D'Agosta no necesitó un día para pensarse la oferta de Hayward. Ni siquiera necesitó diez minutos. Salió directamente de la comisaría y sacó el teléfono móvil que le había dado Pendergast para solicitar una reunión de emergencia.
Un cuarto de hora después, cuando bajó de un taxi en el cruce de Broadway y la calle Setenta y dos, aún tenía en carne viva el recuerdo de su conversación con Hayward. Se dijo que no era el momento de pensar en ella. Tenía que aparcar sus sentimientos personales hasta el final de la crisis, suponiendo que lo hubiera.
Caminó hacia el este por la calle Setenta y dos, viendo a lo lejos Central Park, con sus árboles marrones y esqueléticos en el aire frío de enero. Al llegar a la siguiente esquina se paró y volvió a sacar el móvil. «Vuelva a llamarme cuando esté en la calle Setenta y dos a la altura de Columbus», le había dicho Pendergast. D'Agosta solo estaba a una manzana del apartamento del agente en el edificio Dakota. ¿Estaría en casa? Dadas las circunstancias, parecía absurdo.
Abrió el teléfono y marcó el número.
–¿Diga?
Era la voz de Pendergast. D'Agosta oyó el ruido de fondo de un teclado.
–Estoy en la esquina –contestó.
–Muy bien. Diríjase con discreción al número 24 de la calle Setenta y dos Oeste. Es un edificio mixto de apartamentos y oficinas. Durante el horario laboral la entrada está cerrada, pero el recepcionista suele dejar pasar a todo el mundo siempre que su aspecto sea normal. Baje al sótano por la escalera y busque la puerta donde pone «B-14». Cuando se haya asegurado de estar solo, llame despacio siete veces. ¿Me ha entendido?
–Sí.
La llamada se cortó.
D'Agosta guardó el móvil y cruzó la calle para seguir en dirección al parque. Vio la mole del Dakota en la esquina del fondo. Con sus almenas, y su color de arena, parecía salido de un cómic de Charles Addams. En la base, junto a la enorme puerta gótica, había una garita. Cerca, dos policías de uniforme, y tres coches patrulla aparcados en Central Park Oeste.
Estaba claro que ya había llegado la caballería.
Caminó más despacio, pegado a la fachada y mirando de reojo a los policías.
El número 24 de la calle Setenta y dos Oeste quedaba a media manzana. Era un edificio grande, de piedra rojiza. Volvió a mirar a su alrededor, y como no veía a nadie sospechoso pulsó el interfono. Le abrieron. Entró rápidamente.
El vestíbulo era pequeño, oscuro, con paredes de un mármol gris bastante pobre. Tras saludar al recepcionista con la cabeza, bajó por la escalera del fondo. El sótano solo tenía un pasillo, con puertas metálicas distribuidas a intervalos regulares en los muros de bloques de hormigón. Tardó un minuto en encontrar el rótulo «B-14». Volvió a mirar hacia ambos lados y llamó siete veces a la puerta, tal como le había dicho Pendergast.
Al principio no oyó nada. Luego, el ruido de un cerrojo. Al abrirse la puerta, apareció un individuo con uniforme blanco y negro de portero, que miró a ambos lados del pasillo, saludó a D'Agosta con la cabeza y lo hizo pasar.
Para su sorpresa, D'Agosta vio que no estaba en una habitación, sino en un pasillo muy estrecho –poco más que un conducto de servicio– que se desvanecía en la oscuridad. El portero encendió una linterna y abrió la marcha.
Parecía interminable. Los bloques de hormigón de las paredes se convirtieron en ladrillo, luego en yeso y otra vez en ladrillo. Había momentos en que el pasillo se ensanchaba, y otros en que se volvía tan estrecho que casi rozaba los hombros de D'Agosta. Giraron unas cuantas veces a la izquierda, y luego a la derecha, hasta salir a un minúsculo patio de luces desde el que D'Agosta vio un pequeño recuadro de cielo azul. Era como estar en la base de una chimenea. Subieron unos cuantos escalones. El portero abrió otra puerta con una llave grande, de las antiguas. Accedieron a otro pasillo estrecho.
Al fondo había un pequeño ascensor de servicio. El portero descorrió la reja metálica, abrió la puerta con otra llave y le indicó a D'Agosta que entrara en la cabina. Él entró detrás, cerró la reja y la puerta y accionó la manivela redonda de la pared. El ascensor se puso en marcha con un crujido de protesta.
La puerta era antigua, sin ventanas. D'Agosta no pudo calcular cuántos pisos subían. Supuso que cuatro o cinco. El ascensor se paró solo. El portero abrió la puerta. Cuando apartó la reja, D'Agosta vio un pasillo corto que solo llevaba a una puerta. Estaba abierta. Dentro estaba Pendergast, con su traje negro de siempre.
D'Agosta se quedó mirándolo. Desde su reaparición por sorpresa siempre lo había visto disfrazado (con cambios drásticos de cara, cuerpo o casi siempre de ambas cosas), y la sensación de volver a ver a su viejo amigo tal como era fue bastante rara.
–Pase, Vincent –dijo Pendergast.
Lo llevó a una pequeña habitación, con pocos muebles: un tocador de madera de roble y un sofá de piel en una pared, y en otra una mesa de trabajo con cuatro iMacs alineados, así como unos dispositivos NAS que a D'Agosta le parecieron un servidor de Internet. Al fondo había dos puertas. La que estaba abierta daba a un pequeño cuarto de baño.
–¿Es su apartamento del Dakota? –preguntó con incredulidad.
En el rostro de Pendergast apareció y desapareció una sonrisa desmayada.
–No precisamente –dijo, cerrando la puerta–. Mi apartamento está en el piso de encima.
–Entonces, ¿qué es?
–Considérelo un refugio. Un refugio de tecnología punta. Fue acondicionado el año pasado por consejo de un conocido de Ohio, por si en algún momento no estaban disponibles sus servicios.
–Pues no puede quedarse. La entrada del Dakota está llena de polis. Vengo directamente del despacho de Laura Hayward, y le tiene puesto el ojo a un sospechoso.
–Yo.
–¿Se puede saber cómo se ha enterado?
–Lo sé desde hace tiempo. –Pendergast repartía sus miradas entre los monitores, mientras sus manos volaban por las teclas–. Cuando encontré el cadáver de mi amigo Michael Decker, descubrí varios pelos en su mano cerrada. Pelos rubios. Mi hermano no es rubio, sino pelirrojo. Comprendí enseguida que el plan de Diógenes aún era más «interesante» de lo que sospechaba. Además de matar a todos mis allegados, pensaba incriminarme a mí por los asesinatos.
–Pero ¿y los mensajes que le ha ido enviando? ¿No indican que está vivo?
–No. ¿Se acuerda de lo peculiar que era la letra? ¿Se acuerda de que le dije que me sonaba de algo? Pues era la mía, con las modificaciones necesarias para que pareciera que era yo quien intentaba disfrazarla, al menos para un experto en caligrafía.
D'Agosta tardó un poco en digerir la noticia.
–¿Por qué no me lo había dicho?
–Porque no vi motivos para angustiarlo más de la cuenta antes de que fuera estrictamente necesario. En cuanto vi esos pelos, se me hizo de una claridad meridiana que Diógenes también había sembrado de pruebas falsas los escenarios de los otros crímenes. Estoy seguro de que durante mi convalecencia en Italia recogió de mi cuerpo todas las pruebas físicas que necesitaba, incluida mi sangre. Relacionarme con los asesinatos era simple cuestión de tiempo. Ahora bien, tenía la esperanza de que tardaran algo más. Hayward merece que la feliciten por su buen trabajo.
–Otra cosa: Laura me ha pedido que le tienda una trampa. Como comprenderá, no me he prestado al juego, pero ya tienen una orden de busca y captura. Aquí no puede quedarse.
–Al contrario, Vincent: es donde tengo que quedarme, el único lugar donde dispongo a corto plazo de los recursos necesarios. Además, es un poco como la carta robada de Poe: donde menos esperan encontrarme es en mi casa. La presencia de la policía es una mera formalidad.
D'Agosta lo miró fijamente.
–¡Conque por eso ya sabía que Diógenes no intentaría asesinar a Laura! Porque es quien investiga el caso Duchamp. Ya contaba con que sospecharía de usted.
–Exacto, pero traiga una silla y déjeme enseñarle lo que estoy haciendo.
Pendergast señaló los cuatro ordenadores portátiles mediante un solo gesto.
–Estos ordenadores están conectados parasitariamente a la red de cámaras de vigilancia callejera de la ciudad, así como a unos cuantos sistemas privados importantes, como el de los cajeros automáticos y el de los bancos.
Señaló una pantalla que en ese momento estaba dividida en una docena de ventanitas, todas las cuales recogían imágenes en blanco y negro de aceras, cruces y peajes y las reproducían al revés y a gran velocidad.
–¿Porqué?
–Estoy convencido de que el escenario del último crimen de Diógenes será Manhattan o sus alrededores, y hoy en día nadie puede circular por Nueva York sin ser fotografiado, grabado en vídeo o sometido a alguna clase de vigilancia decenas de veces cada hora.
–Pero Diógenes va disfrazado…
–Sí, para la mayoría de la gente sí, pero a mí no me engaña. Una cosa es cambiar de aspecto físico, y otra cambiarlo todo: los gestos, la manera de caminar… Hasta la de parpadear. Sería imposible. Diógenes y yo guardamos un gran parecido físico. Me he grabado a mí mismo en vídeo, en posturas, movimientos y ángulos diversos, y estoy sometiendo toda esta información visual a algoritmos de reconocimiento de imágenes y pautas. –Señaló otro de los portátiles–. Como ve, me concentro especialmente en las imágenes cercanas al Dakota y a los cruces próximos a la mansión de Riverside Drive. Sabemos que Diógenes ha visitado la mansión, y es muy probable que también haya estado aquí. Si pudiera localizarlo e imprimir una imagen, podría hacer un seguimiento visual en ambos sentidos a partir de ese punto, e intentar encontrar pautas en sus movimientos.
–Y ¿para eso no haría falta más potencia de la que tiene el sistema informático de una universidad pequeña?
–De ahí el armario de cableado.
Pendergast extendió el brazo para abrir la puerta cerrada. Dentro, todo estaba lleno de servidores rack y discos RAID, desde el suelo hasta el techo.
D'Agosta silbó.
–¿Entiende todo este follón?
–No, pero sé usarlo.
Pendergast hizo girar la silla para mirar a su amigo. D'Agosta nunca lo había visto tan pálido, pero en sus ojos había un brillo amenazador. Tenía la energía obsesiva y la vitalidad engañosa propia de quien no ha dormido en varios días.
–Diógenes está en alguna parte, Vincent; acecha entre este cúmulo de información visual, pero solo podrá cometer su último crimen si se deja ver. Es mi oportunidad de detenerlo. La última. La única. Esta habitación es el único sitio que aún me brinda acceso a la tecnología necesaria para conseguirlo. –Más ruido de teclas–. El conocido a quien acabo de referirme, el de Ohio, ¿se acuerda? Pues sería la persona más indicada para este trabajo, pero se ha visto obligado a desaparecer a fin de… proteger su integridad.
–Laura no es de las que esperan. Lo más probable es que ya lo estén persiguiendo.
–Y a usted también, sin duda.
D'Agosta no dijo nada.
–Ya han registrado mi apartamento, y probablemente también hayan registrado la casa de Riverside Drive. En cuanto a esta pequeña guarida… Como acaba de ver, dispongo de una salida secreta del Dakota. Nadie sabe su existencia, ni siquiera los porteros del edificio. Solo Martyn, a quien acaba de conocer.
Dejó de teclear.
–Tiene que hacer una cosa, Vincent.
–¿Qué?
–Ir ahora mismo a ver a Laura Hayward y decirle que está dispuesto a prestar toda su colaboración, pero que ahora mismo no tiene ni idea de dónde estoy. Sería absurdo que su carrera profesional se resintiera aún más por culpa de todo esto.
–Ya le dije que llegaré hasta el final.
–Vincent, le estoy exigiendo que se vaya.
–Mire, Aloysius…
Pendergast lo miró.
–Váyase a la mierda.
D'Agosta se sintió observado.
–No lo olvidaré, Vincent.
–Bueno, bueno.
El agente volvió a su trabajo. Pasaron diez minutos, veinte… De pronto entró en tensión.
–¿Qué, ha salido algo?
–Creo que sí –dijo Pendergast.
Miraba fijamente uno de los ordenadores, mientras reproducía sin descanso en ambos sentidos una imagen de baja definición.
D'Agosta miró por encima de su hombro.
–¿Es él?
–El ordenador cree que sí. Y yo también. Aunque es raro… La imagen no está grabada cerca del Dakota, como esperaba yo, sino unas seis manzanas al norte, delante de…
En ese momento zumbó suavemente una caja en la mesa. Pendergast se giró rápidamente hacia ella.
–¿Qué pasa? –preguntó D'Agosta.
–Es Martyn. Parece que ha venido a verme alguien.
–Un mensajero en bicicleta, señor –dijo la voz–. Le trae un sobre.
–¿Le ha pedido que espere?
–Sí.
–¿Y la policía? ¿No sabe que está aquí?
–No.
–Pues entonces hágalo subir. Tome las precauciones habituales. –Pendergast levantó el dedo del botón y se puso derecho–. Veamos de qué se trata.
Su tono era relajado. No así su cara.
Salieron al pasillo y caminaron unos pasos hasta el ascensor. Estuvieron un minuto sin decirse nada. De repente se oyó el ruido metálico de la cabina al emprender su ascenso. Poco después, una mano apartó la reja de latón y aparecieron dos personas: el portero a quien D'Agosta ya conocía y el mensajero, un hispano joven y delgado, con una bufanda y una gruesa chaqueta. Tenía en la mano un sobre muy grande.
Al mirarlo, Pendergast se puso pálido. Sin decir nada, introdujo una mano en el bolsillo de su americana negra, sacó unos guantes médicos y se los puso, antes de sacar un billete de veinte dólares de su cartera y dárselo al mensajero.
–¿Le importaría esperar un poco aquí? –preguntó.
–Bueno –dijo el joven, mirando los guantes con recelo.
Pendergast cogió el sobre e intercambió una mirada cómplice con el portero. Después le hizo a D'Agosta una señal con la cabeza y regresó a toda prisa al apartamento.
–¿Es de Diógenes? –preguntó D'Agosta, mientras cerraba la puerta.
En vez de contestar, Pendergast puso una hoja blanca en la mesa y colocó el sobre encima para someterlo a un escrupuloso examen. No estaba cerrado. La solapa solo se aguantaba con un hilo rojo trenzado. Pendergast inspeccionó el hilo de cerca, unos segundos. Acto seguido lo desenrolló y volcó el sobre cuidadosamente.
Salió una hojita doblada de papel, seguida por un mechón de pelo oscuro y brillante.
La brusca inhalación de Pendergast reverberó en la habitación como una bomba. El agente se puso de rodillas y desdobló la hoja.
Era un papel precioso, confeccionado a mano, con un escudo de armas en relieve: un ojo sin párpados sobre dos lunas y un león echado. Debajo había una fecha escrita con péñola o pluma estilográfica, en una tinta de color tabaco: 28 de enero.
D'Agosta se dio cuenta de que la nota era idéntica a la que había llegado meses antes a la mansión de Riverside Drive. La única diferencia era su contenido, que no se reducía a una simple fecha. Su mirada recayó en el texto de debajo:
Está llena de vida, hermano. Entiendo que te guste.
Saborea esta prenda como una garantía de mis intenciones. Es un mechón de su hermosa cabellera. Saboréalo también como un recuerdo de su defunción. Acariciándolo, casi pueden olerse los dulces aires de Capraia.
Naturalmente, todo esto podría ser mentira. Este mechón podría ser de otra persona. Busca la verdad dentro de tu corazón.
FRATER, AVE ATQUE VALE
–Madre mía… –dijo D'Agosta.
Una obstrucción involuntaria en la garganta le impidió añadir más comentarios. Miró al agente. Estaba sentado en el suelo, acariciando el mechón con ternura. La expresión de su cara era tan espeluznante que D'Agosta tuvo que apartar la vista.
–Podría ser mentira –dijo–. No sería la primera que dijera su hermano.
Pendergast no contestó. El silencio fue corto, pero estremecedor.
–Voy a interrogar al mensajero –dijo D'Agosta, sin atreverse a mirar hacia atrás.
Salió al pasillo y fue el ascensor, donde Martyn vigilaba al mensajero.
–Policía –dijo, enseñando rápidamente la placa.
Todo se había ralentizado, como en una pesadilla. D'Agosta sentía una extraña pesadez, como si le costara un gran esfuerzo mover los brazos y las piernas. Se preguntó si era lo que se entendía por estado de shock.
El chico asintió con la cabeza.
–¿Quién te ha dado el paquete?
–Lo dejó en nuestra oficina alguien en taxi.
–¿Qué pinta tenía el pasajero?
–El taxista iba solo.
–¿Qué tipo de coche era, exactamente?
–El típico taxi amarillo, de dentro de la ciudad.
–¿Te dio algún nombre, o el número de registro?
D'Agosta lo preguntó a sabiendas de que carecía de importancia. Seguro que Diógenes había borrado cualquier pista.
El mensajero negó con la cabeza.
–¿Cómo te han pagado?
–El taxista, cincuenta billetes. Ha dicho que las instrucciones eran entregar el paquete a un tal doctor Pendergast, calle Setenta y dos Oeste, 1. Personalmente, a ser posible. Y no hablar con nadie que no fuera el doctor Pendergast o el portero.
–Bueno.
D'Agosta anotó el nombre del mensajero y de la compañía. Luego se apartó con Martyn y le pidió que se asegurara de que la policía no interceptaba al joven a la salida del edificio. Todavía le duraba la extraña sensación de pesadez. Volvió por el pasillo y entró en la pequeña habitación.
Pendergast no levantó la cabeza. Seguía sentado en el suelo, inclinado hacia el mechón. Tenía las manos apoyadas en las rodillas, con la palma hacia arriba y el pulgar formando un círculo con el índice. Su rostro ya no expresaba angustia ni desolación, sino una impasibilidad total. No se movía. No pestañeaba. Ni siquiera parecía respirar. D'Agosta tuvo la impresión de que estaba a un millón de kilómetros.
«Puede que lo esté –pensó–. Puede que medite, o algo así. A menos que solo intente no volverse loco».
–El mensajero no sabía nada –dijo con toda la suavidad que pudo–. Han borrado demasiado bien el rastro.
Pendergast no dio ninguna señal de haberle oído. Seguía inmóvil, tan pálido como antes.
–¿Se puede saber cómo se ha enterado Diógenes de lo de Viola? –dijo D'Agosta, sulfurándose.
Pendergast contestó como un robot.
–La primera semana a su cuidado me la pasé delirando, y es posible que la mencionara. A Diógenes no se le pasa nada por alto. Nada.
D'Agosta se dejó caer en una silla. Por él, como si de repente llegaba Laura Hayward y echaba abajo la puerta con una docena de agentes del FBI y todo un destacamento del ejército. Tal como estaban las cosas, le daba igual. Que lo encerraran, y que tiraran la llave. Daba lo mismo. La vida era una mierda.
Guardaron media hora de silencio, sin moverse.
De pronto Pendergast se levantó sin avisar, como un resorte, dándole a D'Agosta un susto de muerte.
–¡Seguro que el viaje lo hizo con su nombre! –dijo, con un brillo de concentración en los ojos.
–¿Qué? –dijo D'Agosta, levantándose.
–Si Diógenes le hubiera pedido que usara un seudónimo, o un pasaporte falso, Viola no habría venido. Por otro lado, debe de llevar muy poco tiempo aquí. Diógenes no podía retrasar el mensaje. ¡No tiene tiempo!
Corrió al ordenador portátil que tenía más cerca y se puso a teclear como un poseso durante veinte segundos.
–¡Aquí está! –exclamó.
D'Agosta se apresuró a mirar la pantalla.
Centro de datos de Folkestone
Motor SQL 4.041.a
INFORMACIÓN CONFIDENCIAL
Búsqueda en listas de pasajeros
Se detallan los resultados de la consulta
1 archivo(s) encontrado(s):
BA-0002359148
Maskelene, lady Viola
British Airways vuelo 822
Salida: London Gatwick LGW, 27 de enero, 11:54 pm GMT
Llegada: Kennedy Intl JFK, 28 de enero, 12:10 am GMT
Búsqueda finalizada
Pendergast se apartó del ordenador. Todo su cuerpo parecía crepitar de energía. Sus ojos ya no estaban vacíos ni distantes. Ahora parecían dos brasas.
–Deprisa, Vincent, a JFK, que la pista se enfría a cada minuto que perdemos.
Salió corriendo sin decir nada más, y se lanzó por el pasillo.