Cincuenta y cuatro

D'Agosta iba cambiando de frecuencia con la radio portátil que había sacado del Rolls Royce, para ver si en alguna de las emisoras de la policía decían algo sobre Pendergast y él. Su aparición en el aeropuerto había desencadenado una operación de búsqueda por todo Long Island, desde Queens hasta Bridgehampton. La policía había incautado el Rolls en el aparcamiento de coches de alquiler, y las autoridades ya tenían identificado el Toyota Camry robado, sobre el que también pesaba una orden de búsqueda. De momento Pendergast y D'Agosta habían conseguido saltarse todos los controles de la Long Island Expressway yendo por carreteras secundarias y guiándose por los partes radiofónicos.

Estaban dentro de una red, que se estrechaba por momentos.

Y sin embargo Pendergast no se daba por vencido. Había parado en todas las áreas de servicio que no cerraban por la noche, tarea que a D'Agosta le parecía inútil, lo típico que hacía la policía cuando no le quedaba otro recurso que la fuerza bruta. Al final, muchas horas de trabajo y pocos resultados. Era como una lotería con demasiados números vendidos.

Pendergast entró a toda pastilla en un área de servicio de Yaphank abierta las veinticuatro horas, que no se diferenciaba en nada de las anteriores: fachada de cristal y fluorescentes cuya horrible luz verde servía de barrera contra la noche.

D'Agosta pensó que tarde o temprano encontrarían un encargado que ya estaba al corriente de la orden de búsqueda, y adiós muy buenas.

Por enésima vez, Pendergast bajó del Camry como un gato. Era como si tuviera un fuego dentro, ardiente, inextinguible. Llevaban más de doce horas seguidas alternando la búsqueda con la evasión, y en todo ese tiempo casi no había dicho nada que no guardara relación directa con el caso. D'Agosta se preguntó cuánto resistiría.

El agente entró en la tiendecita y se plantó en las narices del encargado sin darle tiempo ni de levantarse de detrás del mostrador, donde parecía estar mirando una peli de artes marciales sentado en un butacón.

–Agente especial Pendergast, del FBI –dijo con su tono de siempre, esa frialdad que lograba insinuar una amenaza sin ofender a nadie.

Al mismo tiempo, D'Agosta estiró el brazo y apagó el televisor, haciendo que cayera un silencio repentino e inquietante.

El encargado se apresuró a levantarse, haciendo chocar las patas de la silla con el suelo.

–¿FBI? Ah, bueno, bueno… ¿Qué quería?

–¿Cuándo empieza a trabajar? –preguntó Pendergast.

–A medianoche.

–Mire esto. –Sacó las fotos que se había llevado del aeropuerto y se las enseñó–. ¿Ha visto a esta persona? Si pasó por aquí, tuvo que ser anoche entre la una y las tres.

El encargado cogió la foto con cara de concentración. D'Agosta lo miró atentamente, algo más relajado. Se notaba que no sabía nada sobre la orden de búsqueda. Miró la carretera oscura. Casi las cuatro de la madrugada. Simple cuestión de tiempo. Ni siquiera encontrarían una pista. Era como buscar una aguja en un pajar. Y cuando los encontrara la policía…

–Sí –dijo el encargado–, sí que me suena.

El ambiente de la tienda se electrizó.

–Si me hace el favor de mirar esta otra foto… –Pendergast le dio la segunda imagen–. Quiero que esté seguro.

Hablaba con calma, pero tenía el cuerpo como un muelle en tensión.

–Sí, es el mismo –murmuró el encargado–. Me acuerdo de los ojos. Me quedé flipado de lo raros que eran.

–¿Vio su coche? –murmuró Pendergast, enseñándole otra foto (la tercera).

–Hombre, a eso ya no llego. Es que se puso él la gasolina, y claro…

Pendergast recogió las fotos.

–¿Cómo se llama?

–Art Malek.

–¿Nos podría decir si el hombre de la foto iba acompañado, señor Malek?

–Lo que es en la tienda entró solo, y ya le digo que yo ni salí, o sea, que la verdad es que no le puedo decir si había alguien más en el coche. Lo siento.

–No pasa nada. –Pendergast volvió a guardarse las imágenes en la chaqueta y se acercó un poco más–. Ahora dígame exactamente qué recuerda entre el momento en que entró el hombre y el momento en que salió.

–Pues… Fue ayer por la noche, como ha dicho usted. Yo creo que sobre las tres. No pasó nada raro. Aparcó, llenó el depósito y entró a pagar.

–En efectivo.

–Sí.

–¿Le llamó la atención algo más?

–La verdad es que no. Tenía un acento raro, un poco como el suyo. No se moleste, ¿eh? –se apresuró a añadir Malek–. De hecho se le parecía.

–¿Cómo iba vestido?

Un gran esfuerzo de memoria.

–De lo único que me acuerdo es de un abrigo oscuro. Y largo.

–¿Hizo algo más aparte de pagar?

–Creo que se paseó un poco por la tienda, pero no compró nada.

Pendergast se puso tenso.

–Supongo que tienen cámaras de seguridad en los pasillos del fondo…

–Sí, claro.

–Me gustaría ver las grabaciones de la noche pasada.

El encargado titubeó.

–Es que el sistema se recicla cada treinta horas, y se borra cuando…

–Pues hágame el favor de parar ahora mismo el sistema de seguridad, que tengo que ver la cinta.

El encargado fue tan obediente, se dio tanta prisa en levantarse para ir a un despacho del fondo, que casi saltó.

–Parece que al final sí que ha salido una pista –dijo D'Agosta.

Los ojos con los que le miró Pendergast parecían casi muertos.

–Al contrario. Diógenes tenía la esperanza de que pasáramos por aquí.

–¿Cómo lo sabe?

Pendergast no respondió.

El encargado salió resoplando por la puerta del fondo con una cinta de vídeo. Pendergast sacó la que había en el reproductor y metió la de seguridad. Apareció una toma de la tienda desde el techo, con una hora y una fecha en la esquina inferior izquierda. Pendergast apretó el botón de retroceso rápido, paró la cinta y volvió a rebobinarla. No tardó ni un minuto en localizar las tres de la madrugada del 28 de febrero. Entonces rebobinó la cinta media hora más como margen de error, y empezaron a visionaria a cámara rápida.

Eran imágenes en blanco y negro, de baja calidad. Los pasillos de la tienda parpadeaban en la pantalla. De vez en cuando pasaba una silueta borrosa que corría a cámara rápida como en un flíper, rebotaba cogiendo cosas de las estanterías y volvía a desaparecer.

De pronto Pendergast clavó un dedo en el botón de play y puso la velocidad normal, justo cuando aparecía en pantalla otra silueta oscura. La figura caminó lentamente por el pasillo, buscando la cámara de seguridad hasta clavar en ella la mirada de unos ojos con distintos tonos de gris.

Era Diógenes. Metió tranquilamente una mano en un bolsillo y sacó un papel, mientras se difundía por su rostro una sonrisa. Lo desdobló y se lo enseñó a la cámara como si fuera lo más normal del mundo.

¡FELICIDADES, FRATER! PREGUNTA MAÑANA

POR VIOLA EN EL 466.

ESTA SERÁ NUESTRA ÚLTIMA COMUNICACIÓN.

¡QUE EMPIECEN NUESTRAS NUEVAS VIDAS! VALEAS.

–¿Cuatro seis seis? –dijo D'Agosta–. Eso no es un número de emergencia nor…

Se calló al darse cuenta de que no se trataba de ningún número telefónico, sino de una dirección. El número 466 de la Primera Avenida era la entrada subterránea de Bellevue por donde se accedía al depósito de cadáveres de Nueva York.

Pendergast se levantó, sacó la cinta y se la guardó en el bolsillo.

–Se la puede quedar –dijo el encargado, servicial, cuando salían.

Pendergast se puso al volante y arrancó el motor del Camry, pero no se movió. Tenía la cara cenicienta y los párpados caídos.

El silencio fue terrible. A D'Agosta no se le ocurría nada que decir. Tenía un malestar casi físico. Aún era peor que en el Dakota, en el sentido de que al menos durante las últimas doce horas habían tenido una esperanza, por exigua que fuera.

–Voy a ver si encuentro algo por la radio –dijo con tono forzado.

Era un gesto vano, una simple manera de no estar inactivo. Hasta la policía hablando de la operación de búsqueda era preferible a aquel silencio tan pesado.

Pendergast no contestó. D'Agosta encendió la radio.

El altavoz escupió un torrente de voces que se solapaban.

D'Agosta miró instintivamente por la ventanilla. ¿Los habrían encontrado? No, no había nadie circulando alrededor de la gasolinera.

Se inclinó para cambiar de frecuencia. Más voces atropelladas.

–Pero bueno, ¿qué pasa?

Le dio varias veces al botón para cambiar de frecuencia, pero casi todos los canales estaban ocupados, y el tema de las conversaciones no eran ellos dos. Parecía que en la ciudad había pasado algo gordo. Mientras escuchaba, tratando de averiguar de qué se trataba, se dio cuenta de que Pendergast también estaba muy atento.

En el canal sintonizado hablaban de un robo en el Museo de Historia Natural. Por lo visto habían entrado en la Sala Astor de diamantes.

–Cambie al canal de control –dijo Pendergast.

D'Agosta lo sintonizó.

«Dice Rocker que les pongáis las pilas a los técnicos –dijo una voz–. El golpe lo han dado desde dentro, eso está claro».

D'Agosta no acababa de creérselo. ¿Rocker a las cuatro de la madrugada? Debía de ser algo gordísimo.

«¿Y se los han llevado todos? ¿Incluido el Corazón de Lucifer?».

«Sí. Enteraos de quién conoce a fondo el sistema de vigilancia, haced una lista, incluido el personal de seguridad del museo, y no perdáis ni un segundo».

«Vale. ¿La compañía de seguros cuál es?».

«Affiliated Transglobal».

«¡Jo! Cuando se enteren se les va a poner el culo así».

D'Agosta miró a Pendergast de reojo y se llevó un susto al ver que estaba como en trance. Parecía mentira que en un momento así, de crisis absoluta, pudiera obsesionarse con algo sin ninguna relación con su problema.

«El presidente del museo ya está de camino. Hasta al alcalde lo han sacado de la cama. Ya sabes que al que lo descuelgue de la carrera a la alcaldía lo crucificará…».

–Han robado la sala de los diamantes –dijo D'Agosta–. Será por eso por lo que de momento no nos hacen caso.

Pendergast no dijo nada. Su expresión impresionó al teniente, que dijo:

–Eh, Pendergast, ¿se encuentra bien?

Pendergast se giró a mirarlo con sus ojos claros.

–No –susurró.

–No entiendo nada. ¿Qué tiene que ver? Es un robo de diamantes…

–Todo. –El agente del FBI apartó bruscamente la mirada y contempló la oscuridad invernal–. Todos estos asesinatos brutales, todas estas notas y mensajes para provocarme… Era una simple cortina de humo. Una cortina de humo cruel, sádica y a sangre fría.

Pisó el acelerador para apartarse de la acera y regresar a la zona urbanizada que acababan de cruzar.

–¿Adonde vamos?

En vez de contestar, Pendergast frenó en seco delante de una casa. Señaló una camioneta F150 que estaba aparcada en el camino de entrada, y en cuyo parabrisas habían escrito con jabón: SE VENDE.

–Necesitamos un nuevo vehículo –dijo–. Prepárese para trasladar la radio y el ordenador a aquella camioneta.

–¿Comprar un coche a las cuatro de la madrugada?

–Los coches robados tardan muy poco en descubrirse. Necesitamos más tiempo.

Pendergast bajó del coche y subió por el camino, que era corto y de cemento. Llamó dos veces al timbre. Al cabo de un minuto se encendieron las luces de la primera planta, se abrió una ventana y una voz exclamó:

–¿Qué pasa?

–¿La camioneta funciona?

–¡Oye, tío, que son las cuatro de la madrugada!

–¿Le costaría menos levantarse de la cama si viera dinero en efectivo?

Se oyó una palabrota en voz baja, y la ventana se cerró. Poco después se encendió la luz del porche y apareció en la puerta un hombre corpulento en albornoz.

–Son tres mil. Funcionar, funciona bien. Encima tiene el depósito lleno.

Pendergast metió una mano en el bolsillo, sacó un fajo de billetes y separó treinta de cien.

–¿Qué pasa? –preguntó el hombre, un poco dormido.

Pendergast sacó su insignia.

–Soy del FBI. –Señaló a D'Agosta con la cabeza–. Y él de la policía de Nueva York.

D'Agosta también sacó su placa, aguantando la radio y el ordenador bajo el mismo brazo.

–Estamos haciendo una investigación secreta de estupefacientes. Sea buen ciudadano y no se lo diga a nadie, ¿de acuerdo?

–Sí, claro.

El dueño de la camioneta cogió los billetes.

–¿Y las llaves?

Se fue y volvió al cabo de un rato con un sobre.

–También están los papeles.

Pendergast lo cogió.

–Dentro de poco pasará un policía para recoger nuestro anterior vehículo, pero usted no diga nada ni del coche ni de nosotros, ni siquiera a otro agente. Ya sabe cómo son las investigaciones secretas.

El hombre asintió enérgicamente.

–Claro, claro. ¡Si yo los únicos libros que leo son los de casos reales de la policía!

Pendergast le dio las gracias y se giró. Un minuto después estaban dentro de la camioneta, apartándose de la acera.

–Con esto deberíamos tener un par de horas más –dijo Pendergast, volviendo hacia la autopista de Montauk.