Nora esperaba sentada en una cámara abierta del Área de Seguridad, frente a una mesita forrada de paño. Le sorprendía lo fácil que había sido el acceso. La ayuda de Menzies con el papeleo había sido decisiva. A decir verdad los conservadores a quienes se permitía acceder a la reserva sin tener que superar toda clase de trabas burocráticas eran una minoría, incluso en el más alto nivel. El Área de Seguridad no solo se usaba para almacenar las colecciones más valiosas y polémicas, sino para guardar algunos de los documentos más delicados del museo. El hecho de que Nora hubiese obtenido tan deprisa la autorización era una prueba de la importancia que acordaba el museo a la tumba de Senef.
¡Y a las cinco, sin que se hubiera desactivado el estado de alerta máxima!
La encargada salió de la penumbra del archivo y le puso delante una carpeta amarilla.
—Aquí está.
—Perfecto.
—Firme aquí.
—Estoy esperando a un colega, el doctor Wicherly —dijo Nora tras rubricar el formulario y devolvérselo a la archivera.
—Ya tengo preparados los papeles.
—Gracias.
La archivera asintió con la cabeza.
—Ahora la dejaré encerrada.
Cerró la puerta con llave. Nora contempló en silencio la fina carpeta con un hormigueo de curiosidad. Solo ponía «Tumba de Senef: correspondencia y documentos, 1933-1935».
La abrió. El primer documento era una carta manuscrita con un membrete rojo y dorado en relieve. Era del bey de Bolbassa, sin duda el mismo personaje a quien se referían los artículos de prensa que había visto con anterioridad. El texto reiteraba que la tumba estaba maldita, una estratagema muy burda para conseguir su devolución a Egipto.
Consultó los siguientes documentos. Eran informes de la policía, largos informes en letra muy bonita —la estándar del país durante aquella época— firmados por un tal sargento Gerald O’Bannion. Después de una lectura atenta pasó al montón de papeles de debajo: informes y cartas a funcionarios del ayuntamiento y de la policía que testimoniaban un esfuerzo, al parecer coronado por el éxito, por silenciar la realidad descrita en los informes de la policía, y así esconderlos a la prensa. Nora ojeó los documentos, fascinada por lo que contaban. Por fin entendía el ansia del museo por clausurar la tumba.
Un ruido la sobresaltó. Era el anuncio de que se estaba abriendo la puerta de la cámara. Al girarse vio a Adrian Wicherly apoyado en la jamba de metal, estilizado, pulcro, sonriente.
—Hola, Nora.
—¿Qué tal?
Se irguió estirando un poco el traje y ajustándose el nudo Windsor de la corbata, que ya estaba perfecto.
—¿Ya has firmado?
—Je suis en règle —dijo él con una risita al acercarse e inclinarse hacia Nora, que detectó un olor de aftershave caro y un aliento de dientes cepillados—. ¿Qué, qué has encontrado?
La archivera se asomó.
—¿Preparados para que los encierre?
—Eso, eso, enciérrenos.
Wicherly guiñó el ojo a Nora.
—¿Por qué no te sientas, Adrian? —dijo ella con frialdad.
—Con mucho gusto.
Wicherly acercó una vieja silla de madera a la mesa, quitó el polvo del asiento con un pañuelo de seda y se sentó.
—¿Qué, algún esqueleto en el armario? —preguntó, inclinándose.
—Bastantes.
Estaba demasiado cerca. Nora se apartó lo más sutilmente que pudo. Al principio, Wicherly había dado la impresión de ser un dechado de exquisitez, pero desde hacía unos días sus guiños melosos y sus caricias con las puntas de los dedos indicaban mayor obediencia al dictado de las glándulas de lo que había sospechado en un inicio. Aun así, se habían mantenido en una estricta profesionalidad, y Nora tenía la esperanza de que siguieran de ese modo.
—Cuenta, cuenta.
—Aún no lo sé todo, porque acabo de leer los documentos por encima, pero te lo resumo. El 3 de marzo de 1933 por la mañana los vigilantes que se disponían a abrir la tumba se dieron cuenta de que alguien había forzado la entrada. Había muchas piezas destrozadas y faltaba la momia. La encontraron en una de las salas de al lado, muy mutilada. Al mirar el sarcófago encontraron otro cuerpo. Resultó ser un cadáver reciente.
—¡Increíble! Igual que el hombre ese… ¿Cómo se llamaba? DeMeo.
—Más o menos, aunque el parecido termina ahí. El cadáver era de Julia Cavendish, una mujer muy rica, miembro de la alta sociedad de Nueva York. Resulta que era nieta de William C. Spragg.
—¿Spragg?
—El hombre que compró la tumba al último barón Rattray y la hizo enviar al museo.
—Ajá.
—Cavendish era mecenas del museo. Parece que tenía bastante fama de… bueno, de vividora, por decirlo de algún modo.
—¿En qué sentido?
—Iba a los bares en busca de hombres jóvenes de clase obrera. Estibadores, gente del puerto…
—¿Para qué los quería? —preguntó Wicherly con cara de picarón.
—Utiliza tu imaginación, Adrian —dijo ella secamente—. El caso es que el cadáver apareció mutilado, pero la prensa no dio más detalles.
—Supongo que era escandaloso para los años treinta.
—Sí. La familia y el museo quisieron encubrirlo a toda costa, cada cual por sus motivos, y parece que no les salió mal.
—Supongo que la prensa de esa época se prestaba más que la de ahora, que lo único que quiere es carnaza.
Nora se preguntó si Wicherly sabía que su marido era periodista.
—En definitiva, mientras aún estaba en marcha la investigación del asesinato de Cavendish se repitió la historia. Esta vez el cadáver mutilado era de Mongomery Bolt, que al parecer era un descendiente colateral de John Jacob Astor; una especie de mantenido, de oveja negra de la familia. A esas alturas ya había vigilancia nocturna en la tumba, pero antes de echar el cadáver de Bolt al sarcófago el asesino dejó inconsciente al guardia. El cadáver tenía una nota encima. En esta carpeta hay una copia.
Nora sacó una hoja amarillenta con el Ojo de Horus y varios jeroglíficos. Wicherly la miró, pensativo.
—«La Maldición de Ammut cae sobre todos los que entran» —recitó—. Esto lo escribió un ignorante. Apenas sabía los jeroglíficos. Ni siquiera están correctamente dibujados. Es una falsificación malísima.
—Sí, se dieron cuenta enseguida. —Nora sacó algunos papeles más—. Mira, el informe de la policía sobre el asesinato.
—Esto se pone interesante.
Wicherly hizo un guiño y acercó un poco la silla.
—La policía se fijó en la relación familiar con John Jacob Astor, que había ayudado a financiar la instalación de la tumba de Senef, y empezó a plantearse la posibilidad de que alguien estuviera vengándose de los responsables de su traslado al museo. Lógicamente sospecharon del bey de Bolbassa.
—El que decía que la tumba estaba maldita.
—Exacto. Ya había indispuesto a los periódicos contra el museo. La verdad es que ni siquiera era bey, aunque tampoco sé qué es… Aquí hay un informe sobre su trayectoria.
Wicherly lo cogió y arrugó la nariz.
—Un vendedor de alfombras enriquecido.
—Esta vez el museo también logró evitar cualquier publicidad con la ayuda de la familia Astor. Lo que ya era imparable eran los rumores dentro del propio museo. Posteriormente las autoridades dictaminaron que el bey de Bolbassa había vuelto a Egipto justo antes de los asesinatos, aunque sospechaban que tenía esbirros en Nueva York. En todo caso, si los tenía eran muy listos y no se dejaron pillar. Y cuando se produjo el tercer asesinato…
—¿Otro?
—Esta vez fue una vieja que vivía en el barrio. Tardaron un poco en establecer la conexión. Resulta que era descendiente lejana de Cahors, el descubridor de la tumba. Para entonces el museo ya era un hervidero de rumores, que habían empezado a extenderse por el exterior. El museo atrajo a espiritistas, médiums, tarotistas y pirados en general. Los neoyorquinos, por su parte, tenían muchas ganas de creer que había una maldición sobre la tumba.
—Credulidad de tontos.
—Puede ser. El caso es que el museo casi se quedó sin visitantes. Como las investigaciones de la policía estaban en punto muerto, el museo decidió tomar medidas preventivas y aprovechó la construcción del túnel peatonal de la estación de la calle Ochenta y uno para clausurar la tumba y tapiarla. Ya no hubo más asesinatos, los rumores se fueron apagando y la tumba de Senef cayó prácticamente en el olvido.
—¿Y las investigaciones?
—No llegaron a ninguna parte. La policía estaba convencida de que el instigador era el bey, pero no encontró pruebas.
Wicherly se levantó de la silla.
—Menuda historia, Nora…
—Ni que lo digas.
—¿Cómo piensas usarla?
—Por un lado podría ser interesante como nota al pie cuando la prensa publique la historia de la tumba, pero me temo que el museo no tendrá muchas ganas de darle publicidad, y personalmente tampoco sé si me apetece mucho. Preferiría concentrarme en el aspecto arqueológico, en que la gente aprenda cosas del antiguo Egipto.
—Estoy de acuerdo, Nora.
—Hay otra razón, quizá más importante. Este asesinato que ha habido en el museo… Se parece un poco a los anteriores. La gente empezaría a hablar y correrían rumores.
—Ya han empezado a correr.
—Sí, ya los he oído… En fin, que no nos interesa que nada pueda estropear la inauguración.
—En eso tienes toda la razón.
—Perfecto, entonces le escribiré un informe a Menzies diciendo que nosotros no vemos que tenga ninguna relevancia y que no conviene divulgarlo. —Nora cerró la carpeta—. Asunto zanjado.
Se quedaron callados. Wicherly, que se había levantado de la silla, volvió a acercarse a Nora por la espalda para observar el contenido de la carpeta, esparcido por la mesa. Cogió un papel, se quedó mirándolo y lo dejó. Nora se puso tensa al sentir su mano en el hombro.
Poco después sintió sus labios en la nuca. Fue una caricia de mariposa que apenas rozó su piel.
Se levantó de golpe y se giró. Wicherly estaba muy cerca, con un brillo en sus ojos azules.
—Perdona por el susto. —Sonrió, enseñando su dentadura de porcelana—. No he podido evitarlo. Te encuentro irresistiblemente atractiva, Nora.
Persistió en su sonrisa, que irradiaba encanto y confianza; era elegante y más guapo de lo que tenían derecho a ser los hombres.
—Estoy casada, por si no te has dado cuenta —dijo ella.
—Pues nada, lo pasamos fenomenal sin que se entere nadie.
—Me enteraría yo.
Wicherly sonrió y le puso en el hombro una mano de seda.
—Quiero hacer el amor contigo, Nora.
Ella respiró hondo.
—Mira, Adrian, eres un hombre encantador e inteligente. Estoy segura de que hay muchas mujeres que desearían hacer el amor contigo.
Su sonrisa se hizo más amplia.
—Pero no es mi caso.
—Pero Nora, guapísima…
—¿Aún no he sido bastante clara? No me interesa en absoluto hacer el amor contigo, Adrian. Aunque fuera soltera.
Wicherly se quedó atónito; su cara reflejaba el esfuerzo por asimilar un revés tan brusco en sus expectativas.
—No quiero ofenderte. Solo quiero evitar ambigüedades, ya que no parece que las anteriores tentativas por expresar mi falta de interés hayan llegado a su destinatario. Por favor, no me obligues a ser más hiriente de lo necesario.
Nora vio que se quedaba pálido, sin sangre en la cara. Por un momento su compostura se desvaneció y quedó a la vista lo que ya había empezado a sospechar: que era un niño mimado, agraciado por un buen aspecto físico y notable inteligencia, que había acabado convenciéndose de que tenía que conseguir todo lo que quería.
Wicherly empezó a balbucear algo que podía querer ser una disculpa. Nora suavizó su tono.
—Oye, Adrian, lo olvidamos y punto, ¿vale? No ha pasado. No volveremos a hablar de ello.
—Claro, claro. Es todo un gesto. Gracias, Nora.
Ahora se había sonrojado de vergüenza. Al ver su ánimo por los suelos Nora no tuvo más remedio que compadecerse. Se preguntó si era la primera mujer que lo rechazaba.
—Tengo que escribir un informe para Menzies —dijo lo más suave y alegremente que pudo—. Creo que a ti te convendría un poco de aire fresco. ¿Por qué no das una vuelta por el museo?
—Sí, muy buena idea. Gracias.
—Hasta dentro de un rato.
—Sí.
Y con la rigidez de una máquina Wicherly se acercó al interfono y pulsó el botón para que lo dejasen salir. Cuando se abrió la puerta de la cámara, se fue sin decir nada. Nora volvió a quedarse sola, con la calma necesaria para tomar notas y redactar su informe.