Sesenta y ocho

Pendergast permaneció esperando en la oscuridad del túnel, con la pistola en la mano. Todo permanecía en silencio. Pasó un minuto. Dos minutos, tres, cuatro…

Cinco minutos y sin tren.

Seis minutos. Siete.

Pendergast siguió esperando a oscuras. Había comprendido que su hermano, siempre precavido, no saldría hasta después del tren. Volvió lentamente a la luz.

–¡Aloysius! ¿Qué haces aún aquí? –De repente el tono de Diogenes era de pánico–. ¡He dicho que mataré a los que no se vayan!

–Pues adelante.

Otro disparo levantó la gravilla a pocos centímetros de la punta del pie de Pendergast.

–Mala puntería.

La segunda bala rebotó en el arco de encima de la cabeza del agente, que recibió una lluvia de trocitos de piedra.

–Has vuelto a fallar.

–Está a punto de salir el tren –dijo con urgencia la otra voz–. No tendré que matarte. Ya lo hará el tren por mí.

Pendergast negó con la cabeza y empezó a caminar tranquilamente por la plataforma en dirección al centro de la sala abovedada.

–¡Retrocede!

Otro disparo.

–Hoy no estás muy bien de puntería, hermano.

Se detuvo en el centro de la plataforma.

–¡No! –dijo la voz–. ¡Vete!

Pendergast se agachó para coger la caja, sacó el diamante y lo sopesó en la palma de la mano.

–¡El tren, idiota! ¡Deja el diamante, que en el agujero no le pasará nada!

–No hay ningún tren.

–Mentira, lo que pasa es que lleva retraso.

–No vendrá.

–¿Qué dices?

–Han cancelado el Acela de las doce. Llamé a Boston, a la estación de Back Bay, avisando de una bomba.

–¡Eso es un farol! ¿Cómo podías dar un aviso de bomba, si no sabías mi plan?

–¿No? ¿Por qué habíamos quedado a las doce menos seis, y no a las doce en punto? ¿Por qué justo aquí? Solo podía haber una razón, relacionada con el horario de trenes. El resto era coser y cantar.

Pendergast se guardó el diamante en el bolsillo.

–¡Déjalo donde estaba, que es mío! ¡Mentiroso! ¡Me has mentido!

–Yo no te he mentido. Lo único que he hecho es seguir tus instrucciones. Tú sí que me has mentido, y muchas veces. Dijiste que matarías a Smithback y fuiste a por Margo Green.

–Pues sí, maté a tus amigos, y sabes que no vacilaría en matarte a ti.

–Pues es precisamente lo que tendrás que hacer. ¿Quieres pararme los pies? Mátame.

–¡Desgraciado! Mon semblable, mon frère[7] ¡Te vas a morir!

Pendergast esperó sin moverse. Pasaron dos minutos.

–¿Ves como no puedes matarme? –dijo–. Por eso has apuntado tan mal, porque me necesitas vivo. Ya me lo demostraste al rescatarme de Castel Fosco. Me necesitas porque sin mí, sin el odio que te inspiro, no te quedaría nada.

Diogenes no contestó. Mientras tanto, empezaban a oírse otros ruidos debajo de la bóveda: pisadas rápidas, órdenes y radios crepitando.

Cada vez se oían más cerca.

–¿Qué pasa? –dijo alarmada la voz de Diogenes.

–La policía –contestó tranquilamente Pendergast.

–¿Has llamado a la policía? ¡Burro, que te cogerán a ti, no a mí!

–Claro, de eso se trata. Y con tus disparos llegarán más deprisa.

–Pero ¿qué dices, idiota? ¿Qué haces, usarte de cebo? ¿Sacrificarte?

–Exacto. Intercambio mi libertad por la vida de Viola y la recuperación del Corazón de Lucifer. Sacrificio, Diogenes: el único desenlace que no podías prever. Porque es lo único que nunca se te ha ocurrido poner en práctica personalmente.

–¡Eres un…! ¡Dame el diamante!

–Ven a buscarlo. Hasta es posible que dispongas de un minuto para disfrutarlo antes de que nos cojan a los dos. También puedes irte corriendo. Quizá tengas alguna posibilidad de escapar.

–¡No puede ser! ¡Estás completamente loco!

La voz incorpórea profirió otro gemido ahogado, tan penetrante e inhumano que parecía de animal. De repente cesó, dejando únicamente el eco.

Poco después irrumpió Laura Hayward por el túnel IV, al frente de un grupo de policías. Detrás iba Singleton, hablando animadamente por su radio. Los policías rodearon enseguida a Pendergast y se pusieron de rodillas, en posición de tiro, apuntándole con sus pistolas.

–¡Policía! ¡No se mueva! ¡Levante las manos!

Pendergast las levantó despacio.

Hayward se aproximó, cruzando el cerco azul.

–¿Va armado, agente Pendergast?

Pendergast asintió con la cabeza.

–Sí, y el Corazón de Lucifer lo encontrará en el bolsillo izquierdo de mi americana. Trátelo con sumo cuidado, por favor. Guárdelo usted y no se lo dé a nadie.

Hayward giró la cabeza y le hizo señas a uno de sus hombres de que cacheara al agente, mientras otro se acercaba por detrás, cogía las manos de Pendergast, se las ponía en la espalda y se las esposaba.

–Propongo que nos apartemos de las vías –dijo Pendergast–. Es por nuestra seguridad.

–Cada cosa a su tiempo –dijo Hayward.

Metió la mano con prudencia en el bolsillo de la americana de Pendergast, sacó el diamante, le echó un vistazo y se lo guardó en el de su pechera.

–Aloysius Pendergast, tiene derecho a permanecer callado. Todo lo que diga podrá usarse y se usará contra usted en los tribunales…

Sin embargo, Pendergast no le hacía caso. Estaba mirando por encima del hombro de la capitana, hacia la oscuridad del túnel III, donde a duras penas se veían dos puntitos luminosos que parecían simples reflejos de la tenue luz de la sala. Mientras miraba, los puntos se apagaron un momento y reaparecieron, como dos ojos parpadeando. Después perdieron brillo, se giraron y no dejaron más que oscuridad.