–¿Quién? –dijo Margo, casi gritando, mientras movía el cúter hacia el ruido–. ¿Quién es?
–Yo.
–¿Quién es «yo», y qué coño quiere?
–Busco a un hombre honrado; o a una mujer, según se tercie.
Era una vocecita de una precisión casi afeminada.
–¡No se acerque! –exclamó Margo, dispuesta a clavar el cúter en la oscuridad.
Intentó concentrarse, acallando los latidos de su corazón. No era ningún bromista. Su intuición le dijo que era un hombre peligroso. Pronto volverían a encenderse las luces de emergencia. No podían tardar, porque el sistema era automático. Sin embargo, a medida que pasaban los segundos, sintió que su miedo, lejos de suavizarse, se recrudecía. ¿Y si el desconocido había cortado los cables? Parecía imposible. ¿Qué estaba pasando?
Avanzó muy despacio, centímetro a centímetro, intentando no hacer ruido y controlar su nerviosismo. Solo levantaba los pies del suelo al topar con algún objeto. Entonces pasaba cuidadosamente por encima, sin olvidarse de repartir estocadas con el cúter. Tenía una idea aproximada de dónde quedaba la salida. De momento la voz ya no se oía. Quizá su agresor estuviera tan desorientado por la oscuridad como ella. Margo llegó a la pared del fondo y la siguió a tientas hasta que sus manos encontraron el acero frío de la puerta de seguridad. Entonces, dejándose llevar por el alivio, buscó el pomo, encontró el lector de tarjetas, sacó la suya del bolso y la introdujo.
Nada.
El alivio se borró tal como había aparecido, de un segundo a otro, dejando en su lugar un miedo sordo y persistente. Claro, el cierre magnético era eléctrico, y se había ido la luz. Intentó abrir la puerta sacudiendo el pomo y apoyando todo el peso de su cuerpo en ella, pero no cedió.
–Cuando se va la luz –dijo la vocecita–, el sistema de seguridad lo bloquea todo. No puedes salir.
–¡Como te acerques, te pego un tajo! –exclamó ella, girándose de espaldas a la puerta y blandiendo su cúter.
–No te conviene. La visión de la sangre me marea… de gusto.
Margo se dio cuenta, con la lucidez del miedo, de que lo mejor no era seguirle el juego, sino pasar a la ofensiva. Intentó respirar con normalidad y dominar el pánico. Tenía que hacer algo imprevisible: sorprenderlo, para que se volvieran las tornas. Dio un paso sin hacer ruido.
–¿A ti qué te provoca la visión de la sangre, Margo? –dijo la voz, amable, susurrante.
Margo se acercó muy despacio a su origen.
–¿Verdad que es una sustancia peculiar? De un color tan perfecto y exquisito… Tan llena de vida, de glóbulos rojos y blancos, de anticuerpos, de hormonas… Es un líquido vivo. Sigue viviendo incluso cuando se derrama en el suelo del museo, al menos durante un tiempo.
Margo dio otro paso hacia la voz. Ya estaba muy cerca. Sacando fuerzas de flaqueza, hizo un movimiento desesperado, mezcla de salto y de arco con el cúter. La cuchilla tocó algo y lo cortó. Mientras retrocedía, oyó el ruido de alguien tropezando, y un murmullo de sorpresa.
Aguardó en la oscuridad, tensa, esperando haber seccionado una arteria.
–Bravo, Margo –dijo la voz susurrante–. Estoy impresionado. ¡Me has destrozado el abrigo!
Margo volvió a moverse alrededor de la voz, con la intención de repetir la cuchillada. Ahora el que estaba a la defensiva era él. Si conseguía herirlo, si lograba distraerlo, tendría tiempo de volver corriendo a la exposición, y en ese caso, si interponía una docena de salas entre ella y la maligna voz sin cuerpo, ya no podrían encontrarla en la oscuridad. Podría esperar a la siguiente ronda de los vigilantes.
Oyó una risa suave, entrecortada. Al parecer, a ella también la estaban rodeando.
–Margo, Margo, Margo… ¡No te habrás creído que me habías cortado a mí!
–O me dejas en paz o te mato –dijo ella, sorprendida por la calma de su voz.
–¡Qué agallas!
Sin perder ni un segundo, lanzó el bolso hacia la voz. Cuando oyó un choque, asestó una cuchillada relámpago que, por la resistencia con la que topó, la convenció de que esta vez había acertado.
–¡Vaya, vaya, otro buen truco! Eres mucho más temible de lo que pensaba. Ahora sí que me has cortado.
Justo cuando Margo se giraba para salir corriendo, sintió (más que oírlo) un movimiento brusco y se arrojó de lado, pero él le cogió la muñeca y, con un giro brutal que hizo crujir sus huesos, la obligó a soltar el cúter, que salió volando. Margo gritó, pero se resistió a pesar del dolor insoportable que le subía por el brazo. El hombre le retorció la muñeca por segunda vez, arrancándole otro grito. Ella dio una patada y un puñetazo con la mano libre, pero él la atrajo hacia sí con un gesto brusco y atroz que a punto estuvo de dejarla inconsciente, a causa del dolor de la muñeca rota. Era como tener un grillete de acero en el brazo. Sintió en la cara un aliento caliente que olía un poco a tierra mojada.
–Me has cortado –susurró él.
Le dio un empujón brutal, soltándola, y se apartó. Margo cayó de rodillas, y estuvo a punto de desmayarse de dolor. Pegando al cuerpo su muñeca rota, intentó ser lo más lúcida posible y deducir en qué punto de la oscuridad se había caído el cúter.
–Soy cruel –dijo la voz–, pero así y todo no te dejaré sufrir.
Otro movimiento rápido, como el revoloteo de un murciélago gigante sobre ella. Margo sintió un impacto punzante, bestial, en la espalda. Tendida en el suelo, comprendió con una extraña y creciente sensación de incredulidad que le habían clavado un cuchillo por detrás. Era un golpe mortal. Aun así, apoyó las manos en el suelo, intentando levantarse, y logró ponerse de rodillas por pura fuerza de voluntad. No sirvió de nada. Algo caliente corría por su brazo y goteaba en el suelo, mientras se cernía sobre ella otra clase de negrura. Lo último que oyó, pero muy lejos, como en sueños, fue una risa cáustica, final…