18

Cuatro días después de la reunión con Menzies el espectáculo de luz y sonido ya estaba instalado y listo para depurar. Por la noche, cuando pusieran los últimos cables, ya estaría todo conectado. Jay Lipper estaba en cuclillas, oyendo cómo salían toda clase de ruidos por el polvoriento agujero que había cerca del suelo de la Sala de los Carros: gruñidos, jadeos, palabrotas en voz baja… Llevaban tres días seguidos trabajando hasta altas horas de la madrugada, y Lipper se caía de cansancio. Ya no podría aguantar mucho más. En resumidas cuentas, solo vivía para la exposición. Sus compañeros de Land of Darkmord ya jugaban sin él; lo daban por perdido. A esas alturas seguro que habían subido uno o dos niveles. Ya era imposible alcanzarlos.

—¿Lo tienes?

Era la voz de DeMeo saliendo por el agujero. Al mirar hacia abajo, Lipper vio que sobresalía la punta de un cable de fibra óptica en la oscuridad.

La cogió.

—Sí, ya está.

Pasó el cable y esperó a que DeMeo volviera del otro lado de la pared. Poco después, la corpulenta silueta del técnico se acercó por el pasillo iluminada por detrás, jadeando en la penumbra del sepulcro, con los cables enrollados en sus hombros musculosos. Lipper le dio la punta del cable de la pared. DeMeo la enchufó en la parte trasera del PowerBook que había en una mesa de trabajo. Más tarde, cuando estuviera todo en su sitio, esconderían el portátil detrás de un arcón dorado con pinturas, pero de momento estaba a la vista, para poder usarlo.

DeMeo se quitó el polvo de los muslos y levantó la mano, sonriendo.

—Chócala, colega, lo hemos conseguido.

Lipper no le hizo caso. Ya no podía disimular su irritación. DeMeo lo tenía harto. Los dos electricistas del museo habían insistido en irse a casa a medianoche, y de resultas de ello Lipper estaba a gatas en el suelo, haciendo de ayudante del maldito DeMeo.

—Aún nos falta mucho —dijo de mal humor.

DeMeo dejó caer la mano.

—Ya, pero al menos están puestos los cables, está configurado el software y vamos bien de tiempo. Más no se puede pedir, ¿no te parece, Jayce?

Lipper fue a encender el ordenador; puso en marcha la secuencia de arranque con la esperanza de que detectase la red y los dispositivos remotos; vana esperanza, porque las cosas nunca eran tan fáciles y encima la red de marras la había montado DeMeo, o sea, que podía pasar de todo.

La secuencia de arranque terminó. Con el corazón en un puño, Lipper empezó a mandar pings por la red para ver qué parte de las dos docenas de dispositivos remotos no se detectaban, con la consiguiente pérdida de tiempo que significaba solucionar el problema. Tendría suerte si el ordenador detectaba la mitad de los periféricos en el primer arranque. En fin, eran gajes del oficio.

Clicó las direcciones de red con una sensación de incredulidad. Parecía que estaba todo.

Repasó la lista. Imposible pero cierto. Toda la red estaba visible y operativa. Todos los dispositivos remotos y aparatos de luz y sonido respondían y daban muestras de una perfecta sincronización. Era como si los problemas los hubiera arreglado previamente otra persona.

Repasó otra vez la lista con el mismo resultado. La incredulidad dejó paso a una prudente alegría. No recordaba ningún otro trabajo en el que una red tan complicada hubiera estado disponible y en funcionamiento a la primera. Además no era solo la red, sino todo el proyecto el que iba sobre ruedas desde el principio. Les había costado muchos días de trabajo, de un trabajo que se hacía eterno, pero en el mundo real aún habrían tardado más. Probablemente mucho más. Respiró hondo.

—¿Qué, qué pinta tiene? —preguntó DeMeo, pegado a su espalda para ver la pantalla.

Lipper notó su aliento a cebolla.

—Buena.

Se apartó.

—¡Qué guay! —El grito de júbilo de DeMeo resonó por toda la tumba y estuvo a punto de perforar el tímpano a Lipper—. ¡Soy el número uno! ¡Un puto monstruo de las redes! —Se puso a bailar por la sala, levantando el puño y ensayando unos pasos de claque sin mucho garbo—. Venga, vamos a probarlo.

—Se me ocurre algo mejor. ¿Por qué no sales a buscar un par de pizzas?

DeMeo lo miró con cara de sorpresa.

—¿Qué? ¿Ahora? ¿No quieres hacer una prueba?

¡Vaya si quería! Pero no con el aliento de DeMeo en la nuca y sus gritos y chorradas en la oreja. Tenía ganas de admirar su obra en silencio y concentración. Necesitaba a toda costa descansar de DeMeo.

—Después de las pizzas. Invito yo.

Vio que DeMeo lo pensaba.

—Bueno, vale. ¿Tú qué quieres?

—Una napolitana y un té helado grande.

—Pues yo me pediré una hawaiana con doble de piña, jamón frito con miel, extra de ajo y dos Dr. Peppers.

Muy propio de DeMeo: suponer que a Lipper le importaban un carajo sus preferencias en materia de pizza. Lipper sacó dos billetes de veinte y se los dio.

—Gracias, colega.

Vio cómo subía pesadamente por la escalera de piedra y luego se perdía en la oscuridad. El eco de sus pasos se alejó.

En el silencio, Lipper respiró aliviado. Con un poco de suerte un autobús atropellaría a DeMeo en el camino de vuelta.

Con esa dulce idea en la cabeza volvió a fijarse en el panel de control del ordenador. Clicó en cada uno de los periféricos para ver si estaba activo y en funcionamiento y volvió a llevarse la sorpresa de que todos respondían perfectamente y al momento, como si la red ya hubiera sido depurada previamente por alguien. A pesar de sus chistes, y de sus tonterías, había que reconocer que DeMeo cumplía. Al cien por cien.

Hizo una pausa, frunciendo el entrecejo. Un icono de software saltaba como un loco. Por alguna razón las principales rutinas del espectáculo de luz y sonido se habían cargado automáticamente, cuando él las había programado específicamente en carga manual, al menos para la prueba preliminar; de ese modo podría hacer un seguimiento paso a paso de los códigos y comprobar cada módulo.

Vaya, al final sí que había un problema… Lógicamente tendría que arreglarlo, pero todo a su tiempo. De momento el software estaba cargado; los controladores, en red y preparados; las pantallas, en su sitio, y la máquina de humo, llena.

Era el momento de ponerlo todo en marcha.

Volvió a respirar profundamente, saboreando la paz y el silencio, pero justo cuando estaba a punto de pulsar la tecla enter, para dar la orden de ejecutar el programa, algo llamó su atención. Acababa de oír ruido en lo más hondo de la tumba, en la Sala de la Verdad o en la propia cámara sepulcral. No podía ser DeMeo, que llegaría por el otro lado. Además las pizzas tardarían como mínimo media hora. Con algo de suerte hasta cuarenta minutos.

Quizá fuera un vigilante.

Otra vez el mismo ruido, seco, extraño, furtivo. No, no podía ser un vigilante.

¿Ratones?

Se levantó indeciso. Probablemente no era nada. Se estaba dejando influir por los estúpidos rumores que habían empezado a circular entre los vigilantes sobre una maldición. Lo más probable era que se tratase de un simple ratón, de los que habían infestado las antiguas galerías egipcias hasta el punto de que el departamento de mantenimiento había tenido que instalar trampas adhesivas. Por otro lado, si uno de ellos había conseguido infiltrarse en la tumba propiamente dicha, por ejemplo a través de uno de los agujeros destapados por DeMeo para pasar los cables, los dientes de un solo roedor clavados en un cable bastarían para paralizar todo el sistema, provocando un retraso de horas o días, según lo que tardasen en examinar los cables del demonio uno por uno, centímetro a centímetro.

Oyó otro susurro como de hojas secas movidas por el viento. Lipper atenuó las luces, cogió el abrigo de DeMeo —para echárselo encima al ratón, si lo encontraba—, se levantó y se adentró sigilosamente en las profundidades de la tumba.

Teddy DeMeo buscó su tarjeta y la pasó por la cerradura recién instalada de la sección egipcia, mientras vigilaba que no se le cayeran las pizzas. ¡Qué rabia! Estaban frías. Los vigilantes de la entrada de seguridad se habían tomado con calma la identificación, y eso que eran los mismos idiotas que lo habían dejado salir veinticinco minutos antes. ¿Seguridad? Mejor dicho ineptitud.

La puerta de la sección egipcia se cerró con un susurro. DeMeo llegó al fondo de la sala, entró en el anexo… y se llevó la sorpresa de encontrar cerradas las puertas de la tumba.

Nació en su mente una sospecha: ¿y si Lipper había hecho la primera prueba sin él?, pero la descartó enseguida. Lipper podía ser un maniático con ínfulas de artista, y un cascarrabias de tomo y lomo, pero en el fondo era buen tío.

Sacó la tarjeta y la pasó por el lector, con el clic correspondiente de la cerradura. Haciendo equilibrios con las pizzas y las bebidas, metió un codo por la puerta, la empujó y deslizó el resto de su cuerpo justo antes de que volviera a cerrarse con otro clic.

Las luces habían bajado al nivel I, como después de ejecutar el software. DeMeo tuvo otra punzada de sospecha.

—¡Eh, Jayce! —dijo en voz alta—. ¡Pizza a domicilio!

Bajó por la escalera y recorrió todo el pasillo sin pararse. Solo lo hizo en el puente del pozo.

—¡Jayce! ¡Ya están aquí las pizzas!

Oyó cómo se apagaba el eco. No, seguro que Lipper no había hecho una prueba sin él. Con todo el tiempo que habían dedicado juntos al proyecto… No era tan cabrón. Lo más probable era que llevara puestos los auriculares para revisar la banda sonora o algo por el estilo. También era posible que tuviera encendido el iPod. No sería la primera vez que trabajaba escuchando música. DeMeo cruzó el puente y entró en la zona de trabajo principal, la Sala de los Carros.

Justo entonces oyó un paso lejano. Al menos le había parecido un paso, aunque tenía una reverberación un poco rara. Llegaba de más adentro de la tumba, probablemente de la cámara sepulcral.

—¿Eres tú, Jayce?

Fue el primer momento en que sintió un cosquilleo de alarma. Tras dejar las pizzas en la mesa de trabajo, dio unos pasos hacia la Sala de la Verdad y la cámara sepulcral. Estaba todo bastante oscuro, en el nivel I de iluminación, igual que el resto de la tumba. La verdad, no veía nada.

Volvió a la mesa de trabajo y miró el ordenador. Estaba totalmente inicializado, con el software cargado y en modo de espera. Hizo clic en el icono de iluminación, intentando acordarse de cómo se aumentaba la luz. Lipper lo había hecho cien veces, pero DeMeo nunca se había fijado mucho. Se abrió una ventana con varios controles deslizantes. Clicó donde ponía Sala de los Carros.

¡Maldición! La luz disminuyó, acentuando aún más la penumbra que bañaba los inquietantes relieves y estatuas egipcios. DeMeo clicó rápidamente el control deslizante en la otra dirección. Las luces se intensificaron. Procedió a subir las del resto de la tumba.

Un golpe seco le hizo dar un respingo y girarse.

—¿Jayce?

Estaba claro que había sido en la cámara sepulcral.

Se rió.

—¡Jayce, tío, ven aquí, que traigo las pizzas!

Otra vez el ruido raro: Chis… ¡pum! Chis… ¡pum! Como si alguien o algo cojeara.

—Suena igual que La maldición de la momia. ¡Muy bueno, Jayce! ¡Ja ja ja!

No hubo respuesta.

DeMeo se apartó riendo del ordenador para ir al fondo de la Sala de la Verdad, evitando mirar la imagen en cuclillas de Ammut. Por alguna razón, el dios egipcio devorador de corazones con cabeza de cocodrilo y melena de león le daba aún más miedo que el resto de la tumba.

Se paró al otro lado de la puerta de la cámara sepulcral.

—¡Qué gracioso eres, Jayce!

Esperaba una risa de Lipper, ver salir su cuerpo flacucho de detrás de un pilar, pero el silencio seguía siendo absoluto. Tragó saliva con nerviosismo y agachó la cabeza para inspeccionar la tumba.

Nada. El resto de las puertas que daban a la cámara sepulcral estaban oscuras. No formaban parte del sistema de iluminación. Lipper debía de estar escondido en una de esas salas, a punto de saltar y darle un susto de muerte.

—¡Oye, Jayce, ya está bien! Se van a enfriar aún más las pizzas.

Todas las luces se apagaron de golpe.

—¡Eh!

DeMeo se giró rápidamente, pero la Sala de la Verdad formaba un recodo que impedía ver la Sala de los Carros, así como el resplandor azul y tranquilizador de las pantallas LCD.

Dio otra media vuelta. Acababa de oír a sus espaldas los mismos pasos raros y arrastrados de antes, pero más cerca.

—No tiene gracia, Jayce.

Buscó a tientas la linterna, pero no la llevaba encima. Claro, la había dejado en la mesa de la Sala de los Carros ¿Por qué no veía la luz indirecta de los LCD? ¿También se habían quedado sin corriente? La oscuridad era total.

—¡Vamos, Jayce, para ya! Lo digo en serio.

Retrocedió en la oscuridad, arrastrando los pies, y al chocar con un pilar lo rodeó a ciegas. Mientras tanto los pasos seguían acercándose.

Chis… ¡pum! Chis… ¡pum!

—¡Vamos, Jayce, corta el rollo!

De repente, aún más cerca de lo que esperaba, oyó el silbido del aire al pasar por una garganta reseca. Era un sonido rasposo, casi sibilante, lleno de algo parecido al odio.

—¡Madre mía!

Dio un paso con el puño levantado y lo estampó con todo su peso en algo que se encogió con otro silbido de serpiente.

—¡Para! ¡Para!

Oyó y sintió al mismo tiempo cómo aquella cosa se lanzaba sobre él con un sonido agudo y quejumbroso, y aunque intentó apartarse se dio cuenta con sorpresa de que había recibido un golpe brutal. Algo cortante le abrasaba el pecho. Se derrumbó entre gritos y arañazos a la oscuridad. Cuando chocó de espaldas contra el suelo sintió un peso frío en el cuello, una presión descomunal, y entre zarpazos al aire oyó el crujido de los huesos de su cuello, seguido en sus ojos por el súbito estallido de una luz cegadora de color de orina. Después de eso, nada.