Once

La capitana Laura Hayward cruzó el salón para mirar por la ventana, acordándose de no tocar la mesa que había debajo. Al asomarse por el cristal roto, desde cuya altura se dominaba Broadway, vio que la calle estaba tranquila. Ya era hora. Sus hombres habían recibido órdenes estrictas de aislar la zona para que no entrara nadie, y las habían cumplido a conciencia. Las ambulancias se habían llevado a los heridos. Los mirones y los cotillas habían acabado por cansarse y se habían ido. Hasta la prensa, más tenaz, se había acabado conformando con el comunicado escueto que les había dictado por la tarde. Como lugar del crimen era de los complicados (abarcaba todo el piso y el restaurante de abajo), pero la capitana Hayward había coordinado personalmente todos los equipos de investigación, y ahora la parte forense estaba a punto de concluir. Por fin. Los expertos en huellas dactilares, los fotógrafos y los analistas ya se habían ido. Solo quedaba la encargada de guardar las pruebas, que recogería los bártulos en menos de una hora.

El concienzudo análisis de un homicidio era una de las grandes satisfacciones de Laura Hayward. Las muertes violentas eran desordenadas por definición, pero cuando se analizaba su escenario –con sucesivas oleadas de investigadores forenses, médicos, técnicos y criminólogos, cada una de las cuales cumplía su papel a rajatabla– el caos y el horror quedaban compartimentados, ordenados y etiquetados. Era como si la investigación restituyera de por sí una parte del orden natural que había sido trastocada por el acto del asesinato.

Sin embargo, cada vez que Laura Hayward contemplaba el escenario de aquel crimen, lo que sentía estaba muy lejos de la satisfacción. Era algo incómodo, inexplicable.

Tuvo un escalofrío. Se calentó las manos con la boca y se abrochó el último botón del abrigo. Entre la ventana rota y sus instrucciones de no tocar nada (ni siquiera el calor), la temperatura de la habitación solo estaba unos grados por encima de la de la calle. De repente tuvo ganas de que estuviera D'Agosta con ella, pero bueno, ya le contaría el caso al llegar a casa. Estaba segura de que le interesaría. Por otro lado, solía sorprenderla con sugerencias prácticas y creativas. Podía ser una manera de distraerlo de su obsesión enfermiza por el hermano de Pendergast. Justo cuando había superado la muerte del agente, justo cuando parecía que se le pasaba un poco el sentimiento de culpa, aparecía el chófer del demonio y lo estropeaba todo con su cita…

–Señora –dijo un sargento, asomando la cabeza en el salón–, ha venido el capitán Singleton.

–Dígale que pase, por favor.

Singleton era el capitán de aquel distrito. Hayward ya había previsto su llegada. Era de esos capitanes chapados a la antigua que consideraban su deber estar junto a sus hombres, en la calle o donde se hubiera producido un crimen. Hayward, que ya había colaborado con él, lo consideraba uno de los mejores capitanes de la ciudad cuando de trabajar con Homicidios se trataba: un hombre con espíritu de colaboración, que respetaba el parecer de los forenses, pero que se involucraba personal y eficazmente en todos los pasos de la investigación.

Hablando del rey de Roma, ahí estaba, en la puerta, hecho un pincel: abrigo largo de pelo de camello y cada uno de los suyos corto y en su sitio, como siempre. Se quedó en el umbral, moviendo mucho los ojos para fijarse en todos los detalles. Luego sonrió y se acercó con la mano tendida.

–Laura…

–Me alegro de verte, Glen.

El apretón de manos fue corto y profesional. Hayward se preguntó si Singleton sabía algo de lo suyo con D'Agosta, pero llegó rápidamente a la conclusión de que no. Habían hecho todo lo posible por mantenerse lejos de la fábrica de rumores que era la policía de Nueva York.

El capitán hizo un gesto que abarcaba toda la sala.

–Todo perfecto, como siempre. Espero que no te moleste que meta la nariz…

–No, qué va. Ya estamos acabando.

–Y ¿qué tal?

–Bien, bien.

Laura vaciló. No había ninguna razón para no decírselo. A diferencia de casi todos los que tenían cierto rango dentro de la policía, Singleton no disfrutaba consiguiendo ascensos a base de puñaladas traperas a sus posibles rivales. Tampoco tenía miedo de que Homicidios le hiciera sombra. Por otro lado, era capitán como ella. Podía contarse con su discreción.

–Bueno, la verdad es que no estoy tan segura –añadió Hayward, bajando la voz.

Singleton miró de reojo a la encargada de guardar las pruebas, que estaba al fondo, en un rincón, tomando notas en un portapapeles.

–¿Te apetece contármelo?

–La persona que ha forzado la puerta principal era un experto. El apartamento es pequeño: dos dormitorios, uno de ellos reconvertido en estudio de artista. El asesino ha entrado sin ser visto, y parece que se ha escondido aquí. –Señaló un rincón oscuro, cerca de la puerta–. Cuando la víctima ha entrado en el salón, el asesino se le ha echado encima y lo más probable es que le haya dado un golpe en la cabeza. Lo malo es que el cadáver está tan destrozado por culpa de la caída que puede ser difícil determinar el arma usada por el agresor. –Señaló la pared que tenía más cerca. Había un cuadro del estanque de Central Park rociado de sangre–. Fíjate en las gotas.

Singleton las examinó.

–Tirando a pequeñas y de velocidad media. ¿Algún instrumento no cortante?

–Sí, es como lo hemos enfocado, y estas otras dos manchas respaldan la hipótesis. El golpe en la cabeza lo indica la altura del chorro en relación con la pared. A juzgar por la trayectoria (fíjate en las gotitas que hay por toda la alfombra), la víctima se ha tambaleado unos metros hasta caerse donde hemos puesto la marca. La cantidad de sangre también lleva a pensar en una herida en la cabeza, que ya sabes tú cómo sangran.

–Deduzco que no habéis encontrado ninguna arma.

–No. El asesino se ha llevado todo lo que ha usado.

Singleton asintió lentamente.

–Sigue.

–Parece que luego ha arrastrado a la víctima inconsciente hasta el sofá, y aquí viene lo raro: le ha curado la herida que acababa de hacerle.

–¿Cómo que se la ha curado?

–Le ha puesto unas gasas del botiquín del lavabo. Hemos encontrado varios envoltorios cerca del sofá, y algunas gasas empapadas de sangre en la basura.

–¿Huellas dactilares?

–Los de latentes han recogido unas cincuenta por todo el piso, incluidas unas cuantas de la sangre de la víctima, Duchamp, con una solución de negro amido y metanol, y todas coinciden con las del muerto, el servicio doméstico o conocidos de la víctima. Eran las únicas. No ha aparecido ninguna ni en el botiquín ni en el pomo de la puerta. En los envoltorios de las gasas tampoco.

–O sea, que el asesino llevaba guantes.

–Según los residuos, guantes médicos de goma. Mañana por la mañana podrá confirmarlo el laboratorio. –Laura señaló el sofá–. Después le ha atado a la víctima los brazos en la espalda, haciendo varios nudos muy enrevesados, y ha usado la misma cuerda, muy gruesa, para el lazo del cuello. Les he pedido a los forenses que quitaran las cuerdas a la víctima y las guardaran, porque nunca había visto unos nudos así.

Señaló con la cabeza varias bolsas de plástico cerradas, muy grandes y con etiquetas, sobre un contenedor azul de pruebas.

–Lo que también se ve raro es la cuerda.

–Viene a ser la única prueba que ha dejado el asesino, aparte de unas fibras de su ropa.

«Lo único bueno de todo el caso», se dijo Laura Hayward. Las cuerdas casi tenían tantas características como las huellas dactilares: tipo de trenzado, giros por centímetro, número de hebras, características de los filamentos… De eso podían extraerse muchos datos, así como del tipo y estilo peculiar de los nudos.

–Lo más probable es que Duchamp haya recuperado la conciencia cuando ya estaba atado. El asesino ha movido aquella mesa larga para ponerla al pie de la ventana, y no sé cómo, pero ha obligado a Duchamp a subir y tirarse, como los piratas. Básicamente, Duchamp ha saltado por la ventana y se ha ahorcado solo.

Singletón frunció el entrecejo.

–¿Estás segura?

–Mira tú la mesa.

Hayward le enseñó una hilera de huellas de zapato hechas con sangre. Cruzaban la mesa, y todas tenían un distintivo y una etiqueta.

–Al ir hacia la mesa, Duchamp ha pisado su propia sangre. ¿Ves que en las primeras no se mueve? Van distanciándose a medida que se acercan a la ventana. Y fíjate que en la última huella, antes de saltar, lo único que toca la mesa es la punta del zapato. Son marcas de aceleración.

Singletón se quedó mirando el escritorio como mínimo un minuto. Después miró a la capitana.

–¿No podrían ser falsas? ¿No sería posible que el asesino le quitara los zapatos a Duchamp para imprimir las huellas, y que luego se los volviera a poner, por decir algo?

–Sí, también lo he pensado, pero los del departamento forense dicen que es imposible. Unas huellas así no se pueden falsificar. Además, la forma del agujero de la ventana casa más con la hipótesis del salto que con la de un empujón.

–¡Joder! –Singletón avanzó un paso. El cristal roto era como un ojo recortado que miraba fijamente la noche de Manhattan–. Imagínate a Duchamp sobre la mesa, con los brazos atados en la espalda y la soga al cuello. ¿Qué pueden haberle dicho para convencerlo de que saltara corriendo por su propia ventana?

Se giró.

–A menos que fuera voluntario, un suicidio asistido. Porque señales de resistencia no hay ninguna, ¿verdad?

–No, pero entonces ¿cómo se entiende que el asesino haya forzado la cerradura? ¿Y que haya atacado a Duchamp antes de atarlo? Las huellas de zapatos de la mesa no indican las típicas salidas en falso y las típicas vacilaciones de un suicidio. Además, hemos hecho entrevistas preliminares a los vecinos de Duchamp, a algunos amigos y a un par de clientes, y todos coinciden en que era el colmo de la amabilidad y de la simpatía. Tenía buenas palabras para todo el mundo, y siempre sonreía. Lo ha confirmado su médico. No tenía problemas psicológicos. Era soltero, pero no tenemos indicios de que últimamente hubiera roto con nadie. Gozaba de estabilidad económica. Ganaba mucho dinero con sus cuadros. –Hayward se encogió de hombros–. Que sepamos, no había ningún factor de estrés.

–¿Algún vecino ha visto algo?

–No. Hemos incautado las grabaciones de las cámaras de seguridad del edificio, y ahora mismo las están examinando.

Singletón asintió con los labios apretados y empezó a pasearse despacio por la sala con las manos en la espalda, muy atento a los rastros de polvo para huellas dactilares, a las etiquetas y a los indicadores de pruebas. Se paró frente al armario. Hayward se reunió con él para observar la cuerda de la bolsa hermética, una soga muy gruesa que llamaba la atención por su textura, más brillante que basta. También era raro el color: morado oscuro, casi negro, como de berenjena. El dogal tenía las trece vueltas de rigor, pero eran las vueltas más raras que había visto Hayward en su vida: complejas y abultadas, como una masa de intestinos enrollados. La cuerda que había servido para atarle las muñecas a Duchamp estaba en otra bolsa más pequeña. La capitana había dado instrucciones a los operarios de que cortaran la soga, pero no el nudo, casi tan extravagante como el dogal.

–Fíjate qué pedazo de nudos –dijo Singleton con un silbido–. ¡Y qué mal hechos!

–No estoy tan segura –contestó ella–. Haré que los analice el especialista, usando la base de datos de nudos del FBI. –Vaciló–. Aquí hay algo raro. La cuerda que han usado para ahorcar a la víctima estaba cortada justo por el centro con un cuchillo muy afilado o una hoja de afeitar.

–Quieres decir que…

Singleton no acabó la frase.

–Exacto. Estaba todo pensado para que se partiera.

Se quedaron mirando los rollos de cuerda que brillaban a la luz de los fluorescentes.

La encargada de guardar las pruebas carraspeó a sus espaldas.

–Perdone, capitana –dijo–, ¿ya me lo puedo llevar?

–Sí, sí.

Hayward se apartó para que metiera las bolsas con cuidado en el carrito, lo cerrara herméticamente y se lo llevara hacia la puerta.

Singleton esperó a que se fuera.

–¿Falta algo? ¿Objetos de valor? ¿Dinero? ¿Cuadros?

–No, nada. Duchamp llevaba unos trescientos dólares en la cartera, y tenía algunas joyas antiguas de valor en un cajón (aparte del estudio, que estaba lleno de cuadros caros), pero nadie ha tocado nada.

Singleton la observaba atentamente.

–¿Y lo que has dicho de que hay algo raro?

Hayward se giró a mirarlo.

–Sí, algo que se me escapa. Por un lado, todo parece un poco demasiado nítido, como si fuera un montaje. Está claro que como asesinato es de una meticulosidad prácticamente magistral. Por otro lado, no me cuadra nada. ¿Qué sentido tiene darle a la víctima un golpe en la cabeza y curarle la herida? ¿Por qué lo ha atado, le ha puesto un lazo en el cuello y lo ha obligado a saltar por la ventana, si había manipulado la cuerda para que la víctima sufriera una caída mortal en cuanto forcejeara un poco? Pero lo más raro es que se haya tomado tantas molestias para asesinar a un pobre acuarelista inofensivo, que nunca había matado ni a una mosca. Tengo la sensación de que este crimen esconde un motivo muy profundo y sutil, que de momento se nos escapa. Ya he encargado un perfil a los psicólogos. Espero averiguar el móvil, porque si no lo encontramos ya me dirás cómo daremos con el asesino…