Un reloj dio las doce con solemnes campanadas, amortiguadas por las felpas y tapices de la biblioteca de la vieja mansión de Riverside Drive, 891. D'Agosta se apartó de la mesa y se desperezó en el sillón de piel, haciéndose un masaje con las puntas de los dedos en la base de la espalda, que se le había quedado entumecida. La biblioteca ofrecía un ambiente mucho menos tétrico que en su anterior visita, con leña encendida sobre los morillos, y media docena de lámparas cuya luz dorada llegaba hasta el último recoveco de la habitación. Constance estaba al lado del fuego, bebiendo tisana en una taza de porcelana y leyendo The Faerie Queene, de Spenser. Proctor, que seguía recordando los gustos de D'Agosta en cuestión de bebida, había entrado un par de veces para sustituir los vasos medio vacíos de Budweiser tibia por otros más fríos.
Constance había sacado todo el material que conservaba Pendergast sobre su hermano, y D'Agosta se había pasado toda la tarde consultándolo. En esa sala que tanto conocía, con sus paredes forradas de libros, y su olor a cuero y humo de leña, casi se imaginaba a Pendergast al lado, ayudándole a buscar un rastro borrado por el tiempo, mientras sus ojos claros brillaban por la curiosidad de una investigación en ciernes.
Lo malo era lo poco que se podía investigar. D'Agosta echó un vistazo al mar de documentos, recortes, cartas, fotos e informes viejos que atiborraba la mesa. Se notaba que Pendergast se había tomado en serio la amenaza de su hermano, porque la colección estaba muy bien organizada y anotada. Casi se habría dicho que Pendergast era consciente de que, llegada la hora, podría no estar presente para el desafío, y que el testigo tendrían que recogerlo otras manos. Parecía haber guardado cualquier dato a su alcance, hasta el más nimio.
En el transcurso de las últimas horas, D'Agosta había leído todo el contenido de la mesa dos o tres veces, según los casos. Tras cortar sus relaciones con el clan de los Pendergast, Diógenes, huérfano de madre y padre, se había dedicado sobre todo a esconderse, hasta el punto de que no se había sabido nada de él durante casi un año. Después había llegado una carta de un abogado de la familia con la petición de que se depositasen cien mil dólares en un banco de Zurich a nombre de Diógenes. Un año después, otra carta parecida, con la petición de un depósito de doscientos cincuenta mil dólares en un banco de Heidelberg. El rechazo de la segunda petición por la familia había provocado una respuesta por parte del interesado, a través de una carta que ahora estaba en la mesa, entre dos placas de metacrilato. D'Agosta volvió a fijarse en la letra, cuyos trazos delgados y meticulosos parecían impropios de un adolescente de diecisiete años. No constaban ni la fecha ni el lugar de escritura. La carta iba dirigida a Pendergast:
Ave, frater:
Me desagrada escribirte, sobre este tema o sobre cualquier otro, pero no me has dejado más remedio; y te lo digo a ti porque estoy convencido de que es tu mano la que está tras el rechazo de mi petición de fondos.
No es necesario que te recuerde que faltan pocos años para que tenga derecho al uso de mi herencia. Hasta entonces, necesitaré de vez en cuando algunas cantidades despreciables como la que solicité el mes pasado. Comprobarás que os conviene, a ti y a otras personas que no necesariamente conoces, dar cumplida satisfacción a tales peticiones. Nuestra última conversación en Baton Rouge debería, a mi juicio, haberlo dejado bien claro. En este momento estoy absorto en mis estudios e investigaciones, cuya índole es de lo más diversa, y no tengo tiempo de ganar dinero por vías convencionales. Si se me obliga, obtendré las cantidades necesarias del modo que más me divierta. Si no deseas que mis actividades tomen ese rumbo, ejecuta mi solicitud con la mayor premura.
La próxima vez que te escriba, será sobre un tema que habré elegido yo, no tú. Por lo que a este respecta, es la última vez que lo abordo. Adiós, hermano. Y bonne chance.
D'Agosta dejó la carta encima de la mesa. Según constaba en los archivos, el dinero había sido enviado con prontitud. Al año siguiente, la transferencia había tenido por destino un banco de la londinense calle Threadneedle. Otro año y otra suma, esta vez a Kent. Con motivo de su vigésimo primer cumpleaños, Diógenes había protagonizado una breve reaparición para pedir su herencia (ochenta y siete millones de dólares). La siguiente noticia era su muerte, al cabo de dos meses, en un accidente de automóvil en la calle principal de Canterbury. Las llamas lo habían dejado irreconocible. En cuanto a la herencia, nunca había aparecido.
D'Agosta dio varias vueltas al falso certificado de defunción.
«En este momento estoy absorto en mis estudios e investigaciones, cuya índole es de lo más diversa». Diversa, de acuerdo, pero ¿cuál? Diógenes no lo decía, y en ese tema su hermano tampoco entraba en precisiones. O en muy pocas. La mirada de D'Agosta se posó en un montoncito de recortes de prensa, tomados de varias revistas y periódicos extranjeros. Todos tenían una etiqueta con su fuente y fecha. Si no estaban en inglés, llevaban la traducción adjunta. Otro ejemplo de la previsión de Pendergast.
La mayoría de los recortes trataba sobre crímenes sin resolver. En Lisboa había fallecido toda una familia de botulismo, pero sin que apareciera ningún rastro de comida en sus estómagos. En París habían encontrado desangrado a un químico de la Sorbona, con las arterias radiales de las dos muñecas seccionadas con suma precaución, pero en el lugar del crimen no había ni una gota de sangre, y faltaban varias carpetas sobre los experimentos de la víctima. Otros recortes describían muertes más truculentas, en que los cadáveres parecían haber sufrido diversas torturas o experimentos (dado el mal estado de los restos, no podía determinarse con certeza si se trataba de lo uno o de lo otro). Algunos recortes eran simples necrológicas. Las muertes no parecían ceñirse a ninguna lógica o pauta. Pendergast tampoco había dejado comentarios sobre los puntos que le parecían de interés.
D'Agosta cogió el fajo de recortes y lo hojeó. También figuraban varios robos: una empresa farmacéutica que había perdido todo un congelador de productos experimentales; una colección de diamantes desaparecida en circunstancias misteriosas de una caja fuerte de Israel; un trozo excepcional de ámbar (del tamaño de un puño) con una hoja de una planta extinguida hacía mucho tiempo, sustraído en el apartamento de una pareja rica de París; un coprolito pulido de tiranosaurio, único en su género, fechado exactamente en el límite KT…
Dejó los recortes en la mesa, suspirando.
Lo siguiente que llamó su atención fue un delgado fajo de papeles de Sandringham, un colegio privado del sur de Inglaterra donde Diógenes había cursado el último año de enseñanza superior sin que lo supiera su familia. La dirección había aceptado su solicitud gracias a una serie de documentos falsos y a unos padres alquilados expresamente para la ocasión. El boletín del primer semestre otorgaba a Diógenes la primacía sobre sus compañeros en todas las asignaturas. Aun así, lo habían expulsado al cabo de unos meses sin alegar ningún motivo, al menos que pudiera deducirse de los documentos. Las respuestas del colegio a las consultas de Pendergast se reducían a evasivas con cierto componente de nerviosismo. Otros papeles mostraban que Pendergast se había puesto en contacto varías veces con un tal Brian Cooper (el compañero de habitación de Diógenes en Sandringham durante una breve temporada), quien al parecer se había negado a contestar. La última carta de los padres de Brian informaba de su ingreso en una institución a causa de una catatonia aguda.
Después de su expulsión, la pista de Diógenes se perdía durante más de dos años, hasta el momento en que daba señales de vida para reclamar su herencia. Cuatro meses después escenificaba su propia muerte en Canterbury.
Desde entonces, silencio.
Bueno, no del todo. Existía un último comunicado. D'Agosta se acercó a una gruesa hoja de papel de tela, doblada por el medio, y la abrió pensativo. Arriba había un escudo de armas en relieve, con un ojo sin párpados sobre dos lunas y un león echado. En medio de la hoja, una fecha en tinta violeta. D'Agosta ya reconocía la letra: era la de Diógenes. «28 de enero».
Sus pensamientos volvieron inexorablemente al día de octubre en que había tenido por primera vez el mensaje en sus manos, dentro de esa misma habitación, justo antes de viajar a Italia; el día en que Pendergast, tras enseñárselo, le había hablado sucintamente sobre el plan de Diógenes de cometer el crimen perfecto.
Pero D'Agosta había vuelto solo de Italia, y ahora le competía exclusivamente a él proseguir la tarea de su difunto compañero e impedir el crimen que se produciría (cabía suponer) el 28 de enero.
Faltaba menos de una semana.
Sintió pánico. Tenía tan poco tiempo… El compañero de habitación de Sandringham. Ya tenía la pista que buscaba. Decidió llamar por teléfono a sus padres por la mañana, para saber si Brian había vuelto a hablar. En el peor de los casos, seguro que no era el único que había conocido a Diógenes en el colegio.
Dobló con cuidado el papel y lo dejó otra vez encima de la mesa. Al lado había una foto en blanco y negro desgastada por el tiempo. La cogió para acercarla a la lámpara. Un hombre, una mujer y dos niños pequeños, con una intrincada reja de forja a sus espaldas y una mansión de gran prestancia al fondo. Hacía calor, porque los niños llevaban pantalones cortos, y la mujer un vestido de verano. El hombre miraba la cámara con cara de patricio. Ella era guapa, con el pelo rubio y una sonrisa misteriosa. Los niños debían de tener unos ocho y cinco años. El mayor estaba muy erguido, con las manos en la espalda, mirando la cámara con seriedad. Tenía el pelo muy rubio, con la raya en medio, y la ropa planchada. Por la forma de los pómulos, y lo aguileño de las facciones, D'Agosta pensó que debía de ser el agente Pendergast.
A su lado había un niño pelirrojo con las manos juntas y los dedos hacia arriba, como si rezase. A diferencia de su hermano mayor, Diógenes presentaba cierto descuido en su aspecto, pero no por su ropa, ni por falta de acicalamiento. Quizá se debiera a la postura relajada y casi lánguida de los brazos y las piernas, tan poco acorde con el gesto candoroso de las manos. También podía deberse a los labios de su boca abierta, demasiado carnosos y sensuales para alguien de su edad. Los ojos parecían iguales. Debía de ser una foto de antes de la enfermedad.
Aun así, a D'Agosta le llamaron la atención. No miraban la cámara, sino más lejos, en el supuesto de que mirasen algo. Eran ojos apagados, mortecinos, desplazados en su rostro infantil. Tuvo una impresión desagradable en la boca del estómago.
Se sobresaltó al oír un susurro a pocos centímetros de sus oídos. Constance Greene había aparecido como por arte de magia. Parecía tener en común con Pendergast la facultad de acercarse con sigilo absoluto.
–Perdone –dijo–. No quería asustarlo.
–No, tranquila, si mirando todo esto le da el canguelo a cualquiera.
–Disculpe… ¿El canguelo?
–Es una forma de hablar.
–¿Ha encontrado algo interesante?
D'Agosta negó con la cabeza.
–Nada que no hayamos comentado. –Hizo una pausa–. Lo único raro es que no encuentro nada sobre la enfermedad de Diógenes, que según la tía Cornelia fue la escarlatina. Dijo que desde entonces no había vuelto a ser el mismo.
–Lamento no poder suministrarle más información. He buscado por todas las colecciones y documentos de la familia, por si a Aloysius se le había pasado algo por alto, pero fue muy concienzudo. No hay nada más.
Nada más. El paradero de Diógenes, su aspecto físico, sus actividades… Otros tantos misterios, como el crimen que se disponía a cometer.
Solo había una fecha: el 28 de enero. El lunes.
–Puede que Pendergast se equivocara –dijo D'Agosta, intentando parecer esperanzado–. Me refiero a la fecha. Puede que falte un año más. O puede que no sea lo que pensamos. –Hizo un gesto para señalar los documentos desperdigados por la mesa–. Resulta todo tan lejano, en la distancia y en el tiempo… Parece imposible que esté a punto de pasar algo grave.
La única respuesta de Constance fue una débil y fugaz sonrisa.