D'Agosta oyó acercarse las sirenas por las dunas. El ruido aumentaba y disminuía de volumen. Reconoció por su experiencia en la policía de Southampton el típico sonido metálico de las sirenas baratas que se instalaban en los buggies para patrullar por la arena.
Llevaban como mínimo cinco minutos escondidos a la sombra de una duna, evaluando la situación. Si se quedaban en la playa, les sería imposible escapar de los buggies con la camioneta. Por otro lado, si volvían a la calle, ahora que ya se sabía más o menos dónde estaban, el tipo de vehículo y la matrícula, los pillarían enseguida.
Estaban cerca de Southampton, los antiguos dominios de D'Agosta, que conocía el terreno, al menos por encima. Tenía que haber una manera de huir. Solo era cuestión de encontrarla.
Arrancó la camioneta con el freno de emergencia puesto.
–Aguántese –dijo.
Pendergast, que por lo visto no tenía más llamadas pendientes, lo miró.
–Estoy en sus manos.
D'Agosta respiró hondo y pisó a fondo el acelerador para sacar la camioneta de debajo de la duna y subir por la siguiente, levantando enormes chorros de arena. Después de meterse en otra depresión, rodearon varias dunas y subieron en diagonal por un montículo especialmente grande que los separaba de la tierra firme. Al llegar a la cima, D'Agosta vio varios buggies de la policía por el retrovisor. Estaban a medio kilómetro, en la parte dura de la arena. Dos ya circulaban por las dunas. Debían de estar siguiendo sus huellas.
Mierda. Estaban más cerca de lo previsto.
Justo cuando la camioneta llegaba al punto más alto de la duna, D'Agosta pisó al máximo el pedal y aterrizaron al otro lado tras un corto vuelo. A continuación salieron de la arena blanda y cruzaron una zona de matojos, derrapando. Era el final de la reserva. Varias fincas lujosas obstaculizaban su camino. Mientras se peleaba con los neumáticos, D'Agosta encajó en su cabeza la topografía local. Sabía que si conseguían llegar al otro lado de las fincas estarían en la marisma de Scuttlehole.
El relieve se iba suavizando. D'Agosta reventó una valla de listones y salió a una carretera estrecha. Al fondo había un seto muy alto de boj que rodeaba una de las fincas. Se pegó al seto sin perder velocidad. Delante había una curva. Fue cuando vio lo que necesitaba: una mancha clara en la vegetación. Giró y se fue derecho hacia ella. La camioneta chocó a setenta por hora con las plantas, haciendo un boquete en el seto (y quedándose sin ninguno de los dos retrovisores). Luego D'Agosta aceleró por cinco hectáreas de césped, con una mansión enorme de estilo georgiano a la izquierda, y un cenador y una piscina cubierta a la derecha. Una rosaleda les cerraba el paso.
Pasó como una flecha junto a la piscina, dejó la rosaleda hecha una ruina, melló el brazo de una estatua de una mujer desnuda y arrasó el macizo de flores que tenían delante. Más lejos había otro seto ininterrumpido, como una pared verde.
Pendergast miró por la luna trasera de la camioneta con cara de pena.
–No está dejando nada en pie, Vincent –dijo.
–Ya pueden añadir abusos a una estatua desnuda a mi lista de delitos, que cada vez son más. De momento le aconsejo que se agarre.
Aceleró hacia el seto.
La colisión fue tan brutal que casi paró la camioneta. El motor petardeó, y por unos instantes D'Agosta tuvo miedo de que se apagara, pero consiguieron llegar sin detenerse al otro lado del seto, donde había otra carretera estrecha. Al otro lado, una valla los separaba de las marismas de alrededor del estanque de Scuttlehole.
Las últimas semanas habían sido frías, muy frías. Ahora D'Agosta averiguaría si lo habían sido bastante.
Aceleró a tope por la carretera hasta encontrar un hueco en la valla, por el que abandonó otra vez el asfalto. Los pinos dispersos en torno a la marisma lo obligaron a ir un poco más despacio, para no chocar con ellos. Aún oía las sirenas, lejos, pero siempre detrás. El atajo por la finca le había permitido ganar tiempo, pero no mucho.
Los pinos achaparrados cedieron su lugar a arenales y hierbas de humedal. D'Agosta vio tallos muertos de enea y hierba amarillenta. La laguna parecía extraviada en la luz gris.
–¿Vincent? –dijo Pendergast, tranquilo–. ¿Es usted consciente de que tenemos delante una lámina de agua?
–Sí, ya lo sé.
La camioneta aceleró por el borde helado de la marisma, haciendo saltar trozos de hielo hacia ambos lados como si fuera la estela de un barco. El indicador de velocidad volvió a aproximarse a los cincuenta por hora. Cincuenta y cinco, sesenta y cinco… Lo que pensaba hacer D'Agosta requería toda la potencia del motor.
Un impacto final, un rastro de eneas aplastadas y el impacto de los neumáticos con el hielo.
Pendergast se aferró a la puerta, olvidándose de los cafés.
–¿Vincent…?
La camioneta iba muy deprisa, partiendo el hielo con un ruido como de ametralladora. Al mirar por el retrovisor, D'Agosta vio que dejaban un rastro de fisuras en el agua congelada. En algunos puntos saltaban trozos enteros que dejaban a la vista un agua negra. El ruido del hielo resquebrajado resonaba por el lago como cañonazos.
–La idea es que no nos puedan seguir –dijo con los dientes apretados.
Pendergast no respondió.
La otra orilla, jalonada por casas majestuosas, se acercaba deprisa. Ahora la camioneta casi daba la sensación de flotar, mientras cabeceaba como una lancha por la capa de hielo, constantemente rota.
D'Agosta notó que perdían impulso. Aceleró un poco, pero con la prudencia de ir levantando muy despacio el pie del pedal. Al ruido del motor, y de las ruedas derrapando, se añadía cada vez más fuerte el del hielo partido.
«Doscientos metros». Pisó el pedal, pero solo sirvió para que las ruedas giraran más deprisa.
La potencia que se transmitía desde las ruedas a la superficie resbaladiza disminuía constantemente. La camioneta sufrió una sacudida, redujo su velocidad y empezó a ladearse, mientras se convertía en el centro de un abanico de grietas.
«No está la cosa para medias tintas». D'Agosta volvió a pisar a fondo el acelerador, al tiempo que giraba el volante. El motor protestó. La camioneta aceleró, pero no lo suficiente para adelantarse a la estremecedora desintegración del hielo.
«Cien metros».
El motor había empezado a zumbar como una turbina. Mientras tanto, la camioneta seguía escorándose. Ahora se movía por pura inercia.
La orilla estaba cerca, pero cada segundo era velocidad perdida. Pendergast se había puesto el ordenador portátil y la radio debajo del brazo, y parecía prepararse para abrir la puerta.
–¡Todavía no!
D'Agosta imprimió al volante el movimiento justo para enderezar la camioneta. El morro, que era la parte más pesada, seguía levantado. Mientras siguiera así…
La parte delantera del vehículo empezó a nivelarse con una horrible sensación de hundimiento. Durante unos instantes, el desenlace fue incierto. Luego el morro bajó de golpe y chocó con el borde del hielo, haciendo frenar la camioneta en seco.
D'Agosta dio un empujón a la puerta y se lanzó al agua helada. Con las manos en la repisa de hielo, que se estaba rompiendo, consiguió subir a un témpano suelto y se apartó como un cangrejo, mientras el chasis de la camioneta se erguía vertical. Las ruedas traseras aún giraban, salpicando una mezcla de agua y hielo. De repente D'Agosta vio que el vehículo se hundía, provocando un chorro de aire que lo salpicó de agua helada. La ola dejó una estela de trozos de hielo que formaban remolinos al girar.
Ya no quedaba ni rastro de la camioneta. Sin embargo, al otro lado del boquete estaba Pendergast, de pie en el hielo, como si acabara de apearse tan campante del vehículo: ordenador y radio bajo el brazo, traje negro seco, como recién planchado…
D'Agosta se incorporó con dificultad en el hielo, que crujía. Solo diez metros los separaban de la orilla. Miró hacia atrás, pero los buggies aún no habían aparecido en el borde del lago.
–Vámonos.
Tardaron muy poco en llegar a la orilla y esconderse al otro lado de un embarcadero. Justo en ese momento empezaron a llegar los buggies, perforando con sus faros el aire gris y gélido. El panorama que los recibió hablaba por sí solo: un largo rastro de pedazos de hielo que cruzaba casi todo el lago hasta morir en un agujero. Una mancha de gasolina se propagaba lentamente entre los témpanos, llenando el agua de irisaciones.
Pendergast miró el lago entre las planchas del embarcadero.
–Ingeniosísima maniobra, Vincent.
–Gracias –dijo D'Agosta, con un castañeteo de dientes.
–Tardarán un poco en averiguar que no hemos muerto. ¿Aprovechamos el respiro para indagar qué nos ofrece el vecindario en cuanto a transporte?
D'Agosta asintió con la cabeza. Nunca había tenido tanto frío. Tenía el pelo y la ropa congelados, y le quemaban de frío las manos.
Avanzaron pegados al seto de una de las mansiones (todas eran «casitas de verano», cerradas en invierno), y al ver que no había nadie en el camino de entrada rodearon la casa y miraron por la ventana del garaje.
Había un Jaguar de época apoyado en unos bloques. Las ruedas estaban amontonadas en la penumbra de una esquina.
–Debería servir –murmuró Pendergast.
–El garaje tiene alarma –consiguió decir D'Agosta.
–Naturalmente.
Pendergast miró a su alrededor, encontró un cable tras una tubería y lo siguió hasta la puerta del garaje. Solo tardó unos minutos en localizar la placa de conexión de la alarma.
–Qué rudimentario –dijo, mientras introducía un clavo suelto por detrás de la placa y la soltaba, con la precaución necesaria para no cortar la conexión.
Seguidamente forzó la cerradura de la puerta del garaje y la levantó un palmo para que pudieran deslizarse por debajo.
Dentro había calefacción.
–Entre en calor mientras trabajo, Vincent.
–¿Se puede saber por qué no se ha mojado? –preguntó D'Agosta, que se había puesto justo encima de la rejilla de la calefacción.
–Es posible que haya calculado mejor el momento.
Pendergast se quitó el abrigo y la americana, se arremangó la camisa (de un blanco inmaculado) y puso cada rueda donde tenía que ir. Tras levantar un extremo del coche con el gato, fijó el neumático y lo aseguró. Lo mismo con los otros tres.
–¿Qué, se va calentando? –preguntó sin dejar de trabajar.
–Más o menos.
–Pues entonces, Vincent, si no le importa, abra el capó y conecte la batería.
Pendergast señaló con la cabeza una caja de herramientas situada en una esquina.
D'Agosta sacó una llave inglesa, abrió el capó, conectó la batería, verificó los niveles de fluido y le echó un vistazo al motor.
–Tiene buena pinta.
Pendergast dio una patada al último bloque y bajó el gato.
–Estupendo.
–No hay nadie que pueda llamar a la policía para decirles que han robado un coche.
–Ya veremos. Parece que en invierno esto se quede vacío pero siempre puede haber vecinos indiscretos. Este Mark VII de 1954 no es precisamente un coche que pase inadvertido. Y ahora el momento de la verdad. Suba, por favor, y ayúdeme a ponerlo en marcha.
D'Agosta se sentó al volante y aguardó instrucciones.
–Pise el acelerador. Ahora déle al estárter. Póngalo en punto muerto.
–Listo –dijo D'Agosta.
–Cuando oiga que gira el motor, apriete un poco el acelerador.
D'Agosta hizo lo que le pedían. Al cabo de un momento, el coche despertó con un rugido.
–Suelte el estárter –dijo Pendergast.
Se acercó a la caja de la alarma, miró a su alrededor, cogió un cable largo, lo conectó a las dos placas metálicas y abrió la puerta.
–Ya puede salir.
D'Agosta cruzó la puerta del garaje a bordo del Jaguar. Pendergast la cerró y subió a la parte trasera.
–Vamos a calentarlo un poco –dijo D'Agosta, familiarizándose con el tablero de mandos mientras salía a la calle.
–Adelante. Aparque y déjelo en marcha unos minutos, que yo me tumbo y… ¡Vaya! ¿Qué es esto? –Enseñó una cazadora de deporte muy chillona, con distintos tonos de verde claro–. ¡Un golpe de suerte, Vincent! Ya está a tono con el papel.
D'Agosta se quitó el abrigo empapado y lo tiró al suelo para ponerse la nueva chaqueta.
–Le sienta muy bien.
–Ya, ya…
Justo entonces sonó el móvil de Pendergast. D'Agosta vio que se lo sacaba del bolsillo.
–¿Diga? Ah, ya… –dijo Pendergast–. Sí, perfecto. Gracias.
Colgó.
–Disponemos de tres horas para llegar a Manhattan –dijo tras una consulta a su reloj–. ¿Lo ve factible?
–Chupado. –D'Agosta vaciló–. ¿Qué, piensa decirme quién puñetas era y a qué se ha estado dedicando?
–Era William Smithback.
–¿El periodista?
–Sí. Resulta, Vincent, que es posible que haya llegado nuestra tan y tan ansiada oportunidad.
–¿Cómo lo sabe?
–La persona que ha entrado esta noche a robar en la Sala Astor era Diógenes.
D'Agosta se giró a mirarlo fijamente.
–¿Diógenes? ¿Seguro?
–Totalmente. Siempre lo han obsesionado los diamantes. Todos estos asesinatos solo eran una horrible distracción para mantenerme ocupado mientras él planeaba su auténtico delito: el robo de la sala de diamantes. Eligió a Viola como su última víctima a fin de asegurarse de que mi distracción fuera máxima en el momento del robo. Al final sí que ha sido el «crimen perfecto», pero en un sentido público, espectacular, sin limitarse a mí como víctima.
–Y ¿por qué dice que es nuestra oportunidad?
–Lo que no sabía Diógenes, lo que no podía saber de ningún modo, es que el mejor diamante, el que más debía de ansiar, no estaba expuesto. El Corazón de Lucifer no lo ha robado. Solo se ha llevado una imitación.
-¿Y?
–Pues que voy a ser yo quien robe el verdadero Corazón de Lucifer en su lugar, y lo usaré como moneda de cambio. ¿El motor ya está caliente? Vámonos a Nueva York, que no hay ni un minuto que perder.
D'Agosta apartó el coche de la acera.
–Le he visto sacarse bastantes conejos de la chistera, pero ya me dirá cómo piensa robar el diamante número uno del mundo, así, de improviso, si no sabe dónde está y no tiene ni idea de cómo lo protegen…
–Es posible, Vincent, pero sepa que mis planes ya están en marcha.
Pendergast se tocó el bolsillo donde tenía el móvil.
D'Agosta siguió mirando la carretera.
–Tenemos un problema –dijo en voz baja.
–¿Cuál?
–Que damos por supuesto que Diogenes aún tiene algo que intercambiar.
Un breve silencio.
–Recemos por que así sea –dijo Pendergast.