Dos

–¿Vinnie? ¿Vin? ¿Seguro que no quieres que te ayude?

–¡No! –El teniente Vincent D'Agosta procuró adoptar un tono neutro, sereno–. No, tranquila, que ya me las arreglo. Un par de minutitos.

Miró el reloj: casi las nueve. Un par de minutitos. Ya, ya… Con suerte, llevaría la comida a la mesa cuando dieran las diez.

La cocina de Laura Hayward –seguía viéndola así, como de Laura, porque solo hacía seis semanas que vivían juntos– solía ser un oasis de orden, un espacio de calma inmaculada, como su dueña, pero ahora parecía un campo de batalla. El fregadero rebosaba de cacharros sucios. Dentro y alrededor del cubo de basura, media docena de envases vacíos goteaban restos de salsa de tomate y aceite de oliva (tantos, aproximadamente, como libros de cocina había en el mármol, con las páginas cubiertas de migas y espolvoreadas de harina). La única ventana de la cocina, que daba al cruce de la calle Setenta y siete y la Primera Avenida, estaba salpicada por el aceite de freír las salchichas, mientras que el aire insistía en oler a carne quemada, aunque el extractor estuviera puesto a tope.

Durante las últimas semanas, siempre que se lo habían permitido su horario y el de Vincent, Laura había organizado una serie de comidas a cuál más deliciosa, sin aparentar ningún esfuerzo. D'Agosta estaba alucinado. Para la que pronto sería su ex mujer y que ahora vivía en Canadá, cocinar siempre había sido un auténtico suplicio, acompañado por suspiros histriónicos, ruido de sartenes y resultados casi siempre ingratos. El contraste con Laura no podía ser mayor.

Aparte de alucinado, también estaba un poco celoso. Ahora resultaba que además de superarlo en rango (puesto que era capitana en la policía de Nueva York), Laura Hayward lo superaba como cocinera, cuando todos sabían que los mejores chefs siempre eran hombres, preferiblemente italianos, que dejaban a los franceses a la altura del betún. De ahí que llevara varios días prometiéndole una cena italiana de las de antología, como las de su abuela. Cada repetición de la promesa había hecho crecer la complejidad y espectacularidad del festín, y ahora había llegado la gran noche, el momento de preparar la lasagna napoletana de su abuela.

Por desgracia, al entrar en la cocina se había dado cuenta de que no se acordaba exactamente de la receta, y eso que se la había visto preparar mil veces. Hasta la había ayudado a hacerla. Pero ¿cuáles eran los ingredientes exactos del ragú que echaba su abuela en las capas de pasta? ¿Qué ponía en las minúsculas albondiguillas que componían el relleno, junto a la carne picada de salchicha y los quesos? En su desesperación, había recurrido a los libros de cocina de Laura, pero cada uno aconsejaba algo distinto. Resultado: varías horas de trabajo, todo a medias y un cocinero que empezaba a ponerse francamente nervioso.

Respiró hondo al oír la voz de Laura en su exilio del salón.

–¿Qué has dicho, amor?

–Que mañana llegaré tarde a casa. Rocker ha convocado a todos los capitanes el 22 de enero, o sea, que solo tengo libre el lunes por la noche para poner al día los informes y los expedientes del personal.

–Rocker y su papeleo… Oye, hablando de tu amigo el jefe de policía, ¿cómo está?

–No es amigo mío.

D'Agosta volvió a vigilar el ragú, que se estaba reduciendo en los fogones. Seguía convencido de que la causa de haber recuperado su puesto (y rango) en la policía de Nueva York eran unas palabritas de Laura a Rocker. Así estaban las cosas, aunque no le gustaran.

De repente una enorme burbuja de ragú se asomó al borde de la sartén y explotó como un volcán, llenándole la mano de salsa.

–¡Ay! –gritó.

Sumergió la mano en el agua de fregar los platos, mientras reducía el fuego.

–¿Qué pasa?

–Nada, todo controlado.

Removió la salsa con una cuchara de madera. Fue el momento en que descubrió que se había quemado el fondo. Trasladó rápidamente la sartén a uno de los fogones de la segunda hilera. Después se acercó la cuchara a los labios con un poco de recelo. ¡Pues no estaba tan mal! Correcto de textura, agradable al paladar… El regusto a quemado casi no se notaba. Ahora bien, nada que ver con el de su abuela.

–Oye, Nonna, ¿qué más lleva el ragú? –murmuró.

Si alguna respuesta se alzó entre el coro invisible, D'Agosta no la oyó.

De repente chisporroteó algo. Era el agua con sal de la olla gigante, que había empezado a derramarse, D'Agosta se aguantó una palabrota y bajó el fogón correspondiente. Después cogió una caja de pasta, la abrió a lo bruto y vertió medio kilo de lasaña.

Del salón llegaba música. Laura había puesto un disco de Steely Dan.

–En serio que pienso hablar con el dueño y decirle cuatro cosas del portero –la oyó decir al otro lado de la puerta.

–¿Qué portero?

–El nuevo, el de las últimas semanas. Es lo más maleducado que te puedes echar a la cara. ¿Tú crees que es normal que un portero no te abra ni la puerta? Encima esta mañana va el tío y no quiere ni llamarme a un taxi. Ha movido la cabeza como diciendo que no y se ha ido tan fresco. Para mí que no habla inglés. Al menos eso aparenta.

«¿Qué esperas por dos mil quinientos al mes?», pensó D'Agosta, pero como el piso estaba a nombre de Laura, se calló. No solo estaba a su nombre, sino que lo pagaba, al menos de momento porque D'Agosta estaba decidido a cambiar la situación lo antes posible.

Se había mudado sin demasiadas expectativas. Después de una de las peores etapas de su vida, no quería pensar con más de un día de antelación. Por otro lado, aún estaba al principio de lo que prometía ser un divorcio bastante desagradable y, en un momento así, probablemente no fuera muy sensato entablar una nueva relación. Sin embargo, estaba saliendo mucho mejor de lo previsto. Laura Hayward era algo más que una simple novia o amante. Se había convertido en su media naranja. En cuanto al hecho de que trabajaran en lo mismo y de que ella fuera su superior, no era un problema, como había temido, sino todo lo contrario. Así tenían un territorio común, la oportunidad de ayudarse y comentar sus respectivos casos sin preocuparse por la confidencialidad o las suspicacias.

–¿Ha salido alguna pista nueva sobre el Exhibicionista? –oyó que preguntaba Laura en el salón.

Era como llamaban en la policía de Nueva York a un delincuente que llevaba cierto tiempo robando en los cajeros con una tarjeta falsificada, y que al final siempre enseñaba la pinga a la cámara de seguridad. La mayoría de los incidentes se habían producido en el distrito de D'Agosta.

–Un posible testigo ocular de la faena de ayer.

–¿Testigo de qué? –preguntó insinuantemente Laura.

–Pues de la cara. ¿De qué va a ser?

D'Agosta removió un poco la pasta y ajustó el fogón. Después echó un vistazo al horno y comprobó que la temperatura fuera la adecuada. Por último, mientras volvía a situarse frente a la montaña de cacharros, repasó mentalmente la lista. Salchichas: controladas. Albondiguillas: controladas. Ricota, parmesano y mozzarella fiordilatte: todo controlado. «No, si al final aún quedaré bien…».

¡Coño, que aún tenía que rallar el parmesano!

Abrió un cajón y empezó a hurgar como loco. Justo entonces oyó el timbre.

Debían de ser imaginaciones suyas. Laura recibía muy pocas visitas. Él, ninguna. Y menos a esas horas de la noche. Probablemente trajeran algo a domicilio los del vietnamita de abajo, y se hubieran equivocado de puerta.

Reconoció el rallador con el tacto, lo sacó, lo puso sobre el mármol y cogió el bloque de parmesano. Después de elegir la cara que rallaba más fino, aproximó el queso a la lámina de acero.

–¿Vinnie? –dijo Laura–. Yo que tú saldría.

D'Agosta solo titubeó un momento. Algo en el tono de Laura lo hizo salir de la cocina dejándolo todo como estaba.

Junto a la puerta del piso, Laura hablaba con alguien cuyo rostro no se veía bien. Llevaba una gabardina cara. D'Agosta tuvo la impresión de conocerlo.

El visitante dio un paso hacia la luz. D'Agosta se quedó boquiabierto.

–¡Usted! –dijo.

El hombre se inclinó.

–Señor D'Agosta…

Laura miró a D'Agosta con una pregunta en los ojos: «¿Quién es?».

D'Agosta recuperó lentamente la respiración.

–Laura –dijo–, te presento a Proctor, el chófer del agente Pendergast.

Laura abrió los ojos de sorpresa.

Proctor hizo otra reverencia.

–Muchísimo gusto, señora.

Ella se limitó a hacer un gesto con la cabeza.

Proctor volvió a mirar a D'Agosta.

–¿Me haría el favor de acompañarme?

–¿Adonde?

En realidad, D'Agosta ya sabía la respuesta.

–Al número ochocientos noventa y uno de Riverside Drive.

Se humedeció los labios.

–¿Porqué?

–Porque lo espera alguien, una persona que ha solicitado su presencia.

–¿Ahora mismo?

La única respuesta de Proctor fue otra inclinación.