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La idiotez

Como predijo el oráculo, El hombre en el castillo fue el primer éxito de su carrera. Dick obtuvo el premio Hugo, el mayor reconocimiento al que un escritor norteamericano de ciencia ficción podía aspirar.

A las pocas semanas, recibió un paquete enorme que contenía los manuscritos de sus once novelas mainstream, acompañadas por una carta de su agente en la que le explicaba que, aunque había hecho todo lo posible, nadie había mostrado ningún interés por ellas, y que, en lo que se refería a este aspecto de su producción, lamentaba, muy a su pesar, tener que arrojar la toalla. Para Phil fue una decepción, aunque no una sorpresa. Hacía tiempo ya que se había habituado a la idea de que un obstáculo a la vez incomprensible e insuperable, como un campo magnético, lo separaba de esa tierra prometida, la alta literatura. Su suerte estaba sellada: más le valía ser cabeza de ratón que cola de león. Así lo quería su karma, se decía medio en broma y medio en serio.

Este doble veredicto le asignaba, quizá de manera definitiva, un lugar que tanto su amor propio como el de Anne despreciaban, pero que él empezaba a sentir como su lugar, indispensable para demostrar su talento. Más que el premio, del que esperaba una repercusión material que nunca llegó, el júbilo y la sensación de dominio que había sentido al asumir, del otro lado del espejo, el papel de Hawthorne Abendsen, le dieron la certeza de haber encontrado el camino. Por más que lo que escribía sólo podía ser etiquetado de ciencia ficción, nadie sino él podía escribirlo. Mala suerte si eso significaba tener que seguir siendo pobre, desconocido o famoso en un ambiente cuyos límites no escapaban a su lucidez: no se resignaba deliberadamente a esta situación, pero intuía que para él era una suerte no tener otra opción.

Desde que un oráculo de cinco mil años le había garantizado la «verdad interior», Dick se abismaba metódicamente en el laberinto de su idios kosmos. Su «idiotez» personal giraba en torno a la intuición de que no sólo no se puede conocer directamente la realidad, filtrada por la subjetividad de cada uno, sino que, además, el consenso más o menos general que existe con relación a ésta nace de un engaño. Lo que todos los seres razonables, más allá de sus diferencias de percepción y de juicio, coinciden en reconocer como la realidad no es más que una ilusión, un simulacro urdido por una minoría para engañar a la mayoría o por una potencia externa para engañar a todos. Lo que llamamos la realidad no es la realidad.

A esta intuición vino a sumársele una idea que las tendencias del momento difundían por entonces en la costa del Pacífico y que tendía a presentar ciertos estados de conciencia alterada como la vía de acceso directo a la Realidad última.

En 1954, Aldous Huxley publicó el resumen de una sesión con mescalina, con un título inspirado por una frase de William Blake: «Si las puertas de la percepción quedaran depuradas, todo se habría de mostrar al hombre tal cual es: infinito». Satírico brillante en los comienzos de su carrera, Huxley había sorprendido, e incluso consternado, a gran parte de sus admiradores orientándose hacia el estudio del misticismo y de la experiencia común que de éste se deriva y que trasciende las diferencias religiosas. La mescalina le causó un efecto fulminante. Y aunque reconociera, de mala gana, que lo que sucede bajo los efectos de la droga no se puede comparar con la iluminación mística, sostenía que «ser arrancados de raíz de la percepción ordinaria y ver durante unas horas sin tiempo el mundo exterior e interior, no como aparece a un animal obsesionado por la supervivencia o un ser humano saturado de palabras y nociones, sino como es percibido, directa e incondicionalmente, por la Inteligencia Libre, es una experiencia de inestimable valor para cualquiera, eso que los teólogos católicos llaman una gracia gratuita, no necesaria para la salvación, pero que puede ayudar a conseguirla y debe ser acepta con agradecimiento, si es que llegamos a recibirla».

En suma, para Huxley la mescalina era un medio para visitar el idios kosmos de Buda o el Maestro Eckhart, es decir, la Realidad última. Un medio fácil —lo cual resultaba casi irritante— al alcance de todos y sin riesgo. En fin, casi sin riesgo. Al describir detalladamente su experiencia, Huxley no había podido evitar señalar el abismo que él mismo, cobaya exenta de perturbaciones psíquicas, había vislumbrado fugazmente: a saber, que la inmersión en la Realidad no sólo caracteriza al misticismo, sino también a la locura, y que, por consiguiente, algunas tendencias de las que el sujeto no siempre es consciente pueden llevarlo tanto al infierno como al paraíso. Siguiendo las huellas de Bergson y de la filosofía vitalista, Huxley consideraba el cerebro como un mecanismo para filtrar la Realidad, demasiado rica para los modestos receptores con los que estamos dotados. Este mecanismo puede ser puntualmente puesto en marcha por la droga o crónicamente dañado por una enfermedad mental. Y si la Realidad se deja contemplar con serenidad por aquellos que, como Huxley, se extasían reconociendo el cuerpo-dharma de Buda en los pliegues de sus pantalones de franela, también puede aterrar a otros, «hasta el punto de hacerles interpretar su inflexible esquivez, su abrasadora intensidad de significado, como manifestaciones de malevolencia humana o hasta cósmica, de malevolencia que reclama las más desesperadas reacciones, desde la violencia asesina hasta el suicidio psicológico. Y una vez que nos lanzamos por la infernal cuesta abajo, ya no hay modo de detenerse; todo lo que sucede es una prueba de la conspiración de que se es víctima». «Sí —concluía Huxley horrorizado—, ahora creo saber qué es la locura.»

Los primeros en experimentar con el LSD25, sintetizado en 1943 por Albert Hoffmann para los laboratorios Sandoz, nunca imaginaron que esa substancia de efectos muy similares pudiese servir para otra cosa: para descubrir, desde adentro, en qué consistía la locura. La mayoría de los psiquiatras la consideraron como un «simulador de la esquizofrenia» que les permitía experimentar, por unas horas, lo que sus pacientes sentían. Sólo más tarde, bajo la influencia de Huxley y de unos grupúsculos científico-religiosos que gravitaban en torno a él en Los Ángeles, se pensó en servirse de ella para conocer la Realidad absoluta. Algunos no dudaron en designarla con el más antiguo de sus códigos: Dios.

Cuando Dick descubrió Las puertas de la percepción, libro de mucho éxito en California a principios de los años sesenta, las ideas expuestas por Huxley le parecieron familiares. Siempre había pensado en eso. Pero en aquella época aún no había tomado ni LSD ni mescalina, y ni siquiera había fumado un porro, de modo que le hubiese sorprendido mucho que alguien lo tratara de drogadicto. Hubiese respondido, encogiéndose de hombros, que él no era como esos elegantes escritores que, en sus despachos tapizados con los lienzos de los grandes maestros, se entregan al placer de esas experiencias para luego discutir doctamente sobre ellas. Él era tan sólo un proletario atornillado a su mesa de trabajo, que debía mantener a su familia y no tenía ni el tiempo ni los medios para drogarse. Por supuesto, no paraba de tomar pastillas, Serpasil para la taquicardia, Senoxidrine para la agorafobia y Benzedrina para estimular la mente, sin contar otras menudencias para corregir los efectos secundarios de las primeras. Por supuesto, todas esas pastillas a veces le causaban efectos extraños, le hacían ver las cosas y las personas como a través de rayos X, y le parecía que el interior de las personas se parecía al de una radio o al de un televisor: un montón de cables y de dispositivos de metal y plástico. Visiones nada agradables, por cierto. Tampoco le resultaba nada agradable descubrir, cada vez que sentía la curiosidad de leer las advertencias de un medicamento cuya dosis máxima tomaba todos los días desde hacía años, que su abuso podía provocar «alucinaciones, delirios, trastornos vasculares graves, muerte». Pero no podía prescindir de esos fármacos, su ritmo de trabajo dependía de ellos. Francamente, no lo hacía por placer ni para descubrir el cuerpo-dharma de Buda en la franela de un pantalón de doscientos dólares. Además, él sólo usaba vaqueros.

En cambio, en materia de enfermedades mentales, se consideraba una especie de autoridad, como lo demuestra con un afán de exhaustividad casi paródico el cuadro clínico que elaboró para su novela de 1963, Los clanes de la luna Alfana. Esta luna Alfana servía en un principio como centro de cuidados psiquiátricos para los colonos terrestres que sufrían perturbaciones, pero una guerra la había separado del planeta-madre, y los enfermos mentales, abandonados a su suerte durante dos generaciones, habían fundado en ella una sociedad de clanes similar al sistema de castas hindú: están los Manis, maníacos, dominadores y agresivos, que desde las alturas de su ciudad, Da Vinci Heights, ejercen su imperiosa autoridad; los Pares, paranoicos, sutiles políticos y estrategas, atrincherados detrás de mil sistemas de seguridad en su bunker de AdolfVille; los Deps, maníaco-depresivos que viven solos en la sombría ciudad de Cotton Mather; los Obcoms, obsesivo-compulsivos entre los que se recluta a los funcionarios del planeta; los Polis, esquizofrénicos polimorfos que alegran con su caprichoso genio creativo la pequeña aldea de Hamlet-Hamlet; los Esquizos, poetas y visionarios errantes; y por último, al final de la escala, los Hebes, hebefrénicos vegetativos que se pudren en los basurales de Gandhitown, aunque cuenten entre sus filas con santos de altos poderes psíquicos. En esta novela Dick se propuso comparar los méritos de las diversas psicosis desde el punto de vista de la supervivencia y, como exigían las tendencias de su época, elaboró un balance muy positivo: la sociedad Alfana funciona bastante bien; apenas difiere de la nuestra, donde cada uno, aunque sea oficialmente cuerdo, puede pertenecer a alguna de esas categorías clínicas. Así, cada vez que los terrícolas desembarcan en la Luna, se procede a su clasificación como si se tratara de una formalidad aduanera, y los resultados de los tests muestran lo mal que se conocen las personas presuntamente normales.

Esta idea lo devolvió a su deporte preferido de juventud. Empezó a observar a las personas que lo rodeaban, a examinar sus reacciones y sus respuestas a las preguntas que intentaba hacerles lo más naturalmente posible para determinar las tendencias psicóticas de cada una de ellas. Por supuesto, no disponía de tests tan sofisticados como los de los psiquiatras de su libro; pero confiaba en su intuición y a veces el I Ching también lo ayudaba a construir sus diagnósticos. Phil propuso un juego que las niñas aceptaron encantadas: «¿Qué tipo de loco serías? ¿El que se cree un ratón? ¿El que se cree Abraham Lincoln? ¿El que se cree el director del manicomio? ¿O qué otro?». Las pequeñas no paraban de jugar a este juego e iniciaron incluso a sus compañeras de colegio. El juego se convirtió en el tormento del año escolar y la cruz de la maestra, exasperada por las carcajadas desbocadas que provocaban en sus alumnas diálogos tan absurdos como por ejemplo:

—¡Pero si los tigres no comen títeres!

—No, pero no creo que la directora lo sepa.

Cuando se supo que aquella moda había sido lanzada por las pequeñas Rubenstein, la maestra quiso advertir a los padres. Como Anne no estaba en casa, fue Phil quien la recibió, mostrando un vivo interés por sus teorías pedagógicas y asegurándole que se encargaría de controlar la imaginación de las niñas. Pero al acompañarla para despedirse, no pudo evitar por unos segundos poner esa cara de exaltado que tanto hacía reír a Laura con los ojos brillantes, una expresión a la vez sardónica y extasiada, y susurrarle:

—No se lo diga a nadie, pero yo soy Phil Dick, el famoso escritor.

La maestra lo miró con estupor. La cara de Phil se recompuso y volvió a ser la del padre atento y responsable que acababa de escuchar las quejas de la maestra de sus hijas.

—¿Cómo ha dicho? —balbució ella.

—No he dicho nada.

La maestra prefirió pensar que lo había soñado.

Anne apreciaba poco esas bromas. No le hubiese gustado tener que explicarles a sus hijas que su padre había muerto en un hospital psiquiátrico, aunque no perdía la ocasión de atacar a Phil por su pasado. Él se había abierto mucho con ella al comienzo de la relación. Además, Anne estaba muy apegada a la familia y para ella era importante invitar regularmente a Dorothy, que le confiaba todo lo que una madre puede confiar a su nuera, ante la exasperación de su hijo: lo bueno que era de niño, lo salvaje que era, lo que decían los psiquiatras de su hermanita melliza muerta e incluso la edad hasta la que se había hecho pipí en la cama. A Dorothy también le gustaba hablar de su hermana, que se llamaba Marion y que había tenido mellizos. A diferencia de ella, Marion no había dejado morir a ninguno de los dos: había sido una buena madre. Sin embargo, a fines de los años cuarenta, cuando Phil aún era estudiante, Marion había sufrido, de repente y sin ninguna razón aparente, graves trastornos mentales con tendencia a la esquizofrenia catatónica. Dorothy se había ocupado mucho de ella, la había visitado con frecuencia en el hospital y, en el intervalo entre una y otra rehabilitación, la había albergado en su casa cuando al marcharse su hijo había quedado una habitación libre. Le prodigaba unos cuidados afectuosos aunque algo extravagantes, pasando, según sus caprichos, de un tratamiento milagroso a otro, de la dianética al acumulador orgónico reichiano. Tenía una imagen más bien romántica de la enfermedad de su hermana y, cuando Marion ya casi hacia el final, sentía una continua y atroz sensación de ahogo, ella sostenía que su hermana gozaba de unas visiones maravillosas. Un día les leyó solemnemente a Phil y Anne la oración fúnebre que había confiado a su diario secreto el día de la muerte de Marion, diez años antes: «No quería seguir viviendo. La atracción de ese otro mundo en el que ella vivía y que contenía todo lo que nosotros consideramos como la esencia de la creación, era demasiado fuerte. Intentó inútilmente vivir al mismo tiempo en ese mundo suyo y en el mundo corriente de los demás. Aunque cada vez estoy más convencida de que cada uno tiene un mundo propio y que nadie pertenece verdaderamente al mundo real. Todos somos extraños».

Esta lectura incomodó a Phil. Anne le lanzó una mirada medio cómplice y medio cruel, que quería decir claramente: «Ahora entiendo de dónde sales».

(Un detalle que completa la historia: poco después de la muerte de Marion, su viudo afirmó que había recibido mensajes de la difunta en los que le ordenaba que se casara con Dorothy, con quien, hasta ese momento, no se había llevado demasiado bien. La boda se celebró en 1954 y desde entonces Dorothy crió a los mellizos de su hermana, un hecho que Phil consideraba como la guinda que coronaba el pastel cada vez que pretendía demostrar cuán interesante era su caso.)

Inmediatamente después de escribir El hombre en el castillo, escribió Tiempo de Marte, un libro en el que, con mayor seriedad que Huxley al volver de sus paseítos mescalinianos, se formuló la pregunta: ¿qué significa ser psicótico?

La historia, que se abre con un suicidio cuyas ondas se propagan de un personaje a otro a lo largo de toda la novela, habla de la especulación inmobiliaria en el planeta Marte, colonia abandonada por la Tierra, donde el baronismo y los clanes rivales se han propagado. Para actuar de la mejor manera, el jefe del poderoso sindicato de fontaneros desea echar un vistazo hacia el futuro. Un psiquiatra melifluo le expone entonces una tesis en boga, según la cual el autismo y la esquizofrenia son en general perturbaciones de la percepción del tiempo: la existencia del esquizofrénico se distingue de la nuestra en que éste lo posee todo ahora, lo quiera o no: toda la bobina de la película que nosotros vemos desfilar de imagen en imagen a él se le ha caído encima. La causalidad para él no existe, pero sí existe ese principio de conexión acausal que Wolfgang Pauli llamó «sincronicidad» y a través del cual Jung, sustituyendo un enigma por otro, pretendía explicar las coincidencias. Como una persona bajo el efecto del LSD o como Dios, por cuanto se conoce la forma de su idios kosmos, el esquizofrénico vive en un eterno presente. La realidad se le presenta en bloque, como un accidente automovilístico perenne, que sigue produciéndose ahora y que nunca dejará de hacerlo. De alguna manera, podemos afirmar que un esquizofrénico tiene acceso a lo que nosotros llamamos el futuro. Lo cual basta para que el jefe de los fontaneros se entusiasme y recurra al eterno «chiflado» de las novelas de Dick, un ex esquizofrénico que se dedica a reparar aparatos, desde tostadoras hasta hélices de helicópteros, oficio muy apreciado en Marte, donde los repuestos escasean. Le encarga crear un sistema que le permita contactar con Manfred, un niño autista, y extraer de la mente de éste la preciosa información.

El técnico reparador no muestra demasiado entusiasmo. No le hace ninguna gracia todo lo que pueda recordarle su pasado de esquizofrénico, ni que vuelva a aflorar la pregunta que tanto le ha costado ocultar: cuando vio, en el pasado, a su jefe como una construcción artificial hecha de engranajes y cables eléctricos, ¿había sido aquello una alucinación o una visión?, ¿un ataque psicótico o una visión de la realidad desenmascarada? Sin embargo, se encariña con el joven autista, llegando incluso a imaginar, con el mismo optimismo que el de Dorothy con respecto a Marion, que «debe de existir en la mente blindada de ese chico un mundo mágico, un mundo de pureza, de belleza y de auténtica inocencia».

Grave error. Pronto empiezan a ocurrir cosas extrañas: un disco de Mozart dirigido por Bruno Walter se revela una cacofonía atroz; si alguien pasa una noche con los amigos, le basta con apartar por unos segundos su mirada de ellos para que en los extremos de su campo de visión sus cuerpos se desplomen y se desintegren, abandonados a la descomposición orgánica. El universo objetivo en el que los personajes se mueven se ve progresivamente invadido por el de Manfred. El niño atrae a todos los que frecuenta a su realidad, apenas encuentra en ellos un terreno propicio. Y ésta es una realidad atroz, devorada por la entropía, un territorio de muerte. Cuando leyó los ensayos clínicos del psiquiatra suizo Ludwig Binswanger, Dick había quedado muy impresionado con el concepto de «mundo-tumba». Y es realmente un mundo-tumba, donde todo ha sucedido y sucede al mismo tiempo, donde nada más podrá suceder, en esa muerte eterna que el esquizofrénico vive, si es que a eso puede llamarse vivir. Y la tumba espera devorar a todos los que se le acercan, espera transformarse en cada criatura y en cada cosa.

Todos se vuelven Manfred. De cada boca brota el gruñido desconsolado que él tiene como voz. «Quisiera hablar con alguien que no sea él», exclama, asustado, el técnico reparador, y es siempre Manfred quien hace mover sus labios. El maestro-fontanero viaja en el tiempo, como había previsto, pero ese tiempo es el de Manfred, el tiempo muerto del mundo-tumba, y el viaje se transforma en pesadilla. El secretario fiel se transforma en monstruo predador; los objetos son huraños, hostiles; el café, amargo y envenenado. Una máscara de nada, de tiniebla total, aparece encima del fontanero, se cierne sobre su rostro. Comprende que nunca más volverá a ver la realidad cálida y verdadera que ha cometido la locura de eliminar, que está perdido para siempre en el mundo del autista, que allí morirá. Y allí muere.

Morir en la pesadilla de otro, ¿acaso existe algo más atroz? Dick le ahorró ese destino al fontanero, reservándole un final más misericordioso, e incluso más irónico. El sortilegio se desvanece y el fontanero sale del mundo-tumba. Y, apenas sale, se deja matar estúpidamente por un personaje secundario surgido de un brazo muerto de la trama. Mientras lo transportan, agonizante, al hospital, no se lo puede creer. Se ríe. No caerá dos veces en la misma trampa. Sabe muy bien que sigue en uno de esos malditos universos esquizofrénicos en los que se muere por nada, para después despertar. Pronto despertará, en la realidad cálida y verdadera donde no ocurren esas cosas. Y con esta convicción muere, esta vez definitivamente.

Quizá sea mejor así, concluye el técnico. Dick pensaba que efectivamente era mejor así, por dos razones: el fontanero muere consolado porque cree que no muere, y muere en el mundo real, no en una ilusión donde siempre pueden ocurrir cosas peores.

Le gustó escribir el final de ese libro. Lo reconfortaba. Ilusión y realidad netamente separadas, los supervivientes caminan sobre la tierra firme del koinos kosmos. Sin embargo, la duda del técnico reparador subsiste, puesto que un esquizofrénico nunca se cura del todo. «Cuando una persona se vuelve psicótica —piensa Dick—, ya nada más podrá sucederle. Y yo me encuentro en el límite de esta situación. Quizá siempre lo estuve.»

Quizá siempre lo estuvo.

Ya lo había pensado. En el cine, aquel famoso día en que se sintió mal al ver en el noticiario cómo los marines quemaban a los japoneses con lanzallamas. Dorothy le había contado la anécdota a Anne para resaltar la sensibilidad y el antimilitarismo precoces de su hijo. Pero ignoraba lo que su hijo había sentido realmente ese día. Sentado en la butaca de terciopelo rojo y raído, con el paquete de palomitas en la mano, Phil miraba las paredes de aquella caja donde lo habían encerrado junto a un centenar de personas desconocidas, observaba el haz de luz que, partiendo de la cabina ubicada detrás de él, se extendía en forma de cono hasta la pantalla, y veía el polvo que danzaba en aquel cono de luz, la alfombra estropeada debajo de sus pies; cuando de pronto, antes de que comenzara el noticiario, lo supo. Supo, con una certeza absoluta, que no existía nada más que eso. Nada más que las cuatro paredes, el techo, el suelo y los demás prisioneros. Aquello que creía saber del mundo exterior y de su vida en él no era más que una sucesión de falsos recuerdos, una ilusión insinuada en su cerebro, por maldad o por piedad, imposible de determinar. Había estado siempre allí, siempre había asistido a esa película que él creía que era su vida. En un momento dado había creído que saldría de allí, que caminaría junto a su madre por las calles de una ciudad americana llamada Berkeley, que volvería a su casa a escuchar las grabaciones de alguna melodía de Schubert, pero en realidad nada de todo eso existía, ni su madre, ni Schubert, ni los Estados Unidos, ni Alemania, ni siquiera los otros espectadores encerrados con él en la misma sala: quizá esos figurantes formaban parte de la película. Entonces se hizo una promesa: cuando saliera, cuando creyera haber salido, no se dejaría engañar, recordaría que en realidad seguía estando en aquella sala y que no había otra realidad. Presentía que entonces ese pensamiento ya no tendría la misma carga de certeza, que le parecería una atractiva paradoja y no una verdad vital. Habría querido ser aquel que sería una horas más tarde para gritarle que no se dejara engañar. Para apurar ese momento, para volver a entrar en el mundo de la ilusión con toda su lucidez, fingió sentirse mal durante el noticiario. Su madre, preocupada, lo sostuvo y lo acompañó hasta la salida. Se encontraron en la calle, a la luz del sol, y por unos momentos Phil disfrutó con el placer de saber que esa calle, ese sol y esa mujer delgada de cejas fruncidas, que lo interrogaba ávidamente, no existían, que en realidad él seguía estando en la sala, donde siempre había estado y estaría. Si hubiese podido continuar entrando y saliendo del mundo de la ilusión y ocupar un lugar en él sin perder esa preciosa lucidez, habría sido… ¿cómo definirlo?, ¿como algo agradable? Seguramente no. Pero no le importaba nada el placer, él aspiraba a saber, a no dejarse engañar. Y empezaba a sentir que lo que había previsto estaba sucediendo: la ilusión recuperaba sus derechos, de nada servía luchar, ya no creía más en eso. Su último deseo consciente fue el de recuperar un día la lucidez, aunque sólo fuera por unos instantes.

Y la había recuperado, esporádicamente: frente a un cuarto de baño en el que no sabía cómo encender la luz; y más tarde en otro cuarto de baño, uno de los tres de la casa que compartía con una rubia de carácter dictatorial. Detrás de la puerta cerrada con llave, la oía ir y venir profiriendo insultos. Ilusión. Nuevo episodio de la película. Según este episodio, él era un hombre de treinta y cinco años, barbudo, que escribía ciencia ficción. Un hombre muy cultivado, amante del vértigo y las paradojas. Nunca se encerraba en un baño sin aludir en tono de broma a la iluminación de Martín Lutero, que había tenido lugar, según los manuscritos latinos, in latrinis. Conocía todas las formas culturales que su intuición había asimilado: la caverna de Platón; el sueño de Chuang-Tzu que, cuatro siglos antes de nuestra era, se preguntó si era un filósofo chino que había soñado ser una mariposa o una mariposa que soñó ser un filósofo chino; o la versión más amenazadora de este mismo interrogante, formulada por René Descartes: «¿Cómo puedo saber que no estoy siendo engañado por un demonio maligno infinitamente poderoso que quiere hacerme creer en la existencia del mundo exterior, y de mi cuerpo?». Había convertido este tipo de especulaciones en su especialidad profesional y, desde que había vuelto a él el recuerdo de su destello de certeza infantil, en el cine, había aprendido a resucitarlo a voluntad. A solas, en el cuarto de baño, le bastaba con mirar por un instante su cara en el espejo, su cuerpo, las baldosas, la cucaracha muerta atrapada en la cortina de la ducha para que la certeza de la irrealidad de todo el resto volviera con una facilidad desconcertante.

Siempre había estado allí.