Sesenta y cuatro

D'Agosta y Pendergast iban en silencio a bordo del Mark VII por un tramo inhóspito de la avenida Vermilyea, en el barrio de Inwood, al final de Manhattan. El sol caía lentamente por varias capas grises, hasta ponerse con un último y sanguinolento tajo que iluminó brevemente con su resplandor los bloques de pisos en penumbra y las siniestras naves industriales. Luego se perdió en una noche lúgubre.

Tenían sintonizada 1010 WINS, la cadena neoyorquina de noticias, que repetía los titulares cada veinte minutos, y que no se aburría de emitir información sobre el robo del museo (con un entusiasmo, el del locutor, que contrastaba con el lóbrego ambiente del coche). Solo hacía diez minutos que había surgido una nueva noticia, relacionada con la anterior pero aún más espectacular: el robo del auténtico Corazón de Lucifer en la sede de Affiliated Transglobal Insurance. D'Agosta estaba seguro de que la policía habría tratado desesperadamente de que no se difundiera, pero algo tan explosivo no se podía mantener en secreto: «… el robo de diamantes más descarado de la historia, directamente en las narices de los gestores del museo y de la compañía de seguros, y a pocas horas del robo del museo. Según fuentes próximas a la investigación, el sospechoso es el mismo en ambos delitos…».

Pendergast escuchaba atentamente, con una dureza y palidez marmóreas en la cara, sin mover un músculo. Tenía el teléfono móvil en el asiento del medio.

«La policía está interrogando a George Kaplan, el prestigioso gemólogo que fue secuestrado cerca de su domicilio de Manhattan cuando se dirigía a la sede de Affiliated Transglobal para identificar el Corazón de Lucifer. Según fuentes próximas a la investigación, el ladrón adoptó la identidad de Kaplan para tener acceso al diamante. La policía cree que podría seguir escondido en el edificio de Affiliated Transglobal, donde se han puesto todos los medios al servicio de su búsqueda…».

Pendergast se inclinó para apagar la radio.

–¿Cómo sabe que Diógenes oirá la noticia? –preguntó D'Agosta.

–Tranquilo, que la oirá. Por una vez, está desorientado. No ha conseguido el diamante. Estará desesperado y en tensión constante, escuchando, esperando y pensando. Cuando sepa qué ha pasado, solo le quedará una posibilidad.

–Pero ¿sabrá que lo ha robado usted?

–Sin la menor duda. ¿A qué otra conclusión podría llegar? –Pendergast sonrió sin alegría–. Lo sabrá, y a falta de otro medio de mandarme un mensaje, llamará por teléfono.

Las farolas de sodio se habían encendido y formaban una hilera amarillenta por toda la desértica avenida. La temperatura rondaba los veinte bajo cero, acompañada por un viento glacial que soplaba del Hudson, y que dio paso a algunos copos de nieve muy blanca.

De repente sonó el móvil.

Pendergast solo vaciló un segundo antes de girarlo y activar el minúsculo altavoz trasero. No dijo nada.

Ave, frater –emitió el altavoz.

Silencio. D'Agosta miró a Pendergast de reojo. La luz de las farolas prestaba a su cara un color de alabastro. Sus labios se movían, pero sin articular ningún sonido.

–¿Qué maneras son estas de saludar a tu hermano después de tanto tiempo? ¿Un silencio de reproche?

–Estoy aquí –dijo Pendergast forzadamente.

–¡Ah, estás ahí! ¡Cuánto me honra tu presencia! Casi compensa la asquerosa experiencia de verme obligado a llamarte. En fin, dejémonos de cumplidos. Solo tengo una pregunta: ¿has robado el Corazón de Lucifer?

–Sí.

–¿Por qué?

–Ya lo sabes.

La respuesta fue un silencio, seguido por una lenta exhalación.

–Hermano, hermano, hermano…

–Yo no soy tu hermano.

–En eso te equivocas. Te guste o no, somos hermanos. Es una relación que nos define. Pero bueno, ya lo sabes, ¿no, Aloysius?

–Lo que sé es que eres un enfermo, y que necesitas que te ayuden cuanto antes.

–Sí, es verdad, estoy enfermo. De la enfermedad de nacer no hay nadie que se cure. Para esa dolencia no existe tratamiento aparte de la muerte. Claro que, bien pensado, todos estamos enfermos, empezando por ti. Sí que somos hermanos, sí; en la enfermedad y en la maldad.

Tampoco esta vez contestó Pendergast.

–¡Ya estamos otra vez con cumplidos! ¿Te parece que vayamos al grano?

Silencio.

–Bueno, pues ya llevo yo la voz cantante. En primer lugar, mi más sincera enhorabuena por haber conseguido en una tarde lo que a mí me había costado muchos años de planificación… y que al final no me ha salido bien. –D'Agosta oyó aplausos espaciados por el teléfono–. Supongo que de lo que se trata es de un pequeño intercambio: cierta persona a cambio del diamante. Si no ¿por qué te habrías tomado la molestia? Porque habrá sido una molestia, poco o mucho…

–Supones bien, pero antes…

Pendergast no acabó la frase.

–¿Quieres saber si aún está viva?

Esta vez fue Diógenes quien prolongó el silencio. D'Agosta miró de reojo a Pendergast. Lo único que se le movía era un pequeño músculo debajo del ojo derecho.

–Sí, aún está viva… de momento.

–Como le hagas algo, te perseguiré hasta el fin del mundo.

–Bueno, bueno… Aunque, ya que ha salido el tema de las mujeres, hablemos un poco sobre la criatura a quien tienes enclaustrada en la mansión de nuestro tristemente difunto antepasado. Si es que es tan criatura, que empiezo a dudarlo… Me despierta una gran curiosidad. Muy grande. Tengo la impresión de que lo que se ve de ella es como la punta de un iceberg: una parte ínfima. Tiene facetas ocultas, espejos dentro de otros espejos. Y tengo la impresión de que está rota por dentro, en la base de su ser.

Las palabras de Diógenes habían puesto visiblemente tenso a Pendergast.

–No te acerques a ella, Diógenes. Te lo advierto muy en serio. Como vuelvas a hacerlo, como vuelvas a acercarte, de la manera que sea…

–¿Qué? ¿Me matarás? Entonces tendrías las manos manchadas con mi sangre, aún más que ahora. La mía y la de tus queridos amigos. Porque el responsable de todo esto eres tú, frater. Ya lo sabes. Tú me hiciste ser como soy.

–Yo no te hice nada.

–¡Bien dicho! ¡Bien dicho!

El minúsculo altavoz recogió una risa seca, casi árida. Al oírla, D'Agosta sintió un escalofrío de repugnancia.

–Vamos al grano –tuvo fuerzas de decir Pendergast.

–¿Al grano? ¿Justo cuando se ponía interesante la conversación? ¿No te apetece hablar de la responsabilidad total y absoluta que tienes sobre todo esto? Consulta a cualquier psicólogo de familia y te dirá lo importante que es que lo hablemos a fondo… frater.

De repente D'Agosta ya no pudo más.

–¡Diógenes! Escúchame, loco de mierda: ¿quieres el diamante? Pues menos rollo.

–Sin diamante no hay Viola.

–Si le tocas un pelo a Viola, trituro el diamante con un mazo y te envío el polvo por correo. Si te crees que no lo digo en serio, habla, habla.

–Amenazas sin sustancia.

D'Agosta dio un puñetazo en el salpicadero que resonó por todo el coche.

–¡Cuidado! ¡No tan fuerte!

De pronto la voz se había vuelto aguda, llena de pánico.

–Pues cállate, coño.

–La estupidez es una fuerza elemental que respeto.

–Aún hablas.

–Las pautas las marco yo –dijo Diógenes con vehemencia–. ¿Me habéis oído? ¡Yo las marco!

–Con dos condiciones –dijo Pendergast serenamente–: la primera, que el intercambio se haga dentro de la isla de Manhattan, en un plazo máximo de seis horas; la segunda, que esté organizado de tal modo que no puedas incumplir tu parte. Explícame tu plan y lo valoraré. Tienes una sola oportunidad de corregirlo.

–A mí, más que dos condiciones me parecen cinco, pero cómo no, hermano, cómo no… De todos modos, debo decir que no es un problema de fácil solución. Te llamo en diez minutos.

–Que sean cinco.

–¿Más condiciones?

El teléfono enmudeció.

Un largo silencio. La frente de Pendergast parecía húmeda. Se sacó un pañuelo de seda del bolsillo de la americana y, tras aplicárselo encima de los ojos, se lo volvió a guardar.

–¿Podemos fiarnos de él? –preguntó D'Agosta.

–No, eso jamás, pero dudo que en seis horas tenga tiempo de organizar una traición eficaz. Por otro lado, quiere el Corazón de Lucifer. Lo quiere con una pasión que ni usted ni yo podemos entender. Creo que si en algo podemos confiar es en esa pasión.

Volvió a sonar el teléfono. Pendergast pulsó el botón del altavoz.

-¿Diga?

–Bueno, frater, examen sorpresa. A ver qué tal estás de geografía urbana: ¿conoces un sitio que se llama el Reloj de Hierro?

–¿La rotonda ferroviaria?

–¡Muy bien! Y ¿sabes dónde está?

–Sí.

–Perfecto, pues quedamos ahí. Me imagino que querrás traerte a Vinnie, tu compañero de confianza.

–Sí, era mi intención.

–Escúchame bien: quedamos a… las doce menos seis de la noche. Entra por el túnel VI y sal despacio a la luz. Si quieres, que Vinnie se quede en la oscuridad para cubrirte, y que se traiga el arma que más le guste. Así seguro que no te engaño. Tú no dejes de venir con tu Les Baer, o con el accesorio de última tecnología que estés llevando ahora. Solo habrá un tiroteo si sale algo mal. Que no saldrá. Quiero el diamante, y tú a tu Viola da Gamba. Si conoces un poco el Reloj de Hierro, ya te habrás dado cuenta de que es el escenario perfecto para nuestra… digamos que transacción.

–Entiendo.

–¿Qué, hermano, te parece bien? ¿Te das por satisfecho de que no te engañaré?

Pendergast guardó un momento de silencio.

–Sí.

–Pues entonces a pronto.

La llamada se cortó.

–El cabrón este me pone los pelos de punta –dijo D'Agosta.

Pendergast no dijo nada. Volvió a sacar el pañuelo, se lo pasó por la frente y lo dobló.

D'Agosta observó que le temblaban un poco las manos.

–¿Está bien? –preguntó.

El agente negó con la cabeza.

–Acabemos de una vez.

Sin embargo, en vez de moverse se quedó muy quieto, como absorto. De repente pareció tomar una decisión. Se giró hacia D'Agosta y, para su sorpresa, le cogió la mano.

–Voy a pedirle una cosa –dijo–. Le advierto de antemano de que va en contra de todos sus impulsos de colega y amigo, pero créame, es la única manera. No existe ninguna otra solución. ¿Lo hará?

–Depende de lo que sea.

–Inaceptable. Quiero que se comprometa previamente.

D'Agosta vaciló.

Pendergast puso cara de preocupación.

–Por favor, Vincent. Es básico, fundamental, que pueda contar con usted en este extremo.

D'Agosta suspiró.

–Bueno, vale, se lo prometo.

Un alivio manifiesto relajó el cuerpo cansado del agente.

–Muy bien. Ahora preste toda su atención, por favor.