8
La locura entre dos

El avance literario conseguido con El hombre en el castillo no modificó en absoluto, a pesar del premio Hugo, su situación social y material. La novela Tiempo de Marte, de la que Dick esperaba mucho, pasó inadvertida. Y, a pesar de la renta de la rica familia del difunto marido de Anne y las primeras ventas de la joyería, hacía falta dinero, mucho dinero, según sus criterios de Berkeley, para mantener a cuatro mujeres, cinco con el bebé, acostumbradas a un ritmo de vida burgués. Para ganar lo que Anne consideraba después de todo como muy poco, tenía que trabajar muchísimo. Las anfetaminas le permitían escribir a pleno ritmo una novela en pocas semanas; así, en dos años, llegó a publicar una decena, aunque a costa de depresiones atroces. Se sentía inepto para su oficio e incapaz de asumir sus responsabilidades. Estaba volviéndose feo. Detrás de la barba, su rostro palidecía y se abotargaba. Grandes insectos negros zumbaban en el perímetro de su campo de visión. Ahora consideraba a Anne una enemiga. Ella disfrutaba, creía él, haciéndole ver que era un fracasado, poniéndolo frente a esta doble constricción paralizadora: trabajar menos y ganar más, ¿cómo crees que lo hacen los demás hombres? Lo acusaba de ser un miserable, pero porque necesitaba un miserable a quien despreciar, y él experimentaba una voluptuosidad siniestra en satisfacerla comportándose como un miserable. Le había dedicado, como había prometido, El hombre en el castillo, pero ella había palidecido al descubrir los términos de la dedicatoria: «A Anne, mi mujer, sin cuyo silencio este libro nunca se hubiera escrito». Pequeña obra maestra de insolencia, venganza abyecta de Untermensch, que ella sin embargo había provocado. Detrás de su apariencia de esposa modelo americana, había algo de nazi en ella: la crueldad fundada en la certeza absoluta de tener razón, de poseer para sí el derecho, el uso y el orden de la naturaleza. Al imaginar el sistema de castas de la luna Alfana, Dick se había preguntado si él debería también figurar entre los Esquizos (una hipótesis lisonjera, después de todo eran los visionarios de la banda), o entre los Deps (los que viven hundidos en la depresión, cosa que, desgraciadamente, cada vez le parecía más factible), pero, en lo que se refería a su mujer, no tenía duda alguna: era una Mani consumada, maníaca, fría, predadora, totalmente desprovista de empatia.

Se había divertido, si se puede hablar de diversión, convirtiendo esta novela en un psicodrama que describía su relación con Anne. El héroe, Chuck Rittersdorf, ejercía el mismo tipo de oficio que él: era programador de replicantes para la CIA. Un oficio desacreditado y mal remunerado, aunque le divertía saber que sus frases, sin que nadie lo supiera, salían de la boca perfectamente imitada de los robots humanoides empleados por la agencia para ciertas misiones delicadas. Aquello le daba una sensación de poder secreto, e incluso de utilidad, algo que su mujer evidentemente no podía comprender. Ella lo consideraba un trabajo miserable, poco creativo, impropio del hombre con el que se había dignado casarse. Sentía, en general, que Chuck era un ser miserable que no la merecía. Era una mujer seductora y ambiciosa. Una experta en los problemas ajenos, que trataba sin la menor compasión, mientras que ella, por su parte, estaba convencida de no tener ninguno. Dick se reía solo mientras escribía a máquina esa parte del libro. Se había alegrado cuando a ella también le encontró un trabajo. Una ocurrencia realmente genial: Mary Rittersdorf era consejera matrimonial. Un modelo de consejera inagotable, segura de sí misma, que se pasaba la vida citando a Freud y a Jung.

Pese o debido a lo cual, el marido de la consejera se había volatilizado. Sí, Chuck se había dado a la fuga y se había refugiado en un hotel ruinoso, con la esperanza de que ella tardara en encontrar la dirección. La fuga de su héroe procuraba a Dick un mísero consuelo. ¿Cuántas veces había imaginado la suya? Pero estaban las niñas, su hija, y también esa parálisis de la voluntad, ese temblor que sentía apenas salía de casa. ¿Adónde ir? Cuando enfilaba por una carretera al azar, con la maleta arrojada al vuelo en el maletero del coche, la aventura terminaba siempre en casa de su madre, donde Anne pasaba a buscarlo unas horas más tarde. La esperaba frente a la puerta, igual que un condenado, seguro de que lo capturarán, espera a la policía. Sabía que ella siempre lo encontraría por muy bien que se escondiera. Y ya desde el primer capítulo Mary encontraba a Chuck. Inútil explicar cómo ese tipo de mujeres te encuentran siempre en un abrir y cerrar de ojos. Fríamente, ella le explicaba que esta vez tenía que ponerse a trabajar en serio, para costear la colosal pensión alimenticia que seguramente la justicia le obligaría a pagar.

—Puedes quedarte con todo lo que quieras —decía Chuck.

—Lo que puedas darme será insuficiente.

—No puedo darte lo que no tengo.

—¡Oh, sí que puedes! —replicaba Mary, impasible—. El juez ya se va enterando de lo que yo siempre he sabido de ti. Si te obligan, si alguien te fuerza a hacerlo, tendrás que afrontar los problemas cotidianos que se les plantean a todos los hombres maduros que tienen bajo su responsabilidad a su mujer y a sus hijos.

—Pero… —protestaba Chuck— tengo que vivir según mis propias normas…

—Primero, te debes a nosotros —lo interrumpía Mary—. No sabes la que te ha caído encima. Tendrás que pagar hasta el último de tus días. Durante toda tu vida, querido, no te librarás de mí. Siempre te costaré más caro de lo que eres capaz de pagar.

Tras estas buenas palabras, Mary volaba rumbo a la Luna, el planeta poblado de locos, en el marco de una misión en la que trabajaba de psicóloga. Salvo este detalle, Dick sospechaba que con Anne iba a suceder exactamente lo mismo. Nunca lo soltaría, ni siquiera después de haberlo convertido en un molusco. Al igual que Chuck, Dick sentía una terrible necesidad de simpatía y compasión, pero no conocía a nadie que pudiera brindárselas. ¡Qué aislado estaba! Al atraparlo en su telaraña, Anne había creado un vacío a su alrededor. Sus amigos eran los de ella. Sus animales eran los de ella. Y hasta su psiquiatra era el de ella. Si al menos hubiese podido tener una amante… Tenia ganas de llamar a Kleo, oír su voz, su risa estruendosa que había terminado por exasperarlo pero cuya franqueza ahora echaba de menos, su alegría espontánea; poder describirle, tan sólo describirle el infierno en el que había caído desde que se habían separado. Pero no se atrevía. Kleo se había casado otra vez, con otro vendedor de University Music. Debía de estar resentida con él. Quizá se había enterado de que él había vendido la casa de ellos, sin comentárselo y sin mandarle nada de dinero. Anne lo había empujado a hacerlo, alegando que le devolverían el dinero apenas las finanzas de ellos estuvieran en orden, aunque sabía muy bien que nunca lo harían. Él se había comportado como un cobarde cediendo de esa manera, como un cobarde y un vil. Y ahora se enternecía consigo mismo, como cada vez que se sentía culpable.

Pero no había que enternecerse. Había que seguir escribiendo a máquina, de cualquier modo, con el ojo clavado en el calendario que le recordaba que aquel libro que acababa de empezar tenía que estar acabado en tres semanas. Había que encontrar una manera de conectar esas dos tramas concebidas superficialmente: la guerra entre Chuck y Mary y la guerra entre los clanes de la luna Alfana.

Sus superiores de la CIA ordenan a Chuck dar vida a un replicante que participaría en la misión de Mary, la cual creería haber encontrado un encantador compañero de viaje, que en realidad es una máquina teleguiada por su marido. Chuck advierte enseguida que puede sacar provecho de esta situación. Un celoso se hubiese aprovechado de ella para seducir a su propia mujer y sufrir terriblemente haciéndole el amor bajo la apariencia de otro hombre, pero él no era celoso, era el marido de una mujer odiosa, decidida a arruinarlo, y ahora se le presentaba la oportunidad de matarla. Podría alegar haber perdido el control del robot: seguramente sospecharían de él, pero nadie podría probarlo.

Una vez concebida, no es fácil deshacerse de una idea así. Chuck estaba obsesionado con ella, y Phil también. Durante casi diez días todo el mundo en la casa lo encontró de mejor humor, algo sorprendente en los períodos en los que escribía, durante los cuales se atiborraba de pastillas y casi no dormía. «Haces de marido ideal, ¿verdad?», le preguntaba Anne. En realidad representaba otro papel: el de un robot concebido a su propia imagen y semejanza, encargado de asesinarla. Y al mismo tiempo representaba el programador del robot que, mientras hacía funcionar el programa del «marido ideal», aguardaba el momento de entrar en acción. De ese modo las actividades domésticas más rutinarias cobraban un cierto brío, como por ejemplo la de secar los platos mientras Anne los lavaba. La miraba moverse, la escuchaba perorar y desgranar sus rosarios de shit de fuck, gozando de saber algo que ella ignoraba: que quizá en cualquier momento la estrangularía.

Dos semanas después, él y Chuck terminaban la misión de guerra en un extenuante codo a codo. Habían transformado el planeta de los locos en una carnicería, sin alcanzar, con o sin replicante, el único objetivo previsto, y, escondidos en una trinchera, meditaban sobre su fracaso tratando de encontrarle una explicación. «Quizá algún día —dice Chuck—, cuando todo esto carezca de importancia, podré mirar atrás y ver lo que tendría que haber hecho para evitar esta catástrofe: Mary y yo retorciéndonos en el lodo, intentando matarnos el uno al otro, en medio de un paisaje nocturno, un mundo desconocido donde pasaremos el resto de nuestra existencia.»

Y efectivamente, Mary y Chuck se quedaban en la luna Alfana, junto a los enfermos mentales. Por lo tanto tenían que someterse a los tests destinados a establecer a qué familia clínica pertenecen. Dick, para la ocasión, despertó del embotamiento en el que lo había sumido la matanza del penúltimo capítulo, los enredos de una novela cuya trama hacía agua por todas partes, la sensación de incompetencia y la propia desventura conyugal. Confió a Mary, en su condición de psicóloga, la tarea de hacer los tests, reservándose para él la proclamación de los resultados. Ante la sorpresa general, Mary, que creía ser la única normal, y a la que su marido consideraba una típica Mani, resultó ser una Dep, una depresiva crónica, destinada a pudrirse en el gran fondo Malempiat de Cotton Mather Estates. En cuanto a Chuck, el «flipado», al que su mujer acusa de tendencias hebefrénicas, era forzoso reconocer que no sufría ninguna patología. Era una persona normal. El único de su especie, que enseguida fundaba el clan Norm, cuya capital era Jeffersonburg, y prometía ayudar a curar a los demás. Su mujer lo miraba con respetuosa gratitud. Fin.

Es difícil imaginar una explicación más perfecta de lo que en inglés se conoce como wishful thinking que la de ese final triunfalista. Pero lo más extraño de todo era que, en la realidad, y no sólo en las novelas de Dick, un psiquiatra suscribiera semejantes opiniones.

Desde hacía dos años Phil y Anne se turnaban para viajar a San Rafael, en la periferia septentrional de San Francisco, a ver a un tal doctor Flibe, a quien habían llegado a considerar como el árbitro de sus disputas. El objetivo de ellos no era tanto el de comprenderse a sí mismos, sino más bien el de convencerlo. Anne, su paciente más antigua, se apoyaba a la vez en ese privilegio de antigüedad y en la validez, evidente según ella, de sus quejas: su marido se negaba a afrontar sus propias responsabilidades, se encerraba en una actitud inmadura y terca; no tenía ningún sentido de la realidad; sus complejos de Edipo («¡Si usted conociera a su madre, doctor!»), de inferioridad y de culpa hacían que fuera imposible vivir a su lado, y hasta era peligroso. Phil, por su parte, no escatimaba reproches: no sólo acusaba a Anne de disimular detrás de una apariencia amable y civilizada una naturaleza profundamente agresiva, sino que además era capaz de pasar al acto e incluso ya lo había hecho. Estaba convencido, sólo Dios podía saber cómo, de que su mujer había matado a su primer marido y que pronto haría lo mismo con él. Así como había hecho internar a Rubenstein, lo haría internar a él. Y esto en el mejor de los casos. A lo mejor ella no se andaría con tantos rodeos y acabaría ejecutándolo con sus propias manos. Una vez, dando marcha atrás con el coche en una avenida, había intentado atropellarlo. En otra ocasión lo había amenazado con un cuchillo. Si alguien le decía que había en él una tendencia a la inseguridad psicológica, Phil respondía con una dolorosa carcajada: ¡hablar de inseguridad psicológica cuando su vida corría peligro! Puede que él fuera un paranoico, pero a los paranoicos también suelen matarlos. Uno de esos días lo habrían encontrado asfixiado por los gases de escape o ahogado en su baño y la investigación dictaminaría que se trataba de un deplorable accidente, pero el doctor Flibe se acordaría entonces de sus palabras y lamentaría no haber hecho nada cuando todavía estaba a tiempo.

—¡No le haga caso! —gritó Anne cuando el doctor Flibe, impresionado, se hizo eco de lo que calificaba prudentemente de «insinuaciones»—. ¡Este hombre es un demonio! ¡Es capaz de hacerle creer cualquier cosa a cualquiera!

Anne tuvo la oportunidad de comprobarlo una noche de otoño de 1963 en que el sheriff, el mismo al que le alquilaban la cabaña, se presentó durante la cena familiar con una orden destinada a ella para pasar tres días de observación en el hospital psiquiátrico. La crisis que Anne tuvo al descubrir en el fondo de la página la firma de su psiquiatra terminó convenciendo al sheriff de que su pobre inquilino, que tanto se lamentaba, se había casado de veras con una loca peligrosa.

Fue una escena muy penosa. Tuvieron que llevarse a Anne por la fuerza. Las hijas lloraban. Phil se ocupó de ellas con la gravedad de un padre responsable que sigue preparando la cena mientras a su alrededor el mundo se viene abajo.

Los tres días de observación duraron dos semanas. Phil y las niñas acudían todas las mañanas al hospital. El shock del internamiento había sido atemperado con grandes dosis de calmantes, de modo que Anne los recibía muy tranquila, como si la visitaran después de una operación de apendicitis. Llevaba una bata rosa, cuyos botones manoseaba sin descanso aunque sin ansiedad. Sus movimientos eran más lentos, con la mirada vacía.

En realidad Dick no sentía ningún remordimiento, pues había temido francamente por su vida, pero sí una especie de malestar: la impresión de encontrarse en un mundo del revés. A pesar de sus razonamientos, le parecía haber dado forma a una de esas historias de pesadilla en las que los locos toman el poder y ponen sus camisas de fuerza al personal del manicomio. Una escena clásica: el falso director hace visitar el establecimiento al policía alertado por extraños rumores y, al pasar frente a una celda acolchada, sentencia: «Este sí que es un caso curioso. Se hace pasar por el director y afirma que los enfermos capitaneados por mí lo han encerrado. Se trata de un delirio de una notable coherencia: apuesto a que sería capaz de convencerlo a usted también. ¡Ja, ja, ja!».

Ahora que Anne, atontada por los fármacos, no podía llevarle la contraria, él no se sentía tan seguro de tener razón. A falta de enemigos con los que poner a prueba sus armas, sus argumentos se debilitaban. Al cabo de unos días, no pudo evitar ir a ver a los psiquiatras y explicarles que todo aquello era un malentendido espantoso y que era a él a quien tenían que encerrar: sufría de tendencias esquizoides, su madre había dejado que su hermanita muriera de hambre cuando apenas tenía seis semanas, además había pasado unos tests que habían dictaminado claramente que era esto y aquello… Asustados frente a aquel tratado de patología ambulante, los psiquiatras lo remitieron sin remilgos a su médico de cabecera.

Desde que éste había tenido la debilidad de creerle y de tomar partido por él, Phil ya no confiaba mucho en él. El doctor Flibe, por su parte, empezaba a temer que había cometido un error, y la visita de Dick, sus observaciones a la vez agitadas y desconfiadas, no hicieron más que confirmar ese temor. Pero el doctor no osaba contradecirse y, al no tener otra alternativa, prefirió confirmar las vacilantes certezas de su paciente. Era absolutamente normal que se culpabilizara, pues, conociéndolo, lo contrario lo hubiese sorprendido. Pero era necesario que Phil se decidiera a afrontar la realidad, en lugar de escapar de ella y sustituirla por ficciones.

Desde el momento en que alguien reconocía que no afrontaba la realidad o que algo fallaba en su modo de verla, Dick se tranquilizaba. Era posible hacerle admitir que su error, su imperdonable error, consistía en no haber comprendido que él era perfectamente normal y que su mujer se encontraba en un estado psíquico desesperante. Se comportaba como un tipo que intenta arrancar un coche que no tiene motor y se culpa por no conseguirlo.

—El problema —repetía el doctor Flibe con insinuante convicción— es que no hay motor. Y usted no puede hacer nada. No es asunto suyo. Usted no tiene la culpa. Su única culpa, en cambio, es la de creer que la tiene. Y esto es una verdadera culpa. A eso yo le llamo no querer afrontar la realidad. Su mujer está enferma, pero usted no, con eso es con lo que usted tendrá que vérselas. No admitirlo sería una locura.

Dick salió casi convencido del consultorio del doctor Flibe. Sin creérselo demasiado, esperaba que Anne pudiera un día reconocer la verdad de esas palabras. Imaginaba a su mujer confesándoselo, con una sonrisa apagada, como Mary en la última escena de Los clanes de la luna Alfana: «Soy una Dep. Mis exámenes revelan una depresión continua y muy profunda. La presión continua que ejercía sobre ti por tus ingresos, la deformada impresión de que todo iba mal, que debía hacer algo porque, si no, todos estábamos condenados».

Al releer estas líneas en el borrador, Phil sentía un violento arrebato de ternura hacia Anne. Le brotaban las lágrimas. Su imagen volvía a aparecérsele, tan frágil y desamparada en su bata rosa. ¡Qué loco tenía que estar para confundir a una chica infeliz, asustadiza, que necesitaba protección, con una arpía decidida a aplastarlo! Sólo pensaba en abrazarla, reconfortarla, repetirle que nunca la dejaría, que nadaría para devolverla a la orilla de la razón. Sí, la arrancaría del mundo glacial y desolado de la locura, de sus aristas afiladas. A fuerza de paciencia y de amor le haría recuperar la dulce calidez del mundo real.

Anne regresó a casa transformada en un zombi a causa de un potente psicoléptico que debería tomar, según el doctor Flibe, el resto de su vida. Phil se encargaría de controlar que ella tomara esos comprimidos. Como éstos no le quitaban ni la lucidez ni la esperanza de recuperarla del todo un día, Anne intentaba hacer trampa y escupir las pastillas. Como lo sospechaba, él daba vueltas a su alrededor, la espiaba cuando las tomaba y escarbaba entre las plantas. Se apiadaba de la desventura de tener que vivir al lado de una mujer gravemente enferma. Un día ella lo oyó hablar con su madre por teléfono y reconocer, mientras se lamentaba, que «sin duda para ella también tiene que ser difícil». Aunque se encontrara en un estado semicomatoso, Anne casi se ahogó de indignación.

Se preguntaba qué iba a hacer si Anne no mejoraba. ¿Se separaría de ella?, ¿buscaría otra mujer? ¿Arrastraría durante toda su vida esa carga? Un cristiano habría dicho: ¿arrastraría esa cruz?

Durante el internamiento de Anne, una mujer extraña y seductora le había brindado ayuda. De origen sueco, atlética y bebedora, Maren Hackett, que había sido inspectora de policía y camionera, y que formaba parte de la sociedad Mensa, un organismo que agrupaba a gente con un coeficiente intelectual extraordinariamente elevado, no tenía nada que ver con la idea que Dick se hacía de una mojigata. Sin embargo, ella también era un miembro activo de la parroquia católica episcopal de Inverness, el pueblo donde vivía, cerca de Point Reyes. Aconsejado por Maren, Phil había leído las epístolas de san Pablo, en especial los pasajes relacionados con la caridad, en los que había reconocido aquello que hasta entonces él denominaba empatia, y que consideraba, al igual que el apóstol, como la más preciosa de las virtudes. Al fin y al cabo, se veía bien como marido de una enferma grave, atendiéndola con admirable devoción, sacrificando por ella la vida brillante y los amores lisonjeros a los que, si las cosas hubiesen ocurrido de otra manera, seguramente estaba destinado. Frente a un dilema similar, el héroe de la novela que escribió durante aquel otoño, Esperando el año pasado, encuentra en una máquina-taxi el valor y el consuelo que Phil encontró en Maren Hackett.

—Dígame, si su mujer estuviera enferma…

—Yo no tengo mujer, señor. Los mecanismos autónomos no contraen matrimonio.

—De acuerdo. Pero si usted se encontrara en mi lugar y su mujer estuviese enferma, incurable, sin ninguna esperanza de salvación, ¿la abandonaría o se quedaría a su lado? Aun cuando, si diera un salto hacia el futuro de diez años, supiera que los daños provocados por su lesión cerebral son irreversibles.

—Quiere usted decir que el único objetivo de mi existencia sería el de velar por ella.

—Sí.

—Me quedaría a su lado —dijo el taxi.

—¿Por qué?

—Porque en la vida las configuraciones de realidad están constituidas de ese modo. Abandonarla significaría que no puedo soportar la realidad tal como se me presenta. Necesito condiciones particulares y más tolerables.

—Creo que estoy de acuerdo con usted. Creo que me quedaré con ella.

—Dios lo bendiga, señor. Es usted una persona honrada.