32

Lo que más repelía a Hayward de la unidad psiquiátrica de Bellevue no era la sordidez de los pasillos con baldosas, ni las puertas de acero cerradas con llave, ni la mezcla de olor a desinfectante, vómitos y excrementos, sino los ruidos. Llegaban de todas partes, una barahúnda de murmullos, alaridos, repeticiones monótonas, explosiones glóticas, gemidos y parloteos suaves pero atropellados, sinfonía de dolor sobre la que de vez en cuando se elevaba un grito tan horrible, tan lleno de desesperación, que le partía el corazón.

Entretanto el doctor Goshar Singh caminaba a su lado hablando con tal calma y racionalidad que parecía que no oyera nada. Hayward pensó que quizá era realmente así. De otro modo ya no estaría cuerdo. Así de simple.

Intentó concentrarse en las palabras del médico.

—No he visto nada parecido en todos mis años de psiquiatra clínico —dijo Singh—. Estamos intentando controlarlo, y hemos hecho avances, pero no tantos como me gustaría.

—Da la impresión de haber sido muy repentino.

—En efecto, es una de las características más desconcertantes del cuadro clínico. Bueno, ya hemos llegado, capitana Hayward.

Singh abrió una puerta con llave y dejó pasar a Hayward a una habitación casi desnuda, dividida en dos por una larga barra con una ventana de cristal blindado que separaba las dos mitades. Era idéntica a las salas de visitas de las cárceles. En el cristal había un intercomunicador.

—Doctor Singh —dijo Hayward—, yo había pedido una visita cara a cara.

—Me temo que no será posible —contestó Singh, apenado.

—Pues yo me temo que debe ser así. En estas condiciones no puedo interrogar a un sospechoso.

Singh volvió a hacer un gesto de tristeza que hizo temblar sus mofletes.

—No, no, aquí las decisiones las tomamos nosotros, capitana; además, creo que cuando vea al paciente entenderá que da exactamente lo mismo.

La capitana Hayward no dijo nada. No era el momento de enzarzarse en disputas con los médicos. Primero evaluaría la situación; después, si era necesario, volvería estableciendo ella las condiciones.

—¿Quiere sentarse? —preguntó Singh solícitamente.

La capitana se sentó frente a la barra; el médico lo hizo en el asiento de al lado. Miró su reloj.

—El paciente saldrá dentro de cinco minutos.

—¿Qué resultados preliminares tienen?

—Ya le he dicho que es un caso muy desconcertante.

—¿Podría concretar?

—En el electroencefalograma preliminar se observaban anomalías focales temporales significativas. Después se le hizo una resonancia magnética que reveló diversas pequeñas lesiones en el córtex frontal. Por lo visto estas lesiones son el desencadenante de una serie de defectos cognitivos graves, y de la psicopatología.

—¿Podría traducirlo al cristiano?

—El paciente parece haber sufrido daños graves en la parte del cerebro que controla el comportamiento, las emociones y la planificación. Donde más graves son los daños es en una zona del cerebro que los psiquiatras a veces llamamos región de Higginbottom.

—¿Higginbottom?

Singh sonrió. Evidentemente era un chiste para entendidos.

—Eugenie Higginbottom trabajaba en una cadena de montaje de una fábrica de cojinetes de Linden, Nueva Jersey. Un día, en 1913, reventó uno de las calderas de la fábrica y fue como si explotara un cartucho gigante de perdigones. Había bolas de cojinete por todas partes. Murieron seis personas. Eugenie Higginbottom sobrevivió de milagro, pero con unas dos docenas de bolas incrustadas en el córtex frontal de su cerebro.

—Siga.

—Como consecuencia de ello la pobre sufrió un cambio total de personalidad. De un día a otro pasó de ser una buena persona, amable con todos, a decir palabrotas, ser una dejada, tener arrebatos de violencia, emborracharse y practicar… la promiscuidad sexual. Sus amigos no entendían nada. Este caso reforzó la teoría médica de que la personalidad está integrada en el cerebro, y de que los daños cerebrales pueden literalmente convertir a una persona en otra. Resulta que las bolas de cojinete destruyeron el córtex frontal ventromedial de Higginbottom, la misma zona afectada en nuestro paciente.

—Pero en este caso no hay bolas de cojinete en el cerebro… —dijo Hayward—. ¿Cuál puede ser la causa?

—Ese es el quid de la cuestión. Mi primera hipótesis fue una sobredosis de drogas, pero no se han encontrado rastros de ninguna sustancia en su organismo.

—¿Un golpe en la cabeza? ¿Una caída?

—No. No hay indicios de golpe y contragolpe, de edemas ni de heridas. También hemos descartado una embolia, porque los daños fueron simultáneos en varias zonas muy separadas entre sí. La única explicación posible que se me ocurre es una descarga eléctrica administrada directamente al cerebro. Lástima que no se trate de un cadáver, porque en una autopsia se verían muchísimas más cosas.

—¿Una descarga no dejaría quemaduras?

—Si fuera de bajo voltaje y de muchos amperios, como las que generan los dispositivos electrónicos o informáticos, no. Lo que ocurre es que los daños se limitan al cerebro. Resulta difícil encontrar alguna circunstancia que lo explique, a menos que el paciente se estuviera sometiendo a sí mismo a un extraño experimento.

—Era técnico informático y estaba instalando una exposición en el museo.

—Sí, ya me lo han dicho.

Sonó el timbre de un interfono y una voz suave dijo:

—¿Doctor Singh? Está a punto de llegar el paciente.

Al otro lado de la ventana se abrió una puerta. Poco después hicieron pasar en silla de ruedas a Jay Lipper. Iba atado con correas y movía la cabeza lentamente en círculos; también movía la boca, pero sin emitir ningún sonido.

Lo más impresionante era la cara. Parecía haberse hundido. La piel, gris y flácida, colgaba en pliegues correosos. Los ojos se movían constantemente con la mirada perdida, y la lengua sobresalía larga, rosada y húmeda como la de un retriever muy nervioso.

—Dios mío… —dijo involuntariamente Hayward.

—Está muy sedado, por su propia seguridad. Aún estamos ajustando las dosis y buscando la combinación más adecuada.

—Entiendo. —Hayward miró sus notas y se inclinó para pulsar el botón del intercomunicador—. ¿Jay Lipper?

La cabeza insistió en su lenta trayectoria circular.

—¿Jay? ¿Me oyes?

¿Lo que había visto era un titubeo? Se acercó más al intercomunicador y dijo suavemente:

—¿Jay? Me llamo Laura Hayward y he venido a ayudarte. Soy tu amiga.

La cabeza no dejaba de moverse.

—¿Podrías contarme qué pasó en el museo, Jay?

La cabeza no paraba de moverse. El hilo de saliva acumulado en la punta de la lengua de Lipper cayó al suelo, dejando un reguero de espuma.

Hayward se apoyó en el respaldo y miró al médico.

—¿Ya han venido sus padres?

Singh inclinó la cabeza.

—Sí, ya lo visitaron. Fue muy angustioso.

—¿Reaccionó de alguna forma?

—Sí, es la única vez que ha reaccionado, pero solo un momento. Salió de su mundo interior durante menos de dos segundos.

—¿Y qué dijo?

—«No soy yo».

—¿No soy yo? ¿Tiene alguna idea de qué quería decir?

—Bueno… Supongo que guarda un vago recuerdo de quién era, así como una vaga conciencia de en qué se ha convertido.

—¿Y después?

Singh parecía incómodo.

—Se puso violento de repente. Dijo que los mataría a ambos, y que… les sacaría las tripas. Tuvimos que sedarlo aún más.

Hayward siguió mirando al doctor. Acto seguido se giró hacia Lipper, pensativa. Su cabeza seguía dando vueltas, y sus ojos vidriosos estaban a un millón de kilómetros de allí.