Setenta y uno

Un día después, y ochenta kilómetros al norte, el sol penetraba con dificultad por la persiana de una pequeña habitación de la unidad de cuidados intensivos de una clínica privada. Solo había un paciente, cubierto por una sábana y conectado a varios aparatos de grandes dimensiones que emitían pitidos suaves, casi reconfortantes. La paciente (porque era una mujer) tenía los ojos cerrados.

Entró una enfermera que leyó los aparatos, anotó algunas constantes y contempló a la enferma.

–Buenos días, Theresa –dijo alegremente.

La paciente no abrió los ojos ni contestó. Le habían quitado la sonda gástrica, pero seguía grave, aunque no en peligro inmediato.

–Hace una mañana muy bonita –comentó la enfermera, mientras abría la persiana y dejaba posarse en la sábana un rayo de sol.

Al otro lado de la ventana, junto a la gran mansión de estilo dieciochesco, el río Hudson cruzaba luminoso el paisaje invernal del condado de Putnam.

La cara de la enferma yacía muy pálida sobre la almohada, con el pelo corto y castaño esparciéndose un poco por la tela de algodón.

La enfermera siguió con su trabajo: cambió la bolsa de suero, alisó las sábanas y se inclinó hacia la paciente para apartarle un pelo de la cara.

Los ojos de la joven se abrieron lentamente.

La enfermera vaciló un poco antes de cogerle la mano.

–Buenos días –repitió, aguantándosela con suavidad.

Los ojos oscilaron. Los labios se movieron sin que se oyera nada.

–Aún no intentes hablar –dijo la enfermera, acercándose al intercomunicador–. Tranquila, que te pondrás bien. Ha sido duro, pero ya ha pasado todo.

Activó la palanca del intercomunicador y acercó la boca para hablar en voz baja.

–Se está despertando la paciente de la ICU-6 –murmuró–. Avisad al doctor Winokur.

Volvió a la cama y se sentó, otra vez con la mano de la enferma entre las suyas.

–¿Dónde…?

–Theresa, guapa, estás en la clínica Feversham, unos kilómetros al norte de Cold Spring. Es 31 de enero y llevas seis días inconsciente, pero ya te estás recuperando, y todo sigue su curso. Eres una mujer fuerte y sana. Seguro que te pones bien.

Los ojos se abrieron un poco más.

–¿Qué…? –consiguió articular la paciente con un hilo de voz.

–¿Que qué pasó? Ahora no pienses en eso. Te ha ido de poco, pero ya está. Aquí no puede pasarte nada.

La ocupante de la cama quiso decir algo y se le movieron los labios.

–Aún no intentes hablar. Guarda fuerzas para el doctor.

–… intentó matar…

Quedó como una frase inconexa.

–Te digo que no te preocupes. Tú concéntrate en ponerte bien.

–…horroroso…

La enfermera le acarició dulcemente la mano.

–Sí, me lo imagino, pero no pienses en eso, que dentro de nada llegará el doctor Winokur y puede que te quiera preguntar alguna cosa. Deberías descansar, cariño.

–Cansada… Cansada…

–Sí, claro, estás muy cansada, pero aún no puedes seguir durmiendo, Theresa. Quédate despierta, por mí y por el doctor. Solo un ratito, ¿vale? Así me gusta.

–No me llamo… Theresa.

La enfermera sonrió indulgentemente, mientras le acariciaba la mano.

–Tú no te preocupes de nada. Es normal estar un poco desorientada al despertarse. Vamos a mirar por la ventana mientras llega el doctor. ¿A que hace un día precioso?