Una tarde de noviembre de 1963, Phil caminaba por los prados que las lluvias incesantes habían transformado en pantanos. En las charcas, las ramas de los árboles emergían de las aguas; pronto hubiese necesitado una barca para ir de la casa a la cabaña. Aquel diluvio le recordaba uno de los pasajes preferidos de Winnie the Pooh, pero ni siquiera el recuerdo del libro tan amado de la infancia le procuraba alegría. Desde que había dejado de tomar los fármacos del doctor Flibe, Anne había vuelto a ser la de antes, o peor que antes, puesto que ahora no lo podía ni ver, de modo que, una vez más, tenía que soportarla en lugar de pensar en salvarla. Tras consultar el I Ching para saber si, ante esas circunstancias, debía quedarse o marcharse, el I Ching le acababa de dar una respuesta poco atrayente: Ko, el trabajo sobre lo que está corrompido.
El hexagrama representa una fuente en la que hormiguean unos versos. Esto se parece bastante al estado de su espíritu, a su matrimonio, a su vida. La conclusión parecía evidente: ante una fuente de este tipo, si se tiene un mínimo instinto de conservación, se le pega una patada y se echa a correr. Antes de que el cerebro quede definitivamente licuado y pasar el resto de sus días viendo a los versos pelearse entre sí. Salvo que, según el I Ching, nada es definitivo, todo cambia, los hexagramas ascendentes contienen los gérmenes del declive y los más desalentadores, como el que acababa de obtener, los del renacimiento. «El trabajo de lo echado a perder —decía el cometario— contiene al mismo tiempo lo necesario para remediarlo. Aquello que ha sido corrompido por los hombres puede ser reparado con su trabajo. Es propicio atravesar las grandes aguas.»
En otras palabras, en lugar de escapar, de huir de las arenas movedizas hacia las que Anne pretendía arrastrarlo, tenía que intentar una vez más salvar el matrimonio. Quizá la travesía de las grandes aguas tocaba a su fin. Hubiera sido muy estúpido abandonar la lucha justo al final, como si Colón, desanimado, hubiese dado marcha atrás a pocas gúmenas de las costas de América. Por otro lado, cuando nos obstinamos en un error puede que lleguemos a arruinar o incluso a perder la vida, y nada nos índica si nos dirigimos hacia tierra firme o hacia la muerte.
Un pájaro cantó, sobrevolándolo. Phil levantó la mirada.
En el cielo había un rostro, un rostro que abarcaba el cielo. Un rostro gigante, metálico, horrible, que, inclinado hacia él, lo miraba.
Aterrado, cerró los ojos. De esa visión no le quedó la forma del rostro, sino su expresión, increíblemente abyecta, como si todos los males del mundo confluyeran allí, en aquella mirada que se filtraba por entre las fisuras que rodeaban la nariz o el lugar donde tenía que haber una nariz. Comprendió que toda su vida había temido ver lo que estaba viendo. La máscara antigás de su padre, que tanto lo había asustado de niño, ya se lo había anunciado. Y ahora por fin lo había visto. Nunca más lo olvidaría. Nunca más dormiría tranquilo.
Abrió lentamente los ojos. Como había bajado la cabeza, lo primero que vio fueron sus botas, sus grandes botas de militar, hundidas en el barro. Causaba alivio verlas, tan pesadas y reales. Volvió a levantar la mirada. El rostro seguía allí, lo espiaba.
Esta vez no volvió a cerrar los ojos, pero abrió la boca e intentó hablar. La voz que brotó de él dijo: «No tengo miedo. Tú no existes», temblaba. Phil no la reconocía, pero como esa voz quería articular las palabras que él decidió decir, dejó que siguiera: «Tú no existes. Eres una alucinación de mi cerebro. Últimamente he sufrido mucho. Demasiada soledad y demasiado dolor. Pero tú no existes».
Pareció como si el rostro bosquejara una mueca sarcástica. No era más que eso, mueca y muerte. Dick huyó corriendo. Corrió hasta la casa sin detenerse, sin encontrar a nadie, sin tratar de evitar los charcos que salpicaban su ropa de barro, sin mirar hacia el cielo, sin esperar que el rostro desapareciera.
Durante varios días, el rostro en el cielo jugó al escondite con él, desaparecía cada vez que él osaba levantar la vista para saber si seguía allí y se insinuaba en su campo de visión cuando menos se lo esperaba. Todo lo que el ojo puede captar incluidos los fosfenos debajo de los párpados, contenía o anunciaba ese rostro.
Al borde de una crisis nerviosa, Phil viajó a San Rafael para ver al doctor Flibe, el cual, con aire suspicaz, le preguntó si por casualidad no había tomado esa droga alucinógena de la que tanto hablaban las revistas. Se hablaba (y esa información intrigaba particularmente al doctor) de terapias a base de LSD que los psicoanalistas más chic de Los Ángeles ofrecían a sus pacientes más chic por una sesión de doscientos dólares. El actor Cary Grant había revelado al Time Magazine que desde hacía un año se sometía todas las semanas a esas sesiones, una costumbre que había cambiado radicalmente su visión del mundo y su manera de actuar. Al enterarse, el doctor Flibe había ido a ver su última película, Charade, esperando detectar ese cambio que, de hecho, los advertidos notaban. El entusiasmo no sólo se limitaba a unos cuantos locos sueltos de Hollywood, también se propagaba en los ambientes académicos más respetables: un profesor de Harvard acababa de perder su cargo por haber preconizado entre sus estudiantes el consumo intenso de esa droga. Bajo sus efectos, aseguraba haber vivido unas experiencias indescriptibles…
Dick se encogió de hombros: sí, había oído hablar de eso, había leído a Huxley, que decía más o menos lo mismo; pero nunca había tomado LSD, no era algo que fuera fácil de obtener en Point Reyes; además, su experiencia no se parecía en absoluto a la del profesor de Harvard. Quizá porque no entendía el proselitismo de éste. Si hubiera visto lo que él había visto, ese rostro monstruoso en el cielo, seguramente no habría incitado a sus estudiantes a seguirlo. A menos que fuera el peor de los canallas: un siervo de Satán que arrastraba las presas hacia su amo. Pensándolo bien, puede que fuera posible. Posible, aunque espantoso: si Leary se prestaba a eso, Adolf Hitler era un monaguillo comparado con él…
—Tranquilo, tranquilo —dijo el doctor Flibe, a quien su paciente ponía cada vez más nervioso.
Creyendo batirse en retirada hacia un terreno más seguro, le explicó que la alucinación se debía a la fatiga, a la ansiedad y al internamiento de Anne, pero Dick no se dejó convencer. En primer lugar, no lo tranquilizaba en absoluto saber que algo tan espantoso pudiera existir en su cerebro y no en la realidad, de modo que, si el argumento pretendía tranquilizarlo, lo lamentaba pero no había funcionado; en segundo lugar, sabía muy bien lo que le había pasado, y no se trataba de una alucinación, sino más bien lo contrario. Por toda una serie de motivos, la fatiga, sin duda, además de las anfetaminas, el dolor y quizá una cierta predisposición personal, el mecanismo psíquico que filtraba la realidad se había bloqueado en él. La pantalla que la protege y hace posible soportarla se había desgarrado: había tenido aquella visión y ahora su problema consistía en saber cómo sobrevivir a ella.
—¿Sabe lo que decía John Collier? —preguntó Phil—. El universo es un tipo que vierte cerveza en un vaso. Esto genera mucha espuma, y nuestro mundo no es más que una burbuja en medio de esa espuma. A veces, algunos, desde sus burbujas, llegan a vislumbrar la cara del tipo que vierte la cerveza, y desde ese momento ya nada es como antes para ellos. Eso es lo que me ha pasado.
—¿Quiere usted decir —arriesgó el doctor Flibe— que ha visto a Dios?
De San Rafael viajó en automóvil hasta Inverness, donde se encontraba la iglesia que frecuentaba Maren Hackett. Era una graciosa construcción de madera situada a la orilla de un fiordo, que, aunque estuviera destinada al rito católico, evocaba como Maren imágenes de severa quietud nórdica. Entró y pidió confesarse. El cura le pareció menos obtuso que el psiquiatra: al menos lo escuchaba. Varias veces se le crispó dolorosamente el rostro, como si entendiera. Parecía un viejo cazador que en el pasado se hubiera enfrentado a un lobo monstruoso y del cual creía haber liberado al mundo, hasta el día en que el relato de un chico asustado le había demostrado que el adversario había vuelto y que habría que librar batalla una vez más. Al terminar la confesión, dijo sin rodeos: «Usted ha encontrado a Satán».
Aquel diagnóstico reconfortó a Dick: la Iglesia lo tomaba en serio, conocía el problema. Pero se conformaba con poco, negándose a admitir que hubiese encontrado al mismísimo Dios, que aquella pesadilla fuera Dios y no un subalterno maléfico. Al fin y al cabo, ¿era el mundo tan perfecto como para atribuirle el mérito de su creación a una divinidad benéfica? La hipótesis, al ser formulada, acrecentó la pena del cura, aunque no le sorprendió. Parecía como si nada pudiera asombrarlo. Hasta el más violento de los blasfemadores le hubiese hecho mover tristemente la cabeza, como un síntoma alarmante aunque banal a un médico experto. Era irritante, pero a la vez reconfortante. Phil ya no estaba solo frente al rostro de metal que abarcaba todo el cielo. Otros, sin haberlo visto, sabían que existía y rezarían con él, por él.
Cuando le anunció su intención de convertirse al catolicismo, la reacción de Anne lo sorprendió. Kleo se hubiese echado a reír, y con ella todo Berkeley; él también se hubiese reído unos meses antes. Pero Anne estaba conmovida. Lo abrazó. Le murmuró que ella y las niñas también se harían bautizar con él. El sufrimiento atenúa el sentido del ridículo, acerca a Dios: para eso sirve, según los cristianos. Dick comprendió que para Anne esta conversión era la última tentativa de salvar su matrimonio o soportar su naufragio. Se prometió no ofrecer resistencia.
Para prepararse al bautismo, asistieron a unos cursos de catequismo. Ninguno de los dos había recibido una educación religiosa, aunque el cura prefería esa ignorancia a las vagas y profusas nociones teológicas de Phil, siempre pronto a rehabilitar a los heresiarcas y a tener mayor consideración por los Evangelios apócrifos aun antes de haber leído los canónicos. Las niñas no entendían bien el principio de la comunión. Les resultaba chocante. Les parecía espantoso que Jesucristo exhortara a comer de su cuerpo y a beber de su sangre, una especie de canibalismo. Para tranquilizarlas, Anne les dijo que se trataba de una imagen, un poco como la expresión: «tragarse las palabras de alguien», pero Phil la desaprobó: no valía la pena hacerse católico para racionalizar vulgarmente todos los misterios.
—Tampoco vale la pena —replicó Anne— hacerse católico para tratar a la religión como si fuera un relato de ciencia ficción.
—Precisamente —observó Phil— a eso iba. Si tomamos en serio lo que nos dice el Nuevo Testamento, nos vemos obligados a creer que desde hace más de diecinueve siglos, desde que Cristo nos abandonó dejándonos el Paráclito, la humanidad sufre una suerte de mutación. Tal vez no se note, pero es así: si no lo crees no eres cristiana, eso es todo. No lo digo yo, lo dice san Pablo no es culpa mía si esto se parece a un relato de ciencia ficción. El sacramento de la eucaristía es el agente de esta mutación, así que, por favor, no se lo presentes a tus hijas como una especie de estúpida conmemoración. Chicas, voy a contaros la historia del gato y el bistec. Una mujer recibe a unos invitados a cenar y deja un magnífico bistec de tres kilos sobre la mesa de la cocina. Llegan los invitados, ella conversa con ellos en el salón, toman unos Martinis, después la mujer se excusa y se retira a la cocina a preparar el bistec…, entonces descubre que ha desaparecido. ¿Y a quién ve lamiéndose tranquilamente los bigotes en un rincón? Al gato de la casa.
—El gato se ha comido el bistec —observa solemnemente la mayor de las niñas.
—¿Estás segura? No eres tonta, pero espera. Acuden los invitados, discuten. Los tres kilos de bistec se han volatilizado y el gato parece perfectamente lleno y satisfecho. «Pesemos al gato», sugiere alguien. Todos están un poco bebidos y la idea les parece excelente. Se dirigen al baño y colocan al gato sobre una báscula. El gato pesa tres kilos exactos. Todos se agolpan alrededor de la báscula. Un invitado dice: «Bueno, ahí está el bistec». Están seguros de saber qué ha ocurrido, ahora tienen una prueba. Entonces otro invitado duda y, perplejo, pregunta: «Pero ¿dónde está el gato?».
Llegó la Navidad y dejó de llover. El rostro en el cielo desapareció. Debajo del árbol Phil y Anne se intercambiaron buenas intenciones. La mayor de las niñas recibió una muñeca Barbie, con ajuar completo, accesorios para el peinado y el maquillaje y un compañerito llamado Ken. Superado el primer arrebato sarcástico que provocaban en un ex habitante de Berkeley esas representaciones idealizadas y caricaturescas del sueño americano, Barbie y Ken subyugaron a Dick. Imaginaba a los arqueólogos del futuro, o a los marcianos, reconstruyendo nuestra civilización a partir de esos únicos vestigios. Como quien observa una miniatura, no se cansaba de examinar los detalles, la precisión y los defectos. El secador de pelo de Barbie parecía más sofisticado, y más real, en definitiva, que el de Anne. Su sujetador se abrochaba como si fuera verdadero y no se desabrochaba más fácilmente, pero contenía senos sin punta ni areola, y si —aprovechando que Anne le daba la espalda— se animaba a bajarle las bragas, ¡zas!, nada de pelos, nada de nada, los arqueólogos del futuro hubiesen tenido que sudar la gota gorda para saber cómo se reproducían los humanos del siglo XX. Pero quizá nada sorprendería a los arqueólogos del futuro, dado que serían exactamente iguales a Barbie y a Ken. Barbie y Ken prefiguraban la humanidad del futuro, destinada a sustituirnos. O tal vez —¿por qué no?— eran la vanguardia de una invasión extraterrestre.
Este tema lo seducía, pero ya lo había explotado demasiado, sobre todo en un cuento escrito al día siguiente de otra Navidad, la primera que había pasado con Anne y las niñas. En él veíamos a unos técnicos controlar con suspicacia toda una batería de juguetes con los que el planeta Ganímedes pretendía invadir el mercado terrestre. Se trataba, en general, de juguetes pacíficos y educativos, pero, teniendo en cuenta el legendario expansionismo de los ganimedianos, había que tener cuidado. Se temía una invasión a traición, como las que habían orquestado para conquistar sin violencia alguna los otros planetas. Por supuesto, lo más sencillo hubiese sido prohibir cualquier importación proveniente de Ganímedes, pero la ley lo impedía: había, pues, que mantener los ojos bien abiertos para identificar un eventual caballo de Troya. De los tres modelos de juguetes sometidos a distintas pruebas, dos casos parecían claros y uno incierto. No hacía falta ser un gran científico para rechazar con horror un disfraz de cowboy diseñado para «confundir» la apariencia del que lo llevaba y favorecer desdoblamiento de la personalidad. Ni tampoco para dejar pasar una variante muy tonta, ni siquiera bélica, del Monopoly. Pero había también una extraña ciudadela provista de unos pequeños robots-soldados que tenían aparentemente la función de asediarla, salvo que cada tres horas el puente levadizo se bajaba, un soldado se acercaba, lo cruzaba, luego el puente volvía a levantarse y el soldado se volatilizaba. Era imposible abrir la ciudadela, pero sí era posible pesarla y constatar que su peso no había aumentado ni un solo miligramo, aun después de haberse tragado decenas de soldados. Determinar el interés lúdico y pedagógico de ese sistema a la vez complejo y sin una aparente finalidad no era algo sencillo. ¿Qué sentido tenía? ¿Dónde se encontraba el peligro? (suponiendo que existiera alguno, pero era difícil imaginar otra cosa). Uno se preguntaba qué podía contener la misteriosa ciudadela y —dado que el «juego» no parecía tener ningún objetivo— qué sucedería cuando ya no quedaran más soldados. Para saberlo había que esperar, no sin una cierta inquietud, y mientras los técnicos esperan, propongo que volvamos a nuestra historia, cuatro años más tarde. (El resultado de la prueba será revelado al final de este capítulo.)
A Dick se le ocurrió otra idea para utilizar a Barbie y a Ken: una idea marciana. Había ambientado ya dos o tres novelas en Marte, que veía como una colonia particularmente inhóspita hacia la que sólo se emigraba de forma forzada y obligada. Dispersas en un desierto cuya fauna más atractiva son las hordas de chacales telepáticos, unas madrigueras subterráneas dan cobijo a los desdichados colonos, que se pudren en el tedio, el abandono y una relajada promiscuidad. Resulta comprensible que, ante tales circunstancias, cualquier forma de entretenimiento (en un sentido pascaliano muy amplio que incluiría a la religión) sea bienvenida y abra un mercado atractivo a las industrias terrícolas capaces de abastecerla. El opio del pueblo, en Marte, son las Combinaciones Muñeca Pat.
Muñeca Pat y su compañerito Walt, clones de Barbie y Ken, viven supuestamente en la Tierra, en California. Es posible procurarse toda una gama de accesorios en miniatura que ayudan a recrear con un máximo de realismo la envidiable existencia que ellos tienen. Una vez adquiridos los elementos básicos —casas, jardines, coches, trajes de baño sexys, cortadoras de césped— los habitantes de las madrigueras, estimulados a esta fiebre de consumismo por una pareja de disc-jockeys planetarios a sueldo de las Combinaciones, no dejan de extender y enriquecer el universo de sus muñecas: calles, bares, peluquerías, ex compañeras de escuela con las cuales poder charlar un rato, centros comerciales, playas bordeadas de palmeras, psicoanalistas con consultas dotadas de diván, pipa y obras completas de Freud encuadernadas, un artículo éste bellísimo y muy preciado. Oficialmente, se supone que los colonos experimentan un placer incomparable en el momento de activar el sistema de apertura automática con el que han equipado, a costa de grandes gastos, su garaje en miniatura, al sacar de paseo a Muñeca Pat al volante de su nuevo Ford descapotable o al introducir en el diminuto parquímetro una moneda de un dólar en miniatura, adquirida por diez dólares, ya que la miniaturización y el transporte son muy caros. De hecho, los colonos no son idiotas y no creen que estos juegos pueriles puedan devolverlos a la Tierra, como tampoco los hombrecitos blancos de las novelas coloniales regresaban a su París natal con sólo olfatear un viejo billete de metro. Pero las Combinaciones Muñeca Pat no son sino la cobertura legal de un tráfico ilegal, aunque tolerado. La empresa de Leo Bulero, que las comercializa, vende con ellas una droga, un liquen de origen ganimediano denominado Can-D que procura al que lo consume la sensación de ser realmente Pat o Walt, de abandonar su mísera carcasa por aquellos cuerpos gloriosos. Mientras el cuerpo yace inerte en un rincón de la sórdida madriguera marciana, con los dedos crispados sujetando una muñeca de plástico desprovista de vello púbico, la mente huye, vuela. En el peor de los casos, apenas le queda un vago recuerdo de la personalidad que habitaba: algo así como la intuición que tenemos de una vida anterior. Liberada de esta crisálida, ella puede, bajo la identidad gratificante de Pat o Walt, vivir con su pareja experiencias ilimitadas, sin ninguna censura moral. El adulterio, el incesto y el asesinato, como en los sueños o en los deseos más puros, no pueden ser impedidos. Simplemente se trata de sueños compartidos, de deseos actualizados en otra dimensión. Dicho de mejor —o peor— manera: cuando varias personas toman la droga, todas se encuentran reunidas en un mismo cuerpo y comparten las mismas sensaciones. Así, en una de las primeras escenas del libro que Dick escribió en aquel invierno, vemos a seis personas, que viven en la misma madriguera, participando del lánguido beso que se dan Walt y Pat en una playa soleada. «Sus dos cuerpos bronceados abrigan a seis personas. Dos en seis, seis en dos. El eterno misterio.»
Confrontados con este misterio de la «traslación», cada vez que los colonos toman Can-D se dividen en «creyentes» y «no creyentes». Para éstos, las Combinaciones no son más que una representación simbólica del universo del que han sido arrancados, y la identificación con Walt y Pat una ilusión que les ayuda a resistir. Los primeros, en cambio, consideran real el instante sagrado en que los elementos miniaturizados de la Combinación dejan de representar la Tierra para convertirse en la Tierra.
¿La eucaristía es tan sólo un memorial o bien suscita efectivamente la presencia real del Salvador? Unas semanas antes, Dick hubiese considerado esta pregunta como el pretexto para una divertida controversia, una línea divisoria entre dos bandos. Pero aquel invierno, se preguntaba, temblando, otra cosa: ¿qué hubiese pasado si la presencia real hubiese sido la del ser que había visto en el cielo, y que —cosa que no le gustaba comprobar con mucha frecuencia— ya no estaba allí? «El que come mi carne y bebe mi sangre en mí permanece, y yo en él» (Juan 6, 56). ¿Qué hubiese ocurrido con aquellos que, sin imaginar las consecuencias, hubiesen comido la carne y bebido la sangre de Palmer Eldritch?
En los relatos de Lovecraft, que Phil había devorado en su infancia y acerca de los cuales me gusta pensar que determinaron su vocación del mismo modo que determinaron la mía, se habla continuamente de cosas tan horribles que el autor renuncia a describirlas. Entre los numerosos adjetivos a los que Lovecraft recurre ritualmente para justificar esta escapatoria a la vez enfática y eficaz, hay uno, más idiosincrático que los eerie, uncanny y hideous de rigor, y que es eldritch. Para Dick, la palabra eldritch contenía todo lo que Freud significó en la palabra unheimlich, el extrañamiento inquietante, al que sin embargo cabría añadir la dimensión de horror. Veía en ella su lado solapado, pérfido, falsamente familiar, pero también el ímpetu, el miedo que hace gritar, como se grita para despertar, salvo que en este caso lo horroroso es que ya estamos despiertos, que no hay una salida: estamos ahí.
Sabía al comenzar el libro, hacia dónde se dirigía. Pero tenía miedo de ir, un miedo atroz. Entre Navidad y Nochevieja escribió las primeras cien páginas, creó el ambiente marciano, las madrigueras, la Muñeca Pat y el Can-D. Creó como jefe de las Combinaciones y del tráfico de droga que ellas encubrían a un simpático filibustero llamado Leo Bulero, y como cómplice de éste a un tal Barney Mayerson, depresivo, propenso a culpabilizarse y a lamentarse continuamente de haber tomado la decisión equivocada en cada momento crucial de su vida. Hubiese podido limitarse a esto, a hacer jugar a estos elementos entre ellos: con las paradojas provocadas por la traslación, tenía material para una novela más que discreta. Pero ya había dejado correr, aquí y allá, inquietantes rumores sobre el regreso de Palmer Eldritch.
Palmer Eldritch era un aventurero que diez años antes había volado hacia el sistema Próxima y del que nunca más se había sabido nada. Se creía que estaba muerto, e incluso algo peor. Pero habían aparecido algunos testigos que aseguraban haberlo visto, que había vuelto, reconocible gracias a su triple prótesis: brazo artificial, resplandecientes dientes de metal y, en el lugar de los ojos, finas ranuras equipadas con cámaras panorámicas. De su expedición más allá del universo conocido, Eldritch —o, como no se tardó en sospechar, esa cosa que había ocupado el lugar de Eldritch— había traído una nueva droga destinada a desplazar el viejo y conocido Can-D. Un eslogan acompañaba a esa nueva droga, el Chew-Z: «Dios promete la vida eterna. Nosotros la dispensamos».
El décimo día, Dick escribió la escena en la que Leo Bulero llega a la Luna con el propósito de encontrarse con Palmer Eldritch, creyendo, pobre iluso, poder llegar a un acuerdo comercial con él. Phil dejó la máquina de escribir a la hora de cenar, sabiendo que cuando se sentara de nuevo frente a ella sería para hacerle tomar Chew-Z al héroe de su libro. Mientras se acostaba se preguntó qué hubiera pasado si esa misma noche se hubiese muerto, cómo se las habría arreglado Eldritch sin él. Pero no murió, y tampoco durmió. Al final, se levantó sin hacer ruido. En el baño, antes de abrir el armario donde estaban las pastillas, se miró un largo rato en el espejo, para recordar, más tarde, su cara. Después se vistió y salió. A su paso, el caballo del corral relinchó suavemente y se acercó a la valla. De su hocico húmedo emanaba vapor. Phil lo acarició y después retomó su marcha en la noche. Se veía a sí mismo caminar hacia la cabaña sumido en una especie de estupor. En su mente afloraron de nuevo los fragmentos de un sueño de la infancia en el que había construido un tobogán, había subido la escalera, y ahora llegaba el momento de soltarse, de bajar cada vez más rápido hacia el cielo sin estrellas de abajo, donde Palmer Eldritch esperaba para devorarlo.
Leo está sentado en una silla, en una habitación blanca y desnuda. De una maleta colocada junto a él sale la voz de Eldritch, que anuncia su intención de invadir el sistema solar, pero de una manera peculiar, inédita. A Leo no le importa. Ha venido para hablar de negocios, para ver si se puede llegar a un acuerdo o de lo contrario luchar a muerte contra la competencia de ese peyote extraterrestre. Se pone nervioso.
Entonces la habitación le estalla en la cara.
Se descubre sobre un talud cubierto de hierba. Cerca de él, una niña juega al yoyó. Todo es normal y a la vez extraño. La atmósfera podría ser la de Alicia en el país de las maravillas, pero no: hay algo distinto, mucho más desagradable.
Eldritch.
La niña, de una manera evidente e inexplicable, es Eldritch. La hierba del prado es Eldritch. El yoyó y el aire que se respira están impregnados de Eldritch. Leo descubre por fin que se encuentra «allí donde vamos cuando tomamos Chew-Z», y que alguien debió de hacérselo tomar sin que él se diera cuenta. Tal vez en la habitación blanca y desnuda de la Luna, donde estaba encerrado. Pero quizá esa habitación blanca y desnuda ya formaba parte de la alucinación. Entonces debió de ser antes de eso, ¿acaso antes de que desembarcara en la Luna? O puede que antes aun, en realidad no había ninguna prueba de que todo eso hubiera tenido comienzo alguna vez, ni de que Eldritch no estuviera simplemente divirtiéndose haciéndole creer que vivía su vida, en un mundo normal, como un pescador cruel que juguetea con el pez que ha enganchado antes de estirarlo hacia él con un golpe seco. Es exactamente lo que hace Eldritch. Aparece en persona, con sus tres prótesis, en una encrucijada del laberinto hacia donde ha atraído a Leo, y, con mucha urbanidad como el pescador expone al pez las reglas de oro de la pesca con sedal, le explica con gran lujo de detalle las virtudes del «producto auténtico» del que el Can-D no es más que un sucedáneo.
—En primer lugar, cuando hayamos regresado a nuestros cuerpos anteriores —observe que empleo el término anterior que no podría aplicarse en el caso del Can-D—, descubrirá que el tiempo se ha detenido. Podríamos quedarnos aquí cincuenta años, sería lo mismo: reapareceríamos en mi residencia lunar y lo encontraríamos todo como antes; si alguien nos observara en aquel momento no notaría en nosotros ninguna pérdida de conciencia.
—¿Qué determina la duración de nuestra permanencia aquí? —pregunta Leo.
—Nuestra actitud.
—Eso no es cierto. Pues hace un rato ya que quiero salir de aquí.
—Pero —dice Eldritch— no es usted quien ha construido estas… instalaciones; las he construido yo y son mías. Todo lo que hay aquí me pertenece. Incluido su cuerpo.
—¿Mi cuerpo? —pregunta Leo, horrorizado.
—He querido que usted se materializara aquí, exactamente como es usted en nuestro universo. Y lo más importante es que no se trata de una fantasía, sino de entrar en un auténtico nuevo universo.
—Mucha gente siente lo mismo con respecto al Can-D. Sostienen, como si se tratara de un acto de fe, que se encuentran realmente en la Tierra.
—Fanáticos —dice Eldritch con desprecio—. Y será mejor que usted me crea, de lo contrario nunca saldrá vivo de aquí.
—No se puede morir en una alucinación. Regreso a mi casa.
Y, tomando una escalera nacida únicamente de su voluntad, Leo abandona el universo tahuresco de Eldritch. Vuelve a encontrarse en la Tierra, en su despacho, rodeado de sus colaboradores. Excitadísimo, comienza a referirles su experiencia con la droga rival, que declara inferior al Can-D:
—Es un fraude. Podemos sin duda afirmar que se trata de una banal experiencia alucinógena… ¿Qué pasa, señorita Fugate?. ¿Qué mira?
—Perdone, señor Bulero —murmura la señorita Fugate—, pero hay algo debajo de su escritorio.
¿Algo? Leo se inclina. Algo, efectivamente, lo está mirando. Algo que no tiene forma. Algo oscuro y socarrón.
—Bueno, está bien —suspira Leo—. Lo siento, señorita Fugate puede usted regresar a su despacho, no vale la pena que discutamos sobre las medidas que hay que tomar con respecto a la inminente aparición del Chew-Z en el mercado. Pues no estoy hablando con nadie: estoy aquí parloteando solo, en un mundo en el que Eldritch me tiene atrapado. Si él no hubiese introducido esa criatura inmunda para demostrarme hasta qué punto me domina, yo hubiera seguido indefinidamente. Hubiese vivido un centenar de años en este simulacro de universo del que no sé cómo salir. Estoy perdido. ¡Dios mío, ayúdame! Te lo ruego. Si lo haces, si logras penetrar en este mundo, haré todo lo que tu voluntad me pida.
El bautismo, previsto desde hacía varias semanas, se celebró al día siguiente.
Toda la familia, vestida de punta en blanco, acudió a la iglesia. Phil llevaba una corbata y una americana de tweed con parches de cuero en los codos, que, según Anne, le daba un aire de verdadero escritor. Aparentemente, como estaba poco acostumbrado a las ceremonias religiosas, pensó que todo se estaba desarrollando con normalidad. El cura pronunciaba las reconfortantes palabras de la liturgia. Las niñas, Anne y Maren Hackett, que se había ofrecido como madrina, parecían muy concentradas. La pequeña Laura se estaba portando bien. Daba placer estar en la pequeña iglesia de madera, uno se sentía protegido. Lo que no impedía que Phil temblara. La escena le causaba el efecto de una parodia sacrílega. En cualquier momento, de una manera espectacular o discreta, Eldritch podía manifestar su presencia. Podía desplazar un elemento minúsculo del decorado que él había reunido o levantar al cura por los aires y estrellarlo contra las paredes. Cambiar el agua bendita por vitriolo. O contentarse con guiñarle un ojo, como a un amigo íntimo, sin que nadie se diera cuenta. Sirviéndose del ojo del cura. Phil temía cruzarse con su mirada y reconocer el rostro del cielo.
El salmo que entonaban en ese momento, el 139, decía así:
Oh Jehová, tú me has examinado y conocido.
tu has conocido mi sentarme y mi levantarme,
has entendido de lejos mis pensamientos.
Mi senda y mi acostarme has rodeado,
y estás impuesto a todos mis caminos.
Pues aún no está la palabra en mi lengua,
y he aquí, oh Jehová, Tú la sabes toda.
Detrás y delante me guarneciste,
y sobre mí pusiste Tu mano.
Más maravillosa es la ciencia que mi capacidad;
alta es, no puedo comprenderla.
¿Adónde me iré de Tu espíritu?
¿Y adónde huiré de Tu presencia?
Si subiere a los cielos, allí estás Tú:
y si en abismo hiciere mi estrado,
he aquí que allí Tú estás.
Al volver de la iglesia, Phil adoptó la expresión mefistofélica que tanto divertía a las niñas y dijo que había visto salir pitando por detrás del baptisterio, visiblemente molesto por la visita de ellos, a un diablillo con cuernos y una larga cola bífida. Pero lo decía para bromear. Al fin y al cabo, ya estaba bautizado.
Cuando se sumergió de nuevo en la caldera del libro, sintió la necesidad de crear personajes frescos. Servía un testigo de su bautismo, un ministro del Dios del amor en el que él apenas había vuelto a nacer a través del agua y el espíritu, para acompañar a Barney, su alter ego, ahora en primera línea. Aunque, en teoría, fuera un poco tarde para introducir un nuevo personaje, hizo coincidir a su héroe, durante su viaje a Marte, con una joven neocristiana llamada Anne, arropada de candida probidad y de lino blanco, persuadida de que una sórdida realidad valía más que la más exaltante de las ilusiones y que el recurso a las drogas revelaba en los colonos una sed espiritual, una aspiración hacia algo que sólo la Iglesia podía ofrecerles. Desgraciadamente, si había algo que Dick, pese a sus buenas intenciones, no podía concebir, era precisamente un protagonista o una protagonista positivos: en ese caso era mejor una santa… Apenas desembarca en Marte, la misionaría intergaláctica se desmoraliza, y, para escapar de la desesperación que la atenaza decide tomar una dosis de Can-D, ya que se trata de eso o las tinieblas. Y cuando, sin hacerse esperar, le llega la tentación infinitamente mas terrible del Chew-Z, sabe que la plegaria no le servirá de nada, que sucumbirá. El eslogan de Eldritch ya la ha cautivado: «Dios promete la vida eterna, nosotros la dispensamos». Sabe, sin embargo, que eso es mentira, y que si fuera cierto sería peor todavía.
«Un malvado visitor que nos llega del sistema Próxima y nos ofrece lo que hemos mendigado desde hace más de dos mil años. ¿Por qué entonces esta sensación tan negativa? Difícil decirlo; sin embargo es así. Quizá sea porque intuimos que nos convertiremos en esclavos de Palmer Eldritch. A partir de ahora Eldritch estará siempre con nosotros, infiltrado en nuestras vidas. Cada vez que entremos en traslación no veremos a Dios sino a Palmer Eldritch.»
Esto es lo que empieza a suceder. Barney también toma Chew-Z. Y como Dick se identificaba más con Barney que con su jefe, el libro entero bascula bajo la dirección de Eldritch. Barney duda, tropieza, se debate en un pandemónium de universos entrelazados, continuamente renovados y continuamente refractarios donde es suficiente confiar un instante en un ser para que su apariencia familiar se agriete, para que se rebelen en engranajes la mano, el ojo y la mandíbula: los tres estigmas de Palmer Eldritch (título de la novela). Quien ha tomado Chew-Z vive eternamente en Palmer Eldritch. Una vez que entramos ya no podemos salir: es una dirección única. Lo peor es que todos caen en su red, y, una vez dentro, ya no pueden avisar a nadie. Desde afuera, nadie sospecha nada. Eldritch devorará a todos los hombres, a todos los seres vivientes, uno a uno. Se transformará en un planeta, y en todos los habitantes de ese planeta, será el alma de su civilización y el alma de cada uno de ellos, y no habrá nada más, quizá ya no hay nada más aparte de Eldritch. Quizás estos pensamientos alterados que se agitan en Barney Mayerson, que Phil Dick transcribe, que yo estoy parafraseando, y que se abren camino hacia lo que ustedes creen que son sus cerebros, sólo existen en Palmer Eldritch, que se sirve de nosotros, criaturas evasivas, para animar su eterno teatro de marionetas.
Quizá mentalmente, bajo el control de Palmer Eldritch, que Barney, Anne y los colonos marcianos, creyendo que la traslación ha terminado, intercambian sus impresiones. Todos han considerado la experiencia fascinante, pero coinciden en que había algo, cómo explicarlo…, algo extraño, algo molesto «como una presencia reptante, en algún lugar, algo que confundía…».
—Esa cosa —dice Barney— tiene un nombre que, si se lo dijera reconocerían. Aunque ella nunca se atribuiría semejante nombre. Somos nosotros quienes la hemos llamado así. Tarde o temprano teníamos que enfrentarnos a ella.
—¿Te refieres a Dios? —pregunta Anne—. ¿Un Dios maligno?
—Es un aspecto —dice Barney—. Nuestra experiencia con eso. Nada más.
Dick era católico. Un católico reciente y peculiar, pero un católico. Después de haber escrito a máquina este diálogo, pensó que no podía terminar así y agregó una conversación teológica muy hermosa y más bien extraña entre Anne y Barney. Ambos saben que desde ahora, hasta el final de lo que serán sus vidas, y quizá después de ellas también, Eldritch vive en ellos. Todo parece haber vuelto a la normalidad, pero él sigue ahí, siempre estará ahí. Tal vez Dios es esto: esta pesadilla. Sin embargo, ellos también saben que existe una diferencia entre esa presencia y «aquello que nos visitó dos mil años antes que ella». La diferencia estriba en que Eldritch no hace más que reproducir nuestro deseo humano de crecer en lugar de disminuir, de inmolar en lugar de ser inmolados, nuestra predilección limitada, animal, expansionista de nosotros mismos: ese Dios depredador es simplemente un Dios natural. Mientras que el otro, el que vino hace dos mil años, afable y humilde de corazón, tiende solamente a reducirse, a dar en lugar de tomar, hasta su propia vida: signo de lo sobrenatural que, paradójicamente, lo hace más real que el mismo Eldritch.
Dick era católico, pero también era Dick la Rata, que no podía evitar añadir una vuelta de tuerca a sus invenciones, y por este motivo le costaba muchísimo terminarlas. Cerrar la novela con la evocación de Cristo estaba bien. Pero, una vez terminado el capítulo, le resultaba terriblemente tentador dejar, pese a todo, la última palabra a Eldritch. Esta tentación derivaba tanto de un horror típicamente filosófico por la conclusión como de una predilección más antigua, infantil y perversa por los relatos con un final con sorpresa, la retórica de las películas de terror que parecen terminar con una escena tranquila, en la que el monstruo está realmente muerto y la vida retoma su curso y donde todos, los supervivientes y los espectadores, suspiran aliviados, salvo los más suspicaces, que saben ya que, si conoce su oficio, el director les reserva la venganza final, una última secuencia que lo cambia todo dejando a todo el mundo atornillado en su butaca. Por muy católico que fuera, para Dick la última palabra debían tenerla el monstruo, las tinieblas y el horror. Y, de hecho, en la nave espacial que lo conduce a Marte, Leo descubre que todos los pasajeros, incluido él, llevan los tres estigmas de Palmer Eldritch, y que, aun sin la ayuda de la droga, la peste se propaga. «¿Y si el contagio se extendiera a nuestro cerebro? Si adoptáramos no sólo su anatomía sino también su espíritu, ¿qué pasaría con nuestros planes para destruirla?»
Dick se detuvo allí. Yo, por mi parte, encuentro más sutil la solución del test presentado unas páginas más arriba. La ciudadela misteriosa, después de haber devorado a todos los soldados, se inmoviliza. No estalla, no se transforma en otra cosa, no hace nada más. El juego parece concluido. El enigma subsiste, íntegro y decepcionante. Ante la duda, los aduaneros le impiden la entrada a la Tierra, al igual que al disfraz de cowboy, propagador de la esquizofrenia. Dejan pasar, en cambio, la variante benigna del Monopoly, de la que pronto se descubre que se juega según la regla de «el que pierde gana», y que obtiene entre los jóvenes un éxito fabuloso. Los jóvenes terrícolas se dejan hechizar por este juego y transformar por esta regla que modifica completamente sus comportamientos. La ciudadela misteriosa y el disfraz que vuelve loco sólo servían de diversión; la verdadera máquina de guerra era este juego. Cuando sean atacados, los terrícolas se dejarán ganar, ofrecerán la otra mejilla, víctimas maravillosamente consentidoras de una forma de conquista que consiste, en definitiva, en convertirlos al cristianismo: ovejas preparadas para el matadero. Y el mensaje, se supone, no proviene de un Dios del amor, sino de conquistadores belicosos. Quizá Jesús no era sino un agente de Palmer Eldritch.
Despierta de la pesadilla y en su cabecera encuentra a Anne la neocristiana, pero el brillo de sus dientes, su risa burlona y silenciosa, le quitan toda ilusión: siempre será así.