17
El Imperio nunca dejó de existir

El 20 de febrero de 1974, Dick se arrastraba gimiendo por el pequeño apartamento de Fullerton en el que vivía con Tessa y el pequeño Christopher. La víspera le habían sacado una muela del juicio y, como el efecto del pentotal se había disipado durante la noche, el mundo no era más que un dolor atroz que le latía continuamente en la mandíbula apenas suturada. La idea racional de que pronto ese dolor desaparecería no lo ayudaba: todo lo que deseaba era no estar allí, dejar de existir hasta que aquello se acabara, si es que algún día se acababa.

Tessa llamó al dentista, que prescribió un analgésico, y como era impensable que abandonara al enfermo aunque sólo fuera por un minuto, solicitó a la farmacia que se lo enviaran cuanto antes.

Media hora después, sonó el timbre. Dick, con una bolsita de té húmedo apretada entre los dientes, abrió la puerta. Se encontró con una chica de cabellos negros y espesos, vestida con un uniforme blanco. Llevaba una cadena con un colgante de oro que representaba un pez. Como hipnotizado por esa joya, Dick se quedó un momento sin decir palabra.

—Ocho dólares cuarenta —dijo la chica, o quizá repitió, entregándole el paquete del medicamento.

Dick hurgó en el bolsillo, sacó un billete de diez dólares y preguntó:

—Y esa joya… ¿qué es?

—Un pez —respondió la chica—. Es un símbolo que utilizaban los primeros cristianos.

Paquete en mano, Dick se quedó inmóvil en el umbral, contemplando el pez que refulgía apenas en la penumbra del vestíbulo. El interruptor automático del rellano se había apagado. Había olvidado su dolor, había olvidado qué hacía esa chica allí, había olvidado qué hacía él allí. Tras salir del cuarto donde se había secado el pelo, Tessa se acercó. Siguiendo la dirección de la mirada de Phil, atribuyó su expresión extática a los senos de la chica, que, al verla, se decidió por fin a entregar el cambio, dar media vuelta y marcharse. Tessa volvió a cerrar la puerta haciendo un comentario que luego olvidó y que Dick no oyó, de modo que, aparte de Dios, si existe, nadie en el mundo conoce la línea de diálogo que tendría que figurar en este preciso lugar de esta biografía.

En El hombre en el castillo, la contemplación de una joya que está en armonía con el tao hace que el velo de las apariencias se descorra frente a un hombre de negocios japonés abriéndole el acceso al mundo real. Sólo más tarde Dick comparó su experiencia con la que doce años antes había hecho vivir al señor Tagomi. Pero en seguida comprendió que acababa de ocurrir lo que había esperado toda su vida.

Momento de la verdad. Debriefing. Anamnesis.

Así, al final había ocurrido.

Sabía quién era, dónde estaba, dónde había estado siempre.

Ese pez de oro que colgaba del cuello de la empleada de una farmacia era el código preparado desde siempre para desactivar el módulo del olvido y poner en marcha el programa que lo devolvería a la realidad.

Era el momento.

EL IMPERIO NUNCA DEJÓ DE EXISTIR

Cuando esta frase, extraña y sin embargo familiar, se le ocurrió, comprendió que decía la verdad. La chica, como él, era una cristiana clandestina. La habían enviado para que se lo comunicara, dotada de un signo capaz de desatar sus recuerdos.

Pero ¿a qué se debía esa clandestinidad? ¿Para qué ese diálogo con doble sentido, esos acercamientos de conspiradores?

Para eludir la vigilancia de los romanos.

¿Qué romanos? Estamos en 1974, en el condado de Orange, en California.

No.

No, creemos solamente, o más bien, la mayoría de nosotros cree vivir en 1974, bajo el régimen de la democracia americana. Como Ragle Gumm creía vivir en 1950, el señor Tagomi en un mundo en el que Japón había ganado la guerra o Joe Chip y sus compañeros entre los vivos. Pero ésa no es la verdad y algunos lo saben. Y luchan. Tú acabas de incorporarte a sus filas.

Te has unido al invisible ejército de los Avisados, los que a través del holograma impuesto a las multitudes con el nombre de realidad, con sus autopistas, sus enchufes, sus restaurantes Howard Johnson y su verosimilitud apacible y compacta, vislumbran los barrotes de la negra prisión de acero, la inmensa prisión en la que el Imperio tiene cautivos a sus esclavos. Porque desde siempre, sin que lo supieras, tú eras uno de ellos, y hoy te has unido a los que resisten en secreto, a los portadores de la luz que caminan en las tinieblas.

¿Lo sientes? Algo vuelve a funcionar dentro de ti, en lo más profundo de tu organismo. El reloj interior que te da la hora exacta, la fecha exacta.

Estamos en el año 70 después de Cristo.

Ahora que lo sabes, que sabes que es cierto, no te sorprende. Después de todo, ya lo sabías.

El Salvador ha venido y ha vuelto a marcharse. Pero volverá, pronto volverá. Lo ha prometido: antes de que esta generación haya pasado. Y lo verás. ¿Acaso dudarías de las palabras de tu Señor? No, tú eres como nosotros, estás con nosotros: aguardas su regreso y, a pesar de las persecuciones, te preparas con alegría.

Aquel a quien le conceden la gracia de saber no debe desanimarse frente a las exigencias. No debe ampararse detrás de explicaciones tranquilizadoras: diciéndose, por ejemplo, que lo que le sucede es una alucinación, una alegoría o el regreso a una vida anterior. No, se trata de una verdad literal, inmediata, de la única verdad. Roma está aquí y ahora. El norteamericano medio no se da cuenta de nada, pero es una realidad subyacente a la del mundo en el que vive. El Imperio nunca dejó de existir. Sólo se ha escondido de la mirada de sus súbditos. Así como se proyecta una película en la pared de una cárcel, ha urdido para ellos este universo ilusorio, esta desaforada ficción que la mayoría de los espectadores confunden con un escrupuloso documental: diecinueve siglos de historia y el mundo que de ellos resulta. Pero durante la proyección la guerra continúa. Los que se niegan a ver la película y no creen en ella son despiadadamente perseguidos: no les dejan abandonar la sala, los masacran en los baños. Algunos, por prudencia, disimulan: se quedan sentados frente a la pantalla con los ojos cerrados y la mente despierta. Ellos siguen su camino, sirven a otro rey. No llevan ni coraza ni metal, sólo sus vestidos, sus sandalias, y a veces un pez dorado en un brazalete o en un collar que les permite reconocerse entre ellos. Forman una comunidad secreta, unida en la esperanza y por la amenaza, que se comunica por medio de códigos, se sirve de canales en desuso y descifra en el polvo los signos esotéricos.

Alabado sea Dios, hemos vuelto a encontrarte. Estás de nuevo entre nosotros.

Las noches siguientes soñó mucho y comprendió que esos sueños apuntaban a completar su iniciación. Más que nada se le aparecían libros abiertos. Si hubiese podido leerlos y recordarlos, habría encontrado la respuesta a todas las preguntas que se hacía. Por desgracia, las páginas desfilaban con demasiada rapidez frente a sus ojos, como por el objetivo de una fotocopiadora. Además, le parecían escritas en un alfabeto extranjero. Salía frustrado de esos sueños, pero no tenía dudas de que la información se inscribía, sin que él se diera cuenta, en las zonas de su cerebro que pretendían alcanzar. Quizá le ocultaban esa información a su conciencia para mayor seguridad.

¿Cómo describirlo? Un aura crepitaba, zumbaba en torno a él. Esta se comportaba como una entidad dotada de vida y de inteligencia, que envolvía los objetos familiares y les transmitía su energía. Su mente, el piso y el pequeño mundo de los tres parecían una pila casi agotada que de repente se había recargado.

Miraba a Tessa, acurrucada en un rincón del sofá como un animalito de dientes y uñas, que bebía a sorbos su café en una taza con la efigie de Snoopy. Miraba a Chris, que jugueteaba como una ranita sobre la alfombra. Miraba a los gatos. Aparentemente, nadie sospechaba nada.

Tal vez, pensaba Phil, sin tener que revelarle toda la verdad, hubiese tenido que enseñarle algunos códigos a su mujer, algunas formas de prudencia elemental. Afortunadamente, ella ya estaba acostumbrada. Desde este punto de vista, lo que muchísima gente consideraba como su paranoia constituía una bendición, la condición de la que quizá dependía su iniciación. Durante mucho tiempo había tenido miedo a todo, al fisco, a las brigadas de estupefacientes, al FBI, pero había tenido razón de tener miedo y se había equivocado al renegar de ese miedo en los últimos tiempos. Pues ese miedo lo había fortalecido, le había dado los reflejos del clandestino.

Tenía también la costumbre de decir cosas extrañas. Nunca era posible saber cuándo bromeaba y cuándo hablaba en serio, si realmente creía en lo que decía o se servía de su interlocutor para poner a prueba alguna teoría descabellada que acababa de ocurrírsele y que en seguida era sustituida por otra. Era archisabido que una conversación con Philip K. Dick no obedecía a las mismas reglas de una conversación normal, que no había que asombrarse de nada, y este protocolo tácito le dejaba un margen de maniobra considerable antes de pasar por loco. Aunque ese riesgo siempre existía. Había que avanzar con cautela.

Mandó a Tessa a comprar velas votivas («¿Velas cómo?» «Bueno, velas y basta…»), para improvisar un altar en un estante de la habitación donde arderían continuamente, frente a un cuadro naif filipino que representaba a la Virgen.

Mientras Tessa se dirigía al supermercado, Christopher, que había acabado su siesta, despertó llorando. Dick preparó el chocolate caliente que su hijo tomaba de merienda. Cuando entró en la habitación, el niño alargó los brazos hacia el biberón y Phil se lo alcanzó. Sin saber por qué, había tomado también un trozo de pan que se encontraba en la mesa de la cocina. De repente lo supo. Estaba a punto de regresar a la cocina a buscar agua, pero cambió de idea: si de alguna forma los romanos asistían a la escena, la conjunción del pan y del agua los habría alertado. Todo tenía que suceder de manera natural; solo había que ver, si no se sabía nada más, a un padre jugando con su hijo. Le dio el trozo de pan a Christopher y aprovechó para apoderarse del biberón y desenroscar un poco la tetina, lo suficiente como para derramar un poco de chocolate sobre la cabeza del niño. Rápidamente, le trazó con un dedo una cruz de chocolate en la frente, balbuceando unas palabras en griego que querían decir: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Después le alcanzó el biberón. Mientras el niño bebía, lo abrazó y le murmuró al oído su nombre cristiano clandestino: Pablo. Toda la ceremonia había durado algunos instantes, un observador distraído no hubiese visto nada. Dick había realizado todos los gestos por instinto, con autoridad y precisión, bajo el impulso de una fuerza avasallante que él sabía que velaba por el bien de su hijo y por su propio bien.

Las hostilidades comenzaron la noche del bautismo de Christopher, a través del canal de la radio. Desde hacía unos días, había tomado la costumbre de dejarla siempre encendida, a bajo volumen, sintonizada con una estación de música suave. Esta compañía sonora lo tranquilizaba, era un punto de referencia cuando despertaba sobresaltado sin saber dónde estaba. Así dormían, bajo la protección de la Virgen filipina rodeada ahora de velas votivas con perfume a incienso y las voces suaves de Carly Simon, Olivia Newton-John o Linda Ronstadt, su preferida.

Hacia las tres de la mañana, una amenazadora agitación despertó a Tessa. Phil estaba sentado en la cama, se balanceaba de atrás hacia adelante y se tapaba los oídos con las manos. Con voz trémula repetía ¡Libera me, Domine! Tessa, asustada, no se atrevía a moverse, pero él advirtió su presencia y de repente le gritó que apagara eso. Tessa no tuvo tiempo para entender que «eso» designaba la radio: exasperado, Dick se había metido debajo de la cama para desenchufarla. Se llevó corriendo la radio a la cocina. Después regresó. Temblaba.

Dijo que lo había despertado la voz de Linda Ronstadt cantando You’re no good, una canción de su último disco, que en tiempos normales le gustaba mucho. Pero esta vez, había escuchado las palabras, o algo que se había amalgamado a las palabras, una especie de parásito, y que ese parásito era su nombre. Era a él, Phil, que la Ronstadt repetía amargamente: «You’re no good»: no sirves para nada, puedes reventar, tienes que reventar. La Ronstadt, o los piratas anticristianos que se servían de ella, querían su pellejo.

Tessa lo tranquilizó como pudo, después volvieron a dormirse. Pero un poco más tarde, la radio, desenchufada, se encendió sola. En lugar de la Ronstadt, una voz lenta y cavernosa, sin duda una voz sintética, repetía pueriles y amenazadoras obscenidades. El nombre Dick, que en slang americano quiere decir «verga», se presta evidentemente a bromas de mal gusto, y aquella noche no se salvó de ninguna. Las bromas se alternaban con amenazas de muerte, o más bien con incitaciones a la muerte cuya sugestiva potencia lo horrorizó.

Cuando se armó de coraje para ir hasta la cocina, las imprecaciones cesaron. Pero volvieron a empezar apenas regresó a la habitación. Despertada de nuevo, sin miramientos esta vez, Tessa prestó oídos en vano. Finalmente, Phil dejó la radio en el fregadero, lo llenó de agua y se puso unos tapones de cera en los oídos.

Al día siguiente, se le ocurrió que no estaba consciente cuando oyó lo que había oído. Sus enemigos habían transmitido ese programa para condicionarlo en sus horas de sueño. Una vez había recibido un anuncio publicitario que invitaba a aprender idiomas extranjeros colocando unas casetes debajo de la almohada durante el sueño. Por haberse despertado, por sorprender las exhortaciones al suicidio que pretendían imprimirse en sus circuitos cerebrales, había desbaratado el plan. Pero ¿por cuánto tiempo aún? ¿Cuántas veces, sin saberlo, se había expuesto ya a esas ondas mortíferas?

Era como si, desde la aparición del pez que había activado su cerebro entumecido, éste se hubiese transformado en una radio capaz de captar distintas frecuencias a la vez, bombardeado por informaciones contradictorias cuyo juego consistía en distinguir los canales, determinar los orígenes y calcular las intenciones.

La partida sería ardua.

A costa de considerarse a sí mismo un transmisor de radio, tanto daba regularlo al máximo de sus capacidades. En una revista de divulgación científica a la que Tessa y él se habían abonado, había leído que una absorción masiva de vitaminas podía mejorar la comunicación entre los dos hemisferios del cerebro y, sin tener en cuenta que el tratamiento había sido experimentado con jóvenes esquizofrénicos, decidió someterse a él. Tres veces al día, tragaba un puñado de cápsulas que le quitaban el sueño y que le provocaban debajo de los párpados unos haces de fosfenos permanentes. Sus pensamientos desfilaban a toda velocidad, como reptiles por un pasillo oscuro. Manchas de colores flotaban en la penumbra de la habitación. Al alba o por la tarde, cuando lograba dormirse, lo visitaban unos sueños extraños. La mayoría de ellos evocaban el mundo grecorromano. Se veía en el centro del Coliseo, atrapado en una jaula que unos lagartos gigantes intentaban abrir. O bien veía un vaso negro y dorado, sobre un trípode, y una voz le decía la fecha: 840 a. de C. La voz se expresaba en griego, pero él la entendía. Al despertar, se preguntó qué había sucedido en el 840 a. de C. Según su Encyclopaedia Britannica, esa época correspondía al período micénico: en vano se devanó los sesos tratando de encontrarle un sentido a esta desbandada temporal, ocho siglos antes de los tiempos apostólicos hacia los cuales todos los demás indicios le parecía que confluían.

Una noche en la que deambulaba por la cocina mirando de reojo la radio que Tessa había recuperado del fregadero, se dio cuenta de su error con la dosis: las cápsulas de vitamina C contenían quinientos y no cien miligramos. Había ingerido cinco veces más de lo que pensaba. Rápidamente calculó que eso representaba cinco gramos diarios más desde hacía ocho días, sin contar las otras vitaminas. Había saturado su organismo. Volvió a la cama preocupado. Las velas votivas ardían en el estante, frente a la Virgen filipina. Tessa dormía a su lado —desnuda o en camisón, no lo sé—, Christopher en su cuna, detrás del tabique divisorio, y el gato Pinky en el sofá del salón. Sólo se oían sus respiraciones, el ronroneo del refrigerador y el rumor constante, aunque lejano, de los coches en la autopista.

De pronto, las manchas de color suspendidas empezaron a desfilar por la pared. Rápido, cada vez más rápido, como propulsadas por la fuerza centrífuga hacia un exterior inmenso y devorador. Están llegando al borde, pensó, y la idea de ese borde lo asustó. El universo se daba la vuelta como un guante. Inmóvil en la cama, Phil se precipitaba por un túnel de luz que se abría incesantemente delante de él. Se precipitaba, caía, se abismaba, con la velocidad de un rayo. Parecía el final de 2001, cuando el cosmonauta sale del sistema solar.

Después los colores crearon formas, contornos definidos que se encadenaban, se alternaban y se transformaban a toda velocidad. Parecían pinturas abstractas. En pocos segundos creyó ver centenares de Klees. Luego identificó algún Kandinsky y unos Picassos de diferentes épocas. Eso duró unas horas. Decenas de miles de cuadros por cada artista representado, muchos más de los que ellos mismos habían pintado en sus vidas y de los que habrían pintado si hubiesen vivido varios siglos. Cada uno de ellos pasaba muy rápido, sucedido ya por el sucesor de su sucesor pero cada uno encontraba el tiempo suficiente para retener su atención, para dejar la marca de su soberana perfección. Dick no era un esteta y siempre se había quejado de su escaso sentido visual. Por primera vez, la violenta e inaprensible belleza de las formas se le aparecía como una revelación, en una hoguera. Hubiese querido gozar de ella sin segundas intenciones, sin pensar, pero eso justamente le estaba vedado: no había lugar en él para el goce, el sentido lo dominaba todo, y se aprestaba ya a encontrarle uno a sus visiones. Hubiese querido que en ese momento le injertaran una cámara en la retina y que quedara así un rastro de aquella milagrosa colección, para luego poder valorarla. No se conformaba con verla, necesitaba saber de dónde venía, qué significado tenía. Ya que algún significado debía tener; ese deleite visual no podía ser gratuito o aleatorio; a través de unos fosfenos incandescentes, presentados como pinturas abstractas, estaban transmitiéndole mensajes cuya naturaleza ignoraba.

Más tarde, Christopher se despertó. Tessa, quejándose, caminó vacilando hacia la cocina para prepararle el biberón. Dick se quedó acostado, sumido en lo que quedaba de la orgía nocturna: lentos charcos de color que palidecieron hasta desaparecer. Después se levantó, fresco como una rosa, convencido de haber sufrido una transformación.

Esta transformación no afectó su afición a la conjetura, a la que dio rienda suelta en los días siguientes.

En el fondo, la pregunta era siempre la misma: esos mensajes que había recibido, ¿los había enviado él o procedían de una instancia externa?

En la hipótesis materialista, la del circuito cerrado, no era necesario buscar mucho. No obstante, releyó detenidamente el artículo relativo a su régimen de vitaminas, examinó las etiquetas de los frascos, hojeó su diccionario médico, compañero de una vida de hipocondríaco, y de esas investigaciones sacó una teoría de una atractiva verosimilitud científica: la acidez de las vitaminas había provocado en su cerebro una merma brutal de ácido aminobutírico, conocido también como substancia GABA; el nivel óptimo de esta substancia inhibe, según parece, ciertas estructuras del sistema nervioso central, las mismas que hacen que una persona vea elefantes rosa o una sucesión de pinturas de Kandinsky. La substancia GABA es lo contrario del LSD; cuando no hay, la fantasía se dispara. Phil encontraba satisfactoria la explicación de la substancia GABA, un poco como cuando su coche empezaba a hacer ruidos extraños y él decía «debe de ser el delco».

Sin embargo, una investigación paralela lo llevó a consultar algunos libros sobre Klee y Kandinsky, que Tessa se encargó de pedir prestados a la biblioteca. Así descubrió que muchos cuadros de esos artistas estaban en el museo de Leningrado. Esta información le recordó algo. Unos años antes, alguien le había hablado de los experimentos realizados por los soviéticos en el ámbito de la comunicación telepática. ¿Era posible que él fuera el objeto de una experiencia similar, la cual consistía en filmar los cuadros abstractos del museo de Leningrado y en bombardear luego un montaje acelerado en las neuronas de un ciudadano de Fullerton, California?

Pero, admitiendo que fuera posible, ¿por qué? ¿Por qué el ciudadano Dick y no cualquier otro? ¿Era por casualidad o por una razón precisa? ¿Y por qué esas pinturas abstractas? ¿Por casualidad aún, porque se necesitaba un mensaje para poner a prueba al médium o porque ese mensaje tenía un significado?

La primera pregunta se la hacía sólo para razonar con todas las reglas: no dudaba de que lo controlaran. Por supuesto, conocía su tendencia a considerar sospechoso, o en todo caso significativo, que un representante de aspiradoras llamara a su puerta el mismo día que un testigo de Jehová; quería desconfiar; pero un hecho es un hecho, y el principio de parsimonia, base de cualquier explicación científica, impedía imaginar que a tres semanas de distancia hubiese sido contactado primero por cristianos clandestinos en guerra contra el Imperio, y después por telepáticos soviéticos, sin que existiese una relación entre estos acontecimientos. Quedaba por determinar esta relación.

¿Los científicos rusos que trabajaban en este programa formaban parte de la conspiración del pez? Resultaba más lógico imaginarlos al servicio del Imperio, del cual la Unión Soviética era el avatar más leal, cuando no el más sofisticado. Pero no había que olvidar a los disidentes: quizás algunos científicos disidentes intentaban entrar en contacto con él, poniendo en peligro sus vidas. Tal vez sí, tal vez no. Quizás era mejor considerar la hipótesis según la cual los científicos soviéticos, no disidentes y fieles servidores del Imperio, habían detectado el mensaje que los adoradores del pez intentaban enviarle y trataban de despistarlo. En la época de Hacienda Way, uno de los freaks, un chico que después había muerto, se especializó en una broma que consistía en pronunciar en voz alta una serie de números al azar en el mismo momento en que alguien se disponía a hacer una llamada, cosa que hacía prácticamente imposible marcar el número. Y si los rusos estuvieran haciéndole la misma jugarreta, quizá el único objetivo del mensaje, que tenía que ser completamente arbitrario, era el de saturar la frecuencia. Pero había que ir despacio con las conclusiones: el hecho de que el mensaje lo desorientara no probaba que no fuera el verdadero mensaje, el mismo que sus amigos invisibles querían hacerle llegar. De hecho, era muy probable que ese mensaje no se dirigiera a la parte consciente de su cerebro, sino directamente a alguna zona subcortical menos expuesta y más segura. Y, pese al razonamiento, nada podía alterar su certeza de haber acumulado un caudal de datos que, a espaldas de su consciencia, empezaban a alimentar su sistema nervioso y a modificarlo profundamente. Para su bien tal vez o, en todo caso, para que la luz triunfara.

En los días siguientes los sueños se duplicaron en intensidad. Tenía la impresión de seguir un curso acelerado, sin saber en qué materia. En cambio, en varias oportunidades tuvo la desgracia de identificar la lengua del curso: era el ruso, casi seguro. De una página a otra, en cientos de páginas y páginas, desfilaron los manuales técnicos impresos en cirílico.

Entonces volvió a acordarse del artículo de Lem.

Meses antes, le habían enviado la traducción alemana de un artículo aparecido en una revista polaca, firmado por Stanislaw Lem, considerado como el escritor de ciencia ficción más brillante del bloque socialista. Sus libros habían sido traducidos a todos los idiomas y el director de cine Andrej Tarkovski se había inspirado en su novela Solaris para realizar una película concebida como la respuesta soviética a 2001: Odisea en el espacio. Ahora bien, esta destacada personalidad se había tomado la molestia de escribir un extenso análisis de la ciencia ficción norteamericana que era posible resumir más o menos en estos términos: no vale nada, excepto Philip K. Dick.

La requisitoria se basaba en argumentos de elevada cultura, y la excepción no dejaba de sorprender dado que tampoco era fácil presentar a Dick como un parnasiano perdido entre ganaderos. Por lo demás, Lem tampoco lo intentaba; al contrario, hacía hincapié en el mal gusto de Dick, en su estilo palurdo y sus tramas descosidas. Pero, a pesar de esto, Lem estimaba que el abismo que lo separaba de sus colegas sólo podía compararse con el que existía entre el Dostoievski de Crimen y castigo y la caterva de autores de novelas policíacas. A su manera ingenua, Dick expresaba sobre el mundo moderno verdades visionarias, y ello en ningún otro libro mejor que en Ubik.

Aquellos elogios lo halagaron, aunque también lo perturbaron. Nunca se le hubiese ocurrido pensar que Ubik era una de sus mejores obras. Más que el libro, recordaba la época terrible en la que lo había escrito, cuando todo, en su familia y en su cerebro, se desintegraba. Y ahora, en el espacio de pocos meses, un número importante de personas en Europa descubría en esa novela remendada abismos de arcanos significados. Uno de sus editores franceses, Patrice Duvic, lo había visitado en otoño y le había declarado solemnemente que consideraba Ubik uno de los cinco libros más importantes jamás escritos.

«Wait a minute, Patrice: quiere usted decir uno de los cinco mejores libros de ciencia ficción…» No, no, insistía el otro: uno de los cinco libros más importantes de la humanidad. Dick no había podido averiguar ni el motivo ni cuáles eran los otros cuatro, pero la actitud tan convencida de Duvic lo había dejado pensativo.

Había entablado una correspondencia con Lem, que intentaba que Ubik fuera publicado en Polonia. Las cosas se malograron cuando quedó claro que, según las reglas vigentes en todos los países socialistas, los derechos de autor sólo podían ser cobrados allí. Lem, muy amablemente, le había hecho notar que éste era un buen motivo para que Dick hiciera un poco de turismo y diera una conferencia en Varsovia, donde una montaña de zlotys lo aguardaba. Imprevisible, como siempre, Dick se había enfadado. Había escrito unas cartas crispadas a su agente, a su editor y sobre todo a Lem, acusado, primero, de querer quedarse con sus derechos de autor dando por descontado que él nunca viajaría; luego, por el contrario, de servirse de ese señuelo para hacerlo viajar y no dejarlo volver. Y como esta hipótesis parecía más prometedora que la de una banal malversación de fondos, se había pasado el invierno, aunque ya sin un interlocutor puesto que Lem ya no respondía a sus cartas, explorando todas sus intricadas implicaciones.

Era indudable que los servicios secretos del Este estaban calibrando el alcance subversivo de su obra. Habían empezado a descifrarla, como lo demostraba el artículo de Lem; o, más probablemente, del colectivo que respondía al nombre de Lem. Veían en él un Solzhenitsyn potencial, más peligroso aún que el otro, dado que amenazaba con revelarle a lo que quedaba del mundo libre el secreto hasta entonces bien guardado de la sovietización de los Estados Unidos, por no decir nada del secreto de la vida después de la muerte. ¿Acaso no se referían a él en la televisión francesa como un posible candidato al premio Nobel? (Duvic le había referido amablemente este comentario de fan, que alguien había hecho durante un programa cultural transmitido a altas horas de la noche, y del cual él había deducido que un influyente lobby de intelectuales franceses sostenía su candidatura ante el jurado sueco. Empezaba a preguntarse ya qué iba a hacer cuando la dictadura nixoniana no autorizara a su ilustre disidente a viajar a Estocolmo a retirar el premio.)

Antes de que se llegara a esto, en el Este procuraban encontrar una manera de desactivar la bomba. Habían querido seducirlo. Habían sondeado el terreno. Por lo demás, quizá Duvic también formaba parte de la conjura; estaba convencido de que todos esos intelectuales franceses más o menos marxistas que veían en su obra una crítica al capitalismo estaban manipulados, aunque no fuera conscientemente, y que hacían de portavoces del KGB ante la opinión pública del mundo libre.

Un peón movido para dejar la diagonal libre al alfil. Entonces Lem, con el terreno preparado, entraba en escena, multiplicaba las amabilidades, lo invitaba a Polonia. ¿Y si hubiese caído en la trampa? ¿Qué hubiese pasado en Varsovia? ¡Bah! No le costaba mucho imaginarlo: la gira de conferencias, la cena, los cócteles y, una buena mañana, despertando con resaca en una habitación de paredes blancas, se vería rodeado de tipos con delantales blancos y jeringas. «Tranquilo, gospodin Dick, no durará mucho ni le dolerá. Esta misma noche podrá usted pronunciar su conferencia.» Y aquella misma noche se encontraría frente a una asistencia más concurrida que de costumbre, pues estarían invitados los corresponsales extranjeros, a los que se escucharía decirles que había decidido quedarse allí, en Polonia, el país de la libertad.

Por suerte, había desbaratado sus planes, escapando, por esta vez, del lavado de cerebro. Y había reído de buena gana pensando que en el colectivo Lem alguna cabeza habría rodado.

Pero ahora se acordaba de una frase que había leído o escuchado un día, no recordaba dónde: «Reía porque sus enemigos no podían alcanzarlo; no sabía que se ejercitaban para errar el tiro».

Sentía la misma inquietud que siente el jugador de ajedrez que intuye un ataque fulminante del rival, pero no sabe por dónde empezará. El intento de Lem, esas páginas escritas en cirílico, esas visiones de los cuadros conservados en Leningrado, todo esto anunciaba el diabólico retorno del tema ruso en la sinfonía de su vida. Él aguardaba.

Lanzado el 20 de marzo, el ataque se insinuó el 18 a través de un misterioso movimiento. Aquel día llegó una carta certificada cuyo aviso de entrega Tessa firmó. El remitente, que se presentaba en un inglés laborioso como un admirador, solicitaba un autógrafo y, si era posible, una foto dedicada. Una típica carta de fan, de esas que lamentaba no recibir en mayor cantidad, preferiblemente de remitentes mujeres. Pero ésta llegaba de Tallinn, Estonia.

Nunca nadie le había escrito de Estonia. Abrió un atlas y constató sin asombro que Tallinn se encontraba muy cerca de Leningrado y no lejos de Varsovia.

El cerco se estrechaba en torno a él.

De pronto, de su boca brotó una frase que no había preparado y cuyo sentido descubrió al pronunciarla.

—Hoy es lunes —le dijo a Tessa—. El miércoles llegará otra carta que tal vez me matará.

No quiso dar otras explicaciones y se quedó postrado en la cama hasta dos días después.

La mañana del 20 le pidió a Tessa que fuera a recoger el correo del buzón. Tessa regresó con el correo y con una expresión de ansiosa solemnidad. Había siete cartas en total, que observó sin abrirlas. Seis de ellas eran fácilmente reconocibles: folletos, facturas, sobres con membrete y escritura conocida. La séptima no tenía nombre ni dirección del remitente. El sello indicaba que había sido despachada desde Nueva York.

—Es ésa —dijo Phil con la voz quebrada.

Le pidió a Tessa que la abriera y la leyera, pero sin mostrársela. En lugar de una carta propiamente dicha, encontró una fotocopia del comentario sobre dos libros, aparecido en el periódico izquierdista neoyorkino Daily World. El comentarista hablaba de una novelista rusa que residía en los Estados Unidos a quien felicitaba por haber descrito lúcidamente la decadencia del capitalismo. Las palabras «muerte» y «decadencia» estaban subrayadas en rojo. El nombre y la dirección de la novelista figuraban en el reverso. Todo hacía suponer que había sido ella la que había enviado la carta.

Dick había cerrado los ojos. La situación podía parecer banal: queriendo atraer hacia su obra la atención de un escritor que admiraba y que gozaba de cierta reputación en los ambientes izquierdistas, la mujer hacía alarde de los elogios que le habían hecho. Pero él sabía muy bien que no era así, desde hacia dos días una voz interior le repetía que se trataba de algo diferente: era literalmente una ordalía. De la respuesta que diera dependería su destino.

«A los cielos y la tierra llamo por testigos, que te he puesto delante la vida y la muerte. Elige pues.»

Ahora le tocaba jugar a él. Imaginaba las eventuales consecuencias de todos los movimientos que iba a hacer, hasta llega al mate. ¡Si al menos hubiese conocido a su adversario! Los rusos, en apariencia, pero esto, precisamente, era algo demasiado evidente. Además, ¿de verdad esperaban que después de haber rechazado las alentadoras ofertas de Lem y su banda mordería un anzuelo tan ordinario? ¿Acaso eran entonces los cristianos clandestinos, que en la más pura tradición espiritual constelaban de tentaciones su itinerario iniciático? Idéntica objeción: no le tentaba en absoluto contactar con la novelista rusa. Al contrario, todo lo relacionado con la Unión Soviética lo asustaba. Este dato alteraba el test, y los que lo habían preparado debían de saberlo. El test tenía, pues, otro sentido. La elección no se limitaba a responder —perdido— o bien a no responder —ganado—. De pronto comprendió lo siguiente: sintió la tentación no de responder, sino, por el contrario, de no responder. Quemar el papel, meter la cabeza debajo de la almohada, tratar de no pensar en eso: era lo que esperaban que hiciera y lo que no tenía que hacer. ¿Qué hacer entonces? ¿Responder? No, tampoco.

Dos horas después de que llegara la carta llamó al FBI.