Veintiocho

Una enfermera –alta, delgada y arrugada, con vestido negro y zapatos y medias blancas: un personaje digno de la familia Addams– asomó la cabeza por la puerta de caoba.

–Ya puede pasar a ver al director, señor Jones.

Smithback, que esperaba –algo impaciente ya– en un largo pasillo de la primera planta de River Oaks, sufrió tal sobresalto que el antimacasar de su sillón estuvo a punto de salir volando.

–Gracias –dijo con prontitud, mientras volvía a alisarlo.

–Por aquí.

La enfermera lo invitó a cruzar la puerta y lo condujo por otro de los pasillos de la mansión, tan interminable, recargado y poco iluminado como los demás.

Concertar una cita con el director había sido sorprendentemente arduo. Por lo visto era frecuente que los «huéspedes» exigieran ser recibidos por el doctor Tisander, casi siempre para explicarle que las paredes les susurraban en francés, o para exigir que dejara de transmitirles órdenes cerebrales. El hecho de que Smithback no hubiera querido desvelar la razón de su visita aún había dificultado más las cosas, pero lo había resuelto a base de insistencia. La cena con Throckmorton, y el subsiguiente paseo por el caserón –entre miradas de reojo a los muñecos de cera que se arrastraban con la mirada perdida, y a los fósiles de aspecto fúnebre presentes en la biblioteca y los diversos salones– habían colmado el vaso. Estaba muy bien que Pendergast se preocupara por él, pero la idea de otro día –u otra noche– en aquel mausoleo espeluznante superaba el aguante de Smithback.

Lo tenía todo pensado: buscar un hotel en Jersey City, ir a trabajar en cercanías y no acercarse a Nora hasta que hubiera pasado todo. Sabía cuidarse solo. Así se lo haría saber al director. A fin de cuentas, no podían retenerlo en contra de su voluntad.

Caminó tras la figura diminuta de la enfermera, entre una sucesión de puertas cerradas con números estampados en pan de oro. En algún momento se le colocaron detrás dos auxiliares muy fornidos. Al fondo del pasillo había una puerta de especial empaque, con una sola palabra: «Director». La enfermera llamó, se apartó y le hizo señas de que entrara.

Smithback le dio las gracias, y al cruzar la puerta se encontró con una suite muy elegante, revestida de madera oscura e iluminada con apliques. La chimenea, de mármol esculpido, estaba encendida, y las paredes, adornadas con grabados de deporte. Un mirador dominaba la pared del fondo de la sala principal, con vistas al paisaje invernal. No había estanterías, ni nada que indicase que era el despacho del director de una clínica, aunque al mirar por una de las dos puertas laterales de la suite Smithback vio algo parecido a una biblioteca médica.

Presidía la sala un enorme escritorio cubierto de cristal, con patas macizas en forma de garras de águila. Era donde estaba sentado el doctor Tisander, ocupado en escribir con una pluma. Levantó fugazmente la cabeza y sonrió con efusión a Smithback.

–Me alegro de verte, Edward. Siéntate.

Smithback se sentó. Durante cerca de un minuto no se oyó nada excepto los chasquidos del fuego, y la pluma rascando el papel. Al final Tisander la dejó en su soporte, aplicó un secante a lo que había escrito y apartó el papel. Apoyado en el respaldo de su silla de cuero, de diseño muy macizo, obsequió a Smithback con una sonrisa confidencial y le prestó toda su atención.

–Bueno, ya está. Cuéntame qué te pasa, Edward. ¿Te adaptas bien al ritmo de vida de River Oaks?

Su voz era grave y meliflua. Los años habían suavizado sus facciones de hombre bondadoso. Tenía una frente abombada, dominada por una mata de pelo blanco como de león que desafiaba la gravedad y recordaba la de Einstein.

Smithback advirtió que los dos auxiliares estaban detrás de él, en la pared.

–¿Te apetece algo de beber? ¿Un agua con gas? ¿Un refresco light?

–No, gracias. –Se refirió a los auxiliares con un gesto–. ¿Tienen que estar aquí?

Tisander sonrió comprensivo.

–Por desgracia es una de las normas de la casa. Ser el director de River Oaks no significa estar por encima de ellas.

–Bueno, si está seguro de que son de fiar y no dirán nada…

–Merecen toda mi confianza.

Tisander lo animó a hablar con un gesto de la cabeza. Smithback se inclinó.

–Supongo que está al corriente de quién soy y qué hago aquí.

–Por supuesto.

Las sabias facciones del director se iluminaron con una sonrisa llena de calidez y de solicitud.

–Acepté venir para estar fuera de peligro, protegido, pero debo decirle que he cambiado de idea, doctor Tisander. No sé cuánto sabe sobre el asesino que supuestamente me persigue, pero la cuestión es que ya sé cuidarme solo, y que no necesito quedarme aquí más tiempo.

–Ya.

–Debo reincorporarme a mi trabajo en Nueva York, en el Times.

–¿Porqué?

Al ver tan receptivo a Tisander, Smithback se animó.

–Es que estaba trabajando en una noticia importantísima, y si no vuelvo se la darán a otro reportero, cosa que no me puedo permitir. Es toda mi carrera. Me juego mucho.

–Cuéntame algo sobre la noticia en la que estabas trabajando.

–El asesinato de Duchamp. ¿Le suena?

–Cuéntamelo.

–Un asesino colgó a un artista que se llamaba Duchamp por la ventana de un rascacielos, y lo dejó caer por el techo de cristal de un restaurante. Es de esas noticias bomba que no salen cada día.

–¿Por qué lo dices?

–Por la extravagancia del método, por el estatus de la víctima, por el hecho de que el asesino no dejara ningún rastro (al menos que se sepa)… Es un notición al que no puedo renunciar.

–¿Podrías concretar un poco más?

–Lo importante no son los detalles. Lo importante es que tengo que irme.

–Los detalles siempre son importantes.

Los ánimos de Smithback empezaban a flaquear.

–No se trata solo del trabajo. También está Nora, mi mujer; se cree que me he ido de incógnito a Atlantic City para investigar otra noticia, pero me imagino que estará preocupada. Si pudiera salir y llamarla, aunque fuera para decirle que estoy bien… Nos casamos hace pocos meses. Seguro que me entiende.

–No lo dudes.

El director le escuchaba con la máxima atención y receptividad.

Smithback volvió a animarse.

–A mí no me preocupa que pueda estarme persiguiendo un asesino. Sé cuidarme. No necesito quedarme aquí más tiempo, fingiendo que estoy mal de la cabeza.

El doctor Tisander volvió a asentir.

–Bueno, pues eso, que aunque me trajeran con las mejores intenciones la cuestión es que no puedo quedarme ni un momento más. –Smithback se levantó–. ¿Tendría la amabilidad de pedir un coche? Seguro que los gastos los pagará el agente Pendergast. Si no, le enviaré un cheque en cuanto llegue a Nueva York. De camino hacia aquí, Pendergast se quedó con mi cartera y mis tarjetas de crédito.

Se quedó de pie.

Tras unos instantes de silencio, el director se inclinó muy despacio, apoyó los brazos en la mesa y entrelazó los dedos.

–Mira, Edward –empezó a decir con calma y amabilidad–, ya sabes que…

–Y no me llame Edward –lo interrumpió Smithback, ligeramente irritado–, que me llamo Smithback, William Smithback.

–Déjame seguir, por favor. –Una pausa y otra sonrisa comprensiva–. Lo siento, pero no puedo acceder a tu petición.

–No es ninguna petición. Es una exigencia. Le estoy diciendo que me voy. No puede retenerme en contra de mi voluntad.

Tisander carraspeó pacientemente.

–Te han puesto en nuestras manos. Es lo que consta en los documentos que firmó tu familia. Has sido ingresado para una temporada de observación y tratamiento. Queremos ayudarte, pero necesitamos tiempo.

Smithback miró al director con incredulidad.

–Perdone, doctor Tisander, pero ¿no cree que podríamos prescindir de la coartada?

–¿A qué coartada te refieres, Edward?

–¡Que no me llamo Edward! Anda que… Ya sé qué le dijeron, y no hace falta seguir disimulando. Tengo que volver a mi trabajo, mi mujer, mi vida… Ya le he dicho que no me preocupa ningún asesino. Me marcho. Adiós.

La sonrisa bondadosa y paciente del doctor Tisander se mantuvo incólume.

–Estás aquí por una enfermedad, Edward. Lo que acabas de contarme de un trabajo en el New York Times, de una coartada, de que te persigue un asesino… Es la razón de que queramos ayudarte.

–¿Qué? –resopló Smithback.

–Repito que sabemos mucho sobre ti. Tengo un expediente como de medio metro. La única manera de que te mejores es aceptar la verdad y renunciar a todas estas fantasías, a ese mundo ficticio en el que vives. Tú nunca has trabajado, ni en el Times ni en ningún sitio. Tampoco estás casado, ni te persigue un asesino.

Smithback se hundió despacio en la silla, agarrándose a los brazos para no caerse, mientras subía por su cuerpo un frío gélido. Se acordó de lo que había dicho Pendergast durante el viaje en coche desde Nueva York, y descubrió otro sentido a sus palabras, un sentido que no auguraba nada bueno: «El director está al corriente de todo, y tiene toda la documentación». Se dio cuenta de que a pesar de lo que había supuesto –y de lo que había dado a entender el propio agente– el director no sabía nada del engaño. La «documentación» debían de ser trámites legales de tutelaje. De repente contempló en todo su alcance el plan de Pendergast. Aunque quisiera, no podía irse. Y todo lo que acababa de decir –sus protestas, sus negativas, lo del asesino– solo servía para confirmar lo que había leído el director en su expediente: que tenía ideas delirantes. Tragó saliva y adoptó el tono más sensato y cuerdo que pudo.

–Déjeme que se lo explique, doctor Tisander. ¿Se acuerda de la persona que me trajo, del agente especial Pendergast? Pues me dio una falsa identidad y me metió aquí dentro para protegerme de un asesino. Los papeles son falsos. Es todo un truco. Si no me cree, telefonee al New York Times y pídales un fax con mi foto y una descripción. Comprobará que soy William Smithback. Edward Jones no existe.

Se calló al darse cuenta de lo descabellado que debía de sonar. El doctor Tisander todavía le escuchaba atentamente, con una sonrisa en los labios, pero Smithback leyó algo más en su expresión: un matiz de compasión, mezclado con una dosis del alivio que sienten los cuerdos en presencia de los locos. Seguro que era la misma expresión con que había mirado él a Throckmorton durante la cena, cuando lo de la cita con Dios.

Volvió a empezar.

–Mire, seguro que me conoce y que ha leído alguno de mis libros. He escrito tres best sellers: El ídolo perdido, El relicario y La ciudad sagrada. Si los tienen en la biblioteca, puede comprobarlo ahora mismo. Sale mi foto en la contraportada de los tres.

–Ah, pero ¿ahora también escribes best sellers? –El doctor Tisander permitió que se ensanchara un poco su sonrisa–. No es un género del que estemos muy surtidos en nuestra biblioteca. Se trata de libros escritos para el mínimo común denominador de los lectores, pero lo peor es que sobreexcitan a nuestros huéspedes.

Smithback tragó saliva y se esforzó por dar una imagen de cordura y sensatez.

–Doctor Tisander, ya sé que debo de sonarle como un loco, pero si me deja hacer una llamada por el teléfono de la mesa, solo una, le demostraré que no lo estoy. Hablaré con mi mujer o con mi director del Times, y alguno de los dos le confirmará inmediatamente que soy Bill Smithback. Solo una llamada. Es lo único que pido.

–Gracias, Edward –dijo Tisander, levantándose–. Ya veo que tienes mucho que contarle a tu psicólogo en la próxima sesión. Yo tengo que seguir trabajando.

–¡Le he dicho que llame! –dijo Smithback, perdiendo los estribos, mientras se levantaba y se lanzaba hacia el teléfono.

Tisander retrocedió con sorprendente rapidez. Smithback sintió que los dos auxiliares le cogían los brazos por detrás.

Se resistió.

–¡No estoy loco! ¿No ves que estoy tan cuerdo como tú, so cretino? ¡Llama de una puta vez!

–Cuando hayas vuelto a tu cuarto te encontrarás mejor, Edward –dijo el director, recompuesto y apoyado en el respaldo–. Dentro de poco volveremos a hablar. No te desanimes, por favor. Siempre es difícil acostumbrarse a una nueva situación, pero quiero que sepas que nuestra intención es ayudarte.

–¡No! –exclamó Smithback–. ¡Esto es absurdo! ¡Es una farsa! ¡No me lo pueden hacer…!

Y así, entre gritos de protesta, suavemente pero con firmeza, se lo llevaron del despacho.