Sesenta y siete

D'Agosta entró después de Pendergast en Penn Station, que consistía en poco más que una triste escalera mecánica a la sombra del Madison Square Garden. Era una tarde tranquila, un martes como cualquier otro, y al ser tan tarde no había prácticamente nadie por la calle, a excepción de unos cuantos vagabundos y un hombre que repartía sus poemas. Tomaron la escalera mecánica hasta la sala de espera, donde había otra que los llevó aún más abajo, a las vías.

D'Agosta constató, no muy contento, de que se encaminaban a la vía trece.

Hacía media hora que Pendergast casi no abría la boca. A medida que se aproximaba la hora de ver a Viola, e inevitablemente a Diógenes, se volvía más reservado.

Tampoco en las vías había nadie, salvo algunos empleados de mantenimiento que recogían la basura y dos policías uniformados que charlaban y enfriaban soplando sus cafés al lado de un puesto de control. Pendergast se dirigió al final del andén, donde los raíles desaparecían en la oscuridad de un túnel.

–Esté preparado –murmuró, escrutando las vías con sus ojos claros.

Esperaron un poco. Los dos polis se giraron para entrar en la garita.

–¡Ahora! –musitó Pendergast.

Saltaron ágilmente del andén a la vía y se internaron corriendo en la penumbra. D'Agosta se giró para ver alejarse el andén, y asegurarse de que hubieran pasado inadvertidos.

Bajo tierra no hacía tanto frío. La temperatura rondaba los cero grados, pero era un frío mucho más húmedo, al que la cazadora robada de D'Agosta no parecía oponer ninguna resistencia. Un minuto más al trote por la vía y Pendergast metió la mano en el bolsillo para sacar una linterna.

–Queda un poco lejos –dijo, iluminando un túnel largo y negro.

Varios pares de ojos brillaron en la oscuridad. Ojos de rata.

El agente continuó a paso ligero, dando zancadas con sus largas piernas entre los raíles, seguido por D'Agosta, que escuchaba con cierto nerviosismo la posible llegada de un tren. Sin embargo, lo único que oía eran los pasos de ellos dos, su propia respiración y el agua que goteaba desde los carámbanos de la vieja bóveda de ladrillo.

–Y ¿dice que el Reloj de Hierro es una plataforma giratoria? –preguntó al cabo de un momento, más que nada para romper aquel silencio tan pesado.

–Sí, muy vieja.

–No sabía que hubiera plataformas de esas debajo de Manhattan.

–La hicieron para distribuir los trenes que entraban y salían de la antigua estación de Pennsylvania. De hecho es lo único que queda de la construcción antigua.

–Y ¿sabrá encontrarla?

–¿Se acuerda de la matanza del metro, en que colaboramos hace años? Pues entonces dediqué cierto tiempo a estudiar Nueva York bajo tierra, y aún conservo en la memoria gran parte del paisaje subterráneo de Manhattan, al menos las rutas más comunes.

–¿Cómo se explica que Diógenes lo conozca?

–Es un dato interesante que no se me ha pasado por alto, Vincent.

Llegaron a una puerta metálica empotrada en un receso de la pared del túnel, con un candado muy oxidado. Pendergast se agachó a examinarlo, siguiendo el relieve de la herrumbre con un dedo. Después retrocedió, invitando a D'Agosta a hacer lo mismo con una señal de la cabeza, y desenfundó su Wilson Combat 1911 para pegarle un tiro al candado. El eco ensordecedor de la detonación se alejó por el túnel. El candado cayó al suelo en una nube de óxido. Pendergast se inclinó y abrió la puerta de un puntapié.

Daba a una escalera de piedra, que olía a moho y descomposición.

–¿Hay que bajar mucho?

–En realidad ya estamos al nivel del Reloj de Hierro. Esto es un simple atajo.

Los escalones eran resbaladizos. Cuanto más bajaban, menos frío hacía. Tras un largo descenso, llegaron a un viejo túnel de ladrillo con arcos góticos y una hilera de cobertizos cerrados con llave.

D'Agosta hizo una pausa.

–Delante hay luz y voces.

–Vagabundos –contestó Pendergast.

Siguieron caminando. D'Agosta empezó a percibir olor a humo de leña. Poco después encontraron a un grupo de desarrapados de ambos sexos que se pasaban una botella de vino alredor de una fogata hecha de cualquier manera.

–¿Qué pasa? –exclamó uno–. ¿Habéis perdido el tren?

Las carcajadas duraron hasta que Pendergast y D'Agosta pasaron de largo. De repente el llanto de un niño rasgó la oscuridad detrás del grupo.

–¡Caray! –murmuró D'Agosta–. ¿Lo ha oído?

Pendergast se limitó a asentir.

Llegaron a otra puerta metálica cuyo candado ya había sido cortado por alguien. La abrieron y volvieron a subir por una escalera larga y húmeda, esquivando arroyuelos hasta salir nuevamente a las vías.

Pendergast se paró a mirar la hora.

–Las once y media.

Caminaron en silencio, dispersando ratas, hasta que pareció que hubieran recorrido varios kilómetros. Sin embargo, no por mucho caminar se le pasó a D'Agosta la sensación de frío y humedad. En un momento dado pasaron junto a una vía muerta con varios vagones estropeados. Más tarde, cerca de una hilera de hornacinas de piedra, D'Agosta vio un antiguo engranaje metálico de casi tres metros de diámetro. De vez en cuando oía un rumor de trenes, pero por los raíles donde iban ellos no parecía que circulase nada.

Al final Pendergast se detuvo, apagó la linterna e indicó con la cabeza que siguieran. D'Agosta clavó su mirada en la oscuridad y vio que el túnel acababa en un arco de luz tenue y amarilla.

–Lo de delante es el Reloj de Hierro –dijo el agente en voz baja.

D'Agosta cogió su Glock 29, abrió el cargador, verificó que estuviera lleno y lo volvió a deslizar en su sitio.

–¿Sabe qué tiene que hacer?

Asintió con la cabeza.

Avanzaron despacio y en silencio. Pendergast iba delante; D'Agosta, casi pegado a él, se puso el reloj a pocos centímetros de los ojos para ver la hora: las doce menos doce.

–No se olvide de cubrirme por la espalda –susurró Pendergast.

D'Agosta se arrimó a la pared, posición ventajosa desde la que gozaba de una buena vista de lo que tenía delante. Y lo que vio estuvo a punto de cortar su respiración. Era una cámara inmensa, circular, compuesta de bloques de granito con rayas de cal y suciedad; un mazacote neorrománico alucinante, con una plataforma giratoria que abarcaba todo el suelo: una sola vía de pared a pared, englobada en un gran círculo de hierro. Se entraba por doce túneles abovedados separados entre sí por la misma distancia, todos con una lamparilla mugrienta encima de la boca, y un número romano grabado en la piedra (del I al XII).

«Conque el Reloj de Hierro es esto», pensó.

Sabía bastante de estructuras ferroviarias, porque su padre había sido un gran aficionado al mundo de los trenes. Las plataformas giratorias solían estar en final de trayecto. Se accedía a ellas por una sola vía. Detrás había una rotonda semicircular con espacios para las locomotoras. En ese caso, no obstante, dada la proximidad de Penn Station, y la pertenencia a una de las redes ferroviarias con más tráfico del mundo, era evidente que la plataforma cumplía otra función: se trataba de un simple nexo, de una manera de que los trenes pudieran transitar de una serie de vías y túneles a otra.

El goteo del agua resonaba en todas partes. D'Agosta vio carámbanos a gran altura, en la bóveda mayor. Las gotas bajaban en espiral, cruzando un círculo de luces sucias hasta alimentar los charcos negros del suelo.

Se preguntó si en algún sitio, dentro de la oscuridad de alguno de los otros once túneles, esperaba Diógenes.

Justo entonces oyó que retumbaba un poco el suelo, y recibió en la cara un chorro de aire cada vez más fuerte. Pendergast se refugió en el túnel, indicándole mediante señas que siguiera su ejemplo. Al cabo de un momento irrumpió por la boca de uno de los túneles un tren de cercanías que cruzó la plataforma estrepitosamente, con tantos parpadeos luminosos como ventanillas, y se perdió en la oscuridad a gran velocidad. El fragor acabó por diluirse en un simple murmullo. A continuación, el tramo de vía que había en medio del Reloj de Hierro empezó a girar con un ruido metálico hasta que se detuvo, dejando conectados otros dos túneles en previsión del próximo tren.

Ahora los túneles conectados eran el XII y el que ocupaban ellos dos: el VI.

Todo volvió a quedar en silencio. D'Agosta vio corretear los bultos negros de las ratas (del tamaño de perritos, en algunos casos) por el borde en penumbra del otro lado de la rotonda. Mientras tanto, seguían cayendo gotas de agua. Olía a podrido, a descomposición.

Pendergast salió de su inmovilidad para señalar su reloj. Las doce menos seis. Era el momento de actuar. Cogió con fuerza la mano de D'Agosta.

–¿Sabe qué tiene que hacer? –repitió.

D'Agosta asintió con la cabeza.

–Gracias, Vincent –dijo Pendergast–. Gracias por todo.

A continuación, dio media vuelta y salió del túnel para exponerse a la luz amarilla de las lámparas. Dos pasos. Tres.

D'Agosta se quedó en la oscuridad con la Glock en la mano. La gran bóveda de la rotonda seguía muda, desierta, con túneles oscuros como bocas abiertas, cuyos dientes fueran los carámbanos de hielo.

Pendergast dio un paso más y se detuvo.

–¡Ave, frater!

La voz resonó por el espacio oscuro y húmedo, rebotando de tal modo que era imposible determinar su origen. D'Agosta, tenso, agudizó la vista para escrutar las bocas negras de los túneles que se veían desde donde estaba, pero no descubrió ningún indicio de la presencia de Diógenes.

–No seas tímido, hermano. Enseña esa cara tan guapa. Entra un poco más en la luz.

Pendergast avanzó unos cuantos pasos por el espacio abierto. D'Agosta aguardó con la pistola en la mano, cubriéndolo por detrás.

–¿Lo has traído? –dijo el eco.

Su tono era malévolo, amenazador, pero imbuido al mismo tiempo de un ansia extraña.

La respuesta de Pendergast fue levantar una mano y girar la muñeca. De repente apareció el diamante, que con la poca luz parecía mate.

D'Agosta oyó una inhalación tan brusca que se asemejaba a un latigazo.

–Tráeme a Viola –dijo Pendergast.

–Calma, hermano, todo a su tiempo. Sube a la plataforma.

Pendergast subió al círculo de hierro y se acercó a las vías.

–Ahora ponte entre los dos raíles y verás un agujero hecho hace mucho tiempo en la placa de hierro. Dentro hay una cajita de terciopelo. Mete el diamante. ¡Y date prisa, no sea que aparezca otro tren y esto se acabe prematuramente!

D'Agosta volvió a afinar el oído para localizar la voz, pero era imposible saber en qué túnel se escondía Diógenes. Teniendo en cuenta las peculiaridades acústicas de la bóveda, podía estar en cualquier sitio.

Pendergast avanzó con precaución. Al llegar al centro de la rotonda se arrodilló, sacó la caja de terciopelo, metió el diamante y volvió a dejar la caja al lado del raíl.

De pronto se irguió y sacó su Wilson Combat para encañonar el diamante.

–Tráeme a Viola –repitió.

–¡Caramba, hermano! ¡Te hacía menos impetuoso! Ciñámonos a las reglas. Apártate para que mi ayudante compruebe que es auténtico.

–Sí que lo es.

–Hace mucho tiempo me fié una vez de ti, ¿te acuerdas? Y ya me ves. –Un extraño suspiro, que a punto estuvo de ser un gemido, brotó de la oscuridad–. Perdona que no vuelva a confiar en ti. ¿Señor Kaplan? Adelante, por favor.

Un hombre demudado y descompuesto salió del túnel XI y parpadeó en la penumbra, mirando atónito a su alrededor. Llevaba un traje y un abrigo de cachemira, ambos negros, rotos y manchados de barro, y una lupa con una goma alrededor de la cabeza calva. También una linterna en una mano. D'Agosta reconoció enseguida al hombre a quien habían secuestrado anteriormente.

Tenía toda la pinta de haberse levantado con el pie izquierdo.

Kaplan dio otro paso, tambaleándose, y volvió a mirar a todas partes sin entender nada.

–¿Quién…? ¿Qué…?

–El diamante está en medio, en una caja. Vaya a examinarlo y dígame si es el Corazón de Lucifer.

El hombre miró a su alrededor.

–¿Quién habla? ¿Dónde estoy?

Frater, enséñale el diamante a Kaplan.

Kaplan avanzó dando tumbos. Pendergast señaló la caja con un movimiento de su pistola.

La visión del arma pareció sacar de su estupor a Kaplan.

–¡Haré lo que me pida, pero no me mate, por favor! –exclamó–. Tengo hijos.

–Si hace lo que le digo, volverá a ver a esos locos bajitos –pronunció la voz incorpórea de Diógenes.

Kaplan tropezó, recuperó el equilibrio, se arrodilló al lado del diamante y, cuando lo tuvo en la mano, se puso la lupa en un ojo, encendió la linternita e inspeccionó la gema.

–¿Qué? –dijo la voz de Diógenes, tensa y aguda.

–¡Un momento! –Kaplan casi sollozaba–. Déme un poco de tiempo, por favor.

Examinó el diamante, en cuyo interior nació una luz que acabó convirtiéndolo en una bola luminosa de color canela.

–Sí, sí que parece el Corazón de Lucifer –dijo en voz baja.

–No tengo bastante con que lo parezca, señor Kaplan.

Kaplan siguió escrutando el diamante. Le temblaban las manos. Se puso derecho.

–Estoy seguro de que lo es –dijo.

–Asegúrese bien, que su vida y la de su familia dependen de la exactitud del veredicto.

–Estoy seguro. No se parece a ningún otro diamante.

–Tiene un defecto microscópico. Dígame cuál es.

Kaplan reanudó su examen. Transcurrieron dos minutos.

–Hay una ligerísima incisión a unos dos milímetros del centro del diamante, en el sentido de las agujas del reloj.

Un ruido sibilante –de victoria, o quizá de otra cosa– surgió de la oscuridad.

–Ya puede irse, Kaplan. Su salida es el túnel VI. Frater, tú quédate donde estás.

Kaplan sollozó de gratitud y echó a correr hacia el túnel VI, donde esperaba D'Agosta. Estuvo a punto de caerse por las prisas, pero en pocos segundos llegó jadeando a la oscuridad de la boca del túnel.

–Menos mal –gimoteó–. Menos mal.

–Póngase detrás de mí –dijo D'Agosta.

Kaplan forzó la vista, y al reconocer la cara del teniente su alivio se convirtió otra vez en miedo.

–¡Eh, un momento! Usted es el policía que…

–Luego hablamos –dijo D'Agosta, empujándolo hacia la oscuridad protectora–. Dentro de nada estará fuera.

–Y ahora, el momento que esperabas. –La voz de Diógenes resonó por la bóveda–. Señoras y señores… ¡lady Viola Maskelene!

Justo cuando D'Agosta miraba por la boca del túnel, Viola Maskelene emergió de la oscuridad del número IX y se quedó parpadeando a la luz de las lámparas, desconcertada.

Pendergast no pudo aguantarse y dio un paso.

–¡No te muevas, hermano! Deja que se acerque ella.

Viola se giró, miró a Pendergast y dio un paso inestable.

–¡Viola!

Pendergast también dio uno.

De repente sonó un disparo, atronador en el espacio cerrado, y cerca del zapato que había movido Pendergast saltó la tierra. El agente se puso rápidamente en cuclillas y movió el cañón de una boca de túnel a la otra.

–Venga, hermano, dispara. Si a tu damisela le alcanza una bala perdida, pues mala suerte.

Pendergast se giró. Al oír el disparo, Viola se había quedado completamente quieta.

–Venga conmigo, Viola.

Lo miró fijamente.

–¿Aloysius? –preguntó, desfallecida.

–Sí, estoy aquí. Venga poco a poco, sin tropezar.

–Pero usted… usted…

–Tranquila, que ya no pasa nada. Ya está sana y salva. Venga conmigo.

Pendergast tendió los brazos.

–¡Qué escena tan conmovedora! –dijo Diógenes.

Acompañó el comentario de una carcajada cínica y burlona.

Viola hilvanó algunos pasos inseguros, hasta derrumbarse en brazos de Pendergast.

Tomándola en un abrazo protector, el agente levantó suavemente su barbilla con la mano y la miró a la cara.

–¡La has drogado! –dijo.

–¡Bah! Solo unos miligramos de Versed, para tenerla quietecita. No te preocupes, que está intacta.

D'Agosta oyó que Pendergast murmuraba unas palabras al oído de Viola, pero no las entendió. Ella negó con la cabeza, se apartó y estuvo a punto de caerse. Pendergast la sujetó y la ayudó a caminar hacia la boca del túnel.

–¡Felicidades, señores! ¡Creo que esto ya está! –proclamó la voz triunfante de Diógenes. Ya pueden irse todos por el túnel VI. De hecho es por donde tienen que salir. Se lo aconsejo encarecidamente. Y dense prisa, que en cinco minutos vendrá por la vía seis el Acela de medianoche para Washington. Acelera enseguida al salir de la estación, conque ya irá a unos ciento veinte. Si no llegan al primer receso, a trescientos metros de la boca, se quedarán hechos puré en la pared del túnel. Al que se rezague le pego un tiro. ¡Venga, a moverse!

Pendergast condujo a Viola hacia la oscuridad y la dejó al cuidado de D'Agosta.

–Sáquelos de aquí –murmuró, poniéndole la linterna en la mano.

–¿Y usted?

–Yo tengo algo pendiente.

Era la respuesta temida por D'Agosta, que levantó una mano para impedírselo.

–¡Que lo va a matar!

Pendergast se soltó.

–¡No puede! –susurró D'Agosta con urgencia–. Están a punto de…

–¿Me han oído? –retumbó la voz de Diógenes. ¡Cuatro minutos contando desde ya!

–¡Váyase! –dijo Pendergast con vehemencia.

Tras una última mirada, D'Agosta rodeó a Viola con un brazo y se giró hacia Kaplan para darle un toquecito de atención.

–Vámonos, señor Kaplan.

Encendió la linterna y se los llevó por los raíles, dando la espalda al Reloj de Hierro.