Sesenta y tres

Se reunieron en el salón de Harrison Grainger, director general de Affiliated Transglobal Insurance. La suite ejecutiva, situada en uno de los últimos pisos del rascacielos de Affiliated Transglobal, daba al norte, al gran cañón de la avenida de las Américas, que se veía hasta el final (el oscuro rectángulo de Central Park, a media docena de manzanas). Grainger salió de su despacho a la una en punto. Era un hombre rubicundo, de orejas bulbosas, cabeza apepinada, calvicie avanzada y talante campechano.

–¿Qué, ya estamos todos?

Miró a su alrededor.

Smithback hizo lo mismo. Tenía la boca pastosa, y sudaba mucho. Se preguntó cómo se le había ocurrido prestarse a un plan tan insensato. Al principio le había parecido una magnífica aventura, la posibilidad de una exclusiva excepcional, pero ahora la luz cruda de la realidad la iluminaba en toda su vesania. Smithback estaba a punto de participar en un delito gravísimo, además de poner en jaque su ética de periodista.

Grainger sonrió a los reunidos.

–Haz tú las presentaciones, Sam.

Samuel Beck, el director de seguridad, asintió con la cabeza y dio un paso hacia delante. Con todo lo nervioso que estaba, Smithback no pudo evitar fijarse en que tenía los pies minúsculos, como de bailarina.

–El señor George Kaplan –empezó a decir el director de seguridad–, socio de número del Consejo Nacional de Gemólogos.

Kaplan, un hombre pulcro, con traje negro, perilla recortada y gafas montadas al aire, tenía una elegancia como del siglo diecinueve. Inclinó lacónicamente la cabeza.

–Frederick Watson Collopy, director del Museo de Historia Natural de Nueva York.

Collopy dio la mano a todo el mundo. No parecía muy contento de estar donde estaba.

–William Smithback, del New York Times.

Smithback consiguió repartir apretones de manos, pese a tener la suya más mojada que una bayeta.

–Harrison Grainger, director general del grupo Affiliated Transglobal Insurance.

La presentación fue recibida con nuevos murmullos de saludo.

–Rand Marconi, director financiero del grupo Affiliated Transglobal.

«Dios mío», pensó Smithback. ¿Tantos iban a ser?

–Foster Lord, secretario del grupo Affiliated Transglobal.

Más apretones de manos y saludos con la cabeza.

–Skip McGuigan, tesorero del grupo Affiliated Transglobal.

Smithback volvió a aflojarse desmayadamente el cuello de la camisa.

–Jason McTeague, agente de seguridad del grupo Affiliated Transglobal.

Era como cuando anunciaban a los invitados en un baile de la aristocracia. Un guardia de seguridad armado hasta los dientes movió un poco los pies y asintió con la cabeza, pero sin tender la mano.

–Y yo soy Samuel Beck, director de seguridad del grupo Affiliated Transglobal. Huelga decir que todos los que estamos aquí hemos pasado los controles.

Se sonrió de su rasgo de ingenio, respaldado por una carcajada de Grainger.

–Pues nada, vamos –dijo el director general, señalando los ascensores.

Se internaron en lo más profundo del edificio: tres ascensores sucesivos, y varios túneles anónimos de bloques de hormigón que acabaron por llevarlos a la puerta de una cámara acorazada. Smithback, que nunca había visto una puerta tan grande, pulida y lustrosa, se quedó mirándola con el corazón en un puño.

Beck manipuló un teclado, varios cerrojos y un escáner de retina, mientras el resto esperaba.

Al cabo de un rato se giró.

–Ahora tendremos que esperar cinco minutos a que se abran las cerraduras con temporizador. Esta cámara –dijo, orgulloso– contiene todas las pólizas originales de la compañía, sin excepción. Una póliza de seguros es un contrato. Los únicos ejemplares válidos de nuestros contratos están aquí dentro. Representan una cobertura total de casi un billón de dólares. Los sistemas de seguridad son los más modernos del mercado. La cámara está diseñada para aguantar un terremoto de magnitud 9 en la escala Richter, un tornado de fuerza cinco y la detonación de una bomba nuclear de cien kilotones.

Smithback intentó tomar notas, pero sudaba tanto que le resbalaba la pluma en las manos. «Tú piensa en la noticia. Piensa en la noticia».

Se oyó una especie de timbre.

–Ha sido la señal de que las cerraduras de la cámara ya están abiertas.

Beck accionó una palanca, despertando el zumbido lejano de un motor, mientras la puerta basculaba lentamente hacia fuera. Su solidez impresionaba: metro y medio de acero inoxidable macizo.

La comitiva, cerrada por el guardia de seguridad armado, cruzó otras dos puertas macizas antes de penetrar en lo que constituía a todas luces la cámara principal, un enorme espacio de acero lleno de cajones metálicos, protegidos a su vez por rejas desde el suelo al techo.

El director general se adelantó. Se notaba que estaba disfrutando con su papel.

–La cámara interna, señores. Sin embargo, ni siquiera aquí dentro está desprotegido el diamante, por si tentase a alguno de nuestros fieles empleados, sino que se conserva en una cámara especial, cuya apertura requiere ni más ni menos que de cuatro directivos de Affiliated Transglobal: un servidor, Rand Marconi, Skip McGuigan y Foster Lord.

Los tres aludidos, todos calvos, con el mismo traje gris y parecidos hasta el punto de que podrían haber pasado por hermanos, sonrieron a la vez. Era evidente que no tenían muchas oportunidades de fardar.

La cámara interna estaba al fondo de la principal, tras otra puerta empotrada de acero en cuya superficie se alineaban cuatro cerraduras, bajo una lucecita roja.

–Ahora, antes de abrir la cámara interna, esperaremos a que se cierre la puerta de la cámara externa.

Durante la espera, Smithback oyó una serie de zumbidos, clics y murmullos metálicos.

–Ya estamos encerrados. La puerta de la cámara externa permanecerá cerrada durante todo el tiempo que esté abierta la cámara interna. ¡Aunque uno de nosotros quisiera robar el diamante, no podría salir! –Grainger se rió entre dientes–. Saquen sus llaves, señores.

Todos sacaron llavecitas de sus bolsillos.

–Hemos preparado una pequeña mesa para el señor Kaplan –dijo el director general, señalando una elegante mesa situada cerca de él.

Kaplan la observó apretando los labios con una mueca de desaprobación.

–¿Todo bien? –preguntó el director general.

–Saquen el diamante –dijo Kaplan sin florituras.

Granger asintió con la cabeza.

–¿Señores?

Los cuatro introdujeron sus respectivas llaves en una de las cerraduras, y, tras intercambiar miradas, las giraron a la par. El piloto rojo se puso verde. La cámara se abrió con un clic. Dentro había una simple cajonera de metal con ocho cajones, todos con su etiqueta y su número.

–El cajón número dos –dijo el director general.

Lo abrieron. Grainger introdujo la cabeza y los brazos en la cámara y sacó una cajita metálica gris, que transportó hasta la mesa y dejó reverentemente frente a Kaplan. El gemólogo se sentó y empezó a sacar una pequeña colección de herramientas y lentes, que distribuyó con precisión por el tablero. Después cogió una alfombrilla de terciopelo negro y la desenrolló, formando un cuadrado perfecto en medio de la mesa. Los demás habían constituido un semicírculo en torno a la mesa para verlo trabajar, a excepción del guardia de seguridad, que se había quedado un poco atrás con los brazos cruzados.

Como último paso, Kaplan sacó unos guantes de cirujano.

–Estoy preparado. Déme la llave.

–Lo siento, señor Kaplan, pero según las normas debo ser yo quien abra la caja –dijo el director de seguridad.

Kaplan hizo un gesto de irritación con la mano.

–Bueno, pero que no se le caiga. Los diamantes son duros, pero se rompen con la facilidad del cristal.

Beck se inclinó, metió la llave y levantó la tapa. Todas las miradas estaban clavadas en la caja.

–No lo toque sin guantes, que tiene las manos sudadas –dijo Kaplan, muy brusco.

El director de segundad se apartó. Kaplan metió una mano en la caja y extrajo el diamante con la misma naturalidad que si fuera una pelota de golf. Después de ponérselo delante, sobre la alfombrilla de terciopelo, abrió una lupa y se inclinó hacia la piedra preciosa.

De repente se irguió y, adoptando un tono seco, agudo y quejumbroso, dijo:

–Perdonen, pero así, con tanta gente alrededor, la verdad es que no puedo trabajar, y menos si se me ponen detrás. ¡Tengan la amabilidad!

–Claro, claro –dijo Grainger–. Retirémonos todos un poco para que el señor Kaplan esté a sus anchas.

Retrocedieron unos pasos. Kaplan volvió a inclinarse para examinar la gema. La cogió con un instrumento de cuatro púas la hizo girar y dejó la lupa en la mesa.

–Pásenme mi filtro Chealsea –dijo desabridamente, sin dirigirse a nadie en concreto.

–Esto… ¿cuál es? –preguntó Beck.

–Aquella cosa blanca y alargada de ahí.

El director de seguridad la cogió y se la dio. Kaplan la abrió y repitió el examen de la gema entre murmullos ininteligibles.

–¿Todo satisfactorio, señor Kaplan? –preguntó solícitamente Grainger.

–No –se limitó a contestar el gemólogo.

Dentro de la cámara, la tensión aumentó.

–¿Tiene bastante luz? –preguntó el director general.

Un silencio glacial.

–Pásenme el DiamondNite. No, eso no, aquello.

Beck le dio a Kaplan un extraño instrumento, cuyo extremo puntiagudo fue aplicado al diamante con gran delicadeza. Sonó un pitido tenue, y se encendió una luz verde.

–Mmm. Al menos sabemos que no es una moissanita –dijo el gemólogo con frialdad, mientras le devolvía el utensilio a Beck (que no parecía muy a gusto en su papel de ayudante).

Más murmullos.

–El polariscopio, por favor.

Beck no acertó enseguida, pero al final se lo dio.

Otra larga mirada, y otro bufido.

Kaplan se incorporó y miró a todos los presentes.

–Por lo que veo (que con este espanto de iluminación no es que sea mucho), probablemente se trate de una imitación; magnífica, pero una imitación.

Silencio atónito. Smithback miró a Collopy de reojo. Al director del museo se le había quedado la cara de un blanco cadavérico.

–¿No está seguro? –preguntó el director general.

–¿Cómo quiere que lo esté? ¿Cómo espera que un experto como yo examine un diamante de fantasía con luz fluorescente?

Silencio.

–Y ¿no debería haberse traído su propia luz? –osó preguntar Grainger.

–¿Mi propia luz? –exclamó Kaplan–. Mire, me perdonará pero su ignorancia es escandalosa. Esto es un diamante de fantasía clasificado Vivid. No se puede traer cualquier luz para mirarlo. Para estar seguro necesitaría luz de verdad, luz natural, que es la única que sirve. A mí no me había dicho nadie que tuviera que examinar el mejor diamante del mundo con luz fluorescente. Es un insulto a mi profesión.

–Debería habérnoslo comentado mientras lo organizábamos –dijo Beck.

–¡Di por supuesto que trataba con una compañía de seguros refinada, que sabía algo de piedras preciosas! No tenía la menor idea de que fueran a obligarme a examinar un diamante en una cámara subterránea donde casi no se puede ni respirar. ¡Y no le digo lo que es tener en el cuello el aliento de media docena de personas, mirándome como si fuera un mono del zoo! En mi informe pondré que podría ser una imitación, pero para saberlo con certeza habrá que esperar a un nuevo examen con luz natural.

Kaplan se cruzó de brazos, mirando duramente al director general.

Smithback tragó saliva con dificultad.

–Bueno, pues supongo que ya está –observó, tomando notas con la esperanza de que fueran legibles–. Ya tengo el artículo.

–¿Cómo que ya tiene el artículo? –dijo Collopy, girándose hacia él–. Aquí no hay ningún artículo. Aquí no hay nada concluyente.

–Totalmente de acuerdo –dijo Granger, cuya voz temblaba–. No adelantemos conclusiones.

Smithback se encogió de hombros.

–Mi fuente original me dijo que el diamante era falso. Ahora el señor Kaplan dice que podría serlo.

–La palabra clave es «podría» –dijo Grainger.

–¡Un momento! –Collopy se giró hacia Kaplan–. ¿Para estar seguro necesita luz natural?

–Es lo que acabo de decir, ¿no?

Collopy miró al director general.

–¿No hay ningún sitio donde se pueda examinar el diamante con luz natural?

Un momento de silencio.

Collopy se irguió.

–Grainger –dijo secamente–, los responsables de que no le pasara nada al diamante eran ustedes.

–Podríamos llevárnoslo a la sala de reuniones para ejecutivos –dijo Grainger–, que está en el séptimo piso y tiene luz de sobra.

–Disculpe, señor Grainger –dijo Beck–, pero en eso la póliza es terminante: el diamante no puede salir de la cámara.

–Ya ha oído al señor Kaplan: necesita más luz.

–Con el debido respeto, señor Grainger, tengo instrucciones y no las puede cambiar nadie, ni siquiera usted.

El director-general hizo un gesto con la mano.

–¡Tonterías! Esto es de la máxima importancia. Tiene que haber una manera de conseguir una exención.

–Solo con la autorización escrita del asegurado ante notario.

–¡Pues ya está! Tenemos aquí al director del museo, y Lord es notario, ¿verdad, Foster?

Lord asintió con la cabeza.

–Doctor Collopy, ¿nos da la autorización escrita necesaria?

–Por supuesto. Esto hay que resolverlo ahora mismo.

Tenía la cara cenicienta, casi cadavérica.

–Redacta el documento, Foster.

–Yo, como director de seguridad, les aconsejaría que se lo pensasen –dijo Beck con calma.

–Le agradezco su interés, señor Beck –dijo Grainger–, pero creo que no entiende todo el alcance de la situación. Nuestra póliza con el museo tiene un límite de cien millones de dólares. Sin embargo, el Corazón de Lucifer está cubierto en una cláusula adicional, y una de las condiciones de que el diamante se guarde aquí es que la responsabilidad sea ilimitada. Deberíamos pagar la suma estipulada por el GIA como valor del diamante, fuera cual fuese. Necesitamos una confirmación de su autenticidad, y la necesitamos cuanto antes.

–A pesar de todo –dijo Beck–, deseo que conste mi oposición a que se saque el diamante de la caja fuerte.

–Bueno, pues ya consta. ¿Foster? Redacta el documento y lo firmará el doctor Collopy.

El secretario sacó una hoja de papel en blanco de su americana y escribió unas líneas. Cuando estuvo firmada por Collopy, Grainger y McGuigan, Lord le dio validez notarial con su rúbrica.

–Vamos –dijo el director general.

–Llamaré a una escolta –dijo Beck, muy serio.

Al mismo tiempo, Smithback vio que el director de seguridad sacaba una pistola, comprobaba que estuviera cargada, quitaba el seguro y se la volvía a guardar en la cintura.

Kaplan cogió el diamante con el instrumento de cuatro puntas.

–Ya lo hago yo, señor Kaplan –dijo Beck sin alterarse.

Cogió el mango de la pinza y depositó el diamante con cuidado en la caja de terciopelo, tras lo cual bajó la tapa, cerró con llave, se guardó la llave en el bolsillo y se puso la caja bajo el brazo.

Esperaron a que Kaplan guardara el instrumental. Luego cerraron la puerta interior y esperaron a que se abriera la externa. Al llegar a la primera de las puertas macizas, se encontraron con un destacamento de guardias de seguridad que los acompañó a los ascensores. Ya había uno abierto. En cinco minutos, Smithback fue invitado a entrar en una sala de reuniones pequeña pero de gran elegancia, con revestimiento de madera exótica. La luz entraba por una docena de ventanas grandes.

Beck dejó apostados fuera de la puerta a los dos guardias de refuerzo, y cerró con llave.

–Por favor, que no se acerque nadie –dijo–. ¿Aquí está bien, señor Kaplan?

–Estupendamente –dijo Kaplan con una gran sonrisa como si hubiera cambiado totalmente de humor.

–¿Dónde quiere sentarse?

Señaló una esquina entre dos ventanas, donde había un sillón.

–Ahí sería perfecto.

–Pues acomódese.

El joyero repitió la operación de desplegar su instrumental y la alfombrilla de terciopelo.

–El diamante, por favor –dijo, levantando la cabeza.

Beck le puso la caja al lado, abrió la cerradura con su llave y levantó la tapa. El diamante estaba dentro, en su nido de terciopelo.

Kaplan introdujo el utensilio de cuatro puntas, sacó la gema y pidió una lupa binocular Grobet. Primero inspeccionó el diamante por una lente, después por la otra y finalmente por las dos a la vez. De pronto, al levantar el Corazón de Lucifer y exponerlo a la luz, las paredes se llenaron de puntos de un vivísimo color canela.

Transcurrieron varios minutos de absoluto silencio. Smithback se dio cuenta de que estaba aguantando la respiración. Al final, parsimoniosamente, Kaplan dejó el diamante sobre la alfombrilla, se quitó las lentes Groblet de los ojos y sonrió a su público con efusividad.

–¡Ahora sí! ¡Qué maravilla! La luz natural es decisiva. Se trata incontestablemente del Corazón de Lucifer.

Lo dejó en la superficie de terciopelo.

Sus palabras provocaron varias exhalaciones simultáneas de alivio, como si la respiración la hubieran aguantado todos, no solo Smithback.

Kaplan hizo un gesto con la mano.

–Ya puede guardarlo, señor Beck. Use la doble pinza, por favor.

–¡Menos mal! –dijo el director general, girándose hacia Collopy para aferrar su mano.

–Eso digo yo: ¡menos mal! –contestó Collopy, respondiendo al apretón mientras secaba su frente con un pañuelo–. La verdad es que cuando estábamos abajo lo he pasado fatal.

Beck, mientras tanto (inescrutable, pero tan serio como antes), aproximó el instrumento al diamante con la intención de cogerlo. Al mismo tiempo, Kaplan se levantó de la silla y chocó con él.

–¡Perdón!

Fue todo tan rápido que Smithback solo comprendió lo que había visto a posteriori. De repente Kaplan tenía el diamante en una mano, y la pistola de Beck en la otra, apuntando a su dueño. Disparó a Beck casi a la cara, imprimiendo al cañón el movimiento justo para que las balas no se clavaran en la carne, sino en la pared. Apretó tres veces el gatillo. Las detonaciones, de una potencia inusitada, sembraron el miedo y la confusión en la sala. Todos se tiraron al suelo, incluido Beck.

Al segundo siguiente, Kaplan ya no estaba. Se había ido por la puerta, supuestamente cerrada con llave.

Beck se incorporó como un rayo.

–¡A por él! ¡Cogedlo!

Al levantarse del suelo, con un zumbido en los tímpanos, Smithback miró la puerta y vio que los dos guardias de seguridad se habían caído, pero que ya se estaban levantando para echar a correr por el pasillo, mientras buscaban a tientas sus pistolas.

–¡Que tiene el diamante! –exclamó Collopy, levantándose–. ¡Tiene el Corazón de Lucifer! ¡Cójanlo, por amor de Dios! ¡Hagan algo!

Beck tenía la radio en la mano.

–¿Seguridad central? Aquí Samuel Beck. ¡Cierren todo el edificio! ¡Ciérrenlo a cal y canto! ¡No quiero que salga nadie ni nada! Ni basura, ni correo, ni gente. ¡Nada! ¿Me han oído? Bloqueen los ascensores y las escaleras. Quiero alerta máxima, y a todas las brigadas de seguridad buscando a George Kaplan.

Consigan una foto de su cara de la videocámara del control de acceso. Que no salga nadie del edificio antes de que lo hayamos acordonado. ¡A la mierda con la normativa antiincendios! ¡Es una orden directa! Ah, y quiero un aparato de rayos equis para detectar si alguien se ha tragado un diamante o lo lleva escondido. Y un equipo técnico completo para la entrada de la Sexta Avenida.

Se giró hacia los demás.

–De esta habitación no sale nadie sin mi permiso. Literalmente nadie.

Al cabo de dos horas extenuantes, de las que ponían cualquier paciencia a prueba, Smithback se encontró haciendo cola con lo que parecían mil empleados de Affiliated Transglobal Insurance. La cola daba muchas vueltas por el vestíbulo del edificio, rodeando tres veces los ascensores. Vio que al fondo había empleados empujando carritos llenos de correo y de paquetes, para pasarlos por unos aparatos de rayos equis como los de los aeropuertos. De momento a Kaplan no lo habían encontrado. En su fuero interno, Smithback estaba seguro de que no lo harían.

Al acercarse al final de la cola, oyó discutir a un grupo bastante nutrido de personas que habían sido apartadas porque se negaban a pasar por el aparato. En la calle había camiones de bomberos con las luces encendidas, coches patrulla y el inevitable cúmulo de periodistas. Cada vez que un integrante de la cola era cacheado de pies a cabeza, pasaba por el aparato de rayos equis y salía a la tarde gris de enero, lo recibían aplausos dispersos y flashes.

Smithback intentó no sudar tanto. El paso agónico de los minutos solo empeoraba su nerviosismo. Se reprochó por milésima vez haber dado su consentimiento. Ya lo habían sometido a dos registros, uno de ellos –asqueroso– de cavidades. Al menos sus acompañantes de la sala de reuniones habían tenido que pasar por lo mismo (gracias a la insistencia de Collopy, que se había ofrecido voluntario y había pedido el mismo trato para todos los directivos de Affiliated Transglobal, incluido Beck). Otra cosa que había hecho Collopy, que estaba fuera de sí, era desvivirse por convencer a Smithback de que no publicara nada. Si hubiera sabido la verdad…

¿Por qué? ¿Por qué se había prestado al plan?

Solo quedaban diez personas por delante de él. Entraban una a una en lo que parecía una cabina telefónica estrecha, dotada de una serie de pantallas CRT situadas bajo la supervisión ni más ni menos que de cuatro técnicos. Delante de Smithback, alguien escuchaba un transistor, rodeado por muchos compañeros. (Parecía mentira que corrieran tanto las noticias). Por lo visto al auténtico Kaplan lo habían dejado hacía media hora en la puerta de su casa, sin haber sufrido daños, y en ese momento estaba siendo interrogado por la policía. El paradero del falso Kaplan era una incógnita.

«Solo dos más». Smithback intentó tragar saliva, pero no pudo. Tenía el estómago revuelto de miedo. Era el peor momento. El peor de todos.

Llegó su turno. Dos técnicos lo hicieron subir a la típica estera con huellas amarillas y volvieron a cachearlo, pasándose un poco de escrupulosos. Examinaron su pase temporal y su acreditación de prensa. Le hicieron abrir la boca y se la miraron con un depresor. Luego abrieron la puerta de la cabina y lo hicieron entrar.

–No se mueva. Los brazos pegados al cuerpo. Mire la diana de la pared.

Las instrucciones se sucedían con rapidez y eficacia.

Smithback oyó un zumbido corto, y al mirar por el cristal de seguridad vio que los técnicos examinaban los resultados, hasta que uno de ellos asintió con la cabeza. Otro de sus colegas abrió la puerta del final del aparato, cogió a Smithback firmemente por el hombro y lo hizo salir.

–Ya se puede ir –dijo, señalando hacia la calle.

En uno de sus gestos, rozó fugazmente el costado de Smithback.

Smithback dio media vuelta y recorrió los tres metros que lo separaban de la puerta giratoria, los tres metros más largos de su vida.

Cuando estuvo fuera, se subió la cremallera del abrigo, soportó el acoso de los flashes, se hizo el sordo a las preguntas cruzó la multitud y se alejó muy tieso por la avenida de las Américas. Al llegar a la calle Cincuenta y seis paró un taxi y esperó a que estuvieran rodeados de tráfico para girarse y mirar durante cinco largos minutos por la luna trasera, atento al mínimo detalle.

Entonces, y no antes, se atrevió a ponerse cómodo y meter la mano en el bolsillo del abrigo hasta que palpó el contorno duro y frío del Corazón de Lucifer, bien guardado en el fondo.