Smithback volvió a franquear la puerta del elegante despacho del doctor Tisander con varios libros de texto bajo el brazo. Eran las ocho, lejos ya de esa hora bárbara (las cinco y media) en que se servía la cena en River Oaks. Encontró al psiquiatra sentado detrás de su escritorio, pero su expresión habitual de bondad y de condescendencia se veía enturbiada por una luz de irritación en la mirada.
–¡Edward! Tengo muchísimo trabajo, pero te dedicaré gustosamente cinco minutos en exclusiva.
Smithback se sentó sin que se lo indicaran y dejó caer la pila de libros sobre el escritorio.
–He estado pensando en una cosa que dijo cuando hablamos anteayer –explicó–. Me dijo: «Privar a una persona de su libertad es un paso muy grave, en el que hay que respetar escrupulosamente una serie de trámites».
–Sí, es posible que dijera algo así.
–Son sus palabras exactas. Y a mí me entró curiosidad por saber de qué trámites se trataba.
Tisander asintió condescendientemente.
–Parece satisfecho con nuestra biblioteca.
–Sí, mucho. La verdad es que he encontrado justo lo que buscaba.
–Me alegro –dijo Tisander, simulando interés mientras miraba de reojo su reloj de pulsera.
Smithback dio unos golpecitos en el primer libro.
–La legislación del estado de Nueva York sobre la hospitalización involuntaria de enfermos mentales es una de las más estrictas del país.
–Sí, lo sé muy bien. Es una de las razones de que aquí haya tantos vagabundos por la calle.
–Para ingresar a alguien en contra de su voluntad, no basta con que su familia firme documentos. Hay que respetar todo un procedimiento judicial.
Otro gesto juicioso de aquiescencia por parte de Tisander.
–Por ejemplo, ¿verdad que un juez tiene que declarar que el paciente sufre enajenación mental?
–Sí.
–Y ni siquiera el propio juez puede dar ese paso sin cumplir dos requisitos. ¿Se acuerda de cuáles son, doctor Tisander?
Esta vez fue sincera la sonrisa del psiquiatra, que estaba encantado de demostrar su erudición.
–Perfectamente: que la persona en cuestión represente un peligro (físico o mental) para sí misma o bien para la sociedad.
–Exacto. En el primer caso suele ser necesario que existan pulsiones suicidas, o que se haya producido un intento de suicidio propiamente dicho, confirmado por un médico. En caso de que la persona represente un peligro para la sociedad, suele ser necesario que la detenga la policía.
–Has trabajado mucho, Edward –dijo Tisander.
–Después, una vez cumplimentada la declaración de enajenación mental, se requiere una evaluación psiquiátrica que aconseje un internamiento involuntario.
–Sí, son los trámites estándares. Bueno, Edward, ya son más de las ocho y falta poco para que se apaguen las luces, conque si no…
Smithback cogió uno de los libros del montón.
–No tardo ni un minuto.
Tisander se levantó y empezó a cuadrar papeles encima de la mesa.
–Bueno, pero date prisa.
Hizo un gesto imperceptible de la cabeza. Cerca de la puerta, un auxiliar salió de la oscuridad.
Smithback se apresuró a sacar del libro una hoja de papel y a tenderla por encima del escritorio.
–He hecho una lista de los documentos que tienen que figurar por ley en mi expediente.
Tisander cogió la lista y la leyó frunciendo el entrecejo.
–Un auto judicial. Un informe de intento de suicidio firmado por un médico, o en su defecto una ficha policial. Una evaluación psiquiátrica. –Leyó todos los puntos–. Estoy seguro de que no falta ninguno. Ya es la hora, Edward.
El auxiliar se acercó.
–Una cosa más –dijo Smithback.
–Gracias, Edward.
En el tono altisonante del doctor se había deslizado una nota de exasperación.
–Solo una pregunta. La evaluación psiquiátrica que tiene que haber en el expediente… ¿Quién la gestiona?
–Nosotros, siempre nosotros. Supongo que te acuerdas de la entrevista, Edward, y de las pruebas que hiciste al ingresar en el centro.
–Sí, Tisander, es donde la cagaron. –Smithback dejó caer el pesado manual sobre la mesa, para mayor efecto–. Aquí pone que…
–¿Jonathan?
El auxiliar, una auténtica bestia, se puso justo al lado de Smithback.
–Por aquí, señor Jones.
–… Según la ley –siguió diciendo Smithback en voz muy alta–, la evaluación psiquiátrica no puede ser realizada por ningún empleado de la institución en la que ingresa el enfermo.
–Tonterías. Jonathan, acompaña al señor Jones a su habitación.
–¡Es verdad! –exclamó Smithback, mientras el auxiliar lo cogía del brazo–. En los años cincuenta, la familia de un chico lo ingresó en connivencia con el manicomio, y le robó la herencia. A consecuencia de ello se aprobó una ley según la cual la evaluación tenía que hacerla un psiquiatra independiente. ¡Compruébelo! ¡Página 377, Romanski contra la clínica Reynauldl.
–Por aquí, señor Jones –dijo el auxiliar, impulsándolo con fuerza por la alfombra persa.
Smithback clavó los pies en el suelo.
–Cuando salga, Tisander, pienso denunciar a River Oaks, y a usted personalmente. Como no pueda enseñar una evaluación independiente, perderá la demanda. ¡Y le saldrá muy caro!
–Buenas noches, Edward.
–¡Será el principal objetivo de mi vida! Lo perseguiré como las Furias a Orestes. Se lo quitaré todo: su trabajo, su reputación y este pedazo de edificio. Ya sabe que soy más rico que Creso. ¡Consulte mi expediente! ¡Tengo la seguridad absoluta de que se saltó ese trámite! ¡No hubo evaluación independiente! ¡Ya lo sabe!
Smithback se sintió arrastrado hacia la puerta.
–Jonathan, por favor, cierra la puerta al salir –dijo el doctor Tisander.
–¡Oiga, Tisander! –Ahora Smithback casi gritaba–. ¿Se puede permitir esa equivocación? ¡Se quedará sin un duro, hijo de la gran…!
Jonathan cerró la puerta del despacho.
–Vamos, Jones, déjalo ya –dijo, empujando suavemente a Smithback por el pasillo.
–¡No me pongas las manos encima! –exclamó Smithback, resistiéndose.
–¡Eh, que yo solo hago mi trabajo! –dijo con calma el auxiliar.
Smithback se relajó.
–Ya, ya, perdona. Supongo que trabajar aquí debe de ser igual de divertido que ser «huésped».
El auxiliar lo soltó. Smithback se limpió la americana.
–Bueno, vamos, Jonathan –dijo, logrando sonreír un poco–, acompáñame a mi jaula, que mañana ya se me ocurrirá otro plan.
Justo a la vuelta de la primera esquina, oyeron la voz de Tisander.
–¿Jonathan? Tráeme otra vez al señor Jones.
Jonathan se detuvo.
–Parece que has conseguido otra audiencia.
–Pues sí.
Mientras volvían al despacho de Tisander, Smithback oyó que el auxiliar le decía en voz baja desde atrás:
–Buena suerte.
Entró en el despacho. Tisander estaba muy erguido al lado de la mesa. Smithback vio su expediente abierto sobre el escritorio, con un libro al lado: el manual al que se había referido, abierto por la página 337.
–Siéntate –dijo Tisander secamente. Le hizo una señal al auxiliar–. Tú puedes esperar fuera.
Smithback tomó asiento.
–Te crees muy listo –dijo Tisander.
Ya no quedaba ni rastro del falso buen humor, ni de la pose de condescendencia. Ahora la expresión del psiquiatra era dura y gris.
–Tenía razón –murmuró Smithback, hablando solo más que con Tisander.
–Un simple tecnicismo. No hay un solo hospital en todo el estado que haga evaluaciones independientes. Ni siquiera creo que estén al tanto de esta tontería de ley. Sin embargo, dadas las circunstancias, no puedo permitirme que sigas aquí dentro.
–¡Y tanto que no se lo puede permitir! Con la demanda que le meteré, le caerá un puro que…
Tisander cerró los ojos y levantó una mano.
–Por favor, Edward. Nuestra intención era ayudarte, pero no pienso dejar que un nene malcriado me fastidie lo que me ha costado muchos años construir. Francamente, no lo vales.
–¿O sea, que me sueltan?
–Sí, en cuanto tenga listos los papeles de baja. Por desgracia, falta muy poco para el toque de queda. No podrás irte hasta mañana a las seis de la mañana.
–¿Mañana? –repitió Smithback, sin atreverse a dar crédito a sus oídos.
–Te aseguro que me encantaría librarme de ti hoy mismo. ¿Jonathan?
Entró otra vez el auxiliar.
–El señor Jones saldrá mañana. Hasta entonces, ocúpate de que reciba el mejor trato posible.
Salieron del despacho. En cuanto se cerró la puerta, Smithback sonrió.
–Me las piro, Jonathan.
Jonathan hizo chocar su mano con la suya, sonriendo de oreja a oreja.
–¿Cómo te lo has montado, tío?
Smithback se encogió de hombros.
–Uno que sabe.