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«El quinto año del reinado del faraón Tutmosis IV, Senef, gran visir y antiguo regente del faraón niño, falleció por causas desconocidas y fue enterrado en el Valle de los Reyes, en una espléndida tumba cuya construcción había durado doce años. Pese a no haber sido faraón, Senef fue enterrado en el Valle de los Reyes porque era lo que correspondía a un personaje que había actuado de regente, y que probablemente hubiera conservado atribuciones faraónicas tras el acceso al trono de su antiguo pupilo. La gran tumba de Senef fue dotada de todas las riquezas que podía ofrecer el antiguo Egipto: un ajuar sepulcral de oro y plata, lapislázuli, cornalina, alabastro, ónice, granito y diamante, así como muebles, alimentos, estatuas, carros, juegos y armas. No se reparó en gastos».

«El décimo año de su reinado, Tutmosis enfermó. Su hijo Amenhotep III fue declarado faraón por una facción del ejército enfrentada con los sacerdotes. En el Alto Egipto estalló una rebelión, y el país de los dos reinos cayó en la discordia y el caos».

«Era un buen momento para saquear una tumba».

«Por eso, un amanecer, los altos sacerdotes a cuyo cargo corría la vigilancia de la gran tumba de Senef empezaron a cavar…»

La voz en off hizo una pausa. Nora estaba en el pasillo del Segundo Tránsito del Dios, hombro con hombro con el alcalde y su mujer, justo delante de Viola Maskelene. El ruido de palas se hizo más fuerte, un «chof chof» en crescendo unido a las agitadas voces de los saqueadores. De pronto se oyó un grito ahogado de victoria, palas rascando piedra y el crujido de varios sellos de yeso rotos a golpes de pico. Alrededor de Nora, el público, formado por trescientos vips seleccionados a conciencia, las fuerzas vivas de Nueva York, estaba fascinado.

El siguiente sonido fue de piedras arrastradas. Los saqueadores estaban retirando la puerta exterior de la tumba. Apareció una rendija de luz que horadó vivamente la oscuridad. Al cabo de un momento aparecieron las caras digitalizadas de los saqueadores, ansiosos por entrar; estaban encendiendo antorchas. Iban vestidos de antiguos egipcios. Nora ya lo había visto, pero admiró otra vez el realismo de los saqueadores holográficos.

Otro juego de proyectores tomó el relevo sin que se notara y proyectó imágenes en diversas pantallas repartidas con gran habilidad. La impresión era que los saqueadores avanzaban temerosos por el pasadizo, delante de los visitantes. Los ladrones fantasmales se giraban hacia el público y lo invitaban a seguirlos con gestos y susurros, convirtiéndolo en su cómplice. Era el modo de que la gente pasase a la siguiente fase del espectáculo, cuyo escenario era la Sala de los Carros.

Nora avanzó con los demás, sintiendo un escalofrío de orgullo. El guión era buenísimo. Wicherly se había lucido. A pesar de sus muchos defectos, era un hombre de gran talento. Nora se enorgulleció de su propia aportación creativa. Hugo Menzies, por su parte, había supervisado el proyecto con mano firme y sutil, dando pruebas de la misma inteligencia que le había permitido lidiar con el montaje de la exposición. Y los técnicos y el equipo de audiovisuales habían sacado el máximo partido al material visual. De momento, a juzgar por la fascinación del público, todo iba muy bien.

A medida que la gente se acercaba al pozo, siguiendo las imágenes de los saqueadores, se encendieron y parpadearon una serie de luces enmascaradas por paneles ocultos, que simulaban antorchas en las paredes del pasadizo. No había problemas de circulación. La gente se desplazaba al mismo paso que los saqueadores.

Los ladrones se pararon en el pozo y empezaron a discutir en voz alta sobre la manera de cruzar aquel punto tan peligroso. Varios llevaban finos troncos en los hombros. Los ataron, los bajaron mediante un rudimentario sistema de polea y cabrestante y los atravesaron sobre el pozo como un puente. A continuación las imágenes proyectadas de los ladrones avanzaron muy despacio, como equilibristas, mientras los troncos crujían y se balanceaban. De repente se oyó el pavoroso grito de una de las figuras que resbalaba y se hundía en la oscuridad del pozo. El grito fue cortado en seco por otro ruido aún más repulsivo, de carne chocando contra piedra. El público estuvo a punto de gritar.

—¡Madre mía! —dijo la mujer del alcalde—. Ha sido un toque bastante… realista.

Nora miró a su alrededor. Al principio se había mostrado contraria a aquel toque dramático, pero a juzgar por los murmullos de entusiasmo y los gritos contenidos del público había que reconocer su eficacia. Hasta la esposa del alcalde parecía cautivada, a pesar de su tímida objeción.

Subieron algunas pantallas holográficas, mientras bajaban otras. Los proyectores de vídeo controlados por ordenador trasladaron las imágenes de los saqueadores de pantalla en pantalla sin solución de continuidad, creando un efecto de movimiento tridimensional. El resultado era muy realista. Sin embargo, en cuanto saliera de la tumba el último visitante todas las pantallas se retirarían y las imágenes de muerte y destrucción se apagarían, dejando la sala en su estado original, a punto para el siguiente pase.

Los invitados siguieron a las figuras hasta la Sala de los Carros, donde los saqueadores se dispersaron, atónitos por su magnificencia y su riqueza: montones de oro y plata, lapislázuli y piedras preciosas que a la luz de las antorchas devolvían un brillo mortecino. Al fondo de la sala bajó una barrera que cerraba el paso a los espectadores. Entonces empezó la segunda parte del espectáculo, con otra voz en off:

«Al igual que muchas tumbas del antiguo Egipto, la de Senef contenía una inscripción que maldecía a quien quisiera saquearla, pero ninguna maldición igualaba en eficacia al miedo que inspiraba el poder del faraón a los propios saqueadores, ya que la codicia y la corrupción de estos altos sacerdotes no les impedía ser creyentes. Creían en la divinidad del faraón y en su vida eterna. Creían en las propiedades mágicas infundidas a los objetos que habían sido enterrados en la tumba al mismo tiempo que él. La magia de estos objetos era peligrosísima. Si no se anulaba, podía perjudicar gravemente a los saqueadores».

«Por eso lo primero que hacían estos últimos era destruir todo el ajuar de la tumba, a fin de suprimir sus poderes mágicos».

Cuando los saqueadores se recuperaron de la impresión, empezaron a coger objetos y a tirarlos por el suelo. Su inicial timidez derivó en una orgía de destrucción de muebles, vasijas, armaduras y estatuas arrojadas contra las paredes, el suelo de piedra o los pilares cuadrados. Por todas partes volaban, resbalaban o saltaban imágenes inmateriales de gemas, oro y trozos de alabastro. Los saqueadores intercalaban gritos y maldiciones en su actividad. Algunos gateaban por el suelo, removiendo los destrozos y guardando los objetos de valor en sacos.

También esta escena destacaba por su realismo.

«Se destruía todo. Si se sacaba de la tumba algún objeto de valor, era a trozos, para desmenuzarlo aún más. Los metales se fundían para hacer lingotes, y las joyas e incrustaciones de lapislázuli, turquesa y jaspe se sacaban de sus engarces para volver a cortarlas. A continuación este tesoro se exportaba rápidamente fuera de Egipto, a otro lugar donde los objetos perdieran cualquier residuo del poder del divino faraón».

«Todos los objetos bellos y valiosos guardados en la tumba estaban condenados al mismo destino: la aniquilación total. Tantos años de trabajo, tantos miles de artesanos, para que en un solo día se redujese todo a escombros».

El frenesí de insultos, gritos y destrozos cada vez era mayor. Nora miró de reojo al alcalde y a su mujer. Ambos estaban boquiabiertos, asombrados, completamente absortos en la escena, como el resto del público. Nadie podía apartar la vista, ni siquiera los policías y los cámaras. Viola Maskelene sorprendió a Nora mirándola y le hizo una señal con la cabeza, a la vez que levantaba el pulgar.

Nora volvió a estremecerse. La tumba de Senef sería un éxito, un éxito sin precedentes. Y su principal conservadora —no pudo por menos que pensar— era ella. Era a ella a quien correspondía el mérito. Menzies estaba en lo cierto. Sería su consagración.

Volvió a sonar la voz en off.

«Tras destruir la Sala de los Carros y llevarse todos los tesoros de valor, los saqueadores penetraron en la parte más profunda de la tumba, la llamada Sala del Oro, o cámara sepulcral propiamente dicha. Se trataba de la parte más rica y peligrosa de la tumba, ya que era donde descansaba el propio faraón con el cuerpo momificado pero no muerto, según las creencias de la época».

Sin soltar las antorchas, sudorosas y exaltadas por la bacanal de destrucción, las figuras holográficas cruzaron el arco del fondo, que daba acceso a la cámara sepulcral. Una vez abierta la barrera, también el público cruzó la Sala de los Carros y se detuvo en la cámara sepulcral frente a otra barrera que bajó del techo. La voz en off reanudó sus explicaciones. El espectáculo se aproximaba al clímax.

«La cámara sepulcral era el lugar de descanso del cuerpo momificado del faraón, que contenía el alma-Ba de este último, una de las cinco almas de los muertos».

«El robo se produjo en plena luz del día, tal como estaba planeado, ya que según las creencias egipcias el alma-Ba del faraón se ausentaba de la tumba a lo largo del día para viajar por el cielo con el sol. Llegado el crepúsculo, el alma-Ba se reunía con la momia del faraón, y ¡ay del saqueador sorprendido en la tumba tras el anochecer, cuando la momia volvía a la vida!»

«Estos saqueadores, sin embargo, han sido poco cuidadosos. Aún no existían los relojes mecánicos, y en la oscuridad de la tumba de nada servían los de sol. No disponen de ningún medio para llevar la cuenta del paso del tiempo. E ignoran que fuera de la tumba ya se está poniendo el sol…»

Los saqueadores se entregaron a otra orgía de violencia: rompieron los canopes, dispersaron los órganos momificados de Senef, abrieron cestas de grano y pan, arrojaron alimentos y animales momificados y decapitaron estatuas. Después se centraron en el gran sarcófago de piedra. Deslizaron troncos de cedro en un lado, movieron lentamente la tapa de una tonelada y la retiraron milímetro a milímetro hasta que cayó del sarcófago, partiéndose en dos trozos en el suelo. La magia de la proyección holográfica volvió a prestar un realismo excepcional a la escena.

Nora notó que le tocaban el codo. Al bajar la vista vio que era el alcalde, y que le sonreía.

—Esto es espectacular —susurró Schuyler, guiñándole el ojo—. Parece que al final se ha disipado la maldición de Senef.

Viéndolo tan calvo, y con la cara tan redonda y lustrosa, Nora no tuvo más remedio que sonreír. Estaba entusiasmado, como un niño grande. Todos lo estaban.

Ya no le cabía ninguna duda. La exposición era un enorme éxito.