Pensó que lo que confería sensación de realidad al hecho de haber vuelto al museo era el olor, una mezcla de naftalina, polvo, barniz viejo y un ligero matiz de descomposición. Estaba en el pasillo de la cuarta planta, un pasillo espacioso lleno de despachos. Al pasar junto a las puertas de roble, con los nombres de los conservadores escritos en letras doradas con el borde negro, le sorprendió la escasez de nuevas incorporaciones. En seis años habían cambiado muchas cosas, sin embargo el tiempo del museo parecía seguir su propio ritmo.
La idea de volver, varios años después de la experiencia más aterradora de su vida, le había dado más miedo de lo que estaba dispuesta a admitir. De hecho era la causa de que hubiera retrasado al máximo la decisión, pero tenía que reconocer que después de los primeros días (algo duros, todo había que decirlo) sus viejos temores casi se habían esfumado. El paso de los años había dado buena cuenta de sus pesadillas y de la persistente sensación de vulnerabilidad. Ahora esas cosas, esas atrocidades, eran historia, mientras que el museo seguía igual que siempre, como un cachivache encantador, un viejo castillo de gigantes poblado por simpáticos excéntricos, y rebosante de especímenes tan raros como fascinantes: la mayor colección mundial de trilobites; el Corazón de Lucifer, que era el diamante más valioso de la historia, y Snaggletooth, el fósil de tiranosaurio más grande y mejor conservado del mundo.
Rehuía el subsótano, eso sí, y si limitaba el número de noches en que se quedaba trabajando hasta altas horas, cuando ya estaba todo cerrado a cal y canto, no era por pereza.
Se acordó de cuando había recorrido por primera vez ese augusto pasillo, como simple e insignificante graduada. En el tótem del museo, los estudiantes de posgrado ocupaban un lugar tan bajo que ni siquiera se los despreciaba. Eran literalmente invisibles. Ella no se lo había tomado mal. Era un rito por el que todos tenían que pasar, y en esos tiempos todavía no era nadie, una «usted» o como máximo una «señorita».
¡Cómo cambiaban las cosas! Ahora la trataban de «doctora», y a veces hasta de «profesora». Cuando su nombre aparecía impreso, siempre lo hacía seguido por una ristra de títulos: Socio Investigador Pierpont (lo de «socio» siempre la hacía sonreír), profesora adjunta de etnofarmacología… Sin olvidar el más reciente (de hecho solo tenía tres semanas): directora de Museology. Para alguien como ella, que siempre había restado importancia a los títulos, estaba siendo una sorpresa descubrir lo gratificantes que podían ser para la persona que los ostentaba. «Profesora». Sonaba bonito, contundente, sobre todo en boca de unos conservadores más viejos que Matusalén que seis años antes le habrían negado hasta el saludo, y que ahora competían en solicitar su opinión o en regalarle sus monografías. Esa mañana, sin ir más lejos, un personaje del calibre del director de antropología, Hugo Menzies, que en teoría era su jefe, la había consultado amablemente sobre el tema de la mesa redonda que moderaría en la siguiente reunión de la Sociedad Americana de Antropología.
Un cambio refrescante, la verdad.
El director estaba al fondo del pasillo, en uno de los codiciados despachos de la torre. Al llegar a la puerta de roble, oscurecida por la pátina de todo un siglo, Margo esperó un poco, levantó la mano y la volvió a bajar por culpa de un arranque de nervios. Respiró hondo. La satisfacción de haber vuelto al museo hizo que volviera a preguntarse si la polémica que estaba a punto de abrir no era un grave error, pero se recordó que no la había elegido, y que su condición de directora de Museology no le dejaba más remedio que tomar partido. Si hacía la vista gorda, perdería de inmediato toda su credibilidad como arbitro de la ética y la libertad de expresión. Peor aún: se lo reprocharía eternamente.
Su mano golpeó tres veces seguidas la puerta de roble. Si el primer golpe fue firme, mucho más lo fue el tercero.
Tras un momento de silencio, se abrió la puerta y apareció la señora Surd, la secretaria seca y eficaz del director del museo, cuyos ojos, azules y penetrantes, no desaprovecharon la oportunidad de darle un rápido repaso en el momento de apartarse.
–¿Doctora Green? El doctor Collopy la está esperando. Puede pasar directamente.
Margo se acercó a la segunda puerta, igual o más oscura y maciza que la del pasillo, y al empujar el pomo de latón –que estaba helado–, puso en movimiento unas bisagras muy bien engrasadas.
Al otro lado de un decimonónico y vastísimo escritorio, bajo un gran cuadro de las cataratas Victoria firmado por De Clefisse, Frederick Watson Collopy, director del Museo de Historia Natural de Nueva York, se levantó elegantemente del sillón, con una sonrisa que pronunciaba las arrugas de su cara de hombre guapo. Llevaba un traje gris oscuro, cortado a la antigua, y como única nota de color en la pechera almidonada, una pajarita de seda roja.
–¡Ah, Margo! Me alegro de que haya venido. Siéntese, por favor.
«Me alegro de que haya venido». Pues la nota que había recibido Margo sonaba más a citación que a invitación.
Collopy salió de detrás del escritorio y señaló un sillón de piel bien acolchado, uno de los de delante de la chimenea de mármol rosa. Margo se sentó. Collopy lo hizo en el de enfrente.
–¿Le apetece algo? ¿Café, té, agua mineral?
–No, gracias, doctor Collopy.
El director se reclinó y cruzó plácidamente las piernas.
–Estamos muy contentos de volver a tenerla en el museo, Margo –dijo con su acento de alta burguesía neoyorquina de toda la vida–. Me encantó que aceptara dirigir Museology. ¡Nos sentimos tan afortunados de que no pudieran retenerla en GeneDyne! Sus publicaciones nos habían impresionado muy favorablemente, y con su historial de investigación etnofarmacológica en el museo era la candidata perfecta.
–Gracias, doctor Collopy.
–¿Qué, cómo lo ha encontrado? ¿Todo de su gusto?
El tono de Collopy no solo era educado, sino amable.
–Todo bien, gracias.
–Me alegro. Museology es la revista más antigua de su disciplina. Se ha publicado sin interrupción desde 1892, y sigue siendo la más respetada. Ha asumido una responsabilidad y un reto considerables, Margo.
–Espero continuar la tradición.
–Nosotros también. –Collopy acarició su barba corta y entrecana, pensativo–. Uno de nuestros grandes orgullos es que los editoriales de Museology sigan una línea independiente.
–Sí –dijo Margo.
Se lo veía venir, y estaba preparada.
–El museo nunca se ha inmiscuido en las opiniones vertidas en los editoriales de Museology, ni tiene intención de hacerlo. Para nosotros, la independencia de la revista es prácticamente sagrada.
–Me alegro de que lo diga.
–Por otro lado, no nos gustaría ver que Museology se convierte en un… ¿Cómo llamarlo? Un órgano de expresión personal. –Tal como lo dijo, sonó como una referencia a otro órgano–. La independencia comporta responsabilidad. A fin de cuentas, Museology lleva el nombre del Museo de Historia Natural de Nueva York.
El tono seguía siendo suave, pero con un mordiente oculto. Margo se mantuvo a la espera. Estaba resuelta a conservar una actitud profesional y desapasionada. De hecho ya tenía la respuesta preparada (hasta la había puesto por escrito y se la había aprendido de memoria para darle mayor elocuencia), pero era importante dejar hablar a Collopy.
–Por eso los anteriores directores de Museology siempre pusieron el máximo cuidado en su manera de ejercer la libertad editorial.
El director dejó la frase en el aire.
–Supongo que se refiere al editorial que estoy a punto de publicar sobre la solicitud de repatriación de los indios tano.
–Exactamente. La carta en que la tribu pide la devolución de las máscaras de la Gran Kiva llegó la semana pasada, y todavía no ha sido analizada por el consejo de administración. De hecho, el museo no ha tenido tiempo ni de consultar a sus abogados. Y digo yo: ¿no es ligeramente precipitado escribir un editorial sobre una cuestión que ni siquiera se ha empezado a evaluar, máxime cuando se es nueva en el cargo?
–A mí el tema me parece muy claro –dijo Margo sosegadamente.
La reacción de Collopy fue apoyarse en el respaldo del sillón con una sonrisa de condescendencia.
–¿Claro, Margo? Todo lo contrario. Hace ciento treinta y cinco años que las máscaras están en el museo, y se les ha asignado un lugar preferente en la exposición «Imágenes sagradas», la más importante que organiza el museo en seis años, desde «Supersticiones».
Otro silencio tenso.
–Naturalmente –siguió diciendo Collopy–, no le pediré que modifique su postura editorial. Me limitaré a señalar la posibilidad de que le falten ciertos datos. –Pulsó un botón casi invisible de la mesa, y dijo por un altavoz no menos invisible–: El expediente, señora Surd.
La secretaria tardó pocos segundos en aparecer con una carpeta vieja en la mano. Collopy le dio las gracias, echó un vistazo a la carpeta y se la tendió a Margo.
Era un expediente antiguo y quebradizo, con un olor tremendo a polvo y hongos. Lo abrió con cuidado. Contenía papeles escritos a mano, con una caligrafía decimonónica, de trazos finos. También un contrato, y unos cuantos dibujos.
–Es el documento original de adquisición de las máscaras de la Gran Kiva, que tan empeñada parece en devolver a los indios tano. ¿Lo había visto?
–No, pero…
–Quizá hubiera sido conveniente hacerlo antes de escribir el editorial. El primer documento es un recibo por doscientos dólares, que en 1870 era mucho dinero. No se puede decir que el museo pagara las máscaras con collaritos. El segundo documento es el contrato. La equis es la firma del jefe de la Sociedad de la Gran Kiva, la persona que vendió las máscaras a Kendall Swope, el antropólogo del museo. El tercer documento que tiene usted en sus manos es la carta de agradecimiento que escribió el museo al jefe, y que le fue entregada a nuestro agente indio para que se la leyera y le diera garantías de que las máscaras siempre estarían bien cuidadas.
Margo contempló los papeles. La tenacidad que ponía el museo en cualquier cosa, sobre todo en la faceta documental, aún no había dejado de asombrarla.
–Si le cuento todo esto, Margo, es para que comprenda que el museo compró las máscaras de buena fe. En su día pagamos un precio más que aceptable, y ahora ya hace un siglo y medio que obran en nuestro poder, perfectamente conservadas. Por si fuera poco, figuran entre los objetos más importantes de toda nuestra colección amerindia. Son miles las personas que las ven cada semana. No solo las ven, sino que aprenden de ellas. Las máscaras han despertado más de una vocación por la antropología o la arqueología. En ciento treinta y cinco años, ni un solo miembro de la tribu tano ha elevado sus quejas, o ha acusado al museo de haberlas adquirido ilegalmente. En vista de todo ello, ¿no le parece un poco injusto que pretendan recuperarlas tan de sopetón? ¿Justo antes de una exposición estrella donde tenían rango de protagonistas?
El silencio se adueñó del lujoso despacho de la torre, cuyas altas ventanas daban a Museum Drive, y en cuyas paredes, revestidas de madera oscura, podían admirarse varios cuadros de Audubon.
–Sí, un poco injusto sí que parece –dijo Margo sin perder la compostura.
La sonrisa de Collopy fue tan amplia que le arrugó toda la cara.
–Ya sabía yo que lo comprendería.
–Aun así, no cambiaré mi postura editorial.
El ambiente se enfrió.
–¿Cómo dice?
Había llegado el momento del discurso.
–El expediente de compra no contiene nada que modifique los hechos. Es muy sencillo: para empezar, el propietario de las máscaras no era el jefe de la Sociedad de la Gran Kiva, sino el conjunto de la tribu. Sería como si un cura vendiese reliquias de su iglesia. No es legal vender lo que no se posee. El recibo y el contrato de esta carpeta carecen de validez legal. Es más: cuando Kendall Swope trajo las máscaras, ya lo sabía, como queda de manifiesto en el libro que escribió, Las ceremonias tano. Era consciente de que el jefe no tenía derecho a venderlas. Sabía que las máscaras constituían una parte sagrada de la ceremonia de la Gran Kiva, y que no debían ser alejadas de la tribu. Hasta admite que el jefe era un estafador. Basta con leer Las ceremonias tano.
–Margo…
–Por favor, doctor Collopy, déjeme terminar. Toda esta cuestión atañe a un principio todavía más importante: el carácter sagrado de las máscaras para los indios tano, carácter que nadie ha discutido. No se pueden sustituir ni rehacer. Los tano creen que cada máscara tiene un espíritu, y que está viva. Y no se trata de creencias que hayan surgido por oportunismo, sino de ideas religiosas sinceras y muy arraigadas.
–Ya, mujer, pero ¿después de ciento treinta y cinco años? ¿Por qué no nos habían dicho nada en tanto tiempo?
–Porque los tano no tenían la menor idea de dónde estaban las máscaras. Solo se enteraron al leer la noticia de la exposición.
–La verdad, no me creo que hayan lamentado su pérdida durante más de un siglo. Estaban olvidadas. Me parece demasiada casualidad, Margo. Las máscaras valen entre cinco y diez millones de dólares. No es una cuestión religiosa, sino económica.
–No, eso no es verdad. He hablado con ellos.
–¿Que ha hablado con ellos?
–Por supuesto. He tenido una conversación telefónica con el gobernador de Tano Pueblo.
El rictus implacable de Collopy se borró fugazmente.
–Eso tiene unas repercusiones jurídicas incalculables.
–Me he limitado a cumplir con mi deber como directora de Museology: averiguar los hechos. Los tano sí que se acuerdan. Siempre se han acordado. Como demostró la datación por carbono realizada en el museo, en el momento de su obtención las máscaras ya tenían una antigüedad de casi setecientos años. Le aseguro que los tano son muy conscientes de su pérdida.
–Pero ¡no las conservarán como es debido! ¡Los tano carecen de las instalaciones necesarias para ocuparse de ellas!
–Nunca deberían haber salido de la tribu. No son «especímenes de museo», sino una parte viva de la religión tano. ¿Qué se cree, que los huesos de san Pedro que están debajo del Vaticano están siendo «conservados como es debido»? Las máscaras deben volver a la kiva, estén o no climatizadas.
–Devolverlas sentaría un precedente peligrosísimo. Nos veríamos inundados de peticiones por parte de todas las tribus del país.
–Tal vez, pero no es un argumento válido. En este caso, lo único correcto es devolver las máscaras. Lo sabe tan bien como yo. ¡Y pienso defenderlo en un editorial!
Tragó saliva al darse cuenta de que había hecho justo lo que se había prometido no hacer: levantar la voz.
–Es mi criterio editorial, definitivo e independiente –añadió con más calma.