Con la sirena en marcha, Hayward llegó a Greenwich Village en veinte minutos. Durante el trayecto marcó los pocos números de contacto que tenía de D’Agosta, pero todos estaban apagados. También intentó encontrar el de Effective Engineering Solutions o el de Eli Glinn sin ningún éxito. Ni siquiera aparecían en la base de datos telefónica de la policía de Nueva York, o en el directorio de empresas de Manhattan, aunque EES estuviera registrada como una compañía que cumplía todos los requisitos exigidos por la ley.
Hayward sabía que la empresa existía, y conocía su dirección: Little West 12th Street. Aparte de eso no sabía nada.
Salió de West Side Highway sin apagar la sirena y se metió por West Street. Ahí giró por una callecita lúgubremente encajonada entre edificios de ladrillo, donde desconectó la sirena y circuló despacio mirando los números. Little West 12th Street, antiguo centro del barrio de los mataderos, solo tenía una manzana. El edificio de EES carecía de numeración, pero la de los edificios contiguos le permitió deducir que era el que buscaba. No respondía exactamente a lo que había imaginado. Tenía unos doce pisos y el nombre descolorido de una antigua industria cárnica en un lateral. Sin embargo, lo delataban las filas de ventanas nuevas y caras de los últimos pisos, así como la doble puerta metálica de la zona de carga y descarga, con un aspecto sospechosamente high-tech. Hayward aparcó delante, cerrando el paso por el callejón, y subió hacia la entrada.
Al lado de la zona de carga y descarga había otra puerta más pequeña sin nada reseñable aparte de un interfono con un timbre. Lo pulsó y esperó con el corazón agitado por la decepción y la impaciencia.
Casi enseguida contestó una voz de mujer.
—¿Sí?
Hayward enseñó su insignia sin saber muy bien dónde estaba la cámara, aunque estaba segura de que había una.
—Soy la capitana de Homicidios Laura Hayward, de la policía de Nueva York. Exijo que se me deje entrar inmediatamente.
—¿Trae una orden judicial? —contestó la voz con amabilidad.
—No. Vengo a ver al teniente Vincent D’Agosta. Tengo que verlo enseguida. Es cuestión de vida o muerte.
—Aquí no trabaja ningún Vincent D’Agosta —dijo la voz femenina, sin perder su tono de amabilidad burocrática.
Hayward respiró.
—Quiero que transmita un mensaje a Eli Glinn. Si en treinta segundos no se ha abierto la puerta, pasará lo siguiente: pondremos agentes en la puerta, haremos fotos de todas las personas que entren o salgan, pediremos una orden de registro para buscar un laboratorio de metanfetamina y lo dejaremos todo lleno de cristales rotos. ¿Me entiende? Ya ha empezado la cuenta atrás.
Solo hicieron falta quince segundos. Tras un ligero clic, la doble puerta se abrió sin hacer ruido.
Hayward entró en un pasillo poco iluminado, que acababa en unas puertas de acero inoxidable pulido. Su apertura simultánea reveló a un hombre muy musculoso con el logo del Harvey Mudd College[10] en el chándal.
—Por aquí —dijo el desconocido, girándose sin ceremonias.
Hayward lo siguió por una sala enorme, hasta un ascensor industrial que los condujo rápidamente a un laberinto de pasillos blancos terminado en una doble puerta de cerezo bruñido. Al otro lado había una sala de reuniones pequeña pero elegante.
Al fondo de la sala estaba Vincent D’Agosta.
—Hola, Laura —consiguió decir después de un rato.
De repente a Hayward no le salían las palabras. Se había obsesionado tanto con buscarlo que no había pensado qué decirle si lo encontraba. D’Agosta tampoco abrió la boca. Aparte del saludo, daba la impresión de estar igual de incómodo que ella.
Hayward tragó saliva y recuperó la voz.
—Vincent, necesito que me ayudes.
Otro largo silencio.
—¿Que te ayude?
—La última vez que nos vimos dijiste algo acerca de que Diógenes planeaba algo más gordo. Dijiste: «Tiene un plan y ya lo ha puesto en marcha».
Silencio. Hayward notó que se ruborizaba. Le estaba costando mucho más de lo previsto.
—El plan se llevará a cabo hoy —siguió explicando—. En el museo. En la inauguración.
—¿Cómo lo sabes?
—Digamos que es una corazonada, de las buenas.
D’Agosta asintió con la cabeza.
—Creo que Diógenes trabaja en el museo usando un álter ego. Según todas las pruebas, el robo de los diamantes se hizo con ayuda interna, ¿no? Pues se la prestó él mismo.
—No es la conclusión que habíais sacado tú, Coffey y todos los demás…
Hayward hizo un gesto de impaciencia con la mano.
—Me dijiste que entre Viola Maskelene y Pendergast había algo. Por eso la secuestró Diógenes, ¿no?
—Sí.
—Pues adivina quién está en la inauguración.
Otro silencio, pero este ya no era incómodo sino de sorpresa.
—Exacto. Maskelene. La han contratado en el último momento como egiptóloga de la exposición, para sustituir a Wicherly, que murió en circunstancias muy extrañas dentro del museo.
—Dios mío… —D’Agosta miró su reloj—. Son las siete y media.
—La inauguración ya ha empezado. Tenemos que ir ahora mismo.
—Es que…
D’Agosta volvió a titubear.
—¡Vamos, Vinnie, no hay tiempo que perder! Conoces el plan mejor que yo. Los jefes no moverán ni un dedo. Tengo que hacerlo por mis propios medios. Por eso te necesito.
—A mí y a otros —dijo él, más sereno.
—¿En quién piensas?
—Necesitas a Pendergast.
Hayward se rió, aunque no le hacía gracia.
—Genial. Pues nada, mandamos un helicóptero a Herkmoor y a ver si nos lo prestan para esta noche.
Otro silencio.
—No está en Herkmoor. Está aquí.
Hayward miró a D’Agosta fijamente sin entender nada.
—¿Aquí? —acabó repitiendo.
Él asintió.
—¿Lo habéis sacado de Herkmoor?
Otro gesto de aquiescencia.
—¡Vinnie, por Dios! ¿Qué pasa, estás mal de la cabeza? Ya tenías el agua hasta el cuello. ¡Solo te faltaba esto! —Hayward se dejó caer en una de las sillas sin pensar, pero se levantó enseguida—. No puedo creerlo.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó D’Agosta.
La capitana se quedó mirándolo mientras asimilaba poco a poco la trascendencia de la elección que se le presentaba. Tenía que elegir entre ceñirse al reglamento, es decir, detener a Pendergast, pedir refuerzos, entregar al detenido y volver al museo, o…
¿O qué? No había ninguna otra opción. Era su deber. Su obligación. Así se lo ordenaba todo su aprendizaje dentro del cuerpo y todas las fibras de su alma de policía.
Sacó la radio.
—¿Vas a pedir refuerzos? —preguntó D’Agosta en voz baja.
Ella asintió.
—Laura, piensa un poco en las consecuencias. Por favor.
Pero ya habían pensado por ella quince años de formación. Se acercó la radio a los labios.
—Aquí la capitana Hayward llamando a Homicidios Uno. ¿Me reciben?
Sintió que D’Agosta le tocaba suavemente el hombro.
—Lo necesitas.
—¿Homicidios Uno? Esto es un código 16. Tengo un fugitivo. Necesito refuerzos…
Se le fue apagando la voz.
En el silencio oyó la inevitable pregunta del operador.
—¿Capitana? Necesito su localización.
Solo el chisporroteo de la radio interrumpía el silencio.
—Le recibo. Cambio —dijo Hayward.
—¿Localización?
Otro silencio y dijo:
—Cancele el código 16. Situación resuelta. Aquí la capitana Hayward, cambio y corto.