Alguien dio unos golpecitos en el cristal de la puerta del despacho. Laura Hayward, absorta en la pantalla de su ordenador, se irguió sorprendida, y hubo un momento absurdo en que pensó que podía ser D'Agosta, que venía con la maleta en la mano a proponerle que volvieran a casa, pero solo era la mujer de la limpieza, una guatemalteca con fregona y cubo que la saludó con la cabeza, sonriendo.
–¿Yo puedo limpiar? –preguntó.
–Sí, sí.
Hayward se apartó rodando de la mesa para dejarle coger la papelera. Miró el reloj de la pared: casi las dos y media de la madrugada. Y pensar que había querido acostarse temprano… De repente descubría mil cosas que solucionar. Cualquier excusa era buena para no volver a su piso vacío.
Esperó a que se hubiera ido la mujer de la limpieza para acercarse otra vez al terminal y consultar de nuevo la base de datos nacional. En realidad era un simple trámite, porque de momento ya tenía lo que necesitaba.
Al cabo de un rato regresó a la mesa. Si de costumbre ya estaba desordenada, ahora era una selva de listados de ordenador, carpetas, fotos del departamento de pruebas, CD-roms, faxes y fichas, el resultado de su búsqueda de homicidios recientes sin resolver que cumplieran determinados requisitos. Los papeles formaban vagamente una pila. En una esquina de la mesa había otra pila más pulcra y mucho menos gruesa, compuesta por solo tres carpetas. Todas tenían una etiqueta con un nombre: Duchamp. Decker. Hamilton. Tres conocidos de Pendergast. Tres muertos.
Duchamp y Decker: por un lado un amigo de Pendergast, y por el otro un colega. ¿Podía ser una casualidad que hubieran sido asesinados con pocos días de diferencia?
Pendergast había desaparecido en Italia. Lo había hecho, según D'Agosta, en circunstancias tan extrañas que desafiaban la credulidad. No había testigos de su muerte. Tampoco cadáver, ni pruebas. Siete semanas más tarde, tres conocidos del agente morían de forma sucesiva y brutal. La capitana miró las tres carpetas. No podía descartar que hubiera otras víctimas, cuya relación con Pendergast aún desconociera. De todos modos, tres ya eran como para preocuparse.
¿Qué demonios estaba pasando?
Se quedó sentada, dando golpecitos nerviosos al fajo de carpetas. Al cabo de un momento sacó la que llevaba la etiqueta «Hamilton», la abrió, cogió el teléfono e hizo una llamada interurbana.
El teléfono sonó siete veces. Ocho. Nueve. Al final lo cogieron, pero el silencio se alargó tanto que pensó que habían colgado. De repente oyó una respiración pesada, seguida por una voz pastosa, de sueño.
–Más vale que se esté muriendo alguien.
–¿Teniente Carson? Soy la capitana Hayward, de la policía de Nueva York.
–Por mí como si es el Hombre Araña. ¿Sabe qué hora es en Nueva Orleans?
–Una menos que en Nueva York. Perdone que llame tan tarde, pero es importante. Tengo que hacerle unas preguntas sobre uno de sus casos.
–Y ¿no podía esperar hasta mañana? Anda que…
–Se trata del asesinato de Hamilton; Torrance Hamilton, el profesor.
Un largo suspiro de exasperación.
–¿Qué pasa?
–¿Tienen algún sospechoso?
–No.
–¿Alguna pista?
–No.
–¿Pruebas?
–Casi ninguna.
–¿Cuáles, exactamente?
–Tenemos el veneno que lo mató.
Hayward se irguió en la silla.
–Descríbamelo.
–Es de los más agresivos: una neurotoxina parecida a la que se encuentra en algunas arañas. La diferencia es que en este caso es sintética, y muy concentrada. Un veneno de diseño. Nuestros químicos estaban emocionados.
Hayward aguantó el auricular con la barbilla y empezó a escribir en el teclado.
–¿Efectos?
–Provoca hemorragia cerebral, demencia repentina, ataques epilépticos graves y al final la muerte. Se quedaría alucinada de lo que he aprendido de medicina con este caso. Hamilton estaba dando clase en la universidad del estado de Louisiana, y se murió delante de todos sus alumnos.
–Pues debió de ser un espectáculo.
–Más bien.
–¿Cómo aislaron el veneno?
–No hizo falta. El asesino tuvo la amabilidad de dejarnos una muestra. En la mesa de Hamilton.
Hayward dejó de teclear.
-¿Qué?
–Parece que entró en el despacho provisional de Hamilton con toda la jeta del mundo y que la dejó sobre la mesa justo cuando el profe daba la última clase de su vida. Media hora antes le había puesto un chorro en el café, o sea, que ya llevaba un rato rondando por la facultad. El veneno lo dejó a la vista de todos, como si fuera una especie de mensaje. O una manera de provocar a la policía.
–¿Sospechosos?
–Ninguno. Esa mañana nadie vio que entrara ni saliera nadie del despacho de Hamilton.
–¿Se ha hecho pública la información? Me refiero al veneno.
–Sí, que era veneno, pero el tipo no.
–¿Hay alguna otra prueba? ¿Huellas dactilares, de zapatos…?
–Bueno, lo típico: se llevan la hostia de chorradas para analizarlas, pero casi todas son irrelevantes. La única excepción podría ser un pelo humano arrancado poco antes de raíz. Hemos podido analizar el ADN y no coincide ni con el de Hamilton ni con el de su secretaría o cualquier otra persona asidua del despacho. Era de un color un poco raro. La secretaría dijo que entre los visitantes recientes del despacho no le sonaba ninguno con ese tono de pelo.
–¿Cómo era?
–Muy rubio, casi blanco.
De repente Hayward sintió que se le aceleraba el pulso.
–¿Oiga? ¿Me oye?
–Sí, estoy aquí –dijo–. ¿Podría enviarme la lista de pruebas y los datos del ADN por fax?
–Eso está hecho.
–Llamaré a primera hora a la comisaría para dejarle mi número de fax.
–Vale.
–Ah, otra cosa: supongo que está investigando el pasado de Hamilton, sus conocidos y todo eso.
–Claro.
–¿Le ha salido el apellido Pendergast?
–Pues la verdad es que no. ¿Por qué? ¿Es una pista?
–Interprételo como quiera.
–Bueno, vale, pero hágame un favor: la próxima vez que llame, que sea de día. Despierto soy mucho más simpático.
–Ya lo ha sido, teniente.
–Es que soy del sur. Será genético.
Hayward dejó el auricular en su soporte y se pasó varios minutos (quizá hasta diez) mirándolo inmóvil. Luego, con gran lentitud, guardó la carpeta donde ponía «Hamilton», sacó la que llevaba la etiqueta «Decker», volvió a coger el teléfono y empezó a marcar un número.