Cuando Dick, a los veinticuatro años, decidió dedicarse profesionalmente a la ciencia ficción, no imaginaba que esa decisión sería para toda la vida. Creía aprovechar una oportunidad, reaccionar de manera transitoriamente adecuada frente a una situación que también era transitoria. Descartada la opción académica, su repertorio de fobias le vedaba la mayoría de las profesiones a las que un americano adulto y normal podía aspirar. Los tests le habían enseñado al menos esto. Sabía que era capaz de eludirlos y de hacerse pasar, durante una entrevista de trabajo, por el joven serio que un jefe de personal contrata sin vacilar, pero no de engañar a todo el mundo encerrado todos los días en una oficina. Además, sus deseos no correspondían a una vida de oficina. El poder, aunque se negara a reconocerlo, lo atraía, pero no el poder que ejerce un ejecutivo medio sobre sus subordinados o un ejecutivo superior sobre un ejecutivo medio. Y, en cuanto al modo de vida de los funcionarios, el mismo que la publicidad ofrecía de modelo a un país atontado desde hacía poco por su prosperidad, un ciudadano de Berkeley no podía sino considerar grotesco el movimiento browniano de esos sonrientes robots encorbatados que temprano por la mañana perfumaban con el mismo after-shave el tren de cercanías y, por la tarde, después de haberse agitado tanto en vano, regresaban a sus casas a encontrarse con sus esposas rubias y sonrientes que, alcanzándoles un Martini, preguntaban con voz inexpresiva: «¿Qué tal te ha ido, cariño?». Mejor cultivar la propia originalidad y, en su caso, su gusto adolescente y ligeramente regresivo por la ciencia ficción, ya que en este terreno existía un mercado en plena expansión, bastante abierto como para que un joven escritor, cuyos textos «literarios» nadie aceptaba, pudiera pensar en vivir de él, vivir mal, sin duda, pero siendo pagado para ejercitarse y aprender el único oficio que correspondía a sus aspiraciones. Por supuesto, tenía que arriesgar: producir en grandes cantidades, aceptar los cortes, los títulos absurdos y las coloridas ilustraciones de hombrecitos verdes con ojos saltones. Boucher solía bromear diciendo que si hubieran publicado la Biblia en una colección de ciencia ficción, habría sido en dos tomos de veinte mil palabras cada uno, al Antiguo Testamento lo habrían titulado El Maestro del Caos y al Nuevo La Cosa de tres almas. Pero pronto las cosas cambiarían, esperaba Dick. Sus cuentos serían leídos en el New Yorker, sus libros verdaderos serían publicados por verdaderas editoriales, recibirían críticas serias y hablarían de él como de Norman Mailer o Nelson Algren. Los años oscuros del aprendizaje darían a su biografía el típico toque canalla del gran novelista americano.
Lo más extraño fue que esto no ocurrió. Sus obras «serias», mainstream como se dice en Estados Unidos, quizá no eran tan buenas, pero se publicaban otras que eran mucho peores. Además, si pensamos en todos esos escritores que son saludados como revelaciones antes de caer en el olvido, Dick hubiese merecido la oportunidad de poder codearse, como los demás, con el mundillo no tan inaccesible, al fin y al cabo, de la literatura burguesa. Pero algo se lo impidió, algo que en un principio le pareció como una fatalidad inexplicable, y después —pero mucho más tarde— como la prueba de una vocación incomparablemente más alta.
En los años cincuenta, además de unos ochenta cuentos y siete novelas de ciencia ficción, escribió no menos de ocho novelas mainstream, todas rechazadas. Estos fracasos no desanimaban a Kleo, que creía en los mitos del artista incomprendido y de la alegre bohemia: el artista, para ella, tenía que ser incomprendido, al menos en sus comienzos, junto a los alegres bohemios, así como los militares tenían que ser unos brutos condecorados y las películas de Hollywood unas estúpidas máquinas comerciales. Cuando ella colgaba en la pared las cartas de rechazo que iban cayendo en el buzón de casa a un ritmo alarmante —un día llegaron a encontrar diecisiete—, no dudaba siquiera un segundo en pensar que éstas demostraban la idiotez de los zombis trajeados de gris que reinaban en el mundo editorial y a la vez la originalidad que muy pronto reconocerían a su marido. La prensa empezaba a hablar de la generación beat y ofrecía un modelo posible al personaje de escritor rebelde y relajado del que Phil llevaba al menos el uniforme: vaqueros, camisa a cuadros de leñador y viejas botas de militar. Kleo soñaba con la gloria de un Kerouac para su marido y, las pocas veces en que cruzaban la bahía para ir a San Francisco, intentaba arrastrarlo a los bares llenos de humo de North Beach, donde los poetas beat escuchaban jazz y leían sus obras hasta muy entrada la noche.
Desafortunadamente, a Phil no le gustaba ni cruzar la bahía, ni los bares llenos de humo, ni el jazz, ni las reuniones de escritores. Le daba pánico que alguien le preguntara sobre lo que escribía, acostumbrado como estaba a la sonrisita de superioridad con la que el más oscuro poeta, con una obra publicada quizás a sus expensas, recibía el farfulleo con el que intentaba ahogar las palabras «ciencia ficción». Menos confiado que su mujer y menos proclive a indignarse, dudaba de que el fracaso fuera el estigma del genio y, sin atreverse a pedirle que quitara esos trofeos de la pared («¿Cómo? —hubiese exclamado Kleo—. ¡No me dirás que te da vergüenza!»), apartaba la mirada afligida del muro de los rechazos. Prefería en cambio, cuando estaba solo, sacar de la billetera y contemplar como si se tratara de una reliquia la carta perfectamente anodina de un novelista mainstream llamado Herb Gold, que apenas conocía, pero que había tenido la bondad de llamarlo «querido colega», como si él también fuera un verdadero escritor.
Mortificado frente a los que hubiese querido considerar como a sus pares, pronto sintió lo mismo frente a las personas normales, las que tenían una carrera, las que vivían en casas confortables o las que ganaban mucho dinero. Hubiese podido despreciar, como hacía Kleo, el éxito de éstas; pero sabía que ellas despreciarían su fracaso. Poco importaba el orgullo de sentirse independiente e ignorar la autoridad de un jefe frente a las acuciantes penurias de la pobreza. Cerca de su casa había una tienda de alimentos para perros, The Lucky Dog Pet Store, donde Phil solía comprar carne de caballo, considerada en Estados Unidos como no apta para el consumo humano. Un día, el vendedor lo midió con la mirada y con una frase lo condenó a su condición de perdedor: «No me dirá que es para usted, ¿verdad?». Cuando se lo contó a Kleo, ella se echó a reír y, para consolarlo, le explicó el significado de su nombre en griego: Philippe, el que ama los caballos. Pero él quiso saber si ese amor por los caballos debía incitarlo a comer su carne o a evitarla con horror. Los hindúes no comen carne de vaca porque la veneran como un animal sagrado, los judíos no comen carne de cerdo porque lo consideran un animal indigno. En términos de religiones comparadas, concluyeron que ambas tesis eran válidas. No obstante, ellos seguían comiendo carne de caballo, algo que en California, en torno al 1955, era visto como un alimento para parias.
Desde la época en que ejercía otro trabajo, se había acostumbrado a escribir de noche. Por las mañanas se paseaba, recorría un radio cada vez más reducido alrededor de su casa, examinaba los estantes de los discos en oferta y, sobre todo, leía en su jardincito yermo, en lugar de dedicarse a los trabajos manuales como habría hecho su vecino, de haber tenido los días libres como él. Cuando salía de su casa rumbo al trabajo, el vecino le lanzaba una mirada torva, suspicaz. Phil, por su parte, miraba tímida y lánguidamente a la mujer del vecino, que empezaba a hacer la limpieza justo cuando él estaba a punto de irse a acostar. Quizá haya tramado algún flirt, pero fueron cosas sin importancia hasta 1958.
¿Qué leía? De todo: Dostoievski, Lucrecio, los pormenores del proceso de Nuremberg, poesía y filosofía alemanas, ciencia ficción, psicoanálisis y, sobre todo, a Jung, de quien compraba las obras completas conforme iban saliendo en la magnífica edición de Bollingen. Descubrió así los Septem Sermones ad Mortuos, que el joven médico suizo había publicado en 1916 bajo el seudónimo de Basílides, tomado del gnóstico alejandrino del siglo II. Esta prosa arcaica relata una suerte de experiencia mística, llena de luces y sonidos inexplicables, de revelaciones formuladas por figuras como las del profeta Elías, el Mago Simón o un tal Filemón, en el que Jung reconoció una instancia de su propio espíritu, aunque más instruido y más sabio que él. Dick se apasionó por ese texto extraño y durante algunos días acarició la idea de inspirarse en él para una novela, la vida de un escritor imaginario basada en el Doctor Faustus de Thomas Mann que acababa de ser publicado y que había leído con fervorosa admiración; después lo olvidó.
En general, las novelas mainstream que escribió por aquel entonces no denotan la influencia de sus lecturas. En ellas podemos ver la evolución de técnicos reparadores de televisores que envejecen, vendedores de discos angustiados que sueñan con convertirse en disc-jockeys y parejas en crisis. Decir evolución quizá sea excesivo: atrapados en una vida cotidiana desolada, se arrastran por un camino que los conduce de la depresión a la desesperación. Esos libros de factura floja y deshilachada, repletos de diálogos de una inquietante inanidad y que revelan en su estado bruto la profunda melancolía del autor, eran lo que Dick hubiese pagado por escribir y por parecerse a Thomas Mann. En cambio, por las historias de hombrecitos verdes y de platillos voladores era a él a quien le pagaban, y éstas, en el mejor de los casos, lo habrían convertido en un nuevo A. E. Van Vogt, con el que lo habían fotografiado en uno de esos encuentros en los que los adeptos del género manifiestan su gregarismo de ilotas. La foto había aparecido en un fanzine bajo el título «Lo viejo y lo nuevo»: tres años de carrera lo habían elevado al rango de joven esperanza.
La especialidad de Van Vogt y de otros, como Lafayette Ron Hubbard, que más tarde fundaría la iglesia de cientología, era un aggiornamento galáctico de la «canción de gesta», llamada space opera. Este género nos muestra a los valientes terrícolas destruyendo las hordas de mutantes llegadas del espacio; se trata sólo de combates entre titanes, de pruebas de iniciación, de demostraciones de poderes sobrenaturales. Además de esta escuela naif y picaresca, a la que algunos críticos objetaban, no sin razón, ofrecer ilusiones compensadoras a un público de desheredados, existía otra escuela, más adulta según sus representantes, que del concepto «ciencia ficción» sólo retenía el primer termino y cuya principal preocupación era la de describir el futuro con exactitud: sus autores se devanaban los sesos extrapolando el desarrollo de las técnicas existentes, o al menos factibles, con la esperanza de que un lector del año 2000 no se sintiera desorientado al leer sus libros.
Dick no sentía ninguna inclinación por esa forma de imaginación arrogante y tecnológica. Sin embargo, respetuoso del mercado, se adaptó a ella en sus comienzos, escribió space operas que emulaban a Van Vogt y se abonó a varias revistas de divulgación científica. Después de leer un artículo sobre las críticas de la investigación rusa a la teoría restringida de la relatividad, su conciencia profesional lo llevó a escribirle a uno de esos investigadores, el profesor Alexandre Topchev, de la Academia Soviética de las Ciencias, con la esperanza de obtener alguna información de primera mano, algo así como una primicia para físicos que pudiera servirle de material para un cuento. Nunca recibió una respuesta. Pronto los editores advirtieron que esa escrupulosidad científica engendraba unos libros mortalmente aburridos, de modo que se volvió a imaginar cualquier cosa: reversión del curso del tiempo, viajes a la cuarta dimensión, taxis espaciales para ir a pasar la noche a los anillos de Saturno, etcétera.
A mediados de los años cincuenta se consolidó una nueva tendencia con la que Dick se sintió sin duda mucho más a gusto. Autores como Robert Sheckley, Fredric Brown o Richard Matheson comenzaron a publicar relatos impregnados de un humor negro y mordaz y enraizados en una cotidianidad que sus tramas tortuosas transformaban en pesadilla. Eran relatos destinados la mayoría de las veces al fracaso, construidos en torno a un desenlace final que confundía los puntos de referencia y trastocaba subrepticiamente el orden de las cosas. A medio camino entre el fantástico tradicional y la ciencia ficción, esta escuela es poco conocida en Francia (yo mismo pude comprobarlo cuando publiqué una novela, El bigote, que era casi una imitación de Matheson, nombre que ningún crítico mencionó, mientras que el de Kafka apareció en muchas críticas). O bien, si es conocida, sólo lo es gracias al cine y la televisión: su espíritu está presente en series como The Twilight Zone o Los intocables, cuyos guiones fueron escritos por los autores citados arriba, y en la película modelo de Don Siegel La invasión de los ladrones de cuerpos.
He aquí la historia: en una pequeña ciudad americana, unas extrañas hortalizas se apoderan de sus habitantes. Estos aparentemente no sufren ningún cambio, siguen siendo el médico, el estanquero o el barman que todos conocen y estiman. Sin embargo, ya no son ellos, sino mutantes, extraterrestres decididos a invadir insidiosamente nuestro planeta. El protagonista, que al comienzo no sospecha nada, advierte a continuación en algún pariente o vecino una actitud extraña; empieza a hacerse preguntas, a buscar respuestas razonables hasta que al final la respuesta irracional, imposible y verdadera acaba por imponerse: esas extrañas calabazas que se ven en los invernaderos adoptan al crecer la forma de cuerpos humanos, los de los habitantes que en la fase final de su crecimiento sustituyen y arrojan a la basura. De modo que hay que desconfiar de todos. Detrás de cada rostro familiar y querido puede ocultarse un monstruo despiadado. Nada permite distinguir a los hombres verdaderos, si todavía quedan, de los que han sido «sustituidos». Incluso el protagonista corre ese riesgo. Querría asegurarse, si esto ocurriera, de que los supervivientes lo neutralizaran y evitar de este modo hacerles daño. Pero sabe que cuando ocurra no lo aceptará y que sólo querrá hacer daño a los hombres, pues ya no será uno de ellos, ya no será él.
Reacio a las salas de cine, Dick no vio la película cuando salió, pero se la contaron y durante unos días creyó que le habían robado la idea. Dos años antes había publicado un cuento sobre el mismo tema, adoptando el punto de vista de un niño persuadido de que su padre ha sido sustituido por una criatura monstruosa. Cuanto más exacto es el parecido, más convencido está el niño de la sustitución; y, mientras busca en el incinerador del garaje los restos de su verdadero padre, el impostor, en el salón, se lamenta con la madre de la excesiva imaginación del niño.
Averiguó y supo que la película se basaba en un relato de Jack Finney, publicado unos meses antes que el de él. Llegó a la conclusión, con razón, de que la idea tenía que estar en el aire.