Veintinueve

Mientras Margo preparaba la cena en la cocina, Nora aprovechó para echar un vistazo a su piso, que la había sorprendido por sus dimensiones y por su elegancia. En una pared había un piano vertical con partituras de musicales de Broadway en el atril, junto a varios grabados zoológicos del siglo XIX con animales raros. En otra pared había una estantería llena de libros, y otra con una colección de objetos interesantes: monedas romanas, un frasco egipcio de perfume, una pequeña colección de huevos de pájaro, puntas de flecha, una vasija india, un trozo de madera retorcida y gastada por el mar, un cangrejo fosilizado, conchas, un par de cráneos de ave, algunos especímenes minerales, una pepita de oro… Todo un gabinete de curiosidades en miniatura. En la pared del fondo, Nora vio una alfombra navajo decorada en zigzag, de una calidad fuera de lo común.

Pensó que el conjunto revelaba algo sobre Margo: que era una persona más interesante de lo que parecía a simple vista. Y que tenía mucho más dinero de lo que había creído ella. El piso no era precisamente barato. ¡Y encima era de propiedad!

Oyó la voz de Margo en la cocina.

–Perdona que te haya dejado sola, Nora. Un minuto y salgo.

–¿Te ayudo?

–¡Qué va, tú relájate! ¿Blanco o tinto?

–Lo que bebas tú.

–Pues entonces blanco. Cenaremos pescado.

A Nora ya se le había hecho la boca agua con el olor que salía de la cocina, un aroma de salmón cocido en un court bouillon muy fino. Margo salió al cabo de un rato con un pescado precioso en una bandeja, adornado con eneldo y rodajas de limón. Lo dejó en la mesa y volvió a la cocina. Después trajo una botella de vino blanco frío y, tras llenar las dos copas (primero la de Nora), se sentó.

–¡Vaya cena! –dijo Nora, impresionada por el plato, pero también por el hecho de que Margo se hubiera esforzado tanto.

–Bueno, es que he pensado que con Bill de viaje, y faltando tan poco para la inauguración, podía apetecerte un descansito.

–La verdad es que sí, pero no esperaba tanto.

–Qué va, con lo que me gusta cocinar y con las pocas oportunidades que me salen… Es como con los hombres. Parece que nunca tenga tiempo de conocer a ninguno. –Margo se sentó con una sonrisa irónica, y se apartó la media melena castaña de la cara con un gesto rápido–. ¿Qué, qué tal la exposición?

–Es la primera vez en toda una semana que salgo del museo antes de medianoche.

-¡Uy!

–Estamos apurando al máximo. Yo no es que lo vea muy claro, pero los que tienen experiencia en estas cosas dicen que al final siempre se acaba a tiempo.

–¡Qué me vas a contar! De hecho yo esta noche tengo que volver al museo.

–¿En serio?

Margo asintió con la cabeza.

–Para entregar las pruebas del próximo número de Museology.

–¡Caray! Entonces no deberías estar perdiendo el tiempo en hacerme la cena, Margo.

–Pero ¡qué dices! Tenía que salir del antro ese, aunque solo fuera un par de horas. Te aseguro que el placer es mutuo.

Cortó un trozo de salmón y lo sirvió en el plato de Nora.

Después de servirse a sí misma, añadió unos espárragos al punto y un poco de arroz salvaje.

Mientras veía repartir la comida, Nora se preguntó cómo podía haberse equivocado tanto sobre Margo. No podía negarse que en sus primeros encuentros había estado crispada y a la defensiva, pero fuera del museo parecía otra persona, de una sorprendente magnanimidad. Lo estaba poniendo todo de su parte para redimirse del feo comentario de la reunión. No contenta con las disculpas genéricas que ya le había pedido, ahora la invitaba a cenar a su casa.

–Ah, oye, quería decirte que pienso seguir con el editorial. Puede que sea una causa perdida, pero me dice el corazón que es mi deber.

Nora la admiró. Era un paso valeroso, incluso con el apoyo de Menzies. Ella también se había enfrentado a la administración del museo, y no podía decirse que fuera fácil, porque algunos de sus miembros eran el colmo de lo vengativo.

–Muy valiente por tu parte.

–Bueno, no sé. Más que valiente, la verdad es que es una estupidez, pero como dije que lo haría ahora me siento obligada, aunque el consejo ya haya decidido en contra.

–Y encima es tu primer número.

–Primero y puede que último.

–Pues yo mantengo lo que dije: aunque no estemos de acuerdo, respaldo tu derecho a publicar. Cuenta conmigo. Creo que en el departamento estarían todos de acuerdo, con la posible excepción de Ashton.

Margo sonrió.

–Ya lo sé, y te lo agradezco, Nora.

Nora bebió un poco de vino y miró la etiqueta: un Vermentino de los buenos. Desde hacía uno o dos años, Bill (que en cuestiones enológicas era un esnob inveterado) le había enseñado mucho.

–Este museo no se lo pone fácil a las mujeres –dijo–. La situación ha mejorado mucho, pero siguen faltando decanas y muchas jefas de departamento. Y si te fijas en el consejo de administración… Casi todos son abogados y banqueros de inversiones con ambiciones sociales. Los dos tercios son hombres, y en el fondo no les interesa demasiado ni la ciencia ni la educación pública.

–Desanima un poco que un museo de esta categoría no pueda dar mejor ejemplo.

–Así está el mundo.

Nora probó un poco de salmón y lo encontró bueno, de los mejores que había comido.

–Oye, Nora, ¿tú y Bill cómo os conocisteis? Yo, en el museo, cuando estaba escribiendo la tesina, y no me pareció de los que se casan. La verdad es que le cogí cariño, con todos los peros que se le pudieran poner, pero nunca se lo demostré. ¡Menudo elemento!

–¿Cariño? A mí, cuando lo conocí, me pareció el gilipollas mayor del reino. –El recuerdo hizo sonreír a Nora–. Iba en una limusina, firmando libros en una ciudad de mala muerte de Arizona que se llamaba Page.

Margo se rió.

–Me lo imagino. Es curioso, porque a primera vista tiende a caer mal, pero luego te das cuenta de que tiene un corazón de oro… y una valentía de león.

Nora asintió despacio, un poco sorprendida por la perspicacia de Margo.

–Yo la verdad es que tardé un poco en darme cuenta de lo que había detrás de su pose de reportero intrépido. Bill y yo somos muy diferentes, pero creo que eso es bueno para un matrimonio. No aguantaría estar casada con alguien como yo. Soy demasiado mandona.

–Yo también –dijo Margo–. ¿Qué hacías en Page?

–Es una larga historia. Dirigía una expedición arqueológica en los cañones de Utah, y teníamos el cuartel general en Page.

–Parece fascinante.

–Lo era. Al final, demasiado. Luego entré a trabajar en el museo Lloyd.

–¿En serio? ¿O sea, que estabas cuando fracasó?

–En el fondo ya había fracasado antes de la inauguración. Se supone que a Palmer Lloyd se le fue la olla. Pero yo para entonces había quemado todas mis naves, y el resultado es que volví a quedarme en el paro. Por eso entré aquí.

–Bueno, lo que perdió el Lloyd lo ganamos nosotros.

–Te refieres a la sala de diamantes –dijo Nora en broma.

Al frustrarse los planes de inauguración del museo Lloyd, el de Historia Natural de Nueva York había entrado rápidamente en liza y, gracias a un donativo astronómico por parte de un patrocinador millonario, había comprado la colección de diamantes de Palmer Lloyd, de relevancia mundial, para incorporarla a su sección de piedras preciosas.

Margo se rió.

–No digas tonterías. Me refería a ti.

Nora bebió un poco más de vino.

–¿Y tú, Margo? ¿De dónde sales?

–Yo ya había trabajado aquí antes de doctorarme en etnofarmacología. Fue durante la época de los asesinatos del museo, los que salían en la primera novela de Bill. ¿La has leído?

–¿Me lo preguntas en serio? Uno de los prerrequisitos de salir con Bill fue leerme todos sus libros. No es que me lo pidiera de manera explícita, pero la lluvia de indirectas fue de antología.

Margo se rió.

–Por lo que leí –dijo Nora–, tuvisteis aventuras bastante alucinantes.

–Pues sí. ¿Quién ha dicho que la ciencia es aburrida?

–¿Por qué volviste al museo?

–Después de doctorarme entré a trabajar en el grupo farmacéutico GeneDyne, más que nada para darle una alegría a mi madre, que se moría de ganas de meterme en el negocio familiar, a lo que yo me negaba rotundamente. Entrar en GeneDyne y ganar un sueldazo en una gran empresa fue como echarle un hueso. Pobre mamá… Siempre decía que no entendía que quisiera pasarme la vida estudiando a gente con huesos clavados en la nariz. Bueno, el caso es que daba gusto ganar tanto dinero, pero que yo no estoy hecha para el mundo empresarial. Supongo que no sé trabajar en equipo, o que no doy la talla como lameculos. Un día me llamó por teléfono Hugo Menzies, que sabía que ya había trabajado en el museo y conocía mis artículos de investigación sobre medicina tradicional khoisan para GeneDyne, y me preguntó si veía alguna posibilidad de volver. Acababa de quedar vacante la dirección de Museology. Me propuso que me presentase… y nada, aquí estoy. –Señaló el plato de Nora–. ¿Quieres un poco más?

–Bueno, no digo que no.

Margo le puso otro trozo de salmón. Ella también repitió.

–Supongo que no te has enterado de lo de la comitiva tano –dijo, mirando el plato.

Nora levantó bruscamente la cabeza.

–No.

–El museo está intentando mantenerlo en secreto con la esperanza de que quede en agua de borrajas, pero creo que tú, como una de las comisarias de la exposición, deberías saberlo. Los tano han montado una especie de caravana de protesta desde Nuevo México hasta Nueva York para solicitar que les devuelvan las máscaras. Piensan plantarse delante del museo la noche de la inauguración y ponerse a bailar y cantar mientras reparten folletos.

–Oh, no… –gimió Nora.

–He tenido ocasión de hablar con el jefe del grupo, una autoridad religiosa, y estuvo muy simpático, pero también muy firme sobre el qué y el porqué de lo que hacen. Los tano creen que hay un espíritu dentro de cada máscara, y quieren aplacarlo. Quieren que sepan que no se han olvidado de ellos.

–Pero ¿la misma noche de la inauguración? Será un desastre.

–Son sinceros –dijo Margo con ponderación.

Nora la miró. Tenía la réplica en la punta de la lengua, pero se ablandó.

–Supongo que tienes razón.

–Intenté disuadirlos, en serio; pero bueno, solo te lo comento porque me ha parecido que podía interesarte el chivatazo.

–Gracias. –Nora pensó un poco–. A Ashton le dará el telele.

–No sé ni cómo puedes trabajar con él. ¡Qué tío más gilipollas!

Nora quedó tan sorprendida por la franqueza de Margo que se le escapó una carcajada. Por otro lado, tenía toda la razón.

–Deberías verlo estos últimos días. No para ni un momento de correr de punta a punta de la exposición pegando gritos, gesticulando y sacudiendo los pellejos que le cuelgan de los antebrazos.

–¡Para, que prefiero no imaginármelo!

–Luego llega Menzies, dice algo en voz baja por aquí, hace un gesto por allá y consigue más resultados en cinco minutos que Ashton en toda la mañana.

–Eso sí que es una lección de cómo se dirige. –Margo señaló la copa de Nora–. ¿Otra?

–Sí, por favor.

Llenó las dos y levantó la suya.

–Lástima que a las mujeres no nos sirva de nada la estrategia de Menzies de no levantar la voz. Bueno, Nora, por las dos: por la caña que damos en ese antro de fósiles.

Nora se rió.

–Eso sí que se merece un brindis.

E hicieron chocar las copas.