A las tres de la madrugada, la mansión de estilo Beaux Arts de Riverside Drive, 891 parecía dormida o muerta, pero detrás de las contraventanas y la cerradura de seguridad de la puerta, en uno de los túneles subterráneos tallados en la roca viva de Manhattan bajo el viejo caserón, algo se movía. El más largo de los túneles, que en realidad era una hilera de estancias conectadas entre sí, progresaba hacia el oeste en dirección al río Hudson, por debajo de Riverside Drive y Riverside Park, y acababa en una tosca escalera de caracol por la que se bajaba a un embarcadero de piedra. Desde ahí, un canal subterráneo permitía salir al río por un pequeño acceso infestado de malas hierbas. Más de dos siglos antes, el pirata fluvial a quien había pertenecido el edificio anterior a la mansión había utilizado el paso secreto para sus turbias incursiones nocturnas, pero muy pocos sabían ya de la existencia de esa entrada.
Un suave chapoteo de remos resonó en la soledad de sus inmediaciones. El velo verde de hierbas fue apartado con un ruido húmedo, casi imperceptible, mostrando el conducto. Era una noche brumosa y sin luna. Cuando el esquife penetró en el túnel, su forma quedó dibujada por reflejos palidísimos. Deslizándose en silencio bajo un techo de roca muy bajo, llegó al embarcadero de piedra.
Pendergast bajó del esquife, lo amarró en un noray y miró a su alrededor con los ojos brillantes en la oscuridad. Tras unos minutos de inmovilidad, en que prestó atención a cualquier ruido, sacó una linterna del bolsillo, la encendió y subió por la escalera, que lo llevó a una gran sala llena de vitrinas de madera con armas y armaduras, algunas modernas, y otras, dos veces milenarias. La cruzó y entró en un viejo laboratorio con mesas largas y negras, donde brillaban vasos y retortas.
En una de las esquinas del laboratorio había una figura silenciosa, envuelta en sombras.
Pendergast avanzó con precaución, aproximando una mano a su pistola.
–¿Proctor?
–¿Señor?
Se relajó.
–He recibido la señal de Constance.
–Y yo el mensaje de usted, en el que me citaba aquí, aunque debo decir que me sorprende verlo en carne y hueso, señor.
–Esperaba que no fuera necesario, pero ocurre que a mi vez debo entregarle a Constance un mensaje, y me ha parecido que debía hacerlo personalmente.
Proctor asintió con la cabeza.
–Lo comprendo, señor.
–En adelante, deberá vigilarla de cerca y no bajar la guardia ni un instante. Ya la conoce. Sabe lo frágil que es su estado mental. La imagen que ofrece nada tiene que ver con su auténtico estado emocional. También sabe que lo que ha vivido Constance no lo ha vivido ningún otro ser humano. Lo que temo es que si no recibe un trato excepcionalmente delicado y cauto…
No acabó la frase. Al cabo de un rato, Proctor volvió a asentir.
–Todo está ocurriendo en el momento más inoportuno. Lo que vengo a decirle a Constance es que debe prepararse para regresar tarde o temprano… allá, donde estuvo escondida para que no la descubriéramos. A ese lugar donde nadie, absolutamente nadie, podía encontrarla.
–Sí, señor.
–¿Ha encontrado la brecha?
–Encontrado y sellado, sí.
–¿Dónde estaba?
–Parece que existe una cloaca del siglo XIX por debajo de Broadway, justo al otro lado del sótano de la fruta. Lleva cincuenta años en desuso. Practicó un orificio en la tubería y se introdujo en esa despensa.
La mirada de Pendergast se volvió más penetrante.
–¿No encontró la escalera por la que se desciende al subterráneo?
–No. Parece ser que estuvo muy poco tiempo en la casa, lo justo para llevarse el artículo de una vitrina de la planta baja e irse.
Pendergast siguió mirando fijamente a Proctor.
–Debe asegurarse de que la mansión sea completamente impenetrable. No podemos permitirnos que suceda de nuevo. ¿Me explico?
–Perfectamente, señor.
–Vayamos, pues, a hablar con ella.
Salieron del laboratorio y recorrieron estancias llenas de vitrinas cuyo contenido formaba una colección no solo infinita (o que lo parecía), sino de una heterogeneidad inverosímil: aves migratorias disecadas, insectos amazónicos, minerales raros, productos químicos en frascos…
Se detuvieron en una sala llena de mariposas. Pendergast hizo resbalar la luz de la linterna por las hileras de vitrinas. Luego dijo en voz baja, rodeado de oscuridad:
–¿Constance?
La única respuesta fue el silencio.
–¿Constance? –repitió, levantando la voz, pero muy poco.
Se oyó un suave roce de tela, tras el que apareció como por arte de magia una mujer de unos veinte años, con un vestido largo y blanco de otra época, adornado con una gorguera de encaje. Bajo la luz de la linterna, su piel presentaba una extrema palidez.
–Aloysius –dijo, abrazándolo–. Gracias a Dios.
Primero Pendergast se limitó a estrecharla entre sus brazos. Después se desprendió con suavidad y se giró hacia la pared para accionar un botoncito de latón. Una luz tenue iluminó la sala.
–¿Qué ocurre, Aloysius?
Los ojos de la joven, extrañamente sabios para un rostro de su edad, adquirieron una mirada inquieta.
–Enseguida te lo cuento. –Pendergast le puso una mano en el hombro para tranquilizarla–. Primero tu mensaje.
–Ha llegado esta noche, muy tarde.
–¿Método de entrega?
–Lo han introducido por debajo de la puerta principal.
–¿Has tomado las precauciones necesarias?
Constance asintió con la cabeza e introdujo la mano en una de sus mangas para sacar una pequeña tarjeta de visita de color marfil, protegida por un sobre hermético de papel cristal.
Pendergast la cogió y la miró por ambos lados. Su anverso estaba grabado en letra inglesa: «Diógenes Pendergast». Debajo, alguien había escrito con tinta rosa: «El cinco de espadas es Smithback».
Se la quedó mirando, antes de guardársela en el bolsillo de la americana.
–¿Qué significa? –preguntó Constance.
–No sé si decírtelo. Tus nervios ya han sido sometidos a bastantes tensiones.
Constance sonrió un poco.
–Reconozco que al verlo entrar en la biblioteca tuve la seguridad de estar frente a un muerto.
–Ya conoces los planes de mi hermano. Ya sabes que se propone destruirme.
–Sí.
Constance palideció aún más, y por unos instantes pareció perder ligeramente el equilibrio. Pendergast le puso una mano en el hombro.
La joven se rehízo con cierta dificultad.
–Gracias, me encuentro bien. Prosiga, se lo ruego.
–Pues ya ha empezado a hacerlo. Durante los últimos días han sido asesinados tres de mis mejores amigos. –Pendergast se tocó el bolsillo de la americana–. Esta nota de Diógenes me advierte de que el próximo objetivo será William Smithback.
–¿William Smithback?
–Un reportero del New York Times.
Pendergast volvió a titubear.
–¿Y? –preguntó Constance–. No es lo único que le preocupa. Se lo veo en la cara.
–Tienes razón. Los tres primeros muertos eran íntimos míos, pero no puede decirse lo mismo de Bill Smithback. Nos conocemos desde hace años, y estuvo implicado en tres de mis casos. Es un periodista de gran eficacia y un ser humano de buena pasta a pesar de su fachada de hombre impulsivo y un poco arribista, pero lo que me preocupa es que no se trata de un amigo propiamente dicho, sino un conocido. Diógenes está lanzando sus redes más lejos de lo que esperaba. Ahora el riesgo no lo corren tan solo mis amigos íntimos. Ello hace que la situación aún sea más difícil de lo que había pensado.
–¿Cómo puedo ayudarle? –preguntó Constance en voz baja.
–No exponiéndote a ningún peligro.
–¿Cree que…?
–¿Que podrías figurar entre los objetivos? Sí, pero aún hay más: el tercer fallecido es Michael Decker, un antiguo colega del FBI. Ayer encontré su cadáver en su casa de Washington. Lo habían matado con una antigua bayoneta. El modus operandi era un guiño a un lejano antepasado mío, que sufrió una muerte muy similar cuando servía en el ejército napoleónico, durante la campaña rusa de 1812.
Constance se estremeció.
–Lo que me preocupó fue el arma. La bayoneta, Constance, procedía de las colecciones de esta casa.
Durante unos segundos, Constance permaneció muy quieta, asimilando el alcance de la noticia.
–¿La Chassepot o la Lebel? –preguntó con un hilo de voz casi robótico.
–La Chassepot. Tenía grabadas en la guarda las iniciales «P.S.P.», por lo que no había confusión posible.
Constance no respondió. Sus ojos despiertos e inteligentes habían cobrado mayor agudeza y profundidad a causa del miedo.
–Diógenes ha encontrado la entrada de esta casa. No cabe duda de que es el mensaje que quiso comunicarme mediante la bayoneta en cuestión.
–Comprendo.
–De todos modos, sigues estando más segura dentro que fuera de la casa. De momento Diógenes no te tiene en su campo de visión. Por otro lado, Proctor ha localizado y sellado el punto débil por el que entró mi hermano, y ya sabes que esta mansión ha sido blindada de muchos modos contra los intrusos. Proctor no bajará la guardia ni un momento, y es más temible de lo que parece. A pesar de todo, debes mantenerte alerta a todas horas. Esta casa es muy antigua, y también muy grande. Tiene muchísimos secretos, que nadie, dicho sea de paso, conoce mejor que tú. Sigue tu intuición. Cuando te diga que algo anda mal, desaparece en alguno de los recovecos de los que nadie sabe nada excepto tú. Debes estar preparada en todo momento. Mientras no nos sintamos nuevamente a salvo de esta amenaza, quiero que duermas en el lugar secreto donde te escondiste de mí y de Wren.
Al oírlo, Constance abrió mucho los ojos y se aferró a su tutor.
–¡No! –exclamó apasionadamente–. ¡No, ahí no quiero volver por nada del mundo!
Pendergast la rodeó enseguida con sus brazos.
–Constance…
–¡Sabe muy bien hasta qué punto me recuerda viejos tiempos! Oscuridad, cosas terribles… ¡No, no estoy dispuesta a que me lo recuerden nunca más!
–Escúchame, Constance: es el único sitio donde estarás a salvo. Y yo solo podré hacer lo que tengo que hacer si sé que estás a salvo.
Constance no respondió. Pendergast la abrazó con más fuerza.
–¿Me lo prometes?
La joven apoyó la frente en el pecho de su tutor.
–Aloysius –dijo–, no han pasado muchos meses desde la última vez que estuvimos arriba, en la biblioteca. ¿Se acuerda de que me leía los periódicos?
Pendergast asintió.
–Pues estaba empezando a entenderlo. Me sentía como cuando se bucea durante mucho tiempo y se nada hacia la superficie. Lo que deseo es eso, no volver… allá abajo. ¿Verdad que me entiende, Aloysius?
Pendergast le acarició con suavidad la frente.
–Lo entiendo, sí, y todo será como deseas, Constance; te prometo que mejorarás, pero primero debemos superar esta prueba. ¿Me ayudarás?
Ella asintió.
Pendergast bajó lentamente los brazos. Después cogió entre sus manos la frente de Constance y la aproximó a su boca para besarla dulcemente.
–Me tengo que ir.
Se giró raudo para fundirse de nuevo con la oscuridad, que lo esperaba.