Cincuenta y nueve

Smithback cerró lentamente su teléfono móvil, azorado por la extraña llamada que acababa de recibir. Se dio cuenta de que Nora lo observaba con curiosidad. Al final habían abierto la entrada de empleados, y todo eran trabajadores que pasaban de largo para resguardarse del frío dentro del museo.

–¿Qué pasa, Bill? –preguntó Nora–. ¿Quién era?

–El agente especial Pendergast. Ha conseguido localizarme en este móvil, y eso que acabo de llevármelo del Times, y lo tienen para urgencias…

–¿Qué quería?

–¿Cómo?

Smithback estaba aturdido.

–Que qué quería. Te has quedado lelo.

–Es que me acaban de hacer una propuesta… mmm… bastante inhabitual.

–¿Propuesta? Pero ¿qué dices?

Smithback salió de su estupefacción y cogió a Nora por un hombro.

–Ya te lo contaré. Oye, ¿tú aquí estarás bien? Con Margo muerta, y todos los avisos de Pendergast, me preocupa tu seguridad.

–Ahora mismo, el sitio más seguro de Nueva York es el museo. Debe de haber como mil polis.

Smithback asintió despacio, pensando.

–Es verdad.

–Bueno, tengo que ir a trabajar.

–Te acompaño, que tengo que decirle algo al doctor Collopy.

–¿A Collopy? Pues buena suerte.

Smithback vio que ya había muchos reporteros formando una masa que se batía airadamente contra una hilera de policías y guardias de seguridad. No entraba nadie que no trabajara en el museo, y la cara de Smithback era de sobra conocida entre los guardias.

Sintió que Nora le ponía un brazo en el hombro.

–¿Qué vas a hacer?

–Tengo que entrar.

Nora frunció el entrecejo.

–¿Tiene algo que ver con la llamada de Pendergast?

–Bastante, bastante. –Smithback clavó su mirada en los ojos verdes de su mujer, antes de pasearla por su melena cobriza y su nariz pecosa–. ¿Sabes qué me apetecería de verdad?

–No me tientes, que tengo toneladas de trabajo. Hoy se inaugura para el público la exposición, suponiendo que volvamos a abrir alguna vez.

Smithback le dio un beso y un abrazo. Cuando quiso soltarse, sintió que ella lo retenía.

–Bill –le murmuró Nora al oído–, me alegro tanto de que hayas vuelto…

El abrazo se alargó un poco más. Luego Nora dejó caer lentamente las manos, sonrió, guiñó un ojo y entró en el museo.

Cuando ya no la vio, Smithback se abrió paso con los hombros por la multitud de empleados que hacían cola delante de la puerta, saltándose a la masa de reporteros que habían sido relegados a un lado. Todos los empleados –y eran muchos– tenían la identificación en la mano. La policía y los guardias del museo no dejaban ni una sin controlar. Entrar no sería tarea fácil. Pensó un momento, sacó una tarjeta del periódico y escribió algo al dorso.

Cuando le tocó pasar por el control, un guardia le cerró el paso.

–Identificación.

–Soy Smithback, del Times.

–Pues se ha equivocado de sitio. La prensa está allá.

–Es que tengo un mensaje muy urgente y privado para el doctor Collopy, y si no lo recibe inmediatamente rodarán cabezas. Va en serio. Incluida la suya, señor… –Smithback miró de reojo la placa con el nombre del guardia– … Primus, si no se lo entrega.

El guardia titubeó y puso cara de susto. Hacía unos años que la administración no le hacía la vida especialmente fácil a los de abajo, y el resultado era un ambiente de temor, más que de buena convivencia. Smithback ya se había aprovechado anteriormente de aquel hecho, y tenía la esperanza de que volviera a darle resultado la estrategia.

–¿De qué se trata? –preguntó Primus.

–Del robo del diamante. Tengo información privada.

Otro titubeo.

–No sé…

–No le pido que me deje entrar. Lo que le pido es que entregue esta nota al director; no a su secretaria, ni a ninguna otra persona, sino directamente a él. Tenga, mi acreditación, para que vea que no soy un fantasma.

El guardia cogió el pase de prensa y lo miró dubitativamente.

Smithback le puso la nota en la mano.

–No la lea. Métala en un sobre y entréguela personalmente. Hágame caso, que me lo agradecerá.

El guardia pensó un poco, cogió la tarjeta y se fue a la oficina de seguridad. Reapareció al cabo de un rato con un sobre.

–Lo he metido aquí dentro y lo he cerrado sin mirarlo.

–Bien hecho.

Smithback escribió en el sobre: «Para el doctor Collopy. Muy importante. Abrir enseguida. De William Smithback, New York Times».

El guardia asintió con la cabeza.

–Me encargaré de que le llegue.

Smithback se inclinó hacia él.

–No me ha entendido. Quiero que se lo entregue personalmente. –Miró a su alrededor–. Del resto de estos tíos no me fío ni un pelo.

El guardia se puso rojo y asintió.

–Bueno, vale.

Se fue por el vestíbulo con el sobre en la mano.

Smithback esperó con el móvil a punto. Pasaron cinco minutos. Diez.

Quince.

Se paseó de un lado a otro, contrariado. La cosa no tenía muy buena pinta.

De repente el teléfono sonó con estridencia. Lo abrió deprisa.

–Soy Collopy –dijo una voz de patricio–. ¿Usted es Smithback?

–Sí.

–Ahora mismo va un guardia y lo acompaña a mi despacho.

Cuando Smithback se acercó a la majestuosa doble puerta de roble tallado del despacho del director, descubrió un panorama de caos controlado. Fuera estaba todo lleno de policías, detectives y altos cargos del despacho hablando. La puerta estaba cerrada, pero lo hicieron pasar en cuanto la persona que lo acompañaba anunció su presencia.

Collopy se paseaba con las manos en la espalda junto a una larga hilera de ventanas arqueadas, que ofrecían un panorama invernal de Central Park. Smithback reconoció al jefe de seguridad, Manetti. Estaba de pie junto a la mesa de Collopy, con varios cargos del museo.

Al advertir su presencia, el director paró de andar.

–¿El señor Smithback?

–Sí, soy yo.

Se giró hacia Manetti y los demás.

–Cinco minutos.

Esperó a que se marcharan para mirar a Smithback. Tenía la tarjeta en una mano, y la cara un poco roja.

–¿Quién está detrás de este rumor tan indignante, señor Smithback?

Smithback tragó saliva. Le harían falta muchas dosis de labia.

–No es exactamente un rumor. Procede de una fuente confidencial que no puedo revelar, pero he hecho unas llamadas para comprobarlo y es posible que contenga una parte de verdad.

–Es intolerable. ¡Como si no tuviera bastantes preocupaciones! Estos delirios lo mejor es pasarlos por alto.

–No sé si sería muy prudente.

–¿Por qué? Supongo que no publicarán calumnias infundadas en el Times, ¿verdad? Con lo que dije de que el diamante lo guarda a buen recaudo la compañía de seguros debería bastar.

–Es verdad que el Times no publica rumores, pero tengo una fuente de confianza que asegura que es cierto, como ya le he dicho, y no puedo soslayarla.

–¡Mecachis!

–Déjeme que le haga una pregunta –dijo Smithback, con un tono que era pura sensatez–: ¿cuándo fue la última vez que vio personalmente el Corazón de Lucifer?

Collopy lo miró.

–Supongo que hace cuatro años, el día en que renovamos la póliza.

–Y ¿en esa ocasión lo examinó un gemólogo acreditado?

–No, pero es que es un diamante inconfundible, y…

Collopy dejó la frase a medias al darse cuenta de la endeblez del argumento.

–¿Cómo sabe que era el original, doctor Collopy?

–Por una suposición perfectamente razonable.

–Ahí está el quid, ¿verdad, doctor Collopy? Lo cierto –prosiguió amablemente Smithback– es que no tiene la seguridad de que el Corazón de Lucifer aún esté en la caja fuerte de la compañía de seguros. Ni de que el diamante que contiene esa caja (suponiendo que contenga alguno) sea el original.

–¡Eso es llevar hasta el absurdo la teoría de la conspiración! –El director volvió a pasearse con los puños en la espalda–. ¡No tengo tiempo para según qué!

–Pero tampoco le conviene dejar que se le vaya de las manos una noticia así. Ya sabe que estas cosas tienden a adquirir vida propia, y yo mi artículo lo tengo que entregar hoy mismo por la tarde.

–¿Su artículo? ¿Qué artículo?

–El de las acusaciones.

–¡Como publiquen eso, mis abogados se los meriendan VIVOS!

–¿Atacarían al Times? Lo dudo.

Smithback no perdía el sosiego. Esperó a que Collopy se tomara todo el tiempo necesario para llegar a la única conclusión posible, predeterminada.

–¡Maldita sea! –dijo el director, girando bruscamente–. Pues nada, ya veo que habrá que sacarlo y hacer que certifiquen su autenticidad.

–Interesante propuesta –dijo Smithback.

Collopy siguió paseándose.

–Se tendrá que hacer públicamente, pero con las máximas medidas de seguridad, claro. No podemos dejar que entre cualquier hijo de vecino a verlo.

–Lo único que necesita, si me permite decírselo, es al Times. Los otros nos seguirán, como siempre. Somos el periódico de referencia.

Otro giro.

–Puede que tenga razón.

Más pasos por la habitación, y media vuelta.

–¿Sabe qué le digo? Que haré lo siguiente: buscaré a un gemólogo para que certifique que el diamante que guarda nuestra compañía de seguridad es el Corazón de Lucifer. Lo haremos en la propia sede de Affiliated Transglobal, con la máxima vigilancia. Solo habrá un periodista: usted. ¡Y más vale que el artículo que escriba arranque de cuajo los rumores de una vez por todas!

–Eso si es el auténtico.

–Si no lo es, le juro que el museo acabará quedándose Affiliated Transglobal.

–¿Y el gemólogo? Para que sea creíble tendrá que ser independiente.

Collopy hizo una pausa.

–Sí, es verdad que no podemos usar a uno de nuestros comisarios.

–Evidentemente, su prestigio deberá estar a prueba de bombas.

–Me pondré en contacto con el Consejo Nacional de Gemólogos. Podrían enviar a uno de sus expertos.

Collopy se acercó a su escritorio, descolgó el teléfono y encadenó varías llamadas antes de mirar de nuevo a Smithback.

–Ya está todo organizado. Quedamos a la una en punto en la sede de Affiliated Transglobal, avenida de las Américas 1271, planta cuarenta y uno.

–¿Y el gemólogo?

–Se llama George Kaplan. Dicen que es de los mejores. –Miró a Smithback–. Ahora, si me disculpa, tengo mucho trabajo. Hasta la una. –Vaciló–. Y gracias por su discreción.

–A usted, doctor Collopy.