La capitana Laura Hayward estaba sentada en una silla de plástico del laboratorio del undécimo piso de la jefatura de policía, haciendo un esfuerzo consciente por no mirar su reloj. Archibald Quince, jefe de la unidad de análisis de fibras, seguía perorando sin dejar de caminar junto a una mesa totalmente cubierta de pruebas. A veces juntaba las manos en la espalda de su bata blanca de laboratorio, y al momento siguiente las usaba para gesticular. Mucho ruido y pocas nueces, mucho repetir y divagar, pero al final se reducía todo a un dato muy fácil de captar: que no tenía ni pajolera idea.
Quince, alto y huesudo, con un cuerpo todo ángulos y codos, se giró hacia ella a medio paso.
–Resumiré, con su permiso.
«Menos mal», pensó Hayward. Por fin una luz al final del túnel.
–De las fibras que se encontraron, solo unas pocas no correspondían al lugar del crimen. Algunas estaban metidas en las cuerdas que sirvieron para atar a la víctima. Otra apareció en el sofá donde fue colocada perimórtem esta última. No es abusivo deducir que se produjo un intercambio de fibras entre el asesino y el lugar del crimen. ¿Correcto?
–Correcto.
–Teniendo en cuenta que todas las fibras eran iguales (en longitud, composición, método de trenzado, etcétera), también podemos deducir que se trata de transferencias de fibras primarias, no secundarias. Dicho de otro modo, son fibras de la propia ropa del asesino, no fibras que estaban en su ropa por la razón que fuera.
Hayward asintió con la cabeza, haciendo un esfuerzo de atención. Desde que había llegado a trabajar, tenía una sensación rarísima, como de estar flotando a poca distancia de su cuerpo. No sabía si era debido al cansancio o al shock de la brusca e inesperada despedida de Vincent D'Agosta. Le habría gustado poder enfadarse, pero por alguna razón no podía. Solo podía estar triste. Se preguntó dónde estaba y qué hacía D'Agosta. También se hizo otra pregunta, la fundamental: cómo podía parecerle que algo tan bueno de repente era malo.
–¿Capitana?
Levantó rápidamente la cabeza al darse cuenta de que le habían preguntado algo.
–¿Perdón?
–He dicho que si quiere ver una muestra.
Se levantó.
–Con mucho gusto.
–Se trata de una fibra animal extremadamente fina, que yo nunca había visto. La hemos identificado como un tipo muy poco frecuente de cachemir mezclado con un pequeño porcentaje de merino. Muy caro, carísimo. Observará que ambos tipos de fibra fueron teñidos de negro previamente al trenzado. Compruébelo usted misma.
Quince se apartó, señalando el microscopio estereoscópico que había al lado de la mesa de laboratorio.
Hayward se acercó y miró por el binocular. Había media docena de filamentos negros muy delgados sobre un fondo claro. Eran lisos, brillantes y muy regulares.
«Muy caro, carísimo». En espera de que los de psicología le entregaran el perfil, ya había algunas cosas muy claras sobre el asesino, un hombre –o mujer– de gran refinamiento, inteligencia y recursos económicos.
–El tinte también se ha resistido a la identificación. Está compuesto de un pigmento vegetal natural, no de productos químicos sintéticos, pero aún no sabemos cuál es el agente colorante. No figura en ninguna de las bases de datos que he consultado. Lo más parecido que hemos encontrado es una baya poco común que crece en las laderas del Tíbet, y que usan las tribus y los sherpas del lugar.
Hayward se apartó del microscopio, y mientras escuchaba tuvo un ligero escalofrío de reconocimiento. Su intuición casi nunca fallaba. Normalmente, ese hormigueo era señal de que habían encajado dos piezas de un puzzle, pero de momento no se le ocurría qué piezas podían ser. Probablemente aún estuviera más cansada de lo que pensaba. Decidió irse a casa, cenar algo ligero e intentar dormir.
–Pese a su delgadez, las fibras presentan un trenzado muy sólido –dijo Quince–. ¿Sabe qué significa?
–¿Que proceden de una prenda muy blanda y cómoda?
–Sí, pero no es esa la cuestión, sino que las prendas de esas características no se desgarran fácilmente. Eso explica que haya tan pocas fibras.
–Y podría ser la prueba de que hubo un forcejeo.
–Sí, también lo he pensado. –Quince frunció el entrecejo–. Normalmente, la rareza de una tela es un dato importante para el analista de fibras. Sirve para identificar al sospechoso, pero en este caso es tan poco común que el resultado es justo lo contrario: que no aparece en ninguna base de datos de fibras textiles. También hay otra cosa rara: la edad de la fibra.
–¿Cuáles?
–Según nuestros análisis, la tela se tejió hace como mínimo veinte años. De lo que no tenemos pruebas es de que la prenda en sí también sea vieja. Las fibras no están gastadas. No se aprecia la pérdida de color ni el deterioro que cabría esperar tras varios años de uso y de tintorería. Es como si la tela hubiera salido ayer mismo de la tienda.
Quince se calló. Ya era hora. Abrió las palmas con un gesto como de súplica.
–¿Y? –preguntó ella.
–Pues eso. Ya le he dicho que ninguna de nuestras investigaciones ha dado resultado. Hemos buscado en todas partes: fábricas textiles, fabricantes de ropa… Todo, dentro y fuera de nuestras fronteras, y pasa lo mismo que en el caso de la cuerda: teniendo en cuenta lo poco que nos dice, es como si la tela se hubiera fabricado en la luna.
¿«Lo poco que nos dice»?
–Perdone, pero con eso no podemos conformarnos. –El tono de la capitana se volvió un poco agresivo a causa del cansancio y la impaciencia–. En este caso, doctor Quince, disponemos de muy pocas pruebas, y estas fibras están entre las más importantes. Ya ha dicho que la tela es muy poco común. Si han consultado a todos los fabricantes, el paso siguiente deberían ser los sastres.
La reprimenda hizo encogerse a Quince, que la miró dolido con sus ojos grandes y húmedos, como de perro.
–Pero capitana Hayward, con la cantidad de sastres que hay en el mundo sería como buscar una aguja en un…
–Si es una tela tan fina como dice, bastará con que se pongan en contacto con los más caros y exclusivos. Y solo en tres ciudades: Nueva York, Londres y Hong Kong.
Hayward se dio cuenta de que respiraba muy deprisa, y de que había levantado la voz. «Tranquila», se dijo.
En medio del silencio incómodo que descendió sobre el laboratorio, oyó carraspear a alguien educadamente, y al mirar por encima del hombro vio al capitán Singleton en la puerta.
–Glen –dijo, preguntándose cuánto tiempo llevaba ahí.
–Laura… –Singleton la saludó con la cabeza–. ¿Te puedo decir una cosa?
–Sí, claro. –Hayward se giró otra vez hacia Quince–. Mañana me da otro informe, por favor.
Siguió a Singleton al pasillo, lleno de gente.
–¿Qué pasa? –preguntó cuando se pararon–. Casi es la hora de la reunión de Rocker.
Singleton esperó un poco antes de contestar. Iba muy elegante, con un traje de raya ancha, y aunque ya fuera casi de noche su camisa blanca parecía recién puesta, de lo bien planchada que estaba.
–Me ha llamado el agente especial Carlton, de la delegación del FBI en Nueva York –dijo, haciéndole señas de que se apartara para no estorbar–. Los de Quantico le han encargado una investigación.
–¿Sobre qué?
–¿Te suena el nombre de Michael Decker?
Hayward pensó un poco y negó con la cabeza.
–Era un jefazo del FBI que vivía en uno de los mejores barrios de la capital, pero lo asesinaron ayer. Le metieron una bayoneta por la boca. Una barbaridad, vaya, y como te imaginarás el FBI ha puesto todos sus recursos en la investigación. Están preguntando a los colegas de Decker para saber si tenía cuentas pendientes con alguien. –Singleton se encogió de hombros–. Parece que uno de los colegas y mejores amigos de Decker era un tal Pendergast.
Hayward se quedó mirándolo.
–¿El agente Pendergast?
–Exacto. ¿Verdad que trabajaste con él en el asesinato de Cutforth?
–Sí, y antes de eso ya habíamos participado juntos en algún caso.
Singleton asintió con la cabeza.
–Como el agente Pendergast ha desaparecido, y se le da por muerto, Carlton me ha pedido que pregunte a todos los que colaboraron con él dentro de la policía de Nueva York, para saber si le habían oído decir algo sobre Decker, respecto a posibles enemigos, por ejemplo. He pensado que podías saber algo.
Hayward reflexionó.
–No, a mí Pendergast nunca me dijo nada sobre ningún Decker. –Vaciló–. Podrías hablar con el teniente D'Agosta, que en los últimos siete años colaboró con él como mínimo en tres casos.
–Ah, ¿sí?
Hayward asintió, esperando mantener una expresión neutra de profesionalidad.
Singleton sacudió la cabeza.
–Es que a D'Agosta no lo encuentro. No ha dado señales de vida desde la hora de comer, y no lo ha visto nadie de los que trabajan en su caso. Por alguna razón, tampoco lo localizamos por la radio. ¿Tú no sabrás dónde está?
Singleton lo preguntó con un tono de estudiada neutralidad, viendo pasar a la gente.
Fue el momento en que Hayward se dio cuenta de que sabía lo suyo con D'Agosta, y sintió una vergüenza tan repentina como avasalladora. «Conque no es tan secreto como me parecía». Se preguntó cuánto tardaría en enterarse de que ya no vivían juntos.
Se humedeció los labios.
–Lo siento, pero no tengo ni idea de dónde está el teniente D'Agosta.
Él vaciló.
–¿O sea, que a ti Pendergast nunca te hizo ningún comentario sobre Decker?
–No, nunca. Era de los que nunca enseñan las cartas. Nunca hablaba de nadie, y menos de sí mismo. Siento mucho no poder ayudarte.
–Bueno, ya te digo, era una posibilidad muy remota. Que se ocupen los del FBI de los suyos.
Se decidió a mirarla.
–¿Me dejas que te invite a un café? Aún quedan unos minutos antes de la reunión.
–No, gracias, tengo que hacer unas llamadas.
Singleton asintió, le dio la mano y se giró.
Ella lo vio alejarse, pensativa. Después se fue despacio en dirección contraria, disponiéndose a volver a su despacho, pero bruscamente sintió que se desconectaba de su entorno: el murmullo de conversaciones, la gente que pasaba… Incluso del dolor que acababa de instalarse dentro de su corazón, y que la atormentaba.
Había atado cabos.