Treinta y cuatro

Laura Hayward cruzó rápidamente la gran sala de recepción del museo, por cuyas altas ventanas de bronce entraban franjas paralelas de luz matutina. Las pisó con decisión, como si el acto físico de caminar la preparara de algún modo para lo que se avecinaba. Jack Manetti, el jefe de seguridad del museo, casi tenía que saltar para no quedarse rezagado. Cerraba la comitiva un grupo silencioso pero veloz de detectives de Homicidios de la policía de Nueva York, y de miembros del personal del museo.

–Señor Manetti, doy por descontado que la exposición dispone de un sistema de seguridad. ¿Correcto?

–De última tecnología. Justo ahora estamos acabando su puesta a punto total.

–¿Puesta a punto? Pero ¿la sala no tenía alarmas?

–Sí, por duplicado, como las que estamos poniendo en todos los sectores. Lo raro es que no se hayan disparado.

–Entonces, ¿cómo entró el asesino?

–De momento no tenemos ni idea. Hemos hecho una lista de todas las personas que accedieron al espacio expositivo.

–Querré interrogarlas a todas.

–Aquí tiene la lista.

Manetti se sacó del bolsillo un documento impreso por ordenador.

–Así me gusta. –Hayward lo cogió, lo leyó por encima y se lo dio a uno de los detectives que iban detrás–. Explíqueme el sistema.

–Está basado en llaves magnéticas. Registra todas las entradas y salidas que se producen fuera del horario normal. También tengo el listado.

Manetti le entregó otro documento.

A la vuelta de la esquina, se encontraron en la Sala de la Vida Marina. Hayward pasó sin fijarse al lado de la gran ballena azul, que colgaba amenazadoramente del techo.

–¿Consta que falte alguna tarjeta?

–No.

–¿Se pueden duplicar?

–Me han dicho que es imposible.

–Y ¿no podría ser que alguien hubiera cogido una tarjeta prestada?

–Es una posibilidad, aunque ahora mismo tenemos constancia de todas las tarjetas menos la de la víctima. De todos modos, lo investigaré.

–Y nosotros. Tampoco hay que descartar que el agresor fuera empleado del museo.

–Lo dudo.

Hayward gruñó. Ella también lo dudaba, pero nunca se sabía. No sería el primer demente a quien se encontraba merodeando por el viejo edificio. Nada más enterarse del asesinato había pedido que se lo asignaran, aunque aún estuviera metida hasta las cejas en el de Duchamp. Tenía la teoría –mejor dicho la premonición– de que estaban relacionados. Si tenía razón, sería una auténtica bomba.

Tras cruzar la Sala de los Indígenas de la Costa Noroccidental, se detuvieron frente al enorme acceso de la exposición «Imágenes sagradas». La puerta estaba abierta, pero precintada. La capitana oyó llegar del otro lado los murmullos de los expertos en pruebas.

–Tú, tú y tú –dijo, señalando a sendos detectives con el índice–, cruzad la cinta conmigo. El resto esperad aquí y no dejéis pasar a los curiosos. Señor Manetti, usted viene con nosotros.

–¿Y cuando llegue el doctor Collopy?

–La sala está precintada. Que se le impida el paso. Lo siento.

Manetti ni siquiera discutió. Tenía la cara de color masilla, y se notaba que no había tenido tiempo ni de tomarse su café de todas las mañanas.

Hayward se agachó para cruzar la cinta, saludó con la cabeza al sargento de guardia y, tras firmar en el registro, entró en el vestíbulo de la exposición. Sus movimientos se volvieron mucho más pausados. Los expertos en pruebas y el equipo forense ya habrían investigado las vías de entrada y salida, pero nunca estaba de más tener los ojos bien abiertos.

El grupo truncado cruzó la primera sala entre vitrinas casi terminadas, pasando por encima de algún que otro tablón, y penetró en la segunda sala de la exposición, que era el lugar del crimen propiamente dicho. El sitio donde se había caído la víctima estaba dibujado con tiza. Había bastante sangre. El fotógrafo del departamento de pruebas, que ya lo había documentado todo, se mantenía a la espera por si el jefe que llevaba la investigación –en ese caso Hayward– deseaba pedirle algo especial. Todavía había dos expertos en el suelo, con pinzas en la mano.

Hayward miró el lugar del crimen casi con ferocidad, fijándose en el charco central de sangre, en las salpicaduras, en las pisadas ensangrentadas y en las manchas. Después hizo señas a Hank Barris, el jefe del equipo de búsqueda de pruebas, que se levantó y se acercó guardándose las pinzas.

–¡Caray, cómo está esto! –dijo la capitana.

–Los paramédicos se pasaron un buen rato con la víctima.

–¿Y el arma del asesino?

–Un cuchillo. Se lo llevaron con la víctima al hospital. Como no se puede sacar…

–Ya, ya lo sé –replicó ella–. ¿Usted ha visto el estado original?

–No, cuando he llegado ya lo habían tocado todo los de urgencias.

–¿La víctima ya está identificada?

–De momento, que yo sepa, no, pero podría llamar al hospital.

–¿Algún testigo que haya visto el lugar del crimen tal como quedó?

Barris asintió con la cabeza.

–Sí, uno, un técnico. Se llama Enderby, Larry Enderby.

Hayward se giró.

–Que me lo traigan.

–¿Aquí?

–Eso he dicho.

Siguió un momento de silencio, en el que Hayward miró a su alrededor sin mover ninguna parte de su cuerpo a excepción de sus ojos oscuros. Examinó las salpicaduras de sangre calculando aproximadamente las trayectorias, la velocidad y el origen, y poco a poco se hizo una idea general del crimen.

–Capitana, ya está aquí el señor Enderby.

Al girarse, quedó sorprendida por la juventud del testigo, un chaval esmirriado, con acné y pelo negro, que no podía pesar más de cuarenta y cinco kilos. Completaban la imagen una camiseta, una gorra de los Mets con la visera por detrás y unos vaqueros destrozados.

Al principio pensó que tenía las zapatillas teñidas de rojo, hasta que las vio de más cerca.

Un policía lo invitó a acercarse.

–¿Eres el primero que encontró a la víctima?

–Sí, señora… quiero decir… agente.

Ya estaba nervioso.

–Puedes llamarme capitana –dijo ella con amabilidad–. ¿Cuál es tu cargo en el museo?

–Soy técnico de sistemas de primer grado.

–Y ¿qué hacías en la sala a las tres de la madrugada?

La voz de Enderby era aguda y temblorosa, como si estuviera a punto de romperse. Hayward se acordó entonces de un comentario jocoso de su profesor de psicología forense de la Universad de Nueva York: «A los más muertos siempre los encuentran los más tímidos». Tragando saliva, intentó adoptar un tono algo más simpático. No le convenía que Enderby se derrumbase.

–Comprobar la instalación del nuevo sistema de seguridad.

–Ya. ¿El de esta sala estaba encendido? ¿Funcionaba?

–Bueno, casi del todo. Estamos actualizando el software, y hubo un problema técnico. Mi jefe…

–¿Cómo se llama?

–Walt Smith.

–Sigue.

–Mi jefe me pidió que bajara para ver si se había ido la luz.

-¿Y?

–Pues que sí que se había ido. Alguien había cortado un cable eléctrico.

Hayward miró a Barris de reojo.

–Ya lo sabíamos, capitana. Parece que el agresor cortó el cable para apagar las luces de emergencia y tener menos problemas en su emboscada a la víctima.

–¿Y el nuevo sistema de seguridad? ¿En qué consiste? –preguntó, mirando otra vez a Enderby.

–Pues… es multicapa y redundante. Hay sensores de movimiento, seguimiento directo por vídeo, haces infrarrojos de láser cruzados, sensores de vibración y sensores de presión del aire.

–Dicho así impresiona.

–Es que es impresionante. Hace seis meses que el museo está mejorando la seguridad sala por sala para adaptarla a la última versión del sistema.

–Y ¿eso qué implica?

Enderby respiró hondo.

–Un seguimiento combinado con la empresa proveedora, reconfigurar el software de vigilancia, hacer un test general y todo eso. Seguimos un calendario rígido, calibrado con un reloj atómico por satélite. Ah, y hay que trabajar de noche, cuando está cerrado el museo.

–Ya. O sea, que bajaste a ver qué pasaba con la corriente y te encontraste el cadáver.

–Exacto.

–Si no es mucho pedir, ¿podrías mirar la sala y describirme exactamente cómo estaba la víctima?

–Pues… el cadáver… el cadáver estaba tal como lo han dibujado, con un brazo fuera. Tenía un cuchillo en la base de la espalda, clavado hasta el mango, que era de marfil.

–¿Lo tocaste? ¿Intentaste sacar el cuchillo?

–No.

Hayward asintió con la cabeza.

–¿La mano derecha de la víctima estaba abierta o cerrada?

–Mmm… Creo que abierta.

Angustiado, Enderby tragó saliva.

–Perdona que te lo pregunte, pero es que movieron a la víctima antes de que llegara el fotógrafo, o sea, que de lo único que disponemos es de tu memoria.

Enderby se secó la frente con el dorso de la mano.

–¿Y el pie izquierdo? ¿Girado hacia dentro o hacia fuera?

–Hacia fuera.

–¿Y el derecho?

–Hacia dentro.

–¿Estás seguro?

–Creo que me acordaré toda la vida. En general estaba todo el cuerpo como retorcido.

–¿Cómo?

–Boca abajo, pero con las piernas casi cruzadas.

Parecía que el hecho de hablar ayudara a Enderby a controlarse. Estaba resultando un buen testigo.

–¿Y la sangre de tus zapatos? ¿Cómo te los manchaste?

Enderby se quedó mirándolos con los ojos muy abiertos.

–Ah… Es que… Es que corrí a ver si podía ayudarla.

El respeto de Hayward por el joven aumentó.

–Describe tus movimientos.

–Pues… El cadáver lo vi desde allá. Primero me quedé parado. Luego corrí, me puse de rodillas y le busqué el pulso, que debió de ser cuando… pisé la sangre… También me manché las manos, pero después me las lavé.

–¿Tenía pulso?

–Creo que no, pero tampoco se lo puedo asegurar, porque estaba muy nervioso. La verdad es que no sé muy bien cómo se toma el pulso. Primero llamé a los de seguridad…

–¿Por un teléfono fijo del edificio?

–Sí, aquí a la vuelta de la esquina. Luego intenté hacer el boca a boca, pero en un minuto llegó un vigilante.

–¿Nombre del vigilante?

–Roscoe Wall.

Hayward hizo señas a uno de los detectives de que lo anotara.

–Luego vinieron los paramédicos, que más que nada me sacaron de en medio.

Hayward asintió.

–Si me haces el favor de quedarte un momento con el detective Hardcastle, es posible que tenga más preguntas.

Volvió a la primera sala de la exposición, echó un vistazo y regresó lentamente a la segunda. En el suelo había una capita de serrín que todavía conservaba rastros de la pelea, aunque ya hubiera pasado tanta gente. Se agachó a examinar las gotitas de sangre. Un análisis mental de salpicaduras la ayudó a redondear la reconstrucción general de los hechos. La víctima había sufrido una emboscada en la primera sala de la exposición. Incluso era posible que el asesino la hubiera seguido desde la otra punta, porque a Hayward le habían dicho que al final había una puerta, si bien la habían encontrado cerrada con llave. Todo apuntaba a que por un momento se habían acechado mutuamente, hasta que el asesino había cogido a la víctima, la había hecho caer y le había clavado el cuchillo mientras ejecutaba un rápido movimiento lateral.

Cerró un momento los ojos para visualizar la coreografía del asesinato.

Cuando volvió a abrirlos, los enfocó en una mancha muy pequeña que le había llamado la atención al cruzar la sala por primera vez. Se acercó a mirarla: era una mancha de sangre del tamaño de una moneda de diez centavos, una simple manchita que parecía haber caído en vertical de una persona inmóvil, a una altura aproximada de un metro y medio.

La señaló.

–Hank, quiero que retiren esta gota, con el tablón y todo, pero primero haced una fotografía in situ. También quiero un análisis del ADN para ayer. Comparadlo con las bases de datos.

–Muy bien, capitana.

Miró a su alrededor, siguiendo una tangente desde la silueta de tiza hasta la pared del fondo, pasando por la mancha aislada de sangre. Al llegar a la pared vio una muesca de grandes dimensiones en el nuevo zócalo de madera, y su mirada se volvió más penetrante.

–Oye, Hank…

Hank la miró.

–Creo que el arma de la víctima podría estar detrás de esa vitrina.

Hank se levantó, se acercó a la vitrina en cuestión y miró detrás.

–¡Anda!

–¿Qué pasa?

–Un cúter.

–¿Sangre?

–Que yo vea, no.

–Mételo en una bolsa y haz todas las pruebas posibles. Ah, y compara el resultado con la mancha. Te apuesto lo que sea a que coincide.

Mientras seguía donde estaba, reacia (por alguna razón) a apartar la mirada del escenario del crimen, se le ocurrió otra idea.

–Tráeme otra vez a Enderby.

Al cabo de un momento apareció el detective Hardcastle con Enderby detrás.

–¿Dices que le hiciste el boca a boca a la víctima?

–Sí, capitana.

–Deduzco que lo reconociste.

–«La». Sí, sí que la reconocí.

–¿Quién era?

–Margo Green.

Hayward se puso tensa, como un soldado frente a un superior.

–¿Margo Green?

–Sí. Creo que ya había estado en el museo cuando escribía su tesina, pero volvió para dirigir…

Su voz se perdió en el ruido de fondo. Hayward ya no le escuchaba. Acababa de retroceder seis años, a la matanza del metro y al famoso tumulto de Central Park, cuando ella era una simple sargento en la Policía de Tráfico. Se estaba acordando de la Margo Green a quien había conocido, una joven luchadora y muy valiente que la había ayudado a resolver el caso, jugándose la vida.

Qué asco de mundo.