Cuarenta y seis

Viola se despertó con un fortísimo dolor de cabeza, y al principio se quedó mirando los flecos del dosel de la cama sin saber dónde estaba, pero de repente se acordó de todo: el viaje nocturno por la autopista, lo raros que se habían ido volviendo los comentarios del hermano de Pendergast, el repentino ataque…

Se quedó inmóvil, dominando un ataque de pánico, y se concentró en su respiración para poner la mente en blanco.

Cuando le pareció que era dueña de sus actos, se incorporó despacio. Le daba vueltas la cabeza, y veía manchas negras. Cerró los ojos. Cuando se le aliviaron un poco las punzadas, volvió a abrirlos y miró la habitación.

Era un pequeño dormitorio con un dibujo de rosas en el papel de pared, algunos muebles Victorianos y una sola ventana con barrotes. Puso los pies en el suelo, moviéndose despacio –tanto por el dolor de cabeza como para no hacer ruido–, y se levantó. Ligeramente inestable, tendió el brazo hacia el pomo de la puerta y lo hizo girar discretamente, pero estaba cerrado. No le extrañó. El segundo ataque de pánico se dejó controlar más fácilmente que el primero.

Se acercó a la ventana. La casa quedaba a doscientos o trescientos metros de una bahía pantanosa. Vio la línea en que rompían las olas, al otro lado de una franja de dunas descuidadas. El mar era oscuro, punteado por la espuma de las crestas; el cielo, de un gris metálico. Con la intuición de quien ha pasado muchas noches bajo las estrellas, adivinó que era por la mañana. Lo único que vio, tanto a la izquierda como a la derecha, fueron algunas casitas de precaria construcción, con tablones en las ventanas porque no era temporada de veraneantes. La playa estaba desierta.

Introdujo la mano entre los barrotes y dio unos golpecitos en el cristal. Parecía más azul y grueso de lo normal. Quizá fuera irrompible. E insonorizado. En todo caso, no se oía el ruido de las olas.

Con la misma lentitud de movimientos, y el mismo esfuerzo por no hacer ruido, pasó al baño, una pieza pequeña contigua al dormitorio, y tan limpia y anticuada como aquel: un lavabo, una bañera con patas en forma de garras y otra ventanita como la primera, con barrotes y paneles de cristal de un grosor anómalo. Cuando abrió el grifo, salió un chorro de agua que pasó enseguida de frío a muy caliente. Lo cerró y volvió al dormitorio.

Se sentó en la cama para reflexionar. Era todo tan irreal, se apartaba todo tanto de cualquier normalidad, que no se podía entender. Lo único que tenía clarísimo era que la persona que la había recogido en el aeropuerto era el hermano de Pendergast, porque en muchas cosas eran prácticamente gemelos, pero ¿por qué la había secuestrado? ¿Qué intenciones albergaba? ¿Cuál era, sobre todo, el papel de Pendergast? ¿Cómo podía haber estado tan equivocada acerca de él?

Entonces se acordó del otoño, de su breve encuentro en la isla de Capraia, y se dio cuenta de que todo era muy raro. Quizá la noticia de la trágica muerte del agente la hubiera hecho teñir su único encuentro de romanticismo, otorgándole unas dimensiones de las que carecía en realidad. Luego la carta, con la noticia de que Pendergast aún estaba vivo, y la romántica, impulsiva petición…

Impulsiva. No había otra palabra. Viola se había dejado meter una vez más en líos por su impulsividad, y esta vez parecían realmente graves.

¿Era posible que D'Agosta lo supiera todo? ¿Que la muerte de Pendergast fuera un cuento chino, otro ingrediente de una oscura trama para atraerla a Nueva York? ¿Habría caído en manos de una red sofisticada de secuestradores? ¿Pensarían exigir algún rescate? Cuanto más reflexionaba en el embrollo (porque era eso, un embrollo sin pies ni cabeza), más miedo tenía de dejarse llevar por la rabia y la indignación, pero al final las dominó, como sabía dominar todas sus emociones. Más valía emplear sus energías en la huida.

Volvió al baño para hacer el inventario de lo que contenía: un peine de plástico, un cepillo de dientes, dentífrico, un vaso de agua, toallas limpias, una manopla y champú. Cogió el vaso. Era frío, pesado, de auténtico cristal.

Lo hizo girar en su mano, pensativa. El cristal roto podía servir de arma, pero también de herramienta. Huir por la ventana estaba descartado. En cuanto a la puerta, seguro que estaba blindada. La casa, sin embargo, era vieja, y debajo del papel de pared probablemente solo hubiera yeso y listones.

Cogió una toalla, envolvió el vaso lo más fuerte que pudo y le dio varios golpes secos en el borde del lavabo hasta que se rompió. Entonces lo desenvolvió y se lo encontró roto en varios trozos grandes, tal como esperaba. Regresó al dormitorio con el más afilado y se acercó a la pared del fondo. Haciendo el menor ruido posible, clavó la punta en el papel de la pared y la empujó para ver qué pasaba.

El cristal resbaló enseguida, arrancando un trozo de papel. Debajo, para desesperación de Viola, había aparecido un brillo de metal. Cogió el borde roto de papel con las uñas y lo peló hasta dejar a la vista una superficie de acero.

Tuvo un escalofrío en la columna vertebral. Justo entonces llamaron a la puerta.

Volvieron a llamar. Después de la tercera vez, Viola oyó el ruido de una llave en una cerradura. La puerta rechinó al abrirse un poco. Se quedó con los ojos cerrados, escondiendo el trozo de cristal.

–Ya sabía yo, querida Viola, que estaba levantada y en plena forma.

No se movió.

–Veo que ya ha visto que he recubierto de metal su dormitorio. Haga el favor de incorporarse y dejarse de tonterías, que tengo que decirle algo importante.

Viola se levantó rabiosa. No reconocía al hombre de la puerta, pero sí la voz, inconfundible: era la de Diogenes.

–Perdone que me presente de esta guisa, pero es que me he vestido para ir a la ciudad. Salgo dentro de unos minutos.

–Disfrazado, por lo que veo. Se toma por un verdadero Sherlock Holmes.

El hombre inclinó la cabeza.

–¿Qué quiere, Diogenes?

–Lo que quiero ya lo tengo: a usted.

–¿Para qué?

El extraño personaje sonrió de oreja a oreja.

–¿Que para qué la quiero? Francamente, mi interés por usted se reduce a una cosa: a que usted despertara el de mi hermano. Solo lo he oído pronunciar su nombre una vez, y me picó la curiosidad. Por suerte tiene un apellido único en el mundo, y una familia sumamente distinguida, gracias a lo cual pude averiguar muchas cosas sobre su persona. Muchas. Sospeché que albergaba ciertos sentimientos por mi hermano, y su respuesta a mi carta confirmó mi corazonada. Entonces supe que había ganado un premio incomparable.

–Es usted un zopenco. De mí no sabe nada.

–Querida Viola, en vez de pensar en lo que sé debería preocuparse por dos cosas que es usted quien ignora: en primer lugar, le conviene saber que no podrá salir del dormitorio. Todo es acero reforzado, como el del casco de los barcos: las paredes, el suelo, el techo y la puerta. Los cristales le permiten mirar hacia fuera, pero no ser vista desde el exterior, suponiendo que pasara alguien, que no pasará. Solo se lo digo para ahorrarle esfuerzos. Tiene libros en la estantería, agua potable del grifo y unos cuantos caramelos en el último cajón del escritorio, para que los chupe.

–¡Caray, cuántas molestias! ¡No ha reparado en medios! Hasta chucherías tengo.

–Así es.

–«Así es». –Viola se burló de su tono afectado–. Ha dicho que tenía dos cosas que decirme. ¿Cuál es la segunda?

–Que debe morir. Si cree en un ser supremo, no deje de zanjar cualquier asunto pendiente entre los dos. Su muerte se producirá mañana por la mañana, a la hora tradicional: la del alba.

Viola se rió casi sin querer. Fue una risa llena de rabia y amargura.

–¡Qué pena que no se dé cuenta de lo pretencioso y tonto que suena! «Morirá al amanecer». ¡Qué histriónico!

Diogenes retrocedió un paso, mientras su ceño se fruncía fugazmente antes de recuperar la inexpresividad de antes.

–¡Qué vitalidad! Está hecha una señora arpía.

–¿Se puede saber qué le hecho, so pirado?

–Nada. Es por lo que le hizo a mi hermano.

–¡Yo a su hermano no le hice nada! ¿Qué es, una broma morbosa?

Una risa seca.

–Ciertamente. Una broma de lo más morbosa.

La rabia y la frustración borraron cualquier rastro de miedo, y Viola apretó lentamente el cristal roto.

–Lo veo muy satisfecho de sí mismo para ser tan insufriblemente repulsivo.

La risa seca se apagó.

–¡Vaya, vaya! ¡Sí que se ha despertado con la lengua suelta!

–Está loco.

–No me cabe duda de que según los criterios de la sociedad estoy clínicamente loco.

La mirada de Viola se volvió penetrante.

–O sea, que es un seguidor del psicólogo escocés R. D. Laing.

–Yo no sigo a nadie.

–Lo cree por ignorancia. Lang dijo que «la enfermedad mental es una respuesta cuerda a un mundo loco».

–Felicito a ese señor, sea quien sea, por su perspicacia; por desgracia, mi querida Viola, no tengo mucho tiempo que perder en conversaciones de salón…

–¡«Querido». Diogenes, cómo me aburre! Ojala se oyera como lo oigo yo. –Viola hizo una perfecta imitación de la manera lánguida de hablar de su secuestrador–. «¡Cuánto lamento no poder prolongar esta agradable conversación!». No vale la pena que se esfuerce tanto en parecer una persona fina.

La habitación quedó en silencio. La sonrisa de Diogenes se había borrado, pero su rostro no manifestó sus pensamientos. Viola quedó sorprendida por la profundidad y claridad de su propia ira. Respiraba deprisa, y se le había disparado el corazón.

Al final, Diogenes suspiró.

–Es locuaz como una mona, y no le va muy a la zaga en inteligencia. Yo que usted sería un poco menos parlanchina y me enfrentaría a la muerte con dignidad, de un modo acorde a su condición social.

–¿Mi condición social? ¡Dios mío, no me diga que es de esos paletos americanos que cuando conocen a algún baronet de nariz roja, o a algún vizconde chocho, se les pone duro el pijo! Debería haberlo adivinado.

–Viola, por favor, que se está alterando demasiado.

–¿Usted no se alteraría si le hubieran tendido una trampa para drogarlo, secuestrarlo y encerrarlo en una habitación amenazándolo con…?

Ça suffit, Viola! Volveré de madrugada para cumplir mi promesa. Concretamente, la degollaré. Dos veces. En honor del tío Comstock.

De pronto Viola se quedó callada. El miedo había vuelto con toda su fuerza.

–¿Por qué?

–Por fin una pregunta sensata. Soy un existencialista. Esculpo mi sentido en el cadáver purulento de este universo en putrefacción. Aunque usted, personalmente, no tenga ninguna culpa, ha pasado a formar parte de ese sentido. De todos modos, no la compadezco. El mundo rebosa dolor y sufrimiento. Yo me limito a hacer de director de ceremonias en vez de ofrecerme como la enésima y estúpida víctima. No disfruto del sufrimiento ajeno, con la excepción de una persona. El sentido de mi vida es ese: vivo por mi hermano, Viola; es él quien me da fuerza y determinación. Es él quien me da vida. Es mi salvación.

–¡Pueden irse al infierno, usted y su hermano!

–Ah, pero ¿no lo sabe, querida Viola? El infierno es esto. Y a usted le falta poco para abandonarlo.

Viola saltó de la cama y se lanzó sobre Diogenes con el cristal en alto, pero de repente se encontró clavada al suelo, sin saber qué había pasado durante ese segundo. Tenía encima a Diogenes, con la cara a menos de un palmo de la suya, y recibía su aliento, que olía dulcemente a clavo.

–Adiós, mi monita vivaracha –murmuró él, antes de besarla tiernamente en la boca.

Se levantó y se fue de un solo movimiento como de murciélago, dando un portazo. Viola se lanzó contra la puerta, pero era demasiado tarde. Oyó un ruido de piezas de metal bien engrasadas. La puerta era fría, inflexible, como la cámara acorazada de un banco.