La primera alerta se produjo una noche en que Kleo había preparado una lasaña. Después de cenar, conversaban escuchando música cuando Phil sintió un dolor en el estómago. Se levantó diciendo que iba a buscar un medicamento y enfiló por el pequeño pasillo oscuro que conducía al cuarto de baño.
Frente a la puerta, buscó a tientas el cordón de la lámpara.
«¿Estás bien?», preguntó Kleo desde el comedor. «Sí», respondió él. Pero no encontraba el cordón. Sin embargo, sabía que colgaba a la izquierda de la puerta. Era absurdo. Con los brazos y los dedos extendidos empezó a dar vueltas en la oscuridad. Tuvo un arrebato de pánico, como si todo hubiese desaparecido a su alrededor. De tanto agitarse, su cabeza chocó con la esquina del botiquín. Los frascos de cristal del estante se tambalearon. Lanzó un insulto. La voz de Kleo, increíblemente lejana, repitió: «¿Estás bien?». Luego: «¿Qué pasa?». Phil murmuró, sin duda no lo suficientemente fuerte como para que ella lo oyera, que no encontraba el maldito cordón de la lámpara…, cuando de pronto comprendió que el cordón no existía. Existía, sí, y siempre había existido un interruptor a la derecha de la puerta. Lo encontró sin ningún problema y lo activó con un golpe seco. La bombilla del techo se encendió. Observó el cuarto de baño con desconfianza. Todo parecía normal, no muy limpio, pero normal. Había algo de ropa interior secándose sobre la bañera. Una cucaracha atravesó las baldosas del suelo. Se contuvo para no aplastarla.
Abrió el botiquín evitando su imagen reflejada en el espejo, enderezó un frasco caído, cogió el de las pastillas para el dolor de estómago y tomó una con un vaso de agua. Después, tras apagar la luz con cuidado, para que el interruptor no hiciera ningún ruido, regresó al comedor. Kleo había terminado de recoger la mesa y lavaba los platos en la cocina. Phil se acercó, pensando: «¿De dónde he sacado el recuerdo del cordón de una lámpara? Un cordón preciso, de una longitud precisa, en un lugar preciso. No buscaba a tientas porque sí, como lo hubiese hecho en un cuarto de baño ajeno. No, buscaba el cordón de una lámpara que estoy acostumbrado a utilizar, lo suficiente como para crear un reflejo en mi sistema nervioso».
—¿Alguna vez te ha pasado que buscabas el cordón de una lámpara que no existe en lugar de un interruptor? —preguntó Phil.
—¿Por eso has tardado tanto? —dijo Kleo, sin dejar de lavar los platos.
—¿De dónde habré sacado la costumbre de tirar de un cordón de ese tipo?
—No sé. Ya casi no quedan. Hoy todas las lámparas funcionan con interruptores. Quizá sea un recuerdo de tu infancia que ha vuelto a aflorar.
Después Kleo se fue a acostar y él se quedó solo con el gato Magníficat en el comedor, que a esas horas se convertía en su despacho. Puso el disco del Liederkreis opus 39 de Schumann, en la versión que Fischer-Dieskau acababa de grabar, y se sentó frente a la mesa sobre la que Kleo había colocado de nuevo la máquina de escribir. Afuera pasó un coche y cuando se alejó, ya no se oyeron más ruidos. Era su momento preferido del día. La primera melodía de la compilación, la más bella, hablaba de un hombre que estaba de viaje desde hacía mucho tiempo y que caminaba bajo la nieve pensando con nostalgia en su patria, en su casa. A decir verdad, en el poema no se hablaba de nieve, pero el disco formaba parte de un estuche que contenía también El viaje de invierno de Schubert y en la funda podía verse el dibujo de unos copos de nieve, lo cual dejaba poco espacio en la mente del auditor para imaginar un microclima soleado. Se preguntó, y la idea le hizo gracia, si hubiese sido posible componer un poema, luego una melodía, a partir de una experiencia como la que él había vivido: un individuo entra en su cuarto de baño y, en lugar de pulsar el interruptor, se pone a buscar un cordón de lámpara que no existe. Por poco no se levanta y despierta a Kleo para cantarle, acompañado por la melodía que había terminado en ese momento, e imitando la voz de Fischer-Dieskau, los últimos versos del poema que acababa de improvisar: Es gab keine Lampen-schnur… No había ningún cordón de lámpara…
A falta de melodía, quizá podía fraguar una historia. Frente a este tipo de percances, la mayoría de la gente se dice: «Qué extraño», y pasan a otra cosa. Él pertenecía a esa categoría de personas que no pasan a otra cosa, que buscan un significado a lo que quizá no lo tiene, una respuesta a algo que ya es temerario considerar una pregunta. Su oficio consistía en imaginar ese tipo de preguntas.
Había escrito ya muchas historias basadas en este principio: un personaje, a través de un detalle cualquiera, descubre que algo falla. En una de esas historias, el protagonista entraba en su despacho y descubría que todo había sido imperceptiblemente modificado: era difícil precisar qué, pero todo, el lugar que ocupaban los muebles, los mismos muebles, la distribución de la habitación, la cara de la secretaria, todo había cambiado. Al final se descubría que un servicio a la vez oficial y clandestino se encargaba de reconstruir regularmente la realidad, un poco como se restaura un edificio, por vagas razones de seguridad que Phil no se preocupó mucho por especificar. En otra de esas historias, el protagonista, la familia, los amigos y todas las personas que creían vivir en una pequeña ciudad americana de los años cincuenta, vivían en realidad en una vasta escenografía, la de una reconstrucción histórica expuesta en un museo del siglo XXIII. Como los aborígenes en una reserva, salvo que ellos no lo sabían: la gente del siglo XXIII hacía cola para verlos en el museo, pero un sofisticado sistema óptico hacía que ellos no pudieran ver a nadie. De pronto, el protagonista se daba cuenta de todo y trataba de convencer a sus conciudadanos. Y, naturalmente, lo tomaban por loco.
Dick adoraba escribir ese tipo de escenas, exponer minuciosamente los razonamientos del protagonista que dice la verdad y a quien nadie cree, y sabe que incluso él, si la oyera, tampoco la creería. Debían ser aburridas, como habitualmente lo son las escenas obligatorias, inevitables para el desarrollo de una trama pero Phil no se cansaba de ellas. Cuando escribió la historia de la reconstrucción histórica, había obtenido ya un cierto éxito con la escena en la que el protagonista visita a su psiquiatra, el peor interlocutor posible, ya que, le cuenten lo que le cuenten, nunca se preguntará si es verdad o no, sino únicamente de qué síntoma se trata. Phil detestaba esa certeza inapelable que tienen los psiquiatras para decidir qué es real o verdadero, la manera en que, si Galileo les anunciara que la Tierra gira alrededor del Sol o Moisés les refiriera lo que Yahvé le ha dicho, sonreirían benignamente y los invitarían a hablar de sus respectivas infancias. En el fondo, lo que más le gustaba de esas historias, de ese preciso momento de esas historias, era la posibilidad de ser él quien tuviera la última palabra, de negarle la razón a los psiquiatras y dársela en cambio a los pacientes que ellos declaran delirantes. Disfrutaba ocupando ese lugar supremo, ser el que escribe la historia y por lo tanto decide que el psiquiatra, sin saberlo, también forma parte de la reconstrucción histórica: los visitantes del museo, en el siglo XXIII, se ríen a carcajadas escuchando como éste le explica a su desgraciado paciente, el único que ha intuido la verdad, su negación a afrontar la realidad y la fuga de ella que lo lleva a refugiarse en una construcción delirante. Síndrome de aislamiento, diagnostica doctamente el especialista, del mismo modo que sus colegas explicaban la razón por la que Dick escribía historias de hombrecitos verdes en lugar de ejercer una profesión de adulto responsable: porque se sentía culpable, temía ser maltratado o despedido por su jefe, porque se negaba a crecer. Síndrome de aislamiento. Y tal vez, pensándolo bien, fuera cierto.
Unos meses antes, leyendo Sobre un caso de paranoia descrito autobiográficamente, Phil había descubierto el caso del presidente Schreber, el magistrado que Freud erigió en el modelo del paranoico, pensando que con esa historia, contada de otro modo, hubiese podido hacer ciencia ficción de primera calidad. El hombre al que Dios quería transformar en mujer y que los gusanos sodomizarían para salvar el mundo era un título demasiado largo, pero si la ciencia ficción, como sostenía Anthony Boucher, consistía en hacerse la pregunta «¿y si?», entonces ya tenía algo con qué divertirse: ¿y si el presidente Schreber hubiese tenido razón?, ¿y si su presunto delirio hubiese sido una descripción exacta de la realidad?, ¿y si Freud no hubiese sido más que un científico oscurantista que perseguía rencorosamente al hombre que lo había entendido todo? La idea de que el único hombre que sabía estuviera encerrado en un manicomio no tenía nada de insensata, pero lamentablemente no podía ser vendida bajo esa forma al mercado que Phil abastecía: ningún editor de ciencia ficción hubiese aceptado a Freud y Schreber como protagonistas de una novela. Por otra parte, nada le impedía escribir la historia del cordón de la lámpara con él de protagonista. Al fin y al cabo, era él quien había vivido aquella experiencia.
Sí, contar la historia de un escritor de ciencia ficción que un buen día, buscando el cordón de una lámpara, descubría que algo fallaba.
Todo transcurriría en un ambiente mainstream bien concreto: la pequeña ciudad, las pequeñas casas, los pequeños jardines, los perros de los vecinos, el mecánico huraño con pipa de mazorca de maíz, el olor a tarta de manzana hecha por la amable vecina. Sólo que en realidad sería una novela de ciencia ficción, es decir, que, primero, sería publicada, y, segundo, que el protagonista tendría razón: sin duda algo fallaba, el mundo no era lo que parecía ser, sino un marco, un trampantojo ingeniosamente ordenado para engañar a sus habitantes y ocultarles… ¿qué cosa?
Como las novelas cuyo protagonista es un escritor suscitaban en los editores una legítima desconfianza, en Tiempo desarticulado Phil cambió de nombre y de oficio. Desde hace muchos años, Ragle Gumm se gana la vida contestando a las preguntas de un concurso organizado por una gaceta local y titulado: «¿Dónde aparecerá el hombrecito verde mañana?».
Los cupones de respuesta tienen la forma de una rejilla: el hombrecito verde se encuentra en una de las cientos de casillas que componen estas rejillas. Todos los días cambia de casilla y todos los días la gaceta publica una serie de frases enigmáticas, como por ejemplo: «Un gato vale más que dos lo conseguirás», que, teóricamente, tienen que ayudar a localizar la siguiente casilla. Como sospecha que estas frases contienen una información escondida, Ragle procede a partir de ellas por asociación libre de ideas, pero apoyándose también en los resultados anteriores que ha ido cuidadosamente archivando desde que participa en el concurso. Su método, una mezcla de deducción y de inspiración pura, se revela curiosamente eficaz: Ragle gana siempre y sus ganancias le permiten vivir. Vivir mal, sin duda, pero vivir. Lo que en un principio no era más que una broma, una manera de ganar unos dólares jugando a las adivinanzas, ha terminado convirtiéndose en una ocupación diaria. El juego se ha transformado en yugo. La gente no lo entiende: cree que para él todo consiste en sentarse a la mesa, marcar una casilla al azar, enviar la respuesta por correo y luego cobrar el cheque; lo toman por un haragán que se aprovecha sin escrúpulos de un don inmerecido para pasárselo bien mientras las personas honradas van a trabajar. Nadie imagina el trabajo, la tensión nerviosa que requiere esa ocupación de adolescente retardado y, a pesar de que se siente orgulloso de su independencia, Ragle sufre por la mezcla de envidia y desprecio que suscita en los que le rodean. Con frecuencia sueña con cambiar de vida, abandonar el concurso para ocuparse de otras cosas: sudar bajo los derricks y un casco de aluminio, barrer las hojas muertas, examinar las cifras en una oficina. Cualquier otra ocupación le parece más adecuada para un adulto, más fecunda y más real que esa absurda manía en la que ha quedado atrapado… Sin embargo, cada mañana llega la gaceta. Después de desayunar, sin siquiera cambiarse de mesa, abre la página del concurso y la rueda de su vida vuelve a girar. Es su karma, sin duda, que así lo quiere (acaba de leer los Veda).
Una cosa lo consuela: sabe que lo necesitan. Sin duda, sus repetidos aciertos, su condición de ganador imbatible, desempeñan un papel importante en la publicidad del concurso. A decir verdad, los organizadores quieren que gane. Para aumentar sus posibilidades le ofrecen numerosos cupones de respuesta; se trata de un acuerdo secreto entre ellos.
Un día, Ragle se anima y le pregunta al director del concurso si los enigmas sometidos a su sagacidad, y que él resuelve de manera puramente intuitiva, tienen algún significado.
—Literalmente, no —observa el responsable.
—Bueno, pero me gustaría saber si tienen realmente un sentido o si sólo sirven para convencernos de que alguien, encima de nosotros, conoce la respuesta.
—No lo entiendo muy bien.
—Tengo una teoría. No es muy seria, pero me gusta pensar en ella: quizá no hay una respuesta exacta.
—En ese caso, ¿en qué nos basaríamos para decidir que una respuesta es la ganadora y las otras no?
—Quizá eligen ustedes la respuesta ganadora a cosa hecha, porque les parece más estética o simplemente porque es la mía y, por alguna razón, yo tengo que ser el ganador de este concurso.
—Tenga cuidado: está usted proyectando su técnica sobre nosotros.
Es entonces cuando se produce el incidente del cordón de la lámpara, que confirma la sospecha de Ragle, aún vaga, de que algo falla. Más tarde, algunos niños jugando en un descampado descubren una vieja guía telefónica en la que figuran unos prefijos que no corresponden a nada conocido. Los números no contestan. Ragle empieza a sentir extrañas sensaciones de desfase, de déjà vu. Advierte que todo el mundo en la calle lo reconoce, lo cual quizá se debe a su foto aparecida en la gaceta local, y sin embargo… Más tarde, mientras repara una vieja radio, capta algunos mensajes que parecen proceder de los aviones que sobrevuelan permanentemente la región. Ahora bien, nadie en la ciudad está al corriente de ese intenso tráfico aéreo, o al menos nadie habla de él. Quizá, piensa Ragle, soy el único que lo ignora. Quizá soy el blanco de algo que está tramándose a mis espaldas. Pero no, debo tranquilizarme: estoy imaginándome que soy el centro de una conspiración, que todo el universo gira en torno a mí con el único fin de engañarme. Me estoy volviendo paranoico… Y tan pronto como se dice esto, los mensajes de radio empiezan a hablar de él: «Sí —alcanza a oír a través de las interferencias—. Sí, es Ragle Gumm, están sobrevolándolo. No, no sospecha nada…».
En los relatos que Dick había escrito antes sobre este tema, el protagonista descubría un secreto relacionado nada menos que con el orden del mundo y se desvivía tratando de explicarlo a las personas que lo rodeaban, sin ninguna esperanza de que le creyeran. Esta vez Phil recurrió a otra dramática artimaña, más inquietante todavía. No se trata ya de: «Todos lo ignoran excepto él», sino: «Todos lo sabían, excepto él»; todos conspiraban para que él lo ignorara. Naturalmente, por más que se desviva tratando de explicar lo que ha descubierto, es recibido con la incredulidad de siempre: la diferencia estriba en que este tratamiento forma parte de la conspiración y que sus conciudadanos, siguiendo la evolución de las sospechas de Ragle Gumm, se dicen: «¡Ay, ay, caliente, caliente!».
Para conducir su investigación, controlada, sin que él lo sepa, por escuadrones de espías, Ragle intenta huir de la ciudad, cosa que se revela imposible, inexplicablemente imposible. Como si, más allá de los suburbios, no existiese nada más y hubiese que evitar a toda costa que él lo descubra. Si conduce un coche, el motor se detiene. Si decide tomar un autobús, la estación se esfuma en la noche. Se desespera. «Si enciendo la radio —piensa—, los escucharé hablar de mí. Porque yo soy el centro de este universo. Se han matado para construir un mundo ficticio en torno a mí, para que me quede tranquilo. Edificios, coches, toda una ciudad. Todo parece verdadero, pero es completamente artificial. Lo que no entiendo es por qué precisamente yo. Y qué sentido tiene este concurso. Es evidente que para ellos es vital, es evidente que todo este trampantojo ha sido construido en torno al concurso. Cuando creo calcular dónde aparecerá el hombrecito verde la próxima vez, en realidad estoy haciendo otra cosa. Ellos lo saben, pero yo no.»
No contaré la novela hasta el final, sólo revelaré la explicación del misterio. A fuerza de astucia, Ragle atraviesa las apariencias y accede a la realidad. Una de las primeras cosas que descubre es un número del Time Magazine de 1997 con una foto suya en la portada bajo el título: «Ragle Gumm: el hombre del año». Así se entera de que a fines del siglo XX ha estallado una guerra entre la Tierra y los colonos rebeldes de la Luna, que bombardean nuestro planeta sin descanso. Afortunadamente, la defensa terrestre tiene como jefe a un genio de la estrategia, Ragle Gumm, que, gracias a su reflexión, a su experiencia y, sobre todo, a su intuición, prevé casi siempre dónde caerán los próximos misiles, facilitando la evacuación de las ciudades amenazadas antes de la catástrofe. Pero un buen día, el peso aplastante de la responsabilidad que le incumbe quebranta su resistencia psicológica. Para huir de esto se refugia en una tranquilidad ilusoria, los apacibles años cincuenta de su primera infancia. Síndrome de aislamiento, declaran los psiquiatras afligidos: no pueden hacer nada para curarlo. Entonces a las autoridades terrestres se les ocurre adaptar el ambiente circundante a su psicosis, recrear a su alrededor un mundo donde se sienta protegido. En una zona militar ultrasecreta, construyen una pequeña ciudad, tomando como modelo las ciudades americanas de la preguerra, la pueblan con habitantes-actores y le ofrecen a Ragle la posibilidad de ejercer un pasatiempo que, pese a todo, le permita aprovechar su talento. Mientras cree resolver los pueriles enigmas de la gaceta, o sea, localizar la próxima aparición del hombrecito verde, en realidad está identificando sin saberlo las coordenadas de los puntos de impacto de los misiles y protegiendo de esta manera a la población terrestre. Hasta el día en que tiene una duda y, mediante toda una sucesión de incidentes insignificantes, comienza a recuperar la memoria. El cordón de la lámpara ha sido el factor desencadenante.
Como este capítulo cierra la época de aprendizaje de mi protagonista, propongo una pausa y un juego para amenizarlo. He aquí tres ejercicios que ayudan a adivinar dónde, en las páginas siguientes, aparecerá el hombrecito verde:
1) A los 30 años, cuando escribía el libro que acabo de resumir, Philip K. Dick imaginaba que era un pobre diablo de escritor proletario, condenado, para mal ganarse la vida, a escribir a máquina, lo más rápidamente posible, relatos para adolescentes que lo alejaban de la obra literaria con la que contaba para dejar su huella en las arenas del tiempo. Sin embargo, presentía que esta idea reflejaba sólo parcialmente la realidad: de hecho, y, sin saberlo, estaba haciendo algo diferente. Pero ¿qué es lo que hacía?
2) Tienen ustedes entre sus manos el número del Time Magazine de 1997, en cuya portada aparece una foto de Philip K. Dick, «el hombre del año». Imaginen el texto del artículo.
3) Variante: el número es de 1993, lo que indica que no procede del universo en el que ustedes leen este libro, sino de otro, Probablemente cercano. Repitan el ejercicio teniendo en cuenta este dato.