Margo hizo la última corrección en la página final de las pruebas de Museology y las apartó, diciéndose: «Debo de ser la única directora de revista del país que aún trabaja con papel». Suspiró y se apoyó en el respaldo para mirar el reloj: las dos en punto de la madrugada. Bostezó, se desperezó (arrancando un crujido de protesta a la vieja silla de roble) y se levantó.
Las oficinas de Museology estaban encajadas entre el cuarto y el quinto piso, justo debajo del alero, en una serie de despachos asfixiantes. De día entraba un poco de sol por una claraboya sucia, pero en ese momento la claraboya era un rectángulo negro, y la poca luz que había era la de una lámpara victoriana que, cual seta de hierro, brotaba de la mesa, no menos antigua.
Margo metió las pruebas corregidas en un sobre de papel manila y escribió una notita para el director de producción de la revista. Lo dejaría todo en la imprenta del museo cuando saliera. La revista estaría impresa a primera hora, y a mediodía repartirían pruebas al presidente del museo, al decano de ciencias, a Menzies y a los otros jefes de departamento.
De repente no lo vio tan claro, y tuvo un escalofrío involuntario. ¿Era su obligación montar esa cruzada? Le encantaba volver a trabajar en el museo. Se imaginaba haciéndolo toda la vida, y tan feliz. ¿Qué sentido tenía estropearlo?
Sacudió la cabeza. Ya era demasiado tarde. Además, tenía que hacerlo, y con el apoyo de Menzies parecía improbable que la echasen.
Bajó por la escalera metálica hasta el pasillo de la cuarta planta, un pasillo enorme con una longitud de cuatro manzanas (tenía fama de ser el pasillo horizontal más largo de toda Nueva York). Taconeando por el suelo de mármol, llegó al ascensor y apretó el botón de bajada, despertando una profunda vibración en las entrañas del edificio. Era el ruido de la cabina, que empezaba a subir. La puerta tardó aproximadamente un minuto en abrirse.
Entró y pulsó el botón de la primera planta, mientras admiraba la elegancia ajada del ascensor, con su reja del siglo XIX y su antiguo y nudoso revestimiento de arce, muy castigado por el tiempo y el uso. La cabina empezó a bajar entre crujidos y protestas, hasta que se detuvo con una sacudida, y las puertas volvieron a abrirse con estrépito. Las antiguas salas que cruzó le resultaban todas familiares: África, Aves Asiáticas, Conchas, el Nicho de los Trilobites… El aspecto de las vitrinas, con las luces apagadas y todo su contenido a oscuras, era siniestro.
Detuvo sus pasos en la oscuridad, y hubo un momento en el que amenazaron con volver recuerdos de otra noche, una noche terrorífica de hacía siete años. Sin embargo, se lo quitó de la cabeza y caminó más deprisa. Cuando llegó a la puerta sin letrero de la imprenta, deslizó las pruebas por la ranura, se giró y rehízo su camino por las galerías, pobladas tan solo por el eco.
Justo antes de bajar por la escalera de la primera planta, hizo otra pausa. El jefe tano le había dicho que si no había más remedio que exponer las máscaras sería necesario orientarlas de manera correcta. Cada una de las cuatro encarnaba el espíritu de un punto cardinal, y en consecuencia era esencial que mirasen las cuatro en la correspondiente dirección. Cualquier otro modo de organizarlas podía desencadenar el caos sobre el mundo. Al menos era lo que creían los tano, aunque lo más probable era que desencadenara más polémicas sobre el museo, algo que Margo deseaba impedir a toda costa. Ya le había transmitido la información a Ashton, pero estaba tan sobrecargado de trabajo, y se enfadaba por tan poca cosa, que Margo no confiaba mucho en que le hiciera caso.
En vez de bajar a la entrada de seguridad para empleados, giró a la izquierda, hacia la de la exposición «Imágenes sagradas». Tardó poco en llegar. La puerta estaba diseñada para parecerse a la de una antigua tumba hindú de estilo jemer, con un titánico combate de dioses y demonios esculpido en los dinteles de piedra. Un fuerte impulso dominaba la composición: Apsaras volando, figuras de Shiva bailando, dioses de treinta y dos brazos, demonios que vomitaban fuego, cobras de cabeza humana… Todo muy inquietante, tanto que Margo se paró y se preguntó si no sería mejor dejar para la mañana siguiente lo que venía a hacer. Pero no, por la mañana la sala volvería a ser un manicomio, y estaría Ashton, que le dificultaría la entrada (o se la prohibiría, a consecuencia del editorial).
Hizo un gesto de pesar con la cabeza. No podía rendirse a los demonios del pasado. Si daba media vuelta, habrían ganado sus temores.
Dio un paso e introdujo su tarjeta magnética en el lector contiguo a la puerta. Tras un suave clic de piezas de acero bien engrasadas, la luz de seguridad se puso verde. Margo empujó la puerta, entró y volvió a cerrarla con cuidado, comprobando que la luz volviera a estar roja.
No había nadie en el silencio de la sala, tenuemente iluminada por los focos exteriores. Las vitrinas estaban oscuras. Las dos era demasiado tarde, hasta para el comisario más trabajador. Olía a madera recién cortada, serrín y cola. La mayoría de las piezas ya estaban en su sitio, aparte de unas pocas todavía por montar. Se veían algunos carros de comisarios, cargados de objetos pendientes de distribuir. El suelo estaba sembrado de serrín, trozos de plexiglás y cables eléctricos. Margo miró a su alrededor, preguntándose cómo pensaban inaugurar la exposición en tres días, y se encogió de hombros, contenta de que no fuera su problema, sino el de Ashton.
Al cruzar la primera sala de la exposición, su inquietud no fue óbice para que se le despertara la curiosidad. En su última visita no se había fijado en nada, porque venía a hablar con Nora. Aunque quedaran tantos flecos, saltaba a la vista que la exposición sería un magnífico espectáculo. La sala era una reproducción de la cámara sepulcral de la reina egipcia Nefertari en el Valle de las Reinas de Luxor, pero en vez de representarla intacta, antes de su saqueo, los diseñadores habían reconstruido el aspecto de la tumba tal como debía de haber quedado justo después del paso de los profanadores: el enorme sarcófago de granito, roto en varios pedazos; los ataúdes internos, todos robados; y la momia a un lado con un agujero en el pecho, el que le habían hecho los saqueadores a fin de robar el escarabajo de oro y lapislázuli cuya proximidad al corazón constituía una promesa de vida eterna. Margo se detuvo a examinar la momia, protegida por un cristal: era la auténtica. La etiqueta la identificaba como la momia original de la reina, cedida en préstamo por el museo de El Cairo.
Siguió leyendo la etiqueta, olvidando su misión por un instante. Explicaba que el robo de la tumba se había producido poco después de que la reina fuera sepultada, y que los culpables eran los mismos sacerdotes que habían recibido la misión de protegerla. ¡Cómo temerían el poder de la difunta reina, que habían intentado destruirlo haciendo trizas sus objetos sepulcrales a fin de despojarlos de su poder sagrado! El resultado era que todo lo que no había sido robado estaba roto y disperso por el suelo.
Margo bajó la cabeza para cruzar un arco de piedra que estaba lleno de relieves esculpidos, y de repente se encontró en el subsuelo de Roma, dentro de las catacumbas de los primeros cristianos. Estaba en un pasillo muy estrecho, cortado en roca viva, con hornacinas y arcosolios que partían en diversas direcciones, y nichos con huesos en las paredes. Algunos de los nichos ostentaban torpes inscripciones en latín, así como cruces talladas y otras imágenes sagradas propias del cristianismo. Todo era de un naturalismo desasosegante, hasta las falsas ratas que corrían entre los huesos.
Ashton había buscado el sensacionalismo, pero Margo tuvo que reconocer que era eficaz. El éxito de público estaba más que asegurado.
Caminando deprisa, llegó a un espacio totalmente distinto que representaba la ceremonia japonesa del té. Consistía en un pulcro jardín, con sus plantas y piedras meticulosamente ordenadas. Después de las enrarecidas catacumbas, entrar en un espacio tan abierto y pulcro era un alivio. La sala de té era una imagen perfecta de pureza y sosiego: madera bruñida, mamparas de papel, incrustaciones de nácar y tatamis… Sin olvidar los sencillos accesorios de la ceremonia (la tetera de hierro, el cacillo y la servilleta de tela). Aun así, la sensación de vacío y la profundidad de las sombras hicieron que Margo volviera a ponerse nerviosa.
Pues nada, a hacer lo que venía a hacer y a irse.
Cruzó deprisa el salón de té y siguió internándose en la exposición, entre un desfile ecléctico de recreaciones: una oscura cabaña funeraria india, un hogan navajo lleno de pinturas de arena y un violento rito chamanístico Chukchi en que el chamán estaba literalmente encadenado al suelo para evitar que los demonios le robaran el alma.
Finalmente llegó a las cuatro máscaras de la Sociedad de la Gran Kiva. Estaban en el centro de la sala, dentro de una vitrina, sobre finas barras, orientadas cada una en una dirección. La pared de la sala, que era redonda, mostraba una magnífica representación pictórica del paisaje de Nuevo México. Cada máscara miraba hacia una de las cuatro montañas sagradas que rodeaban el país de los tano.
Al mirarlas, Margo quedó impresionada por enésima vez por su poder. Eran unas máscaras de una capacidad evocadora extraordinaria: severas, feroces, pero pletóricas al mismo tiempo de expresividad humana. Pese a sus casi ochocientos años de antigüedad, su abstracción formal les prestaba un aspecto moderno. Eran auténticas obras maestras.
Echó un vistazo a sus apuntes y se acercó al mapa más próximo para orientarse. Después rodeó la vitrina central para ver las cuatro máscaras, y quedó sorprendida al comprobar que su orientación era correcta en todos los casos. A pesar de sus amenazas, Ashton lo había hecho bien. Margo no tuvo más remedio que admitir que había montado una magnífica exposición.
Volvió a guardarse los apuntes en el bolso. El silencio y la penumbra empezaban a afectarla. Ya vería otro día el resto de la exposición, a pleno sol y con las salas llenas.
Justo cuando empezaba a volver por donde había venido, oyó un ruido muy fuerte en la sala de al lado, como si se hubiera caído un tablón.
Se pegó un susto de muerte. De repente le latía el corazón como un martillo. Transcurrió un minuto de silencio absoluto.
Cuando recuperó su pulso normal, se acercó al arco y asomó la cabeza a la penumbra de la siguiente sala. Era una reproducción de la Cueva de la Sala de las Manos, un ámbito inquietante con pinturas de los anasazi que databan de hacía mil años. Sin embargo no había nadie, y a juzgar por la cantidad de madera cortada que aún quedaba por el suelo el ruido respondía precisamente a eso, a un tablón apoyado en la pared que había acabado por caerse.
Respiró hondo. Había sido víctima de la influencia del silencio acechante y del lado fantasmagórico de la exposición. «No pienses en lo que pasó, que desde entonces el museo ha cambiado mucho y ya no tiene nada que ver con lo que era». Probablemente estuviera en el sitio más seguro de Nueva York. Desde la debacle de hacía siete años, habían mejorado la seguridad como mínimo media docena de veces, y el último sistema –que aún estaban terminando de instalar– era el mejor del mercado. En aquella sala no podía entrar nadie sin una tarjeta magnética especial, y el lector de tarjetas registraba la identidad de todas las personas que cruzaban la puerta, así como la hora de acceso.
Volvió a girarse para abandonar la exposición, mientras se defendía del silencio cantando en voz baja, pero antes de llegar al fondo de la sala volvió a frenar en seco al oír un ruido de madera. Esta vez procedía de la sala de delante.
–¿Hola? –Estaba todo tan silencioso que su voz resonó más de lo normal–. ¿Hay alguien?
No contestó nadie.
Concluyó que debía de ser el vigilante, que había tropezado con maderas sueltas durante su ronda. De noche, en otros tiempos, habían llegado a aparecer vigilantes borrachos, porque habían descubierto las cubas de alcohol etílico que guardaba el departamento de entomología. «Supongo que hay cosas que nunca cambian».
Reemprendió su camino por las salas oscuras, siempre en dirección a la salida. Iba deprisa, tranquilizada por el clic, clic de sus tacones en las baldosas.
De repente, con un ¡clac!, la exposición quedó sumida en las tinieblas.
Las luces de emergencia respondieron enseguida: varias hileras de fluorescentes que se encendieron uno a uno, parpadeando, zumbando y chisporroteando.
Margo hizo otro esfuerzo por calmar su corazón, que latía como loco. Estaba siendo tonta. No era la primera vez que la pillaba en el museo un apagón. El edificio era tan viejo que se iba la luz por cualquier tontería. No había absolutamente ningún motivo de preocupación.
Al dar el siguiente paso, volvió a oír un ruido de madera. Esta vez llegaba de la sala que acababa de cruzar. Casi parecía intencionado, como si alguien tratara de asustarla.
–¿Quién hay? –preguntó, girándose rabiosa.
Pero en la sala que tenía detrás (una cripta pintada de rojo donde se exponía la cruel parafernalia de una misa negra) no había nadie.
–Si es una broma, no me hace gracia.
Esperó, tensa como un muelle, pero no oyó nada.
Se preguntó si era una simple coincidencia, otra plancha caída por su propio peso como parte del asentamiento de la exposición tras un día de muchísimo ajetreo. Hurgó en su bolso buscando algo que pudiera servirle de arma, pero no encontró nada. Años atrás, a consecuencia del trauma de los asesinatos del museo, había adoptado la costumbre de llevar una pistola en el bolso, pero el hábito no había sobrevivido al cambio de trabajo (del museo a GeneDyne), y ahora se reprochaba haber bajado la guardia.
De repente vio un cúter al fondo de la sala, en una mesa de trabajo, y corrió a cogerlo. Cuando lo tuvo en la mano, lo levantó agresivamente y siguió caminando hacia la entrada.
Otro ruido, más fuerte que los otros, como si alguien hubiera tirado algo al suelo.
Margo se convenció de no estar sola en la exposición. Había alguien más, que pretendía asustarla. ¿Podía ser alguien contrario a su editorial, que quisiera vengarse intimidándola? Decidió preguntar a los responsables de seguridad si había entrado alguien más en la sala, e informarles de inmediato.
Ahora ya no caminaba, sino que corría. Después de cruzar la sala de té japonesa, oyó otro impacto justo cuando entraba en la tumba egipcia saqueada. Esta vez se apagaron las luces de emergencia, y la sala, que era ciega, quedó sumida en las tinieblas.
Se quedó muy quieta, poco menos que paralizada por una estremecedora sensación de dejà vu: acababa de acordarse de un momento similar, años atrás, en otra exposición, pero en el mismo museo.
–¿Quién es? –exclamó.
–No, nadie, yo –dijo una voz.