Quince

La limusina grande y negra llegó del este como una exhalación por la avenida York, a los pocos segundos de que D'Agosta se plantara en la esquina, y frenando se acercó al bordillo, al mismo tiempo que se abría la puerta. Antes de que D'Agosta hubiera tenido tiempo de cerrarla, el coche se apartó de la acera con el conductor inclinado sobre la bocina, mientras los coches de detrás pegaban un frenazo para dejarlos pasar.

Al girarse, D'Agosta se llevó una sorpresa. Estaba sentado al lado de un desconocido: alto, delgado, bronceado, con un traje gris impecable y un fino maletín de color negro encima de las rodillas.

–No se asuste, Vincent –dijo la voz familiar de Pendergast–. Una emergencia me ha obligado a otro cambio de identidad. Hoy me dedico a las inversiones bancarias.

–¿Emergencia?

Pendergast le dio un papel perfectamente encerrado en dos placas de papel cristal, donde ponía:

Nueve de espadas: Torrance Hamilton.

Diez de espadas: Charles Duchamp.

Rey de espadas, boca abajo: Michael Decaer.

Cinco de espadas… ¿…?

–Diógenes está telegrafiando con antelación sus movimientos, para atormentarme.

Con disfraz o sin él la expresión de Pendergast era la más adusta que le había visto D'Agosta.

–¿Qué son, cartas de tarot?

–A Diógenes siempre le ha interesado el tarot, y estas cartas, como es posible que ya haya adivinado, tienen un contenido de muerte y de traición.

–¿Quién es Michael Decker?

–Mi mentor cuando ingresé en el FBI, tras pasar por otras modalidades más… exóticas del funcionariado. Me ayudó a hacer la transición, que no estuvo exenta de dificultades. Ahora Mike está muy bien situado en Quantico, y su intervención ha sido decisiva para que la poca ortodoxia de mis métodos de trabajo no haya supuesto un gran obstáculo. Si el otoño pasado logré que el FBI se interesara tan deprisa por el asesinato de Jeremy Grove fue gracias a Mike, que también contribuyó a serenar los ánimos de ciertas personas después del caso anterior al de Grove, que me llevó al Medio Oeste.

–Vaya, que Diógenes está amenazando a otro amigo suyo.

–Sí. No encuentro a Mike ni en casa ni en el móvil. Su secretaria me ha dicho que está en una misión muy importante, lo cual significa que no me darían ninguna información, ni siquiera si me identificara como un colega suyo. Debo encontrarlo y avisarle personalmente.

–Bueno, pero tratándose de un agente del FBI no será pieza fácil…

–Es uno de los mejores del cuerpo en la acción directa, pero mucho me temo que eso a Diógenes no lo disuadirá.

D'Agosta volvió a mirar la carta.

–¿Esto lo ha escrito su hermano?

–Sí, aunque es curioso, porque no parece su letra, sino una tosca tentativa de disimularla, demasiado tosca tratándose de él. Y sin embargo aprecio algo extrañamente familiar…

Pendergast no terminó la frase.

–¿Cómo la ha recibido?

–Ha llegado muy temprano a mi apartamento del edificio Dakota, donde hay un portero a quien pago por ciertos recados especiales. Martyn, que así se llama, se la ha entregado a Proctor, y Proctor la ha hecho llegar a mis manos en las condiciones que habíamos estipulado previamente.

–¿Proctor sabe que está vivo?

–Sí, y desde anoche Constance Greene también.

–¿Y ella? ¿Aún lo da por muerto?

D'Agosta no pronunció el nombre. No hizo falta. Pendergast ya sabría que se refería a Viola Maskelene.

–Con ella no me he puesto en contacto. Significaría colocarla en un grave peligro, mientras que la ignorancia, por dolorosa que sea, garantizará su integridad.

Tras un breve e incómodo silencio, D'Agosta cambió de tema.

–O sea, que su hermano ha llevado la carta al Dakota. Pero ¿usted no vigila el edificio?

–Sí, claro, estrechamente. La ha entregado un vagabundo, que al ser detenido e interrogado solo ha dicho que un hombre le había pagado en Broadway por llevar la carta. La descripción era demasiado vaga para ser de alguna utilidad.

La limusina cruzó la carretera hacia la rampa de entrada del FDR Drive, con un giro que hizo salir humo de los neumáticos e inclinó el coche.

–¿Usted cree que su amigo del FBI le hará algún caso?

–Mike Decker me conoce.

–Para mí que esto de ir corriendo a avisar a Decker es justo lo que espera Diógenes.

–En efecto. Es como un movimiento forzado de ajedrez: estoy cayendo en una trampa, pero me resulta imposible evitarlo. –Pendergast miró a D'Agosta con un brillo detrás de las lentillas–. Debemos encontrar una manera de dar la vuelta a la situación y pasar a la ofensiva. ¿Ha averiguado algo nuevo de la capitana Hayward?

–Encontraron unas fibras en el lugar del crimen. De momento las únicas pruebas tangibles que tienen son esa y las cuerdas. El crimen también presenta peculiaridades, como por ejemplo que Diógenes, a lo que parece, dejó inconsciente a Duchamp de un golpe en la cabeza, y antes de matarlo le limpió la herida y se la vendó.

Pendergast sacudió la cabeza.

–Tengo que saber algo más, Vincent. Es necesario. Cualquier detalle podría ser fundamental, incluso el más pequeño e insignificante. En Nueva Orleans tengo un… digamos que contacto que me está consiguiendo el dossier de la policía sobre el envenenamiento de Hamilton, pero aquí, en el caso de Duchamp, carezco de contactos.

D 'Agosta asintió.

–Entendido.

–Ah, y otra cosa: todo indica que Diógenes actúa en sentido lineal, eligiendo a sus víctimas de modo cronológico, lo cual significa que pronto usted podría estar en peligro, puesto que colaboramos en mi primer caso de auténtica importancia para el FBI: los asesinatos del museo.

D'Agosta tragó saliva.

–Por mí no se preocupe.

–Parece que Diógenes empieza a disfrutar con sus advertencias. Podríamos deducir que tanto usted como otros posibles objetivos están temporalmente a salvo, al menos hasta que reciba el siguiente mensaje. Aun así, Vincent, debe tomar todas las precauciones posibles. Lo más seguro sería que volviera de inmediato a su puesto. Rodéese de policías, y en los momentos en que no esté de servicio permanezca en la comisaría. Lo más importante es que cambie todas sus costumbres. Todas. Múdese de domicilio por un tiempo. En vez de caminar o de coger el metro, vaya en taxi. Acuéstese y levántese con otro horario. Cambie todos los aspectos de su vida que puedan representar un peligro, para usted o para sus allegados. Cualquier atentado contra su vida podría derivar muy fácilmente en daños colaterales para otras personas, en especial para la capitana Hayward. Pero usted es un buen policía, Vincent. No hace falta que le dé instrucciones.

La limusina frenó en seco, al borde de una extensa superficie de asfalto con reflejos mates de sol: era el helipuerto de la calle Treinta y cuatro Este, con su pista chata de cien metros. Un Jet Ranger 206 esperaba con los rotores en marcha. Pendergast pasó de golpe a la fase de banquero: se le relajó la cara, y el brillo de odio y determinación se borró de su rostro, reemplazado por una mirada afable y bonachona.

–Una cosa más –dijo D'Agosta.

Pendergast volvió hacia el coche.

D'Agosta metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, sacó algo y se lo ofreció a Pendergast con la mano cerrada. Cuando Pendergast tendió la suya con la palma hacia arriba, el teniente dejó caer un medallón de platino un poco derretido por uno de los bordes, con una cadena. En un lado había una imagen: un ojo sin pestañas sobre un fénix que surgía de las cenizas de una hoguera. El otro lado llevaba grabada una especie de escudo de armas.

Pendergast le clavó la mirada, con una expresión peculiar que se borró enseguida.

–Lo llevaba el conde Fosco cuando volví al castillo con la policía italiana. Me lo enseñó privadamente como prueba de que usted estaba muerto. Como verá, el muy cerdo grabó su escudo de armas en el dorso. Fue la última jugarreta que me hizo. He pensado que le gustaría recuperarlo.

Pendergast lo miró y remiró por ambos lados.

–Se lo quité la noche de… de mi última visita. Quizá le dé buena suerte.

–Normalmente desprecio la suerte, pero en este momento me hallo singularmente necesitado de ella. Gracias, Vincent.

Pendergast hablaba en voz tan baja que con el ruido de los rotores casi no se le oía. Se pasó el medallón por la cabeza, se lo introdujo en la camisa y cogió la mano de D'Agosta.

Después, sin decir nada, echó a caminar por el asfalto hacia el helicóptero que lo esperaba.