George Kaplan salió de su casa de Gramercy Park, se quedó un momento en el primer escalón del viejo edificio para ponerse bien el abrigo de cachemira, se limpió una mota de polvo, dio un pellizco al nudo perfecto de su corbata, se palpó los bolsillos, llenó sus pulmones del aire frío de enero y empezó a bajar. Vivía en un barrio tranquilo y con árboles, justo enfrente del parque, por cuyos caminos sinuosos siempre había madres paseando con sus hijos, incluso en invierno, en pleno frío; madres e hijos cuyas voces alegres ascendían por las ramas desnudas.
Tuvo un estremecimiento de emoción. La llamada que había recibido era una noticia inesperada, pero magnífica. La mayoría de los gemólogos se morían sin haber tenido la oportunidad de contemplar de cerca una piedra preciosa no ya tan rara y célebre como el Corazón de Lucifer, sino con una millonésima parte de su rareza y fama. Naturalmente, Kaplan lo había visto en el museo, tras un grueso cristal y con una iluminación execrable, pero hasta entonces no había entendido que estuviera tan mal iluminado. Era la única manera de que ningún gemólogo (incluido él) se diera cuenta de estar frente a una imitación. Una imitación, por otro lado, espléndida, ya que se trataba de un auténtico diamante, sometido a radiaciones para infundirle un espectacular color canela (reforzado sin duda por una instalación de fibra óptica coloreada puesta hábilmente debajo de la piedra). En sus cuarenta años como gemólogo, Kaplan había visto de todo, todos los timos, estafas y engañifas del negocio y se reprochó no haberse dado cuenta de que un diamante como el Corazón de Lucifer no se podía exponer. Ninguna compañía habría estado dispuesta a asegurar una gema que siempre estaba a la vista del público, y cuya localización era sabida en todo el mundo.
El Corazón de Lucifer. ¿Cuánto valía? El último diamante rojo de cierta calidad que había salido a la venta era el Dragón Rojo, una pieza de cinco quilates por la que se habían pagado dieciséis millones de dólares. El Corazón de Lucifer era nueve veces mayor, y lo superaba en perfección y color. Se trataba indiscutiblemente del mejor diamante de fantasía del mundo.
¿Que cuánto valía? Lo que fuera.
Después de la llamada, Kaplan había pasado por la biblioteca de su casa para refrescar sus conocimientos sobre la historia del Corazón de Lucifer. En materia de diamantes, la intensidad del color solía ir en detrimento de la calidad, pero solo hasta cierto punto. Si aparecía una pieza con un color de gran profundidad y densidad, veía multiplicado de golpe su valor, y se convertía en una auténtica rareza. Entre todos los colores que podía tener un diamante, el más raro, con diferencia, era el rojo. Kaplan sabía que en toda la extracción en bruto de todas las minas de De Beers solo aparecía un diamante rojo de calidad cada dos años, aproximadamente. Con el Corazón de Lucifer, el adjetivo «único» sonaba trillado. Tenía cuarenta y cinco quilates y era un mineral enorme, cortado en forma de diamante, clasificado como VVS1 Fancy Vivid por el GIA, el Instituto Gemológico de América. No existía nada comparable en todo el mundo. Por no hablar del color, ni de rubí ni de granate (tonos ya de por sí rarísimos), sino vivamente anaranjado, tirando a rojo: un color tan infrecuente que ni siquiera tenía nombre. «Canela», lo llamaban algunos. A Kaplan le parecía más rojizo que el canela propiamente dicho, pero no se le ocurría ninguna otra manera de describirlo. Lo más parecido que encontraba (pero en menos fastuoso) era la sangre iluminada por el sol. No había objeto comparable en todo el ancho mundo, nada del mismo color. Era un misterio científico. Para descubrir la causa del excepcional color del Corazón de Lucifer, los científicos tendrían que haber destruido un trozo del diamante, cosa que lógicamente no harían nunca.
La historia del diamante era corta y sangrienta. La piedra en bruto, un monstruo de unos ciento cuatro quilates, la encontró un buscador a principios de los años treinta en el Congo, y despistado por su color la usó para saldar sus deudas en el bar. Más tarde, al enterarse de que era un diamante, intentó que se lo devolviera el dueño del bar, y ante su negativa entró una noche en casa del nuevo propietario y, tras asesinarlo a él, a su mujer y a sus tres hijos, se pasó el resto de la noche tratando de ocultar su crimen a base de cortar los cadáveres en trocitos y tirárselos a los cocodrilos del río Buyimai desde el porche trasero. Al final lo pillaron, y en la fase de recogida de pruebas (para la que fue necesario matar a una docena de cocodrilos de río y examinar el contenido de su estómago) un reptil furioso segó la vida de un inspector de la policía. Otro inspector murió ahogado cuando intentaba salvar a su colega.
La gema, todavía sin cortar, circuló por el mercado negro (provocando, se decía, varios asesinatos más) hasta reaparecer en Bélgica como propiedad de un traficante famoso, que la partió con tan mala fortuna que le hizo una fisura tremenda, y acabó suicidándose. La piedra en bruto, deteriorada por su anterior dueño, circuló de mano en mano durante una temporada por el mercado clandestino del diamante, hasta llegar a las de un tallista israelí apellidado Arens, uno de los mejores del mundo. Gracias a un corte que con el tiempo fue calificado como el mejor de la historia, Arens obtuvo un diamante en forma de corazón a partir de la piedra resquebrajada, eliminando el defecto sin fracturar la piedra ni perder mucho material. El proceso le llevó ocho años, y se hizo legendario. Arens dedicó tres años a observar la piedra, y otros tres a practicar el corte y el pulido ni más ni menos que con doscientos modelos de plástico del original (experimentando soluciones para optimizar el tamaño, el corte y el diseño al mismo tiempo que neutralizaba el peligrosísimo defecto). Su éxito era comparable al de Miguel Ángel cuando logró esculpir su David a partir de un bloque de mármol con una grave fisura, bloque que otros escultores habían rechazado por considerarlo inservible.
El resultado fue que Arens aprovechó una sola piedra en bruto para obtener un diamante en forma de corazón totalmente fuera de lo común, así como una docena, diamante más diamante menos, de piezas más pequeñas. La triste historia de la piedra lo llevó a bautizarla como Corazón de Lucifer. También influyó el hecho de que tallarlo, como le comentó a la prensa, hubiera exigido un esfuerzo «diabólico».
Acto seguido, haciendo gala de una extraordinaria generosidad, Arens donó el diamante al Museo de Historia Natural de Nueva York, que había visitado de niño, y cuya sala de diamantes había despertado su vocación. La docena aproximada de diamantes más pequeños tallados a partir de la misma piedra se vendió por una suma excepcional, o eso decían los rumores, aunque se dio el extraño caso de que ninguna de ellas reapareciese jamás en el mercado. Kaplan sospechaba que habían servido para fabricar una joya espectacular, que seguía en manos de la misma persona, la cual no deseaba hacer pública su identidad.
Kaplan cambió de calle en la siguiente esquina, la de Gramercy Park, y se dirigió hacia el oeste, hacia Park Avenue, donde las posibilidades de coger un taxi al centro eran mayores. Tenía media hora, pero a la hora de comer el tráfico del centro era imprevisible por naturaleza, y él estaba menos dispuesto que nunca a llegar tarde.
Mientras esperaba el cambio del semáforo en la esquina de Lex, lo sobresaltó la aparición de un coche negro que se acercó con la ventanilla bajada. Dentro había un hombre con una cazadora de deporte verde.
–¿George Kaplan?
El hombre de la cazadora sacó la cabeza, enseñó una placa de teniente de la policía de Nueva York y abrió la puerta.
–Suba, por favor.
–Es que tengo una cita muy importante. ¿De qué se trata?
–Ya, ya lo sé, con Affiliated Transglobal Insurance. Soy su escolta.
Kaplan se fijó en la placa: teniente Vincent D'Agosta. Era auténtica (Kaplan estaba bien versado en esas cosas). Por otro lado, a pesar de lo inhabitual del atuendo, la persona que conducía el coche solo podía ser un poli. ¿Cómo si no habría podido saber lo de la cita?
–Muy amable.
Subió. El coche se apartó de la acera con las puertas cerradas y los seguros puestos.
–Habrá muchas medidas de seguridad –dijo el policía, señalando el asiento del medio, donde había una caja de plástico gris–. Lo lamento, pero tendrá que dejar el teléfono móvil, la cartera con todos los documentos, las armas (si es que lleva alguna encima) y todas sus herramientas. Póngalo todo en la caja de al lado, que se la daré a mi colega, y cuando la hayan examinado se la devolverán en la caja fuerte.
–¿No hay ninguna otra manera?
–No. Supongo que lo entiende.
Kaplan (que, dadas las circunstancias, no estaba demasiado sorprendido) sacó lo que le había pedido el policía y lo dejó en la caja. En el semáforo siguiente (el de Park Avenue) se les puso al lado un Jaguar de época que los había estado siguiendo. Las ventanillas de ambos coches bajaron a la vez. El policía sacó la caja por la suya. Al echar un vistazo al otro coche, Kaplan vio que el conductor era un hombre rubio y repeinado, con un traje negro de excelente factura.
–Para ser policía, su colega va en un coche francamente curioso.
–Es que es un hombre francamente curioso.
Cuando el semáforo se puso verde, el Jaguar se fue hacia Midtown por la derecha, mientras el policía que llevaba a Kaplan se dirigía al sur.
–Perdone, pero deberíamos ir al norte –dijo Kaplan–. La sede de Affiliated Transglobal Insurance está en la avenida de las Américas 1271.
El coche aceleró hacia el sur. El policía se giró sin sonreír.
–Siento informarle, señor Kaplan, de que no podrá acudir a la cita.