Al Principio D'Agosta se quedó paralizado de sorpresa y de incredulidad. Era una voz a la vez conocida y desconocida. Sintió el impulso de decir algo más, pero la mano enguantada acentuó la presión sobre su boca.
–Shhhh…
Las puertas del ascensor tintinearon al abrirse. El portero se asomó con cautela a la oscuridad del pasillo del sótano y miró a ambos lados sin soltar a D'Agosta. Después lo empujó con suavidad y lo llevó por una serie de corredores destartalados, con techos altos y paredes de bloques de hormigón, hasta llegar a una puerta metálica cubierta de arañazos, del mismo color que las paredes y sin ningún letrero. Estaban cerca del generador del edificio. Se oía claramente el rumor de las calderas. Volvió a mirar a ambos lados y, tras examinar una pequeña telaraña en el marco, sacó una llave del bolsillo, abrió la puerta y se la hizo cruzar rápidamente a D'Agosta, antes de volver a cerrarla con llave.
–Me alegro de verlo con tan buen aspecto, Vincent.
D'Agosta se había quedado sin voz.
–Mis más sinceras disculpas por haber sido tan brusco –dijo el hombre, cruzando la sala a gran velocidad para mirar por la única ventana del sótano–. Aquí podemos hablar sin miedo.
D'Agosta seguía alucinado por la desconexión entre la voz –sureña, inconfundiblemente almibarada, de curso lento como la melaza– y la figura rechoncha de aquel desconocido vestido de portero, con lamparones en el uniforme, piel morena, pelo y ojos oscuros y cara redonda. No le sonaba de nada, ni por la actitud ni por la forma de caminar.
–¿Pendergast? –preguntó al recuperar la voz.
El hombre hizo una reverencia.
–El mismo, Vincent.
–¡Pendergast!
Sin darse cuenta de lo que hacía, D'Agosta sepultó al agente del FBI en un abrazo.
Tras unos segundos de rigidez, Pendergast se lo quitó de encima firme pero suavemente y dio un paso hacia atrás.
–No se imagina cuánto me alegro de volver a verlo, Vincent. Lo echaba de menos.
D'Agosta le cogió la mano y se la estrechó con una mezcla de vergüenza, sorpresa, alivio y júbilo.
–Ya lo daba por muerto. ¿Cómo…?
–Tendrá que disculpar estas argucias mías; pensaba seguir «muerto» un poco más de tiempo, pero las circunstancias han impuesto un cambio de planes. –Le dio la espalda–. Si me permite…
Se quitó la bata de portero, dejando a la vista unos rellenos muy ingeniosos en los hombros y el abdomen, y la colgó en la puerta.
–¿Qué le pasó? –preguntó D'Agosta–. ¿Cómo se escapó? Lo estuve buscando por todos los rincones del castillo de Fosco. ¿Se puede saber dónde ha estado todo este tiempo?
Cuanto más se rehacía del impacto, más preguntas se acumulaban en su cabeza.
El interrogatorio hizo sonreír un poco a Pendergast.
–Prometo contárselo todo, pero lo primero es que se ponga cómodo. Vuelvo ahora mismo.
Dicho lo cual, se giró y entró en una habitación del fondo.
Hasta entonces D'Agosta no se había fijado en nada. Estaba en el salón de un apartamento pequeño y lúgubre, con un sofá raído pegado a la pared, entre dos sillones de orejas con manchas en los brazos. También había una mesita barata con una pila de revistas (Popular Mechanics), y un viejo escritorio de tapa corrediza arrimado a la pared, vacío a excepción de un elegante PowerBook de Apple, que era lo único que desentonaba en la monocromía de la habitación. Las paredes, tan insulsas como el resto, estaban adornadas con grabados descoloridos de niños de ojos grandes. La estantería estaba llena de libros de bolsillo, sobre todo novelas y best sellers baratos, todos muy usados. Le hizo gracia ver uno de sus favoritos, Más allá del hielo III: Regreso al cabo de Hornos. Al fondo del salón había una puerta abierta que daba a la cocina, pequeña pero ordenada. Comparado con el piso de alquiler de Pendergast en el Dakota, o con su mansión de Riverside Drive, era como estar en otro mundo.
Oyó un ruidito y dio un respingo. Al girarse vio a Pendergast –el de verdad– en el marco de la puerta: alto, delgado, con un brillo en los ojos plateados. Aún tenía el pelo y la piel oscuros, pero una nueva metamorfosis había restituido los rasgos finos y aguileños de su cara, esos rasgos que D'Agosta conocía tan bien.
Pendergast volvió a sonreír, como si le hubiera leído el pensamiento.
–Almohadillas en los pómulos –dijo–. Es sorprendente la eficacia con que cambian el aspecto de cualquier persona, aunque de momento me los he quitado, porque me incomodan bastante, al igual que las lentillas marrones.
–No sé qué decir. Ya sabía que era un maestro del disfraz, pero esto es el colmo. Hasta la habitación…
D'Agosta señaló la estantería con el pulgar.
Pendergast puso cara de pena.
–Por desgracia hay que evitar cualquier incoherencia, incluso aquí abajo. Debo dar la imagen de un portero.
–Sí, y con malas pulgas.
–Vengo comprobando que manifestar rasgos desagradables de carácter ayuda a evitar que los demás se fijen en ti. Una vez que la gente me ha encasillado como portero gruñón y resentido, ya no busca más. ¿Puedo ofrecerle algo de beber?
–¿Una Bud?
Pendergast se estremeció involuntariamente.
–Todo tiene sus límites, hasta el mejor disfraz. Si quiere un Pernod, o un Campari…
–No, gracias –dijo D'Agosta con una sonrisa burlona.
–Supongo que recibió mi carta.
–Sí, y desde entonces investigo el caso.
–¿Algún avance?
–Casi nada. Fui a ver a su tía abuela… Pero bueno, ya se lo contaré. Ahora mismo es usted quien tiene que explicarse, y muy a fondo.
–Por supuesto. –Pendergast le indicó que se sentara, mientras él lo hacía en el sillón de delante–. Recuerdo que nos despedimos con ciertas prisas en un paraje montañoso de la Toscana.
–Sí, es una manera de decirlo. Nunca olvidaré la última vez que lo vi, rodeado por una jauría de sabuesos que se morían de ganas de arrancarle un mordisco.
Pendergast asintió despacio, con la mirada perdida en la distancia.
–Me cogieron, me ataron, me sedaron y me llevaron otra vez al castillo, donde fui trasladado por nuestro corpulento amigo a lo más profundo de sus túneles subterráneos. Después de encadenarme en una tumba cuyo anterior ocupante había sido expulsado sin grandes ceremonias, procedió, con toda cortesía, huelga decirlo, a emparedarme.
–¡Dios mío! –dijo D'Agosta, con un escalofrío–. A la mañana siguiente fui a buscarlo con la policía italiana, pero no sirvió de nada, porque Fosco había borrado cualquier rastro de nuestra estancia, y al final los italianos pensaban que yo estaba loco.
–Más tarde llegó a mis oídos la extraña muerte del conde. ¿Fue usted?
–Ni lo dude.
Pendergast asintió en señal de aprobación.
–¿Qué pasó con el violín?
–Como no podía dejarlo tirado en el castillo, lo cogí y…
D'Agosta hizo una pausa. No estaba seguro de cómo se lo tomaría Pendergast.
El agente arqueó las cejas inquisitivamente.
–Se lo llevé a Viola Maskelene. Le dije que usted estaba muerto.
–Aja. Y ¿cómo se lo tomó?
–Se quedó muy afectada y disgustada, aunque disimuló. Yo creo… –D'Agosta titubeó–. Yo creo que usted le gusta.
Pendergast no reaccionó ni dijo nada.
Habían conocido a Viola Maskelene en noviembre, en el transcurso de una investigación en Italia. D'Agosta tenía claro que entre Pendergast y la joven inglesa había ocurrido algo desde la primera mirada. Lo que pudiera estar pensando el agente… Eso ya no lo tenía tan claro.
De repente Pendergast salió de su inmovilidad.
–Hizo lo mejor que podía hacer. Podemos dar definitivamente por cerrado el caso del violín Stormcloud.
–Oiga –dijo D'Agosta–, pero ¿cómo se escapó del castillo? ¿Cuánto tiempo estuvo emparedado?
–Estuve encadenado dentro de la tumba casi cuarenta y ocho horas.
–¿A oscuras?
Pendergast asintió con la cabeza.
–No solo a oscuras, sino sometido a un lento proceso de asfixia, aunque descubrí la eficacia de una forma especializada de meditación.
–¿Y después?
–Me rescataron.
–¿Quién?
–Mi hermano.
D'Agosta, que aún no se había recuperado del todo de la casi milagrosa reaparición de Pendergast, reaccionó a la noticia con aturdimiento.
–¿Su hermano? ¿Diógenes?
–Sí.
–Creía que lo odiaba.
–En efecto, me odia. Es la razón de que me necesite.
–¿Para qué?
–Hace como mínimo seis meses que se dedica a controlar mis movimientos. Forma parte de los preparativos de su crimen. Lamento decir que no lo sospeché en ningún momento. Siempre había creído que el mayor obstáculo para su éxito era yo, y que un día u otro trataría de matarme, pero tonto de mí, me equivocaba. La verdad era todo lo contrario. Cuando Diógenes supo que estaba en peligro, se embarcó en una arriesgada operación de rescate: penetró en el castillo disfrazado de lugareño (domina aún mejor que yo el arte del disfraz) y me sacó de la tumba.
De repente D'Agosta tuvo una idea.
–Un momento. ¿Verdad que tiene un ojo de cada color?
Pendergast volvió a asentir.
–Sí, uno castaño claro y el otro azul blanquecino.
–¡Pues lo vi! En la colina, encima del castillo de Fosco, justo después de que nos separáramos. Estaba a la sombra de una roca, asistiendo a la escena con la misma tranquilidad que si fuera la primera carrera de caballos del Aqueduct.
–Pues era él. Tras liberarme de mi cautiverio, me llevó a una clínica privada de las afueras de Pisa, donde convalecí de deshidratación, congelación y las heridas infligidas por los perros de Fosco.
–Aún no lo entiendo. Si lo odiaba, si estaba planeando el crimen perfecto, ¿por qué no lo dejó tal como estaba, emparedado?
Esta vez, la sonrisa de Pendergast no tradujo la menor alegría.
–Jamás olvide, Vincent, que nos enfrentamos con un cerebro criminal de una tortuosidad incomparable. ¡Qué poco adivinaba yo sus auténticos planes!
De repente Pendergast se levantó y fue a la cocina. Poco después, D'Agosta oyó un ruido de cubitos de hielo dentro de un vaso. El agente volvió con una botella de Lillet en una mano y un vaso de los de whisky en la otra.
–¿Seguro que no le apetece nada de beber?
–Seguro. Cuénteme de una vez qué ha querido decir.
Pendergast vertió unos dedos de Lillet en el vaso.
–Para Diógenes, mi muerte lo habría estropeado todo. La razón, Vincent, es que el principal objetivo del famoso crimen soy yo mismo.
–¿Usted? ¿Que usted será la víctima? Entonces, ¿por qué…?
–No, no es que vaya a ser la víctima, es que ya lo estoy siendo.
–¿Qué?
–El crimen ya ha empezado. Ahora mismo, mientras conversamos, se está realizando con éxito.
–No lo dice en serio.
–Es lo más serio que he dicho en toda mi vida. –Pendergast bebió un largo trago de Lillet y se sirvió otro vaso–. Diógenes desapareció durante mi convalecencia en la clínica pisana. Yo, una vez recuperado, regresé de incógnito a Nueva York. Sabía que sus planes casi estaban maduros, y no se me ocurrió ningún otro sitio mejor que esta ciudad para tomar medidas que estorbaran su puesta en práctica. Albergaba la certeza de que sería el escenario de su crimen. Nueva York le brinda el mayor anonimato, las mayores posibilidades de esconderse, de adoptar un álter ego y de desarrollar su plan de ataque. Por eso, consciente de que mi hermano había estado siguiéndome los pasos, he estado «muerto» para poder moverme sin ser visto. La estrategia requería mantenerlos a todos ustedes en la ignorancia, incluida Constance. –Pendergast hizo una mueca de dolor–. No se imagina cuánto lo lamento, pero juzgué que se trataba del modo más prudente de actuar.
–Vaya, que se hizo portero.
–Era un trabajo que me permitía mantenerlos vigilados, y usarlos como intermediarios para vigilar a otras personas de importancia para mí. Aquí, en la oscuridad, mis posibilidades de dar caza a Diógenes eran mayores. De hecho, si he revelado mi identidad es por determinados acontecimientos que me han obligado a ello antes de tiempo.
–¿Cuáles?
–El ahorcamiento de Charles Duchamp.
–¿Ese asesinato tan raro del Lincoln Center?
–Correcto. También otro, que se produjo hace tres días en Nueva Orleans: el de Torrance Hamilton, profesor emérito envenenado frente a un aula llena de estudiantes.
–¿Qué tienen que ver?
–Hamilton fue uno de mis tutores en el instituto. Fue quien me enseñó francés, italiano y mandarín. Éramos muy amigos. Por lo que respecta a Duchamp, fue mi mejor amigo de infancia; mejor y único, si he de serle sincero. Era la única persona con quien había mantenido el contacto desde mi niñez. Y ambos han sido asesinados por Diógenes.
–¿No podría ser una coincidencia?
–Imposible. A Hamilton lo envenenaron poniéndole en su vaso de agua una toxina nerviosa muy inhabitual. Se trata de una toxina sintética muy similar a la que segrega cierto tipo de araña originario de Goa. Un antepasado de mi padre murió a causa de la picadura de la misma araña, cuando era funcionario de bajo rango en India, en la época del Rajá. –Pendergast bebió un poco más–. A Duchamp lo han colgado por el cuello, pero la causa de su muerte ha sido una caída de veinte pisos, provocada por la rotura de la cuerda. Así, exactamente, es como murió mi tío bisabuelo Maurice, ahorcado en 1871 por matar a su mujer y al amante de ella. Como hacía poco tiempo que unos disturbios habían dejado la horca en mal estado, lo colgaron de una de las ventanas más altas del juzgado, en la calle Decatur, pero la intensidad del forcejeo, sumada a los defectos de la cuerda, hicieron que se rompiera y que Maurice falleciera a causa de la caída.
La mirada de D'Agosta se llenó de horror.
–Estas muertes, y su escenificación, han sido la manera de Diógenes de llamar mi atención. Ahora, Vincent, quizá entienda por qué Diógenes me necesita vivo.
–¡No querrá decir que…!
–Ni más ni menos. Yo siempre había dado por sentado que su crimen sería contra la humanidad, pero ahora sé que la víctima soy yo. Lo que mi hermano presenta como crimen perfecto consiste en acabar con todas las personas de mi círculo. He ahí la auténtica razón de que me rescatara del castillo de Fosco. No me quiere muerto, sino vivo, a fin de poder destruirme de un modo mucho más refinado, hundiéndome en la desesperación, haciendo que me culpe a mí mismo de todo y que me torture saber que no pude salvar a las pocas personas de este mundo que… –Pendergast hizo una pausa y respiró para tranquilizarse–. Las pocas personas de este mundo a quienes quiero de verdad.
D'Agosta tragó saliva.
–Me parece increíble que un monstruo así sea pariente suyo.
–Ahora que sé en qué consiste su crimen, me he visto obligado a renunciar a mi plan inicial y a elaborar uno nuevo. No es un plan ideal, pero sí el mejor posible, dadas las circunstancias.
–Explíquemelo.
–Debemos impedir a toda costa que Diógenes vuelva a matar, y la única manera de lograrlo es encontrarlo. Para ello necesito su ayuda, Vincent: debe usar sus privilegios como miembro de las fuerzas de segundad para averiguar todo lo que pueda a partir de las pruebas del lugar del crimen.
Le dio a D'Agosta un teléfono móvil.
–Tenga. Lo usaré para que estemos en contacto. Como el tiempo apremia, empezaremos por lo más cercano, es decir, por Charles Duchamp. Acumule todos los indicios que pueda y tráigamelos. En este caso todo es importante, hasta la última migaja. Sáquele toda la información que pueda a Laura Hayward, pero le ruego encarecidamente que no le cuente nada de nuestras actividades. Ni el mismísimo Diógenes puede dejar completamente limpio el escenario de un crimen.
–Eso está hecho. –D'Agosta se quedó callado–. ¿Y la fecha de la carta, el veintiocho de enero?
–Ya no albergo duda alguna de que se trata del día en que tiene planeado culminar su crimen. Le repito, sin embargo, que el crimen ya ha empezado. Es de enorme importancia que lo tenga siempre en cuenta. Hoy es día veintidós. Mi hermano lleva años o décadas planeando esta infamia. Ya ha terminado los preparativos. Tiemblo al pensar en sus posibles víctimas durante los próximos seis días. –Pendergast se inclinó para mirar a D'Agosta. Sus ojos brillaban en la penumbra–. Si no le paramos los pies a Diógenes, es posible que mueran todos mis allegados, y eso, Vincent, lo incluye a usted con toda seguridad.