Juggy Ochoa iba tranquilamente por el patio de asfalto, mirando el cielo, la valla, la canasta y a sus hermanos, unos más cerca, otros más lejos. Se giró hacia la puerta metálica, que acababa de cerrarse. Los dos celadores se habían largado. Le pareció increíble que hubieran vuelto a sacar al patio al «Albino»… y que lo hubieran dejado solo.
El muy idiota estaba apoyado en la tela metálica, mirándolo a la cara sin pestañear.
Ochoa volvió a mirar a su alrededor con los ojos entornados. Su intuición de preso le decía que pasaba algo raro. Era una trampa, y estaba seguro de que los demás también se daban cuenta. No les hacía falta hablar. Todos pensaban lo mismo. Los celadores odiaban tanto al Albino como ellos, y alguien muy bien situado quería verlo muerto.
Pues por Ochoa no quedaría.
Escupió en el asfalto, y mientras restregaba la saliva con la suela del zapato miró a Borges, que hizo botar dos veces la pelota con el puño durante su lenta trayectoria semicircular en dirección a la canasta. Borges sería el primero en darle una lección al Albino, y, conociéndolo, Ochoa estaba seguro de que sabría esperar sin perder la calma. Tenían tiempo de sobra para resolver el problema discretamente, para que nadie pagara el pato. El precio serían unos meses de aislamiento y la pérdida de privilegios, pero como cumplían todos la perpetua… Además, tenían el beneplácito. Las consecuencias, fueran cuales fuesen, serían suaves.
Miró a lo lejos, a la torre. No los estaba vigilando nadie. Los de las torres casi solo miraban de lado y hacia fuera, hacia las barreras exteriores. Su visión del interior del patio 4 era limitada.
Al fijarse otra vez en el Albino, le desconcertó ver que aún lo observaba. Pues que mirase. En cinco minutos estaría muerto, a punto para que lo limpiaran y se lo llevasen.
Juggy miró a sus hermanos. Tampoco tenían prisa. El Albino sabía pelear, bien y sucio, el muy hijo de puta, pero esta vez tendrían más cuidado. Además, estaba hecho polvo y no se movería tan deprisa. Se le echarían encima todos a la vez.
Siguieron estrechando disimuladamente el cerco.
Borges había llegado a la línea de tres puntos. Con un movimiento fluido y ensayado tiró la pelota, que entró limpiamente en la canasta y cayó… en las manos del Albino, que había corrido a recogerla con un movimiento brusco y ágil.
Permanecieron todos quietos, mirándolo fijamente. El Albino se quedó con la pelota y sostuvo sus miradas sin delatar ninguna emoción en su cara llena de puntos. Su actitud desafiante enfureció a Juggy.
Miró por encima del hombro. Los celadores aún no habían vuelto.
Borges avanzó. El Albino le dijo algo, demasiado bajo y deprisa para que pudiera entenderlo Juggy. Mientras seguía caminando, Juggy sacó la navaja que llevaba en la costura de los calzoncillos. Era el momento. Un navajazo y adiós, cerdo.
—Espera, tío —dijo Borges enseñando la palma de una mano al ver que Ochoa se acercaba—, quiero oír qué dice.
—¿Oír qué?
—Ya sabéis que es una trampa —decía el Albino—. Quieren que me matéis. Y vosotros lo sabéis. ¿Queréis que os diga porqué?
Miró uno a uno a los del grupo, que ya lo tenían rodeado.
—¿A quién carajo le importa? —dijo Juggy, dando un paso y preparando la navaja.
—¿Por qué? —dijo Borges, con el brazo tendido otra vez hacia Juggy.
—Porque sé cómo escapar.
Un silencio eléctrico.
—¡Y una mierda! —dijo Juggy, lanzándose con la navaja.
Pero el Albino estaba preparado, y le tiró la pelota por sorpresa. Al esquivarla, Juggy perdió impulso. La pelota botó un par de veces y se fue rodando.
—¿Vais a matarme y a pasaros el resto de la vida aquí sin saber si decía la verdad?
—Nos quiere engañar —dijo Juggy—. ¿Ya no os acordáis de que se cargó a Pocho?
Dio otro salto, pero el Albino se apartó y se giró como un torero. Borges cogió el brazo de Juggy con una mano de acero.
—¡Tío, joder, él mató a Pocho!
—Déjalo hablar.
—Libertad —pronunció el Albino con un acento del sur que hizo sonar maravillosamente la palabra—. ¿Qué pasa, que lleváis tanto tiempo en la cárcel que ya no os acordáis de qué significa?
—Borges, de aquí no sale nadie —dijo Juggy—. Acabemos de una vez.
—No te muevas, Jug. Ni un puto dedo.
Al mirar a su alrededor, Juggy descubrió que era el centro de todas las miradas. No podía creerlo. El Albino se estaba salvando de la navaja con su verborrea.
—Esperad que acabe —dijo otro miembro de la pandilla, Roany.
Los demás asintieron.
—Este tío es el que se cepilló a Pocho —repitió Juggy, sintiendo que su voz perdía convicción.
—¿Y qué? —dijo Borges—. Quizá a Pocho le convenía un poco de cepillo.
El Albino siguió hablando en voz baja.
—El primero en salir será Borges —dijo—, por haberme creído antes que nadie. Si quieres tú puedes ser el siguiente, Jug.
—¿Salir? ¿Cuándo? —preguntó Borges.
—Ahora mismo, mientras no están los celadores.
—Vete a la mierda —gruñó Juggy.
—Bueno, pues en vez de a Jug te llevo a ti. —El Albino estaba señalando a Roany—. ¿Estás preparado?
—Ya sabes que sí.
—¡Un momento, joder!
Ochoa amagó otro navajazo, pero con un movimiento brusco y rapidísimo que lo tomó por sorpresa el Albino se apoderó de la navaja.
Ochoa retrocedió.
—Hijo de puta…
—Nos está haciendo perder el tiempo —dijo el Albino—. Como vuelva a hablar le corto la lengua. ¿Algo que objetar?
Miró al grupo.
Nadie contestó.
Ochoa se quedó quieto, jadeando sin decir nada. Aquel cerdo había matado a Pocho y ahora era el jefe. ¿Cómo podía haber ocurrido?
—Quien dude de mí que mire esto.
El Albino se acercó a la tela metálica, cogió una parte soldada a un poste y estiró con fuerza. La malla se abrió sin resistencia. Siguió estirando hasta dejar una abertura con el tamaño justo para que pasase un ser humano.
Todos estaban atónitos.
—Si seguís mis instrucciones saldréis. Incluido usted, señor Jug. En prueba de mi buena fe, yo saldré el último. Lo tengo todo planeado, hasta el último detalle. Cuando estéis al otro lado dispersaos cada uno en una dirección. El plan es el siguiente…