Una noche, al volver a casa, Phil abrió la puerta de la entrada y pulsó el interruptor de la izquierda. Lo que vio le hizo soltar la bolsa de la compra. Montones de papeles dispersos y de objetos pisoteados yacían sobre el parquet. El equipo estereofónico había desaparecido. Los cristales estaban hechos trizas, un explosivo había reventado el enorme archivador metálico, la casa había sido desvalijada. «¡Alabado sea el Señor! —fue lo primero que pensó—. Es evidente que no soy un paranoico.»
Desde hacía unos días intuía que algo iba a suceder. El coche andaba cada vez peor. Había recibido llamadas amenazadoras. Una noche, después de haber sido despertada por una de esas llamadas, a Donna le había dado un ataque de nervios, y no cesaba de repetir que iban a atacarlos. Transmitir ese miedo a Phil, como cualquier otro miedo, no constituía en realidad ninguna proeza. Compró un revólver y empezó a rondar por la casa, arma en mano, espiando a todos los que se acercaban a través de las rendijas de las persianas bajadas y demorándose en los ángulos muertos. Acosó a sus amigos insistiéndoles en el peligro que corría e incluso solicitó protección a la policía. Esta lo mandó al diablo; en cuanto a sus amigos, ya estaban acostumbrados a esto. Todos sabían que Phil vivía en un estado de crisis permanente, que creaba alrededor de su persona la atmósfera de sus libros, cuyos protagonistas se creen perseguidos por enemigos invisibles. El papel del amigo del protagonista consistía en decirle: «Pero ¿como se te puede ocurrir algo así? El problema está en tu cabeza», y realizaban su papel a la perfección. Por lo demás, en sus libros, resulta siempre que en realidad, contra toda evidencia, el protagonista tiene razón; entonces la realidad aceptaba interpretar su papel. En su pulso con él, ésta cedía y se volvía phildickiana.
Llamó a la policía preso de una especie de euforia, la misma euforia del niño que a fuerza de gritar «el lobo» acaba siendo devorado por él, y que, desde el fondo de su estómago, teme que nadie lo rescate, pero a la vez se estremece pensando en el remordimiento que su muerte provocará. La policía estuvo a la altura de las circunstancias y le colgó el teléfono: el mitómano de Hacienda Way, esa guarida de drogadictos, estaban hartos de ellos, tenían otras cosas que hacer. Al final acudieron dos inspectores que, arrastrando los pies, constataron los daños y uno de ellos, antes de marcharse, le preguntó para qué diablos había hecho todo eso. Otra persona no hubiese dejado pasar esa afrenta. Dick se puso a temblar, de miedo y furor, a explicar, con una voz de improviso agudísima, que él ni siquiera estaba asegurado. Al día siguiente, cuando llevó la lista de los objetos robados y dañados a la comisaría, rehusaron hacer el acta —o quizá la aplazaron—, con el pretexto de que ningún robo había sido declarado en su zona. Después, un policía, medio paternal y medio amenazador, le susurró que en San Rafael no apreciaban a la gente pendenciera como él y que mejor haría en cambiar de aires antes de que le sucediera algo peor.
A causa de este episodio, había perdido casi todos los recuerdos que contenía su archivador, el equipo estereofónico y una sensación de seguridad harto desgastada desde hacía tiempo; por otro lado, había ganado, además de la certeza de tener razón, un tema de reflexión inagotable. Hasta el día en que, tres años más tarde, tuvo que vérselas con un problema de mayor envergadura, nunca se cansaría de roer este hueso: ¿quién había desvalijado su casa el 17 de noviembre de 1971 y por qué?
Descartó de entrada la idea de que pudiera tratarse de un delito «normal», imputable a los gamberros del barrio o los ex huéspedes provisionales. La presencia del explosivo exculpaba, a los ojos de Dick, a esos pobres diablos, sobre todo cuando, según un informador del que hablaba muy misteriosamente, un ex agente de la CIA decía él, se trataba de un explosivo extraño, utilizado únicamente por el ejército. El móvil no podía ser la banal codicia: habían querido asustarlo o estaban buscando algo.
Por una de esas coincidencias insignificantes que él hubiese considerado altamente significativa —un buen ejemplo de sincronicidad junguiana—, yo mismo fui víctima de un robo cuando empezaba a escribir este capítulo. En aquella ocasión me enteré por el policía encargado de levantar el acta de que todas las personas que presentan una denuncia por robo tienen la misma impresión, la mayoría de las veces falsa, es decir: que el ladrón no hurgaba al azar, sino que buscaba algo concreto. De hecho, ha preferido esta o aquella baratija, desdeñando objetos de mayor valor, y así uno se devana los sesos tratando de encontrar una explicación lógica a esta preferencia dictada, en general por la prisa o la ignorancia.
Esa benigna manifestación de la necesidad de sentido que nos mueve hizo, como era de esperar, estragos en Dick: si se habían tomado la molestia de hacer volar con plástico explosivo su archivador gigante, era porque éste contenía, o al menos sospechaban que pudiera contener, algo precioso o comprometedor. Pero ¿qué? Volvió a aflorar en él la idea de que en alguna de sus novelas había debido de rozar sin advertirlo una verdad peligrosa.
En el prólogo de la última novela publicada, Laberinto de muerte, mencionaba sus discusiones teológicas con el difunto obispo Pike. Y éste, en su libro sobre los contactos con el más allá, había agradecido la colaboración de Phil y Nancy. Aquel agradecimiento en su momento lo había halagado, pero ahora medía las consecuencias. Las posiciones de Pike habían escandalizado: era muy probable que algunos fanáticos religiosos, miembros de una secta integrista, sospechasen que su amigo Dick continuaba con su obra herética, o que poseyera, en todo caso, documentos que permitieran proseguirla: por ejemplo, las revelaciones sobre el presunto tráfico de drogas en el que estaba implicado Jesucristo…
Otra pista lo condujo más lejos. Ésta partía del libro abandonado después de que Nancy se marchara, Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, en el que se hablaba de una nueva droga capaz de inhibir los centros nerviosos que controlan la impresión de continuidad espaciotemporal, y de precipitar a su consumidor en un universo desprovisto de todo punto de referencia. Nadie lo había leído, el manuscrito inacabado descansaba en la caja fuerte de su agente, pero él recordaba que una noche le había contado la historia a un individuo sospechoso que había pasado algunos días en su casa. Este individuo le había asegurado que la CIA hacía experimentos similares con un derivado del LSD, cuyo nombre de código era mello jello. Poco tiempo después —y poco antes del robo—, lo había visitado otro individuo no menos sospechoso, que decía representar a un servicio sanitario que investigaba sobre la difusión de un virus originario de Vietnam; los síntomas que describía se parecían mucho a los del mello jello: cuando uno volvía a casa, pensaba que se había equivocado de puerta; no reconocía nada ni a nadie; peor aún uno no era o creía no ser reconocido por nadie.
Era exactamente lo que sucedía en su libro, en el que el famoso presentador de televisión Jason Taverner se despierta una mañana en una habitación desconocida, condenado al anonimato. Nadie ha oído hablar de su programa, seguido el día anterior por treinta millones de americanos. Nadie reconoce su cara que una semana antes aparecía en la portada del Time. Su amante, su agente y su secretaria lo hacen poner de patitas en la calle. Ya no tiene documentos, no hay rastros de él en los archivos de la policía, ni en la memoria de sus contemporáneos. Cuando le contaron la historia del mello jello, más de un año después de haber interrumpido el libro, Dick sólo se la creyó a medias: era inquietante, por supuesto, pero se parecía demasiado a uno de esos delirios de toxicómanos que él escuchaba e imaginaba todos los días. La coincidencia le hubiese resultado más convincente si el individuo le hubiese hablado de los experimentos de la CIA antes de que él le revelara la trama de su novela y no después. Pero el robo y el uso de un explosivo del ejército disiparon su escepticismo. Ahora le parecía muy factible que una unidad de élite a sueldo del complejo militar-industrial hubiese hurgado en sus papeles procurando averiguar si sabía más de lo que decía en sus chácharas. Buscaban el manuscrito y no lo habían encontrado. Pero los hombres de los servicios secretos no se limitarían a eso. Seguramente no se olvidarían de su agente. Por poco no lo llama para saber si no le habían hecho saltar la caja fuerte, si había contratado alguna nueva secretaria o si había recibido ofertas tentadoras por parte de personas que se hacían pasar por editores, pero se retractó, temiendo que una llamada de ese tipo despertara sospechas. Temía que le respondieran: «¿Cómo, Phil?, ¿no te acuerdas? Hace una semana nos pediste que te enviáramos el manuscrito».
Le hubiese gustado releerlo para calibrar mejor su alcance subversivo. Pues no sólo se hablaba de droga. El verdadero tema era el universo paralelo en el que Jason Taverner se precipitaba a causa de ella: una sociedad totalitaria, subdividida como un tablero de ajedrez por una policía omnipotente. No es que fuera una cosa del otro mundo: la ciencia ficción adora esas descripciones orwellianas que en el mundo libre no le quitan el sueño a ningún censor. Pero Dick describía precisamente el mundo libre. Su novela estaba ambientada en Estados Unidos. El presidente era nombrado en ella. Sabía que para publicar el libro debía cambiar su nombre, y hasta le había encontrado uno: Ferris F. Fremont, o sea FFF, porque la F es la sexta letra del alfabeto y el 666 es la cifra de la Bestia en el Apocalipsis; pero, en la primera versión de la novela, el tirano se llamaba con pelos y señales Richard Milhouse Nixon.
Hacía tiempo que Dick tenía una teoría sobre el ex gobernador de California, el maleante de falanges vellosas, cuya ascensión había seguido a medida que él se abismaba, y la explicaba con la misma autoridad con la que explicaba los vínculos existentes entre Marlboro y el Ku Klux Klan, otro de sus éxitos en sociedad. En el caso de Marlboro, sostenía que las líneas que en el paquete de cigarrillos separan los espacios rojos de los blancos forman tres K, una en el reverso, otra en el anverso y la tercera en la parte superior; en el caso de Nixon, se basaba en el adagio: Is fecit cui prodest. ¿A quién habían favorecido los asesinatos de John y Robert Kennedy, Martin Luther King o el atentado contra George Wallace, si no a un personaje de segundo rango, feo y astuto como Ricardo III o Stalin, y capaz, como ellos, de eliminar a todos los rivales más peligrosos que se interponían en su camino? Sí, Nixon había llegado al poder empleando los mismos métodos que Stalin, beneficiándose de los mismos apoyos. Porque había sabido colocar espías por todas partes, y los servicios secretos lo apoyaban; y también lo apoyaban los soviéticos, porque servía a sus intereses. Dado que, al fin y al cabo, era uno de ellos.
A estas alturas de la explicación, en general todo el mundo se echaba a reír ¿Nixon un rojo? ¡La última de Phil! Pero Phil insistía, alegando que bastaba con tomar en consideración esta tesis para que la verdad saltara a la vista. Desde el principio, Nixon trabajaba a sueldo del Partido Comunista y, ocultándose detrás de su fama de político conservador adquirida en la época del macartismo, obraba para convertir al país de la libertad en una criptocolonia de la Unión Soviética. Los ciudadanos estaban controlados, la delación organizada y, logro supremo mientras el homo sovieticus al menos era consciente de vivir en una prisión, el americano medio lo ignoraba. Gracias a esta superioridad, la dictadura nixoniana se acercaba al ideal que los nazis no habían tenido tiempo de realizar plenamente, y por el cual los rusos, imposibilitados por su atávica barbarie, se agitaban penosamente.
Dick no había leído a Solzhenitsyn, aunque sí había leído los artículos aparecidos en el momento del Nobel. Lo admiraba, sin poder evitar pensar que éste, en Rusia, lo tenía mucho más fácil, pues al menos a él le creían, ninguna persona razonable se hubiese negado a creerle. Mientras que a un Solzhenitsyn americano que dijera la verdad y denunciara los crímenes de Nixon como el otro los de Stalin ni siquiera hubiese sido necesario encerrarlo en un manicomio: todo el mundo lo tomaría por loco y nadie le haría caso. Había creído hacer una extrapolación al describir los Estados Unidos totalitarios de Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, pero cuanto más pensaba en el libro, más veía en él su Archipiélago gulag: una obra profética, sobre todo si se piensa que mostraba una realidad invisible, inadmisible. Además, los que sabían, los criminales de Estado, no se dejaban engañar. Lo habían sometido a un control fiscal, lo habían perseguido, le habían robado; y, llegado el caso, no vacilarían en eliminarlo físicamente.
Como su homólogo soviético, vivía ahora en una pesadilla. Sus enemigos habían atacado y volverían a atacar. Sus amigos, que consideraban la casa del Eremita un escondite quemado, y algunos de ellos en especial, que muy probablemente no tenían la conciencia tranquila, se habían volatilizado. La policía, por su parte, lo trataba más como a un delincuente que como a una victima. En cualquier momento podían aparecer y arrestarlo. Nunca más se oiría hablar de él. Si no lo mataban allí mismo, acabaría en un campo de concentración en Alaska.
Mientras ordenaba lo que quedaba de sus papeles en la casa vacía, sin música, en la que el mínimo rumor lo sobresaltaba, descubrió una invitación a la Convención de ciencia ficción de Vancouver, que iba a celebrarse en febrero. En tiempos normales se hubiese escurrido. Pero, en aquellas semanas funestas, la condición de huésped de honor y una estadía en el extranjero con todos los gastos pagados representaban toda una perspectiva de futuro. Había que escribir un discurso, y él decidió que sería su testamento. Quizá moriría, pero no sin haber dicho fuerte y claramente lo que pensaba, como Solzhenitsyn en Estocolmo.
Era la primera vez en un año y medio que se sentaba frente a la máquina de escribir. Por fidelidad, o por no tener donde alojarse, Donna seguía visitándolo. Fue su musa y hasta se dejó convencer para acompañarlo a Canadá. Al lado de él, ella representaría la juventud rebelde, la esperanza de los Estados Unidos de la que Phil se aprestaba a cantar los elogios.
En la sociedad policial que veía insidiosamente afianzarse en su país, sólo los freaks, a su entender, podían ofrecer resistencia. Los partidos de oposición pactarían, como siempre, o se dejarían manipular. Los adultos seguros de sí mismos no pedían más que amar al Gran Hermano, trocar su frágil y falible humanidad por las certezas del androide, ese ciudadano modelo de los regímenes totalitarios. Si aún quedaba una esperanza de libertad, había que buscarla en el espíritu trasgresor de los más jóvenes: «Adelante —predicó Dick—. Hagan trampa, mientan, estafen, falsifiquen, traten de estar donde no los esperan, falsifiquen documentos, arrojen LSD en las cisternas municipales, construyan en sus garajes aparatos electrónicos que sean superiores a los que utilizan las autoridades. Si las pantallas de sus televisores los espían, modifíquenlas para que el siervo de la policía encargado de espiar los salones de sus casas reciba la imagen de su salón. Paguen las multas con billetes falsos, con cheques en blanco o con tarjetas de crédito robadas. Si un juez los condena, reemplacen las píldoras anticonceptivas de su hija por aspirinas. Subscríbanlo a revistas pornográficas. Utilicen el número de su tarjeta de crédito para hacer llamadas interminables a ciudades remotas, en otros planetas».
Donna debía asistir a la conferencia y estaba previsto que cuando ésta acabara Phil se volviera hacia ella y la invitara a levantarse. La representante de la juventud rebelde, chaqueta de cuero, botas y pelo negro sobre los ojos, atravesaría entonces el anfiteatro de la universidad británica de Columbia para unirse a él en el palco. Lo besaría en la boca delante de todos y le alcanzaría un porro que Phil encendería en medio de los aplausos. Este plan apaciguó un poco las noches en las que Donna se negaba a acostarse con él.
Desafortunadamente, el día de la partida Donna no apareció. Había revendido el billete que él le había regalado y desapareció. Viajó solo, con unas cuantas mudas de recambio en la maleta, una Biblia y su discurso que, después de la traición de Donna, le parecía absurdo.
A nosotros que, convertidos en virtuosos demócratas, enrojecemos por haber tratado de nazis a los miembros de la Compagnie Républicaine de Securité (CRS) en nuestra adolescencia y de dictador al pobre Pompidou, este discurso puede parecernos absurdo. Pero no tenía nada de sorprendente para su público, que escuchaba a diario discursos similares de boca de los radicales americanos. Ese mismo año Leary invitaba a «resistir contra la robotización en marcha», y consideraba que «disparar contra un robot policía genocida», o sea, contra un policía, constituía «un acto sagrado». Dick fue aplaudido como un alcalde que, durante una asamblea de agricultores, celebra la diversidad quesera de Francia y condena la burocracia de Bruselas. Ese homenaje distraído bastó para levantarle el ánimo. Fue entrevistado, lo fotografiaron, lo llevaron de paseo por la ciudad, que le pareció bonita, y le presentaron a unas jóvenes admiradoras que le parecieron más bonitas todavía. Lo llevaron a bailar a una discoteca. No lo dejaron solo ni un minuto. Donna, el robo y la amenaza fascista se esfumaron: había encontrado un remanso, un nuevo círculo de amigos que recibieron con incredulidad y entusiasmo la decisión que Phil tomó esa misma noche de rehacer su vida en Vancouver. Se emborracharon para festejar la noticia. Cada cual le dio su dirección y su número de teléfono, asegurándole que siempre sería bienvenido. Dick pertenecía a esa clase de personas que se toman en serio incluso las invitaciones más vagas. Terminada la Convención, como su habitación de hotel ya no estaba pagada, encontró refugio en la casa de un periodista que lo había entrevistado y cuya joven mujer, Susan, admiraba sus libros. Los primeros días, su humor y su fantasía encantaron a la pareja. Los hizo llorar de risa mistificando a un testigo de Jehová que había llamado a la puerta y que toda su vida se acordaría de ese gordo barbudo de ojos brillantes que le hablaba de entropía, de las leyes de la termodinámica y la transustanciación. Pero el apartamento sólo tenía dos habitaciones y la presencia de aquel hombre alto, que dormía en el sofá del salón, pronto se reveló embarazosa. Susan, aún estudiante, se quedaba en casa estudiando mientras su marido iba a trabajar al periódico. De modo que, pensó Dick, tener un poco de compañía no podía sino agradarle. Menos ansioso de cuanto decía por encontrar un apartamento, sólo aceptaba ir a visitar alguno si ella lo acompañaba. Eran las únicas salidas que hacía. El resto del tiempo, deambulaba por el salón, leía la Biblia, escuchaba música y cada cinco minutos llamaba a la puerta de la habitación en la que Susan se había encerrado para preguntarle si la música no estaba demasiado fuerte, si quería un café o si era interesante lo que estaba estudiando. Le cantaba con voz quejumbrosa el aria de Dowland que había convertido en su blasón musical:
Flow, my tears, fall from your springs.
Exiled for ever, let me mourn…
Conmovida en un primer momento, adulada de ser cortejada de un modo tan romántico, Susan se molestó después cuando Phil empezó a hablarle mal de su marido. Ofendido por haber sido rechazado, Dick se volvió agresivo, suspicaz y manipulador. Cuando contestaba el teléfono en ausencia de los dueños de la casa se quejaba de ambos con los amigos de ellos, Susan y su marido tuvieron que empeñarse para ponerlo de patitas en la calle, así como, unos años más tarde, para confiar al biógrafo llegado a interrogarlos un testimonio nada severo sobre ese hombre al que seguían admirando: «Él vivía —concluyó sobriamente el marido— a un nivel de intensidad mayor que el de cualquier otro e insistía en que los demás se unieran a su universo. Pero nosotros, por nuestra parte, no podíamos».
Tampoco podían las distintas chicas de pelo negro que, en medio de la euforia de la Convención, le habían hecho prometer que las llamaría si se quedaba o regresaba a Vancouver. En una mísera habitación de hotel, aferrado primero a su agenda después a la guía telefónica, Phil experimentó la amargura del CRS que, socorrista rompecorazones en verano, regresa a París al terminar la estación con la esperanza de restablecer contacto con las conquistas burguesas hechas en la playa y descubre que todas tienen maridos, amantes o simplemente otras cosas que hacer. Muchas parecían molestas cuando descubrían quién las estaba llamando, como si después de la Convención hubiesen sabido algo desagradable sobre él, y naturalmente Phil sospechó de Susan. Algunas incluso no se acordaban, o fingían no acordarse de él: parecía que hubiesen leído Fluyan mis lágrimas, dijo el policía.
Una vez más, algo había fallado. Había creído encontrar el impulso para empezar, nel mezzo del cammin, otra vida y se hallaba solo en tierra extranjera. En el mejor de los casos, nadie se preocupaba por él, y en el peor… En el peor, lo habían atraído allí, lejos de su base, para acabar con él. El polizonte de San Rafael le había dicho que se marchara a morir a otro lugar y él había obedecido. Unos días antes del viaje, cuando aún pensaba que viajarían juntos, se lo había comentado a Donna: «Al fin y al cabo estoy obedeciendo a ese polizonte, estoy cediendo; ¿y si en el último momento decidiera no ir? ¿Y si les desbaratara los planes?». Donna, que lo conocía bien, le había dicho algo que lo impresionó: «Si no vas, irá algún otro, pronunciará su discurso y desde entonces ocupará el lugar de Philip K. Dick». Tal vez había ocurrido algo así. Quizá él no era él, sino el agente, o el androide, encargado de interpretar su papel. Durante la Convención había actuado a la perfección, tan bien que no sospechaba de nada; le habían implantado una memoria falsa, creía ser Philip K. Dick, el escritor subversivo, el apasionado de la teología, el donjuán empedernido. Y después había decidido quedarse. ¿Acaso esa decisión formaba parte del programa? ¿O bien, al tomarla, se había alejado del programa, para consternación de sus amos que desde hacía varias semanas intentaban apoderarse de él, ya fuera para destruirlo, ya fuera para conducirlo al taller donde averiguarían cuál era el contacto que fallaba? Según la versión oficial del universo, él había abandonado, como estaba previsto, Vancouver. No era extraño que todos se comportaran como si no estuviera allí. Al aventurarse en un segmento de realidad de la que era el único habitante, se había transformado en un fantasma.
Aquí no quiero extrapolar. No dudaría en hacerlo si estuviese escribiendo una novela: estaría tentado, y lo he estado, de situar su desarrollo en las dos únicas semanas de las que se ocupará este párrafo. Estas dos semanas representan un agujero negro en la biografía de mi protagonista, y no creo que se pueda ser novelista y no soñar con hacer el propio nido en ese agujero: seguir a Agatha Christie en su misteriosa fuga, a Robespierre hacia Ermenonville, donde se retiró, según parece, en vísperas de Termidor, o a Cristo en el desierto. El tiempo transcurrido sin testigos se impregna de una magia sumamente novelesca. Y yo veo una diferencia abismal, raramente señalada, entre los que tienen el lujo, si lo desean, de cruzarse, durante una semana o seis meses, sólo con miradas extrañas, o sea la mirada de nadie, y los que se ven condenados por las obligaciones de la vida a la mirada permanente de sus familiares.
Glenn Gould decía que existe para cada uno una proporción óptima, y que muchas veces ignoramos, entre el tiempo transcurrido a solas y el que pasamos en compañía de nuestros semejantes. Él necesitaba días enteros para purificarse de una hora pasada con otros. Dick, por el contrario, tenía un miedo atroz al aislamiento. Su ideal era poder encerrarse en una habitación a trabajar, pero sabiendo que en la habitación contigua una mujer lo esperaba y velaba por él. Así pues, si por un lado es temerario conjeturar qué podía pasarle por la cabeza, por otro lado el biógrafo no halla ninguna dificultad en hilvanar los hechos de su vida, en saber dónde estaba tal o tal día y con quién. Cinco esposas y numerosos amigos pueden atestiguarlo. De ahí el misterio de estas dos semanas que, en una vida menos expuesta, hubiesen pasado inadvertidas.
Del mismo modo que muchas personas han sufrido un robo en su vida, otras han pasado solas unos días en una ciudad. Es muy probable —aunque nada permita confirmarlo— que Dick fuera la victima de un robo banal, de esos que se registran por decenas cada día en la comisaría de un barrio periférico; también es probable que durante el mes de marzo de 1972 hubiese vagado a la deriva por Vancouver, que hubiera visto la televisión en las habitaciones de distintos hoteles y tomado pastillas a puñados, que hubiera hecho cientos de llamadas a chicas que lo mandaron al diablo, y es posible también que la Providencia no haya considerado útil presentar todo esto a sus biógrafos. Pero no hay testigos, ni siquiera él: esas dos semanas, apenas transcurridas, o quizá mientras transcurrían, se borraron de su memoria.
El 23 de marzo, volvió a encontrarse. Como Jason Taverner en su libro, estaba acostado en la cama de una habitación de hotel revuelta. Llamó a Susan, la mujer del periodista, para anunciarle que estaba a punto de «apagar la luz». Ella le colgó el teléfono, molesta, sin entender el sentido de la alusión al texto de Flow, my Tears:
Down, vain lights,
shine no more…
Pero él pensó que ella lo había entendido perfectamente y que su categórico rechazo quería decir: «Puedes reventar». Lo que no tardó en hacer absorbiendo setecientos gramos de bromuro de potasio. Se durmió. Un poco más tarde, al volver de nuevo en sí, vio en la palma de su mano izquierda un número de teléfono que la derecha, en algún momento, debió de haber garabateado. A tientas, consiguió marcarlo. Era un número de urgencias.
Siguieron unos días de hospital. En seguida lo sacaron del apuro, pero surgió el problema de saber dónde mandarlo después. Él juró que no tenía ningún sitio adonde ir, que apenas saliera iba a volver a empezar, que era un toxicómano. ¿No había en Canadá centros de desintoxicación? Sí, claro, le respondieron, estaba X-Kalay, pero que no se hiciera ilusiones, no era cosa de broma: abstinencia absoluta, nada de fármacos para ayudar a resistir, vigilancia permanente. Perfecto, dijo Phil, es exactamente lo que necesito.
Sí, pero en X-Kalay sólo trataban a los heroinómanos.
Ningún problema, yo soy heroinómano.
Probablemente el médico debió de observar con escepticismo la corpulencia de su paciente, que efectivamente tenía pinta, de haber tomado todas las drogas del mundo, salvo la heroína. No obstante, hay hechos que confirman la influencia que Dick tuvo sobre el cuerpo médico: pesaba cien kilos, X-Kalay era precisamente un centro especializado en la desintoxicación de heroinómanos, o sea, de esqueletos ambulantes, y sin embargo, tras una entrevista con especialistas poco dados a las bromas, en seguida fue admitido.
Aparte del hecho de que se entra voluntariamente —e incluso, como en su caso, después de haber insistido mucho—, la ceremonia de ingreso en un centro «duro» de desintoxicación como X-Kalay no es muy diferente de la encarcelación de un prisionero. Se truecan los vestidos civiles por un pijama y unas pantuflas, y el propio apellido por un nombre arbitrariamente atribuido; uno es invitado a no hablar ni de su propio pasado, ni, en general, del mundo exterior; uno es despojado de su propia voluntad. No se puede hacer nada que no haya sido ordenado o esté controlado.
En virtud de una paradoja muy generalizada, Dick sintió un inmenso alivio al ser aceptado por una institución que se parecía al campo de concentración al que tanto había temido que lo mandaran. Celoso de su libertad en el pasado, ahora sólo pedía que alguien se ocupara de él. Decidían todo por él: la hora de levantarse, la de acostarse, la de trabajar y la de descansar, ¡qué alivio! Asimismo, él, que nunca había dejado de denunciar la vigilancia policial de la que se creía víctima, descubría ahora la nada en la que caemos cuando nadie nos mira. Sin testigos, dejaba de existir. Ya había sospechado eso, en los últimos meses de Hacienda Way, cuando creía temer y en realidad esperaba que la policía lo estuviera filmando. Aunque él nunca hubiese podido ver la película, aunque nadie la hubiese visto, ya era algo saber, o al menos sospechar, que existía en algún lugar, perdida entre toneladas de papeles inútiles y a la vez vitales, una prueba que establecía lo que él había hecho, minuto a minuto, durante todos esos días y esas noches que se habían borrado de su memoria. Claro, tamaña prueba sólo atañía a los gestos y las palabras de una máquina humana llamada Philip K. Dick. Los pensamientos le huían, pero él hubiese dado cualquier cosa por saber si había realmente firmado o no aquellos cheques que, al examinar el extracto de cuentas, no recordaba, o si había respondido de mal modo a las llamadas de personas bien intencionadas que se lo habían reprochado después: debía de ser algún drogadicto que vivía en su casa y que quería hacerse el chistoso haciéndose pasar por él, afirmaba para defenderse pero sentía que no le creían y él tampoco estaba seguro de lo que decía. Por supuesto, el colofón a esa película habría sido el robo de su casa, del que creía culpable a la policía de Nixon y del que no sólo la policía, sino también algunas de las personas bien intencionadas anteriormente citadas lo creían culpable a él: para hacer desaparecer papeles que el fisco estaba a punto de pedirle o para hacerse el interesante, o bien en un momento de locura… Nixon o él: suponiendo, primero, que la película existiese y suponiendo, en segundo lugar, que nadie hubiera manipulado la película, sólo esas imágenes hubiesen podido establecer la verdad, y él rogaba para que un día se las dejaran ver.
En X-Kalay no lo filmaban, pero tampoco lo dejaban solo siquiera un instante. Se dormía en habitaciones comunes, las duchas eran en grupo, y dentro del baño había que dejar la puerta entreabierta.
Durante la primera semana, los baños fueron su universo. La limpieza de los lavabos era considerada una tarea adecuada a las necesidades y capacidades de los últimos en llegar. Cuando él llegó, eran dos los encargados de limpiarlos, y había tres baños, uno en cada planta, lo que permitía hacer rápidamente el trabajo. Como decía el guardia que les había dado cubo, trapo y escoba: «Lo importante no es hacerlo, sino hacerlo bien y sentirse orgulloso de ello». Dick, obediente, limpió los retretes con la minuciosidad de un restaurador de cuadros. Lograba dedicarse plenamente a este trabajo y hacerlo durar sin perderse en él: al cabo de una o dos horas dedicadas al mismo váter, sabía detenerse, decidir que había terminado con él y que había que pasar a otra cosa. Este comportamiento revelaba un equilibrio poco común en X-Kalay. Su compañero, por ejemplo, nunca terminaba una tarea. Si le asignaban la tarea de limpiar una pared de azulejos, se lanzaba a hacerlo, pero al cabo de unos minutos se topaba con un obstáculo invisible y volvía al punto de partida. Empezaba de nuevo y volvía a quedarse bloqueado, exactamente en el mismo lugar, como un disco rayado. Así podía pasar un día entero. Dick hubiese querido ayudarlo, pero ¿a hacer qué? Podía terminar la pared en su lugar, pero no podía fertilizar el caos vitrificado en el que la droga había transformado su cerebro. Nada nuevo podía encontrar en él porque aquel cerebro estaba muerto, aunque biológicamente el hombre estuviera vivo. Esas manos, esos ojos y esa lengua cumplían con sus funciones, pero la persona que se servía de ellos había desaparecido. Sólo quedaba una máquina de reflejos, que repetía las últimas instrucciones: «Vuelve a intentarlo, vuelve a intentarlo», como un loro. En general, se piensa que los loros no entienden nada de lo que se les hace repetir, razón por la cual, Jerry, un ex inquilino de Hacienda Way, había encontrado divertido enseñarle al suyo la frase: «No entiendo nada de lo que me hacen decir». Pues bien, por alguna razón, el loro, que sin embargo era obediente, nunca había podido o querido repetirla. Un equivalente de esa furtiva disgresión fuera del programa circular al que se limitaba su vida psíquica se produjo cuando el compañero de Dick alzó hacia él una mirada vidriosa y, en lugar de repetir la última frase que le habían dicho, preguntó quejumbrosamente: «¿Por qué no puedo?».
Dick se sobrecogió. Parecía una escena de esas películas de discapacitados llenas de pasión y esperanza, como Milagro en Alabama, en las que de pronto descubrimos que el niño sordo oye y que la tetrapléjica puede caminar. Pero cuando intentó hablarle, el otro siguió repitiendo: «¿Por qué no puedo?», hasta que Phil se preguntó si, sin pensarlo, sumido en sus pensamientos como estaba, no habría sido él quien la había pronunciado. Por lo demás, ¿qué respuesta darle? «No puedes porque tienes el cerebro irremediablemente quemado.» Valía más tirar de la cadena, y como respuesta era más elocuente.
Para una persona aún en fase de desintoxicación, el tratamiento de X-Kalay tenía sus virtudes, entre las cuales se encontraba la de acabar con toda idea romántica acerca de la droga. Los irrecuperables servían de ejemplo a los demás, mancomunados en el odio histérico hacia lo que por poco la adicción había hecho de ellos. Entre los que se recuperaban, muchos temían volver a caer una vez en el exterior, y se quedaban en X-Kalay trabajando como guardias y destacándose por su brutalidad. Este personal enteramente compuesto de arrepentidos pensaba sin duda luchar contra el pecado y no contra el pecador, pero, como el pecado había devorado a una gran cantidad de pecadores, trataban a éstos con la misma decidida hostilidad, desprovista de sentimentalismo, como la del profesor Van Helsing con los hombres transformados en vampiros: desde luego, el hombre es digno de compasión, pero es necesario saber que, a pesar de las apariencias, él ya no existe; sólo queda el vampiro, al que hay que suprimir toda posibilidad de hacer daño.
El odio por la droga regía este universo, como la obsesión por procurársela había regido el mundo en el que Dick había vivido desde que Nancy se marchara. Camaleón, como siempre, Phil adoptó en seguida el nuevo sistema de valores, convirtiéndose en su defensor más elocuente durante las sesiones de expresión colectiva. Cada uno podía decir lo que se le pasara por la mente, y se intercambiaban sobre todo insultos muy duros, de modo que Dick ni se inmutaba cuando era tratado por todos de chupavergas, culo roto, pedazo de mierda, residuo de bidet o verga sifilítica. Le costó más aceptar los insultos relacionados con su hermana; los otros lo advirtieron y los redoblaron: «¿Y tu hermana?, ¿te has acostado ya con ella?». Pero Phil marcó un punto decisivo, respondiéndole a un tarado que lo torturaba: «Da igual. Pasaré otra vez el jueves». La ocurrencia provocó risas, al menos en aquellos que todavía podían reírse y que comprendieron la alusión a una historia contada poco tiempo antes: era de un tipo, que otro tipo había conocido, y que un día iba a visitar a un viejo amigo. Le pregunta a las personas que encuentra frente a la casa de su amigo si puede ver a León: «Ay —le dicen—. Lo sentimos mucho, pero León ha muerto». «Da igual —responde el tipo—. Pasaré otra vez el jueves.»
Desde entonces, cuando alguien en X-Kalay no entendía lo que le decían, no quería responder o simplemente no encontraba el rollo de papel higiénico que le habían mandado buscar, se zafaba diciendo: «Da igual. Pasaré otra vez el jueves», y la paternidad de esta réplica, convertida ya en ritual, era implícitamente atribuida a Dick. Cuando, como cada semana, se hizo la lista de las contribuciones de cada participante a las sesiones de expresión colectiva, le reconocieron el mérito de haber aportado su humor. A pesar de su penosa condición personal, había conservado, observó un médico, el don de ver el lado cómico de las cosas. Lo aplaudieron. Phil saludó y repitió como un loro: «Da igual. Pasaré otra vez el jueves».