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La Rata en familia

Berkeley, que durante la infancia de Dick era una pequeña ciudad tranquila, se volvía cada vez más ruidosa y agitada. Frente a su casa habían abierto un colegio Montessori y Phil se quejaba del griterío de los recreos. Se quejaba también, cada vez que atravesaba la bahía, de los estragos que causaba a la vieja San Francisco la autopista del Embarcadero, que estaban construyendo en aquella época en medio de una batahola ensordecedora de perforadoras y hormigoneras. Con Kleo soñaba con irse a vivir al campo. Se imaginaban perfectamente como miembros de una de esas comunidades rurales donde todos se conocen, se saludan y se ayudan mutuamente, y donde la vida fluye lentamente, inmutable, entre la pesca a la trucha y las calabazas de Halloween. Compraron una casita en Point Reyes Station, en el condado de Marin. Situado a sesenta kilómetros al norte del Golden Gate Bridge, con dos calles principales y unas cuantas tiendas, el pueblo atraía durante los fines de semana a los visitantes de un magnífico parque costero, famoso por sus acantilados increíblemente abruptos, donde vivían más de trescientas especies de aves marinas y en el que durante la semana reinaba una tranquilidad absoluta.

Mucho más que en las cercanías del campus, donde la excentricidad era moneda corriente, el modo de vida de los recién llegados suscitaba curiosidad. Kleo utilizaba el coche tres veces a la semana para viajar a Berkeley, donde trabajaba media jornada de secretaria. Pero él, que escribía sobre todo de noche, parecía un desocupado. La gente veía pasar a ese hombre alto, con pinta un poco desgarbada de beatnik, taciturno, y no sabía si era muy tímido o si se reía de todos para sus adentros. Cuando corrió la voz de que escribía ciencia ficción, un grupo local que se dedicaba al estudio de los ovnis intentó acercarse a él por amabilidad y curiosidad, Phil asistió a una de sus reuniones. Se encontró con una decena de personas aparentemente normales que pasaban el tiempo comiendo tartas caseras: un tipo que trabajaba en la quincallería de Point Reyes, el dueño de una fábrica de productos lácteos, la mujer del gestor del bar y la mujer del técnico de la emisora RCA… El exponente más alto del mundo de la fantasía era un pintor de paisajes instalado en la región desde hacía mucho tiempo y que llevaba una corbata de lazo con un símbolo esotérico. Aquellas personas ordinarias creían fervorosamente en cosas extraordinarias: sostenían que Cristo procedía de otro planeta, con cuyos habitantes aseguraban haber entrado en contacto, seres superiormente evolucionados que controlaban la evolución de nuestro planeta y lo conducían hacia la salud espiritual mediante su absoluta destrucción material. Conocían la fecha exacta del fin del mundo: el 23 de abril de 1959. Quedaban tres meses para prepararse.

Cuando Dick le contó cómo había pasado la tarde a Kleo, ambos se rieron mucho y se preguntaron sobre los misteriosos mecanismos que desencadenan semejantes creencias en la mente de las personas. Después a Phil le costó mucho quitarse de encima a los miembros del club. Para desanimarlos se vio obligado a confesarles su escepticismo, cosa que le resultó muy penosa, pues detestaba contradecir a los demás. «Es precisamente —trató de explicarles— porque escribo cuentos sobre extraterrestres que no puedo creer en ellos. Un escritor de ciencia ficción no tiene el derecho de ponerse a creer en lo que cuenta; de lo contrario, imaginen ustedes qué confusión.» Esta declaración, en un primer momento, fue recibida con incredulidad, luego con hostilidad. Reirá mejor, le dijeron, quien ría el 23 de abril.

A los pocos días de su llegada recibieron la visita de una vecina llamada Anne Rubenstein. La puerta del jardincito estaba atrancada, pero ella la saltó sin vacilar y no se disculpó por su intromisión. Era rubia y nerviosa, se ponía y se quitaba continuamente sus gafas negras, y tenía a la vez unos modales bruscos y seductores que inquietaron a la joven pareja. Cuando estrechaba la mano daba la impresión de entablar un pulso, y la observación más banal, salida de su boca, parecía comportar una alusión sexual. Aunque fuera apenas mayor que ellos, Phil y Kleo se sentían como dos adolescentes desgarbados en presencia de una mujer que, a los treinta y un años, había enterrado ya a un marido y criaba sola a tres niñas.

Fueron convocados, más que invitados, a tomar algo. Anne no vivía muy lejos del pueblo, tenía una casa amplia y moderna, con un ventanal que daba a un patio, una chimenea circular en el centro del salón y los altavoces del equipo estereofónico empotrados en las paredes de un blanco impecable. Un caballo trotaba en el prado. Había tres cuartos de baño y la cocina semejaba a la cabina de una nave espacial. Era el tipo de decorado que suele verse en las fotos de las revistas, y que el autóctono de Berkeley se apresura a despreciar para evitar así tener que envidiarlo. Phil, que siempre había profesado plenamente ese tipo de desprecio, y a quien le parecía, como a Kleo, pintoresco y antiburgués que los fusibles de casa saltaran cada vez que enchufaba la tostadora, de pronto encontró miserable su vida de bohemio. Claro que no era el confort material lo que lo fascinaba, pero éste formaba parte de la atmósfera que rodeaba a Anne. Mientras ella se desplazaba por la habitación, vestida con una blusa y unos pantalones cortos de seda, él la seguía con la mirada, deslumbrado con su agilidad, los músculos de sus piernas bronceadas y la energía que emanaba de ella. Tenía la gracia de una bailarina, pero sin afectación alguna: imprecaba y decía palabras duras; le clavaba sus ojos verdes, como desafiándolo; luego, en un arranque repentino, retrocedía y se alejaba taconeando con sus sandalias de madera.

Se vieron de nuevo a solas, en cuanto Kleo se apartó. Anne lo llevó hasta los acantilados para enseñarle una playa que nadie, excepto ella, conocía, y que, según decía, era el punto más occidental de los Estados Unidos. Tuvieron que bajar con una cuerda, cosa que horrorizó a Phil, pero Anne lo acosó hasta que él decidió seguirla: nunca había encontrado a una mujer tan ágil y decidida. Al llegar a la orilla del mar, que bramaba con violencia, se pusieron a buscar huesos de ballenas, después se apoyaron contra una roca y hablaron. De Jung, que Anne admiraba hasta llegar a soñar con él, pasaron al club de aficionados a los ovnis.

—Una pandilla de locos —observó Anne con desprecio—. Se creen víctimas de unos seres superiores, cuando en realidad es su subconsciente que ha perdido la brújula.

—Reconocerás —observó Phil con malicia— que lo mismo han dicho de los profetas y los santos: sus contemporáneos los trataban como si fueran locos.

—Y tenían razón. ¿Tú crees en los profetas y los santos?

—No, realmente no. De todas formas, veremos qué pasará el 23 de abril. ¿Te has enterado de que anuncian el fin del mundo para el 23 de abril?

Anne le clavó los ojos, y con esa actitud desafiante que tenía aun en los momentos de tranquilidad, le dijo que podían pasar muchas cosas antes del 23 de abril. Phil sintió una alusión que no osó entender. Sin un nexo aparente, ella empezó a hablar de su marido, hijo de una familia rica, poeta de tipo atormentado que editaba una revista llamada Neurótica. Había muerto un año antes en un hospital psiquiátrico, víctima de una reacción alérgica a los tranquilizantes con los que experimentaban con él. Phil se preguntó cuánto rato debía permanecer callado después de recibir una noticia así, pero ella soltó una carcajada estruendosa y le dijo que no pusiera esa cara, que no valía la pena. Para no ser menos, él le contó primero la muerte de su hermanita melliza, después una de sus anécdotas preferidas: la entrevista de Mark Twain.

Entrevistado por un periodista acerca de su infancia, Mark Twain le había hablado de Bill, su hermano mellizo. De niños, Bill y Mark se parecían tanto que para distinguirlos les ataban en las muñecas unas cintas de diferentes colores. Un día, los dejaron solos en la bañera y uno de ellos se ahogó. Las cintas se habían desatado. «De modo que —concluyó Mark Twain— nunca se supo quién de los dos había muerto, si Bill o yo.»

—Es como tu historia —señaló Anne, súbitamente seria. Y él admitió que sí: era exactamente como su historia.

Empezaron a pasar juntos los días enteros. Ella se volvió más tierna, él se enardeció. Antes de hacer el amor hablaban ya como se hace el amor: con confianza, con entrega, maravillados de que la misma idea se les ocurriera a ambos al mismo tiempo. A las dos semanas, decidieron besarse y, cuando se encontraron en la cama, tuvieron la impresión de continuar la conversación cuyo encadenamiento a la vez caprichoso y natural, imprevisible e inevitable, sus cuerpos imitaban. Ambos confesaron haber pensado sólo en eso desde el primer encuentro. Ahora que lo sabían, experimentaban un intenso placer al volver a evocar esas dos semanas, repasando cada secuencia, contándose cómo las habían percibido en ese momento:

—Me parecías tan agresiva…

—Es que tenía tantas ganas de ti…

No pensaron ni siquiera un minuto en la posibilidad de una relación clandestina, cosa que además no hubiese sido posible por mucho tiempo en un pueblo como Point Reyes. Se trataba de un flechazo, cuya exigencia repudiaba la vida ordinaria e invalidaba los contratos. Anne se lo confesó primero a su psicoanalista, después a sus hijas. Phil, por su parte, a su mujer. Kleo sintió tristeza; con serenidad y dignidad, se apartó. Aceptó el divorcio con un desinterés que Phil, deslumbrado como estaba con su gran amor, consideró natural, aunque más tarde, con los años, se daría cuenta de que aquélla era una actitud muy poco común en una esposa americana. Kleo le dejó la casa porque él era el que se quedaba, y a cambio se llevó el coche porque era ella la que se marchaba, no le exigió una pensión alimentaria porque ninguno de los dos ganaba lo suficiente, lo abrazó y regresó a Berkeley, silbando, para darse valor, su canto de guerra de las Brigadas Internacionales.

Fue una gran pasión. Cuando se separaron por algunos días, ya que Anne debía arreglar unos asuntos pendientes con la rica familia de su difunto marido, Phil le escribía cartas como ésta: «Existe una relación directa entre mi experiencia cuando te escucho por teléfono y la de un religioso que a fuerza de tanto ayunar, de tanta soledad y meditación, alcanza a oír la voz de su dios. Salvo que tú existes, mientras que, en lo que se refiere a Dios, tengo mis dudas».

Se casaron en abril, quince días antes del fin del mundo, que no se produjo. Sin embargo, cuando la noche del 23 sonaron las doce, no pudieron evitar sentir cierto alivio. Phil acabó instalándose, con su Magnavox y su colección de discos, libros y revistas, en la casa amplia y luminosa, donde empezó una nueva vida familiar. Al comienzo mostró un celo conmovedor, jugaba con las niñas, a la menor le leía Winnie the Pooh, a la mediana Quo vadis? y a la mayor los cuentos de terror de Lovecraft, se ocupaba de las tareas domésticas, aprendía a hacer los trabajos manuales, por las mañanas preparaba el desayuno para sus mujeres y por las noches, los tragos que compartía ritualmente con Anne antes de cenar: un Martini seco para ella, un zinfandel de California para él. Dejó de trabajar por las noches y adoptó un horario de oficina: de nueve a seis, reservándose una hora de pausa para el almuerzo, que pasaba discutiendo con Anne.

Ambos atribuían mucha importancia a esas conversaciones del mediodía y la noche: se habían conocido hablando y consideraban el arte de la conversación como una forma de contienda amorosa. Anne no estaba dispuesta a aceptar ni en ese campo ni en ningún otro la supremacía de nadie. Se había doctorado en psicología, hablaba de Freud y Jung como si los conociera personalmente y tenía tendencia a considerar su opinión sobre cualquier tema como la verdad revelada. Pero se sintió desorientada, y al comienzo cautivada, por la personalidad de Dick, cuya originalidad se ufanaba de haber percibido desde el primer día. Así como existen amantes de excepción, Phil era un conversador extraordinario, al que sin embargo le había faltado una compañera receptiva para revelarse. Al contrario de Kleo, demasiado buena compañera, demasiado franca y demasiado directa para erotizar la palabra, Anne supo ser esa compañera.

No era sólo una cuestión de cultura: siempre es posible dar con personas que pueden hablar con la misma facilidad de Schopenhauer, los aborígenes australianos o el proceso de Nuremberg. No, era algo distinto: una manera a la vez pérfida y apasionada de minar el terreno sosteniendo con la misma convicción opiniones radicalmente opuestas. De repente, ante cualquier opinión que uno sostuviera, uno tenía la impresión de haber sido conducido a ella por él, y pensaba haber sido embaucado. Nunca nada era fijo, definitivo o adquirido. El razonamiento más sólido, que uno se reservaba para confundirlo, se daba vuelta y se ponía al servicio de él. Así como otros encantan a las serpientes, él encantaba las ideas, les hacía decir lo que quería, y luego, cuando lo habían dicho, les exigía que dijeran lo contrario, y ellas volvían a obedecerle. Una conversación con él no se parecía a un intercambio de razonamientos, sino a una vuelta en una montaña rusa, en la que su interlocutor hacía de pasajero, mientras que él era el vagón, los rieles y las leyes de la física. O bien, su juego preferido, el de la Rata.

Había iniciado a las niñas en esta variante del Monopoly, con el propósito de hacer que las eternas compras de bienes inmobiliarios, que ellas adoraban, fueran menos aburridas. El principio dice que el Banquero, en lugar de contentarse con su papel de árbitro, detenta, en su condición de Rata, el poder discrecional de modificar las reglas del juego. Cuando y como lo desea, sin que nadie tenga el derecho de exigirle explicaciones por sus ukases, ni él deba rendir cuentas por ellos más tarde. Es una tabula rasa perpetua, una dictadura en su estado puro, la negación de la idea de derecho. Para que una partida tenga éxito, los jugadores deben elegir como Rata al más vicioso e inventivo de ellos. («¡Phil, Phil!», exclamaban las niñas, extasiadas.) Una Rata digna de este nombre debe saber dosificar los tormentos que inflige a los jugadores, dejándoles imaginar que un plan guía sus decisiones más arbitrarias, y así, pasando de decepciones crueles a estímulos engañosos, arrancarlos progresivamente de la práctica habitual del Monopoly, para luego, sin permitir que la atención disminuya, precipitarlos en el caos. Dick era una Rata innata que, en la época a la que aludo, empezaba a descubrirse a sí mismo. No contento con contradecirse, podía negar durante la misma conversación lo que había dicho o lo que le habían oído decir pocos minutos antes; si alguien pretendía confundirlo, él lo miraba con una expresión desconsolada y perpleja, como si estuviera preguntándose si se había topado con un sordo, un perverso o un loco. Este comportamiento dejaba boquiabierta a Anne y, antes de haberla exasperado, suscitó en ella una suerte de respeto fascinado por él: «¡Por suerte no has entrado en política! —exclamaba—. ¡Ni el doctor Goebbels hubiese podido contigo!».

Vislumbraba una cierta genialidad en su nuevo marido, algo de lo que él no era consciente. Él se veía como un pobre diablo medio tocado, ella como la mujer inteligente y sensible que había sabido descubrir el diamante bruto y sabría cómo extraerlo de su ganga, pulirlo y exponerlo a la admiración del público. Estaba convencida de que, con los dones excepcionales que su conversación reflejaba cuando se sentía en confianza, Phil se convertiría en un escritor famoso, pero para ello era necesario que trabajara, y que lo hiciera seriamente. En primer lugar, tenía que empezar a escribir libros en serio, y no esas borricadas para adolescentes que le quitaban de antemano cualquier posibilidad de recibir un reconocimiento algún día. Aquello fue objeto de una larga charla conyugal. Phil estaba de acuerdo, ser un escritor famoso era lo que más deseaba. Salvo que ya lo había intentado, sin éxito, y aprendido por experiencia propia que sólo esas tonterías que escribía le permitían ganarse la vida; bastante mal, por lo demás. Anne no aceptó la objeción: antes era antes. Ahora ella se encargaría del asunto. En cuanto al dinero, ya se las arreglarían. Ella y sus hijas vivían ya de una pensión que les pasaba la familia de su difunto marido; en cuanto a él, podía en cualquier caso esperar algún dinero del libro que estaba por publicar…

Phil movió la cabeza, abatido: Tiempo desarticulado, el libro cuyas pruebas estaba releyendo cuando se conocieron, había sido adquirido, gracias a su atmósfera mainstream, por un precio un poco más barato que los otros y, una vez cobrado el anticipo, sólo quedaban los derechos. Pues bien, no hay que perder la paciencia, dijo Anne con impaciencia; entonces tenía que vender esa pocilga en la que había vivido con Kleo y devolverle más tarde, cuando ganara algo de dinero, la parte que le correspondía a ella. En fin, hicieron algunos cálculos, de los que resultó que Phil tenía por delante dos años para escribir, dedicándose plenamente a ella, una novela mainstream que sería publicada y tendría mucho éxito.

Frente a un mandato de ese tipo, que hubiese desanimado a cualquiera, Phil se puso valientemente manos a la obra y, durante esos dos años, escribió no una sino cuatro novelas. El manuscrito de la primera, Confesiones de un artista de mierda, se lo entregó unos meses después de que se casaran. Anne estaba embarazada de él y, sin duda, era propensa a considerar aquel libro como un fruto más de la idílica luna de miel que estaban viviendo. Y de hecho lo era, pero no como se lo imaginaba.

Ella quiso creerle cuando, al obligarlo a explicarse, el hombre del que había decidido convertirse en su musa murmuró que esa visión prodigiosamente deprimente del infierno conyugal era pura ficción y no autobiografía. Pero él no había hecho el mínimo esfuerzo por dar a aquella respuesta una pizca de verosimilitud; ni siquiera había intentado hacer una transposición. Sin duda, era incapaz de hacerlo. La ciencia ficción movilizaba todas sus capacidades de invención y, cuando se ponía a escribir una verdadera novela, seguía al pie de la letra, terco como una mula delante de la cual han trazado una línea de tiza, los consejos de la tía Flo, su primer editor: limítese a lo que conoce; si vive en Point Reyes, describa Point Reyes y sus habitantes; si ha cometido el error, cuando tenía una mujer cariñosa y recta, de enamorarse de una zorra castradora, escriba la crónica de ese error. No omita ningún detalle. Cuente cómo se dejó encantar por su canto de sirena, embaucar por su hermosa casa blanca, engañar por una ilusión de intimidad que lo llevó a confiarle sus pensamientos más secretos, y no le alcanzará toda la vida para arrepentirse de haberle dado esas armas contra usted. No escatime: explique su humillación cotidiana porque ella es una persona acomodada y usted, aunque se mate trabajando, nunca ganará lo suficiente para hacer vivir a su familia según los parámetros burgueses a los que ella está acostumbrada; explique su amargura de perdedor, sus rencores inconfesables; sus ganas de estrangularla cuando lo manda al pueblo a comprarle Tampax…

Anne no entendía. ¿A qué se debía esa desesperación? ¿Esa furiosa misoginia? ¿Ese ambiente de pesadilla viscosa en el que cada gesto te hunde un poco más? Y eso que él parecía feliz. Le hablaba y le hacía el amor apasionadamente. Se ocupaba de sus hijas como un padre atento. El anuncio del embarazo lo había colmado de alegría. La agorafobia, que, según decía, había envenenado su juventud, aparentemente ya no lo atormentaba. Cuando recibían amigos de visita, representaba con placer el papel del dueño de casa, los llevaba hasta el prado donde pastaban las ovejas, se las presentaba una a una y fingía enfadarse cuando Anne contaba, tomándole el pelo, los dramas que había cada vez que mataban una de ellas. Por supuesto, a veces se peleaban, y como ella no era alguien que se dejara atropellar, ambos levantaban la voz. Por supuesto, él estaba preocupado por su carrera, su situación económica y su posición social, y la inminente llegada del cuarto hijo no podía tranquilizarlo. Por supuesto, los artistas son individuos atormentados. Pero no había que exagerar: le había repetido cien veces que escribía para ella, que cuando su primer libro serio hubiese sido publicado se lo dedicaría a ella y a las grandes conversaciones que mantenían. Sin embargo, ¡no podía escribir sino eso!

—Al fin y al cabo —protestaba ella—, si tanto te molestaba haber ido a comprarme Tampax, podrías haberlo dicho…

Pero él la eludía diciendo que sólo se trataba de un libro.

—¿Cómo que sólo se trata de un libro? Vives conmigo, haces el amor conmigo, me haces un hijo, todo esto sonriendo a los ángeles y diciendo que me quieres, y en cuanto te quedas solo, escribes que me odias, que de noche sueñas con que soy tu peor enemiga…

—Precisamente —arguyó él para ganar tiempo—, un libro es como un sueño, no tiene nada que ver con la vida. Hasta los inquisidores afirmaban que no era posible pecar en sueños. Sólo los salvajes, ¿sabes?, he leído un libro de Mircea Eliade sobre este tema…

Fuck you!

Laura nació el 25 de febrero de 1960. Apenas la madre y la niña regresaron del hospital, hubo que internar a Phil, a causa de unos espasmos en el píloro que definió burlonamente como su participación somática en los sufrimientos del parto. En realidad, aquellos espasmos se debían más probablemente al efecto de diferentes pastillas que desde hacía tiempo venía tomando en mayor cantidad: ansiolíticos para superar la angustia de la paternidad, anfetaminas para trabajar más y mejor, etcétera. Al regresar a casa empezó a escribir con rabia una novela rabiosa, describiendo a dos parejas frustradas de Marin County: por un lado, un self-made-man frenado en sus ambiciones por una mujer alcohólica; por el otro, una mujer muy segura de sí misma, de familia rica, que no pierde ocasión de aplastar a su frustrado marido. Para la primera pareja eligió como modelo a sus vecinos, en cuanto a la segunda…

—Pero no, te lo juro —protestaba débilmente él—. Estás obsesionada. Para empezar, a mí no me han retirado el carnet de conducir.

Efectivamente, al comienzo del libro, al marido frustrado le retiran el carnet de conducir, lo cual obliga a su mujer a hacerle de chofer para llevarlo todas las mañanas a su trabajo en San Francisco. Harta de viajar por nada, la mujer se las arregla para conseguir un puesto en la misma agencia de publicidad en la que su marido es diseñador y termina desplazándolo de manera tan espectacular que el jefe decide despedirlo. Colmo de la humillación, al frustrado licenciado no se le ocurre nada mejor para truncar la carrera de su mujer, iniciada de manera tan brillante, que violarla un día en que no lleva el diafragma, de manera que, una vez embarazada, se vea obligada a presentar su renuncia. «No importa —dice ella triunfalmente—. Voy a abortar.»

Durante el otoño, Anne se quedó otra vez embarazada. Era algo que no estaba previsto, y que, si contemplamos objetivamente la situación, tampoco era el mejor momento. Temiendo a la vez las consecuencias físicas de un quinto embarazo, la situación económica y la de su marido, ella también decidió abortar. Phil se opuso violentamente, acusándola de ser menos sensible que un robot. Anne le hizo notar que él tampoco deseaba ese niño: lo que en realidad deseaba era verla gorda, deformada y dependiente, y así sentirse por fin superior a ella. La guerra duró unos cuantos días; después Anne se marchó. Luego volvió, diciendo con voz velada que ya estaba hecho y que no había que hablar más del tema. Phil se encerró en su despacho dando un portazo.

Como no es posible determinar exactamente en qué momento de 1960 fue redactada la novela, es difícil saber si The Man Whose Teeth Were All Exactly Alike representa una transposición en caliente de los hechos de su vida conyugal, si los anticipa, o si bien, como variante de la segunda hipótesis, Anne, tras haber leído el manuscrito, se dejó tentar por el placer de reproducirlo fielmente. En todo caso, después de haber abortado, ella también decidió trabajar, esperando aumentar así las reservas de la familia y sobre todo huir de un ambiente conyugal agobiante. Por supuesto, ella sólo podía hacer un trabajo más o menos artístico. En otras ocasiones, había recibido elogios por las formas originales que esculpía con arcilla. Un día, conversando con una vecina, se les ocurrió la idea de abrir una tienda de bisutería.

Nada podía disgustar más a Phil, que vio en esa iniciativa, como el héroe de su novela, un sarcasmo hacia su incompetencia. Sobre el siguiente episodio las versiones son contradictorias: él afirmaba que su mujer, considerando que había llegado el momento de pasar a cosas serias, quería alejarlo de su vocación poco lucrativa y convertir al escritor maldito en un hombre de negocios responsable; Anne, por su parte, sostenía que era Phil quien deseaba convertirse a las artesanías para escapar de su impotencia creativa, y que había sido ella la que insistió para que volviera a la máquina de escribir. Sea como fuere, lo cierto es que, una vez que los ánimos se calmaron, Phil tomó la costumbre de pasar muchas horas en el taller. Examinaba los moldes y los cinceles, y se ejercitaba con esas herramientas de precisión. Hasta los trabajos menores que le confiaban, como el pulido, halagaban su vieja pasión por la artesanía. Al sopesar las joyas salidas del horno, comparaba con tristeza su compacta plenitud con la factura de sus novelas, que le parecían vulgares, horrendamente amorfas. Aspiraba a la esfera, a producir algo que pesara su peso justo y saliera de una sola colada. La socia de Anne le había mostrado unos libros sobre el arte tradicional japonés en los que ella se inspiraba para crear sus formas. En esos libros se hablaba de un punto en el que los contrarios, respetuosos del tao, se equilibran, y él soñaba con un libro que tuviese esa armonía; pero se sentía horriblemente incapaz no sólo de escribirlo, sino de concebirlo. Se sentía mal. Y cuanto peor se sentía, más insoportable se volvía en casa. Un día Anne le hizo una propuesta: ¿por qué no alquilaba la tranquila cabaña del sheriff, situada a diez minutos a pie de su casa? Anne se había informado: estaba abandonada, le costaría muy poco y allí podría trabajar tranquilamente. Phil vaciló, sabía que si aceptaba lo pondrían entre la espada y la pared. Ya no hubiese podido seguir eludiendo el problema. Si una vez allí no escribía un libro que realmente valiera la pena, ya no podría escribir más. Aquella cabaña sería la última etapa, el umbral de la nada. O ganaba o moría.

Hizo rodar las monedas y, conteniendo el aliento, construyó el hexagrama. Nueve, ocho, siete, siete, seis, ocho: Fang, la plenitud.

«En lo interno claridad, hacia afuera movimiento, esto da grandeza y plenitud. Es una época de alta cultura la que este signo representa. Pero, ciertamente, la circunstancia de que se trata de una culminación ya insinúa también la idea de que semejante estado extraordinario de plenitud no podrá mantenerse de forma duradera.»

Aceptó.