favorecido falsos testimonios, utilizado a la CIA para protegerse del escándalo, violado los derechos constitucionales de sus conciudadanos, instaurado una vigilancia electrónica e incluso estafado al fisco.
Este último detalle encantó particularmente a Phil. Apoltronado en el sofá, recibía las noticias con los clamores de un hincha de fútbol. Thomas, sentado a su lado, se comportaba en cambio como un entrenador que ve ganar a su equipo. Comentaba el espectáculo como un experto y le revelaba a su anfitrión lo que yacía oculto debajo de las cartas. Bajo su influencia, Phil comprendió que un vínculo misterioso ligaba su experiencia espiritual con la derrota del Anticristo de la Casa Blanca. Durante el mes de febrero, tras una vida de esfuerzos y vacilaciones, por fin se había abierto una brecha, había encontrado el acceso a la vida real. Había comprendido que a pesar del testimonio de nuestros sentidos engañados, el Imperio no había dejado de existir, pero que la Parusía estaba a punto de producirse: se produciría, como estaba prometido, antes de que el primer siglo acabara. Su anamnesis había sido la señal y él la puerta por donde el Espíritu regresaba para abolir la ilusión, derribar los muros de la negra prisión de acero y expulsar al demiurgo que en los Hechos de los Apóstoles se llamaba Simón el Mago, en sus libros Palmer Eldritch o Ferris F. Fremont y en su última vestimenta ilusoria, la de los Estados Unidos de 1974, Richard Nixon. El Espíritu se había servido de él, Philip K. Dick, alias Thomas, para que el mundo fuera de nuevo real.
Cuando el 8 de agosto Nixon presentó su dimisión, Phil se volvió hacia Thomas para comentarle: «Se acabó. Hemos ganado». Pero Thomas no respondió. Se había esfumado. Phil se sintió muy triste, muy solo en su mente. Al cabo de unos días se resignó, pues comprendió que Thomas había cumplido con su misión y que a él no le quedaba más que intentar comprender y explicar lo que había ocurrido.