14
Freaks

Comprendió que, para no matarse, la única solución era no quedarse solo ni un minuto, y llenó su casa de gente con la que congeniaba. Primero fueron dos conocidos, recién plantados por sus mujeres, igual que él, y que resultaron ser el hermano de Nancy y el marido de su hermana. Aquel trío de cuñados a la Cassavetes emprendió una siniestra bacanal. Se emborracharon y se drogaron con música de Wagner de fondo; llevaron a casa a chicas que habían encontrado por la calle; dejaron de lavar los platos y de sacar la basura; y no se cansaron de repetir, con una vehemente y pastosa falta de convicción, que la libertad era una cosa maravillosa. Al cabo de pocas semanas, asustados y extenuados por su anfitrión, los dos huéspedes optaron por un estilo de vida menos perjudicial para su salud.

Como la puerta quedó abierta y cundió la voz de que en el 707 de Hacienda Way la droga abundaba, los cuñados fueron inmediatamente suplantados por los toxicómanos de las más variadas adicciones que San Rafael ofrecía, jóvenes delincuentes, adolescentes en fuga, freaks, para citar el término que estaba por desplazar al de hippies, degradado desde Woodstock por considerarlo «reciclado». Desde que Phil, tras separarse de Anne, había abandonado el mundo de las casas bien arregladitas, de las cortadoras de césped guardadas en el garaje y de las relaciones cordiales con el sheriff, la edad media de las personas que frecuentaba había bajado considerablemente. Nancy tenía la mitad de su edad, los amigos de Nancy no eran mucho mayores que ella y el ambiente de la ciencia ficción de la bahía pertenecía esencialmente a la generación posterior a la de él. El obispo Pike, Maren Hackett y Tony Boucher habían muerto. A los cuarenta y dos años, se encontró de pronto en un mundo de jóvenes netamente dividido entre freaks —nosotros— y straights —ellos—, donde todo aquel que había superado la treintena era considerado un straight, y visto por lo tanto como un enemigo natural. Él también, más por camaleonismo que por masoquismo, compartía esa visión. Prefería francamente la compañía y el lenguaje protofásico de los jóvenes a los de los viejos militantes de la Berkeley de los años cincuenta o incluso de los comienzos de los sesenta, que apenas habían terminado, pero que a sus nuevos amigos les parecían tan remotos como el diluvio. Contra toda evidencia biológica, Phil se sentía del lado justo, freak entre los freaks, los cuales no tardaron en adoptar a ese extraño gordo bonachón, tan triste y a la vez tan divertido, conocido como el Eremita, porque casi nunca salía de casa. A cualquier hora del día podían empujar la puerta de la casa del Eremita, que parecía no dormir nunca, y encontrar en él atención, droga, alcohol, música, conversación y amor, una cosa que ofrecía a veces con excesiva insistencia: para las chicas éste era su único defecto.

Un día llegó Donna, sentada en la trasera de una Harley-Davidson conducida por un tipo tatuado. Donna, como todas las personas a las que aludo en este capítulo, tenía otro nombre, que ella prefiere no ver publicado. Pero se llama Donna en el libro que Dick escribió unos años más tarde, y del que me he servido para redactar estas páginas. Donna tenía el cabello negro, los ojos negros y una chaqueta de cuero negra, y trataba a todo el mundo con agresiva suspicacia. Acabó peleándose con el tatuado, que se marchó sin ella. Y, como no tenía adonde ir, aceptó la hospitalidad de Phil.

Desde la primera noche, él le hizo escuchar su aria favorita: Flow, my Tears. No intentaba esconder su cultura, y a sus huéspedes les gustaba, cuando estaban en condiciones de hacerlo, oírlo hablar de esos monjes que en el siglo III se alimentaban con langostas en los desiertos de Egipto o de sus absurdas teorías sobre Dios. Les gustaba que les hiciera escuchar esos discos extraños de su increíble colección, y a mí, por mi parte, me gusta imaginar que una de esas chicas colgadas, que por aquel entonces tenía dieciocho años, y que ahora tiene cuarenta y dos divorcios a cuestas, una permanente al estilo de Santa Bárbara y que trabaja en un importante despacho de abogados en Boise, Idaho, escucha a veces de noche, mientras se toma su segundo Tom Collins, un disco de arias para laúd de John Dowland, que es empero una pequeña frase de Vinteuil un poco más privada que Jefferson Airplane, y le recuerda episodios confusos y violentos de su juventud, y le dan ganas de llorar.

Un día, mucho más tarde, un superviviente de Hacienda Way se acordaba: «Era una época difícil, peligrosa; eso no quita que si tuviese que elegir a alguien con quien pasar la eternidad, ése sería Phil».

Todos creían que aquello duraría una eternidad, que estarían siempre allí escuchando discos, fumando porros y transcurriendo los días tranquilamente, lejos del mundo de los adultos. Así, su divisa hubiese podido reducirse a la siguiente fórmula: «Vive plenamente ahora porque mañana estarás muerto». Se habrían sentido insultados si alguien les hubiese recordado que iban a envejecer.

Vivían siempre colocados. Y como sus gustos diferían, los humores no siempre armonizaban. Un tipo que, tumbado en un sofá, fuma un porro tras otro desternillándose de la risa, obviamente tendrá dificultades en seguir al vecino atiborrado de anfetaminas: sus películas no tienen el mismo ritmo. Sin embargo, todos eran conscientes de vivir en una película en la que cada cual era al mismo tiempo el espectador, el actor, el guionista y el director. Esa película les parecía mucho más rica, asombrosa y mágica que el documental sombrío y colectivo con el que se contentan los straights. Y, muchas veces, dentro del grupo, las películas eran sincrónicas: no durante todo el tiempo, por supuesto, pero algunas imágenes coincidían exactamente: una intuición les advertía que habían visto, oído y pensado el mismo disparate en el mismo momento, entonces se echaban a reír, y cada uno sabía por qué. Así, después de haber orinado, alguien, en voz alta, desde el otro lado del pasillo, decía que, de todas formas, pensándolo bien, un pasillo era algo muy extraño, que el arquitecto que un día había inventado los pasillos tenía que haber estado muy colocado, y aquello desencadenaba la risa de todos, ya porque la observación era justa —y, pensándolo bien, lo era—, ya porque demostraba que quien la había formulado también estaba colocado. «¿Y las salas de espera? —ponderaba algún otro, llorando de la risa—. En serio, ¿creéis que pueda existir algo tan absurdo como una sala de espera?»

Un día fueron en grupo al autocine, donde proyectaban, de una sola vez, la serie completa del Planeta de los simios. Aún existían solamente tres episodios, pero Phil, inspirado por los porros que circulaban por el coche, imaginó para sus amigos el guión de todos los que vendrían, hasta el número ocho, El hijo del regreso del planeta de los simios, donde se descubría que todos los grandes personajes de la historia —Julio César, Shakespeare, Lincoln— eran en realidad unos simios camuflados. Mimaba cada papel, se rascaba debajo del brazo, lanzaba grititos agudos. Los demás derramaban las palomitas de la risa.

Después del autocine fueron a un lavacoches y pasaron el coche por una batería de cepillos rotatorios y un túnel de espuma que retumbaba como un terremoto. Apenas la máquina se detenía, introducían más monedas. Todos pensaban que aquello era incluso mejor que el cine. Mientras Phil, muy inspirado, continuaba con su monólogo, levantando la voz para hacerse oír en medio de la barahúnda:

—Esta historia de los simios me hace pensar en algo, ¿sabéis qué? Parece que no sólo existen impostores, sino también falsos impostores. Vi a uno en la tele diciendo que él era un impostor famoso en todo el mundo. Se había hecho pasar por un gran cirujano de la Escuela de Medicina John Hopkins, por un físico de Harvard, por un novelista finlandés premiado con el Nobel de literatura, por un depuesto presidente argentino casado con una estrella de cine…

—¿Y nunca lo descubrieron?

—No, te he dicho que era un falso impostor. El tipo nunca suplantó a nadie. Trabajaba de barrendero en Disneylandia hasta el día en que leyó un artículo sobre un famoso impostor, y se dijo. «Mierda. Yo también podría hacerme pasar por todos esos tipos tan extraños y hacer lo mismo que ellos». Pero luego lo meditó mejor y pensó: «¿Para qué hacerme tanta mala sangre? Lo único que haré será hacerme pasar por otro impostor». Y con eso hizo una fortuna. Casi tan grande como la del auténtico impostor de fama mundial. Y quizás ahora hay gente que se hace pasar por él.

Un día a alguien se le ocurrió pintar de negro los cristales de todas las ventanas, de manera que así nadie se enteraría de si era de día o de noche. Después de todo, casi nunca las abrían. Otro sugirió que pintaran de negro las fundas de los discos, así la música sería siempre una sorpresa. Phil se opuso a la idea.

Un día, una vecina straight les pidió que le hicieran el favor de matar un gran insecto que se le había metido en la cocina y le daba miedo. Una vez que Phil lo hubo hecho, la vecina comentó: «Si hubiera sabido que era inofensivo, lo hubiera matado yo misma». Esta frase les sirvió durante mucho tiempo de ejemplo para caracterizar el espíritu straight en su forma más detestable. Bastaba con pronunciar las primeras palabras para que todos lanzaran una carcajada, orgullosos, a pesar de sus problemas, de no parecerse a ellos.

Un día, alguien llevó libros de Castañeda, que circularon por la casa. De las enseñanzas del brujo yaqui, una los dejó particularmente impresionados: «Cada cual tiene que encontrar su propio lugar. Tanto en el mundo como en una habitación, cada cual tiene un lugar preciso, un lugar que le conviene, un lugar que es su lugar». Durante muchas semanas, encontrar su propio lugar se convirtió, primero en un ritual, después en una broma. El que ocupaba el sillón más cómodo, lo defendía diciendo «es mi lugar», y esta frase, que dicha por un straight hubiese resumido toda la posesiva mezquindad de su universo, proferida con el tono justo, se hacía inexpugnable.

Un día, hablaron de dedicarse seriamente al tráfico de drogas. Pero la discusión, con la ayuda de los porros, en seguida degeneró.

—Cuando los aduaneros te preguntan si tienes algo que declarar, no puedes decirles: «Pues sí, tengo droga». ¿Sabes qué tienes que hacer? Tomas un gran bloque de hachís y le das una forma de hombre. Después vacías una parte y metes allí un mecanismo de cuerda, de relojería, y una pequeña grabadora. Antes de pasar la aduana te pones detrás del muñeco y le das cuerda. Cuando el aduanero le pregunta si tiene algo que declarar, el bloque de hachís responderá: «¿Yo? Absolutamente nada», y seguirá andando hasta el otro lado de la frontera.

—Si le pusiéramos una batería solar en lugar de la cuerda, seguiría andando durante años. Para siempre.

—Sí, se saldría de los límites de la Tierra, imagínate una aldea esquimal y un bloque de hachís, de dos metros, que valdría… ¿Cuánto podría valer?

—Un millón de dólares.

—Más. Dos millones. Los esquimales están allí, curtiendo pieles y tallando lanzas de hueso. Y de repente se les aparece un bloque de hachís que vale dos millones de dólares, caminando sobre la nieve y repitiendo: «¿Yo? Absolutamente nada».

—Dios mío. Quedarían flipados para siempre, y nacerían varias leyendas.

—Imagínate contándoselo a tus nietos. «Yo vi con mis propios ojos cómo aquel bloque de hachís, de dos metros de alto y dos millones de dólares, surgió de la niebla, caminando en esa dirección, y repitiendo: “¿Yo? Absolutamente nada”.» Tus nietos te mandarían al manicomio.

—No, las leyendas van evolucionando. Al cabo de algunos siglos se explicaría así: «En tiempos de mis antepasados, un día se les apareció de repente un bloque de hachís afgano de primera calidad. Medía treinta metros de alto y valía ochenta millones de dólares. Les empezó a disparar, mientras gritaba: “¡Muerte a los perros esquimales!”. Mis antepasados lucharon con él, con sus lanzas, y acabaron matándolo.»

—Los chicos tampoco se lo creerían.

—Los chicos ya no se creen nada. Es deprimente explicarle algo a un chico. Una vez, uno me preguntó: «¿Cómo era el primer automóvil?». Jo, mocoso, yo nací en 1950.

Todas sus conversaciones eran más o menos similares. Así trascurrían los días. «Bela jai», decía Phil, que en bengalí quiere decir «El tiempo pasa». Y todos reían, repitiendo: «Bela jai».

Un día, Donna le dijo que no debía creer una sola palabra de lo que le decía, porque ella siempre mentía. Él le explicó que no era la primera en decirlo, le contó la paradoja del cretense que dice ser un mentiroso, y no le creyó. O sea que siguió creyendo en lo que ella decía.

Otro día, Donna le dijo que no podía acostarse con él porque tenía que cuidar de su «vulva»: pensaba pasar la frontera canadiense con unas libras de coca escondidas ahí, entre las piernas. Y que, de todas formas, no le gustaba que la gente le metiera mano.

Como Phil parecía triste, quiso darle una «sobrecarga», la cual consistía en aspirar con fuerza de un porro y, luego, con la boca llena de humo, soplar una bocanada en la del otro. Aparte del hecho de que esto duplicaba el efecto de la droga, le gustaba sentir los labios de Donna contra los suyos y el humo caliente que brotaba de su boca e invadía la suya. Las «sobrecargas» de Donna le quedaron grabadas como uno de los recuerdos eróticos más elocuentes de su vida.

Un día, aquel que en su libro, más tarde, llamó Barris, anunció que podía conseguir cocaína a granel por 84 céntimos el gramo. En un supermercado compró por el mismo precio varios tubos de aerosol de un producto para las quemaduras del sol. Al volver a casa, transformó la cocina en un laboratorio del pequeño químico para separar los cristales de cocaína mezclados con el producto. «Mira —explicaba señalando la lista de ingredientes del aerosol—, benzocaína, un gramo. Muy poca gente sabe que se trata de un nombre comercial de la cocaína. Claro que si ellos hablaran de la cocaína en la etiqueta, todo el mundo se enteraría y acabarían haciendo lo mismo que yo hago.» Reunidos en torno al fregadero de la cocina, se figuraron a los camiones repletos de cocaína descargando la mercancía en la factoría de Cleveland. Camiones vertiendo coca pura, sin adulterar, sin cortar, de primera clase, en un extremo de la factoría donde era mezclada con aceite, gas inerte y otras porquerías más, para envasarla a continuación en coloridos aerosoles que luego acababan amontonándose a millares en los estantes de los supermercados. Lo que deberíamos hacer, sugirió alguno, es asaltar uno de esos camiones y apoderarnos de toda la carga. Trescientos o cuatrocientos kilos. O muchos más. ¿Qué carga puede llevar un camión de ese tipo?

Se pasaron la tarde averiguándolo, mientras el experimento, obviamente, hacía aguas. Sólo al día siguiente, uno de ellos observó que era poco probable que se vendiera a 84 céntimos un producto que contenía un gramo de cocaína que costaba cien dólares.

Un día, Paul Williams, un joven que escribía para una revista de rock, visitó a Phil Dick, cuyos libros admiraba. Lo había conocido en 1968, a través del diseñador Art Spiegelman, y habían pasado juntos una noche muy divertida fumando algo que creían que era THC, el principio activo de la marihuana, cuando en realidad se trataba de un sedante para caballos llamado PCP, que en la década siguiente haría terribles estragos con el nombre de angel dust. Paul Williams, que en su calidad de joven veterano de la contracultura había visto de todo, quedó impresionado al ver a Dick tan cambiado, reinando como una especie de gurú sobre una tribu de personas muy jóvenes que vivían continuamente colocadas. Y no pudo evitar pensar que los que los habían frecuentado antes del caso Manson y su familia debieron de haber tenido la misma impresión.

Un día, una chica que vivía con ellos desde hacía una semana, entró en coma durante un viaje con ácido. En el hospital al que Phil, consternado, la transportó, le diagnosticaron una vasoconstricción generalizada: la mitad de los vasos que irrigan el cerebro estaban obstruidos, sin duda irremediablemente. El medico ni siquiera preguntó cómo había ocurrido, todos los días tenían casos similares. La chica sobrevivió, aunque con una lesión cerebral permanente.

Otra chica, poco después, se encerró en un armario y sólo salió para intentar cortarse un brazo con un hacha. No lo consiguió del todo. Ella también fue internada.

Un día, Phil olvidó la combinación que protegía el archivador blindado de su despacho. Por precaución, no la había escrito en ninguna parte, pues se robaba mucho en el mundo de los drogadictos; en general, casi todas las cosas que tenían algún valor eran robadas: era incluso debido a esto que se les reconocía su valor. Y Phil había conservado de su vida anterior algunas cosas que quería mucho. Pensaba que en el archivador estarían a salvo. Incluso estarían mejor protegidas ahora que ni siquiera él podía acceder a ellas, pensó para consolarse.

Esas pérdidas de memoria lo preocupaban. Era necesario —pensaba— que alguien recordara sus pobres vidas miserables y quemadas, los momentos de alegría que habían pasado juntos, como el día del Planeta de los simios y del lavacoches. Para que no fueran olvidados, para que quedara un rastro de ellos, en previsión de días mejores en los que la gente habría entendido.

Un día, una chica que conocían tuvo problemas con su amante, que era también su proveedor de heroína. Este escondió dos sobres de heroína en la empuñadura de la plancha de la chica y después llamó de forma anónima a la policía. La chica descubrió la droga y en seguida se la inyectó en las venas —sus brazos parecían una escobilla para lavar botellas—, de manera que cuando llegó la policía no encontró nada. El camello, enfurecido, le dio una tremenda paliza. Después ella temió por su vida. Se lo comentó a Phil, el cual decidió contratar a unos sicarios para protegerla y, si el tipo insistía, para que acabaran con él. Dos negros robustos se presentaron en la casa de la chica y no se despegaron de ella durante varios días. La chica se preguntó si ellos le tomaban el pelo, si era Phil quien le tomaba el pelo o si ellos le tomaban el pelo a Phil, cobrándose lo que él les pagaba por un servicio que, llegado el momento, seguramente no prestarían. Por otro lado, ¿quién podía saberlo? La chica nunca supo si eran realmente sicarios o unos bufones, y pronto se marchó a vivir a otra ciudad.

Un día, aquel que en su libro, más tarde, llamó Jerry, comenzó a sacudirse los piojos. No tenía piojos, pero de nada servía decírselo. Se quedaba horas y horas debajo del chorro de agua hirviendo de la ducha y al salir encontraba más piojos en su pelo. Pronto los piojos empezaron a invadirle el cuerpo hasta penetrar en él. El picor lo hacía sufrir horriblemente. Compró insecticidas de todas las marcas y con ellos roció toda la casa, asfixiando a los demás. Se pasaba el día gritando debajo de la ducha. Hubo que llamar al servicio de urgencias del hospital psiquiátrico. Mientras se lo llevaban, seguía gritando. Acabó suicidándose unos meses más tarde.

Ese mismo año, Phil acompañó o al menos visitó a una decena de amigos al hospital psiquiátrico. Era un mérito que todos le reconocían: nunca abandonaba a sus amigos, aunque no hubiese nada que hacer por ellos. Él mismo fue hospitalizado tres veces por aquel entonces, a causa de ataques de depresión o de pánico. Lo encontraron en condiciones relativamente buenas para alguien que tomaba mil comprimidos de Metedrine por semana y cuarenta miligramos de Stelazine diarios, sin contar otras bagatelas a las que nunca se les dice que no.

Un día, alguien le anunció la muerte de una amiga común. Pero no dijo: «Gloria se ha suicidado», sino: «Gloria se ha suicidado hoy», como si hubiese sido inevitable que se matara un día u otro.

Un día, como la dirección de su coche no le respondía, casi se sale de la carretera. No era la primera vez que su automóvil le jugaba una mala pasada. No era nada grave, pero él sabía que la forma de sabotaje más eficaz consiste en causar daños que no puedan ser completa o absolutamente atribuidos a una acción deliberada. Si se conecta una bomba con el encendido de un coche, es evidente que hay un enemigo. Pero cuando alguien debe afrontar toda una serie de pequeños accidentes, si se trata de fallos de funcionamiento, de errores, en especial si son poco importantes, ocurridos en un período natural de tiempo, de pequeñas faltas…, entonces esa persona pierde toda capacidad de reacción. Tiende a suponer que es una paranoica, a dudar, a dudar de sí misma. ¿Su coche hace cosas raras? Son cosas que pasan. Por lo demás, sus amigos piensan lo mismo: el problema está en tu cabeza. Y esto lo destruye más que cualquier agresión cuyo origen pueda comprobar.

Un día, frente a una taza de café que le habían preparado le ocurrió la idea, que nunca más lo abandonó, de que habían podido meter en ella con toda facilidad una potente dosis de alguna droga psicodélica, una dosis que proyectaría en su mente, y para el resto de su vida, un filme horrorífico e interminable. Si alguien se la tenía jurada, algo inevitable en el mundo de la droga, donde toda una serie de incidentes contribuían a demostrarlo, hubiese podido hacerlo sin ningún problema, o bien inyectarle durante el sueño un poderoso cóctel de heroína mezclada con estricnina, que casi lo mataría, pero no del todo. Y así ocurriría lo más temible: se convertiría en un adicto para toda la vida y presenciaría la eterna película de horror. Su existencia quedaría entonces reducida a la jeringa y la cuchara, a darse golpes contra las paredes de un hospital psiquiátrico, donde día y noche habría intentado sacudirse los piojos mientras se preguntaba por qué ya no era capaz de llevarse un tenedor a la boca.

Tanto los camellos como las brigadas de estupefacientes debían temer esto. La frontera entre ambos era incierta. Todos sabían que los coches de la policía, en los barrios como el de Phil, eran las furgonetas Volkswagen estropeadas, decoradas con pinturas psicodélicas y conducidas por freaks barbudos. Todos sabían que los agentes de las brigadas de estupefacientes muchas veces se hacían pasar por camellos y vendían chocolate, y hasta caballo, lo cual constituía una buena cobertura y redondeaba sus sueldos. Todos sabían que algunos de esos agentes terminaban drogándose y, sin dejar de pertenecer a las brigadas, se convertían no sólo en prósperos camellos, sino también en yonquis. Todos sabían que algunos traficantes, bien para vengarse de gente molesta o bien temiendo una inminente detención, se convertían en espías de los agentes. Todos sabían todo esto, aunque no les ayudara a ver las cosas con más claridad. Todos, policías, camellos y drogadictos, cambiaban de papel según las circunstancias y según el papel que presumía que los demás tuvieran. Uno se sentía perdido.

Un día, Phil creyó que Donna era policía. Se lo dijo. Ella le respondió que entendía perfectamente que lo creyera: en el mundo en el que vivían, era algo absolutamente verosímil.

Un día, al volver del cine, tuvieron la certeza de que la policía, o algún otro, había estado en la casa durante su ausencia. Quizás uno de ellos le había pasado información. En todo caso, alguien había estado: bastaba ver con cuánta meticulosidad había borrado todos los rastros que hubiese podido dejar. Veían, como en una película, a los policías sacando los cajones de los muebles para comprobar lo que se ocultaba tras ellos, desmontando las lámparas en busca de cientos de tabletas, escudriñando los retretes para encontrar pequeños envoltorios de papel higiénico ocultos a la vista en lugares donde el agua los inundaría automáticamente. Aunque también era posible, hipótesis mucho más temible, que la policía no hubiese venido a buscar droga, sino a esconderla, y así poder atraparlos cuando le resultara más cómodo. Podía ser en cualquier parte, en el teléfono, en los enchufes de la pared o en los zócalos. Durante horas y horas rastrearon a fondo cada palmo de la casa. El hecho de no haber encontrado nada no contribuyó a tranquilizarlos.

Un día, Phil se persuadió de que la casa estaba bajo vigilancia las veinticuatro horas del día. Sospechaba también que el teléfono estaba intervenido, y la prudencia más elemental le aconsejaba comportarse como si así fuera. Nadie llamaba nunca desde su casa para pedir droga. Siempre se empleaban códigos secretos, incluso desde una cabina, por ejemplo, se dividían por diez las cantidades: la policía no se molestaba por cantidades tan pequeñas. Pero no se trataba sólo del teléfono. Dick creía que toda la casa estaba plagada de micrófonos y cámaras.

Se preguntaba cómo lo hacía la poli para verlo todo. Suponiendo que uno de ellos se dedicara exclusivamente al 707 de Hacienda Way, ¿acaso pasaba todos los días sentado frente a la batería de pantallas que mostraban lo que sucedía en cada habitación? ¿Lo veía y lo escuchaba todo? ¿Escuchaba íntegramente esas conversaciones infinitas, circulares e incomprensibles con las que los drogadictos pasan el tiempo? ¿Metros y metros de película flipada y siempre igual? Sin duda, debía de pasar las cintas en avanzado. Pero entonces podía fácilmente perderse un momento crucial: un asunto importante, una información que buscaba ávidamente y que era en realidad la razón de su vigilancia. Siempre debía de estar temiendo que una cosa así ocurriera. Había algo de infernal en su trabajo.

Por otro lado, hubiese querido estar en su lugar. Poder identificar a sus enemigos. Saber qué ocurría en su casa durante su ausencia o en una habitación cuando él se encontraba en otra. Cuando un árbol cae en el bosque, ¿hace ruido si no hay nadie para escucharlo? ¿Cómo era Donna cuando él no estaba para observarla? ¿Qué decía de él? ¿Con quién se acostaba? ¿Qué escondía dentro de su vulva? ¿Y el gato? Lo imaginó vaciando una almohada y rellenándola con todas las cosas de valor, robándole todo, por pura maldad, fumándose los porros, haciendo llamadas interurbanas sólo para que la factura del teléfono fuera más elevada, caminando sobre el techo… ¿Y él? Si lo hubiesen filmado durante todo un día, ¿acaso no se sorprendería al ver la película? Cuando se levantaba por las noches para ir a orinar, ¿qué hacía en realidad? Dicen que nunca se reconoce la voz de uno la primera vez que la escuchas grabada en una cinta, cabe suponer que lo mismo sucede cuando te ves filmado. Imaginaba que era un tipo corpulento y barbudo, y se habría visto como un gafudo endeble. No, seguramente se reconocería, a causa de la ropa que llevaba puesta, o simplemente por un proceso de eliminación. Si eso vive aquí y no es ni Donna, ni Luke, ni Barris, ni el perro, ni el gato, tengo que ser yo.

En teoría.