El tremendo disco rojo del sol volvió a levantarse e inmediatamente les proporcionó algo de calor. Descubrieron que las enredaderas los estaban succionando, y así continuaron hasta hartarse. Cuando las plantas acabaron con ellos, se levantaron y bebieron durante un tiempo el agua de las vainas. El agua, como era normal, los paralizó, pero las enredaderas, como si supieran que ambos ya habían pagado previamente por su ración, no les molestaron.

Siguieron su camino hacia el norte, durmiendo cuatro veces y alimentándose de los animales de narices gemelas y de cucarachas, cuyo sabor era semejante al de la carne de cangrejo, así como de algunos otros animales, por ejemplo, una serpiente voladora. Se trataba de una de las pocas especies aéreas que carecían de vejigas gaseosas. Algunas de sus costillas se habían transformado en grandes alas que batían de arriba hacia abajo como una imitación del vuelo de las aves. Pasó otra noche llena de peligro y salió tras ella un nuevo sol.

—¿Cuánto falta para que lleguemos a tu ciudad? —pregunto Ismael.

—No lo sé —respondió Namalee—. En barco nos llevaría unos veinte días. A este paso, unas cinco veces más.

—Unos cuatrocientos días de mi mundo —calculó Ismael.

Pero no lo lamentaba, pues el tiempo apenas contaba para alguien que, como él, era ballenero. Lo que sí habría preferido era poder surcar las olas. Era una tarea dura y exasperante tener que abrirse camino a través de aquella espesura. Envidiaba a las bestias que navegaban sin esfuerzo, o eso parecía, por el aire.

Al mediodía vieron otra de las numerosas e inmensas nubes formada por millones de animalillos rojos, con cabeza en forma de paraguas, seguidas por los leviatanes que perseguían y se alimentaban de aquel plancton flotante. Y vieron igualmente un gran barco aéreo. Namalee se levantó soltando la carne del insecto que cazasen apenas una hora antes. Se quedó en silencio, hasta que, al final, suspiró. Y sonrió.

—Es de Zalarapamtra.

El barco parecía un enorme cigarro alargado del que colgaba un delgado mástil, vergas y velas y a cuyos costados, en ángulo recto, se perfilaban otros dos mástiles con sus aparejos. Las velas, de proa a popa, eran tan tenues que el cielo azul oscuro se veía a través de ellas. En la proa había timones verticales y horizontales.

—No es tan plano como parece —le dijo la joven contestando a su pregunta—. Si lo vieras de cerca, descubrirías que su contorno mide lo que doce hombres.

El barco seguía a una manada formada por una treintena de leviatanes que desplegaban el doble par de alas de dragón, jaspeadas de rojo, negro, verde y escarlata. Los enormes cuerpos cilíndricos, las enormes cabezas de plata brillante, cruzaban entre las nubes de plancton.

—¿Cómo…? —preguntó Ismael.

—Observa —fue la respuesta.

El barco desplegó todo el velamen. Viajaba muy deprisa, pero no lo suficiente como para alcanzar a las ballenas. En aquel momento, salió del ballenero un punto diminuto, seguido de otro.

Los puntos tenían forma de aguja y la tripulación se instalaba bajo ellos. Namalee le dijo que no eran útiles más que para aquel tipo de trabajo. La parte curva del morro transportaba una vejiga muy grande. En ella se apostaba el arponero cuando llegaba la hora de atacar. Allí se almacenaba el arpón y su correspondiente cabo.

Observó que el bote ballenero tenía mástiles por arriba, abajo y a ambos costados. En aquel punto, desplegaron las velas y el navío empezó a dirigirse hacia la nube roja.

—¿Cómo se las arreglan para descender y plegar las velas sin sacar los brazos?

—Lo hacen desde cubierta —le respondió—. Dicen que es un invento de Zalarapamtra, pero a mí me parece que se hacía así desde antes que naciera el dios.

Uno de los botes balleneros se lanzó tras un leviatán que no parecía darse cuenta de su presencia. Atravesó capa tras capa de animalillos rojos cuya densidad variaba caprichosamente. El bote, siguiendo a la ballena, cruzó la nube e Ismael lo perdió de vista.

Ismael se volvió para observar el paso de las criaturas y se fijó en el leviatán que cerraba la manada. Una lámina plateada cayó del cuerpo del animal; era el lastre de agua que almacenaba en una vejiga por dos razones: una, para extraerla cuando su cuerpo la necesitaba, y otra, que utilizaba en casos de emergencia, para cuando era necesario ganar altura rápidamente.

Ismael pudo ver que el barco ballenero iba conectado a la cabeza de la bestia por una delgada cuerda fijada en la proa. La ballena voladora hacía lo contrario a sondear: se remontaba a las alturas del firmamento.

—Puede flotar mucho tiempo en un aire en el que los hombres no tardarían en ahogarse —explicó Namalee—. A veces, una ballena es lo bastante grande como para arrastrar consigo un barco y el arponero se ve en ese caso obligado a cortar el cabo antes de perder el sentido y no saber lo que se hace.

La bestia había arrastrado el bote a tal altura que los dos objetos resultaban invisibles en el cielo azul oscuro. La nube de plancton se hallaba al noroeste de los dos observadores del suelo, y en una media hora, habría llegado al horizonte. Sin embargo, el barco se había apartado del plancton y ceñía el viento. Giró a barlovento y retrocedió, girando otra vez a favor del viento. Las maniobras las realizaban los hombres de a bordo, muy por encima de Ismael, que así podía ver la ballena voladora y la canoa que remolcaba. Todavía se encontraban, verticalmente hablando, en la zona donde clavaron el arpón en la cabeza del animal.

Pasado un rato, Ismael no vio de la ballena más que un pequeño punto blanquecino. Pero el animal empezó a crecer a medida que descendía y el barco se hizo visible. La bestia se estaba sumergiendo, con las alas desplegadas y el cuerpo lanzado como una saeta. La cuerda que se extendía entre el cazador y la presa era demasiado delgada como para poder ser vista, pero el barco iba el línea recta y un poco ladeado con respecto a la ballena, a unos trescientos pies de distancia.

—La ballena suelta el gas rápidamente y cae —le contó Namalee—. Cuando esté cerca del suelo, abrirá las alas y girará hacia arriba en una curva cerrada. El barco, balanceándose por detrás y a un lado, puede escapar o no, en cuyo caso, se estrellará contra el suelo. Todo depende de la práctica que tenga la ballena. A veces fallan en sus apreciaciones, en la velocidad o la distancia, pues la herida les ha dañado el cerebro. En ese caso, chocan y se matan, pero también matan a los tripulantes del barco. Por supuesto, éstos pueden cortar la cuerda antes de que la ballena se acerque demasiado al suelo, pero es cuestión de honor el que el arponero no corte la cuerda hasta el último instante… A veces, el impulso hace que el barco siga y…

Dejó de hablar. Si la ballena se mantenía con la misma velocidad y el mismo ángulo de caída, chocaría a una media milla de donde se encontraban. El leviatán estaba tan cerca que Ismael pudo ver que era considerablemente más grande que la ballena azul de su tiempo, contando con que ésta era el animal más grande que hubiera existido antes. La cabeza con forma de cañón se parecía, en gran medida, a la de su rival de los mares que conociera Ismael, pero carecía de mandíbula. La boca era un agujero redondo localizado en el agujero del centro de la parte frontal de la cabeza.

Ismael le preguntó a Namalee sobre eso y la joven le contesto que la criatura no tenía dientes y que la mandíbula era inmóvil y se le encastraba en el cráneo. La boca encauzaba al interior del animal los millones de animalillos rojos hasta que saciaba el apetito cosa que ocurría muy poco frecuentemente, y luego dejaba caer una película de piel que cubría la abertura.

—Pero hay ballenas que tienen grandes dientes y mandíbulas móviles que se comen a las ballenas sin dientes y todo lo que pueden, incluso hombres —le explicó.

—Me he encontrado con bestias como ésas —replicó Ismael, recordando la gran ballena blanca con la frente hendida y la mandíbula rota.

—Si la bestia no despliega las alas y gira hacia arriba ahora, no pasarán del suelo.

El gigantesco cuerpo descendía sin mostrar intención alguna de desplegar las alas. Todos los hombres del bote, menos uno, estaban escondidos, agarrados a lo que tuvieran por costumbre agarrar en tales casos. Sólo se veía la cabeza del arponero. Ismael esperaba ver aparecer en cualquier momento el brazo del hombre para cercenar la cuerda. Pero no distinguió ni movimiento ni brazo alguno.

—Esos hombres son o muy valientes o muy tontos —murmuró Ismael, en inglés.

Un instante después, volvió a hablar en la lengua nativa.

—¡Por amor de Dios! ¡Corta la cuerda! ¡Córtala!

Las alas de la ballena del aire se desplegaron tan repentinamente que el chasquido del aire al golpearlas —o tal vez el crujido de los músculos inmensos extendiendo los huesos y la piel de las velas— sonó como una descarga de mosquetes. La criatura frenó su descenso, y la cola, al moverse hacia abajo, sacudió al bote violentamente haciendo que empezara a ganar altura. Pero todavía seguía ante dirección. Ni siquiera escoraba hacia arriba. Se hundía.

El barco se encontraba bajo la ballena, aún cabeceando por la maniobra del animal para cobrar altitud. Su peso y velocidad eran suficientes para desequilibrar a la gran criatura de la que colgaba, como un ratón sacudiendo al gato, pensó Ismael.

Pudo ver a los cuatro hombres del barco, tres atados al puente y el arponero que se agarraba con las manos. Las velas estaban recogidas, por supuesto. Aunque la resistencia de la tela habría frenado a la ballena, la inevitable sacudida habría desgarrado el velamen y quebrado el mástil. Incluso así, el mástil se torcía a causa de la ligera resistencia ofrecida al aire por las plegadas velas.

—¡Es demasiado tarde para cortar! —exclamó Namalee—. ¡Si corta ahora, el barco se estrellará! Lo único que pueden hacer es aguantar y rezar para que la ballena pase lo bastante alta con respecto al suelo.

—No lo evitarán —dijo Ismael.

Si la tierra hubiera estado unos pies más abajo, si la ballena hubiera empezado a girar un segundo antes, el barco lo habría conseguido. Pero la popa golpeó contra la tierra, el barco volcó y los hombres salieron despedidos al soltar la presa el arponero y ser desatados los demás. Se rompieron los huesos y la piel que formaban la estructura del barco y el pecio rebotó varias veces antes de desaparecer en la jungla.

La ballena, que había perdido casi todo el gas, no podía subir más allá de los cincuenta pies. Tendría que mantenerse a aquella altura hasta que pudiera generar el gas suficiente, contando con que tuviera bastante alimento en el estómago. Incluso sin alimento, podría emplear sus propios tejidos para producir el gas que le permitiera ascender a varios cientos de pies. Pero si no conseguía encontrar una nube de plancton, y no había muchas a aquella altitud, estaba sentenciada. Navegaría a la deriva, perdiendo gas hasta que empezara a flotar sin rumbo hacia la jungla, aplastando las plantas bajo su peso. Y allí se quedaría mientras los tiburones voladores, las bestias terrestres y las zarzas la devoraran.

Ismael y Namalee empezaron a abrirse paso hacia donde pensaban que habían caído los hombres de la chalupa. Tras buscar un buen rato, encontraron a uno. Tenía rotos todos los huesos del cuerpo; había chocado con un muro de zarzas. Otro hombre pedía socorro.

Había caído sobre un arbusto, y sobre él, las enredaderas y las ramas aparecían quebradas por el impacto. Pero solo tenía una pierna rota y muchas magulladuras.

El tercer hombre yacía sobre una pila de vegetación. Toda ella estaba aplastada y había creado una especie de «calvero» en la jungla. Los tiburones aéreos penetraban en la jungla a través del claro e intentaban morderle.

Ismael y Namalee empezaron a arrastrarle para ponerle al abrigo de las plantas que rodeaban el claro. Estaba semiinconsciente y gimiendo. Tenía un lado de la cabeza cubierto de sangre, como si se hubiera golpeado con un tronco. Vestía una faldilla azul brillante en la que llevaba pintada una negra ballena voladora. En el pecho exhibía un tatuaje con una ballena roja y una cincuentena más de leviatanes se dibujaban en sus brazos y piernas. Eran las cazas realizadas durante su carrera.

—Es Chamkri, un gran arponero —le explicó Namalee—. Su barco no habrá oído las noticias, porque, de saberlo, estarían volviendo a casa, y no seguirían cazando.

—Ahí viene un tiburón —dijo Ismael, aumentando la velocidad con la que tiraban de Chamkri. Viendo que las bestias les darían alcance antes de que pudieran llegar a la selva, soltó al arponero. El tiburón volador se zambulló sobre las copas de los árboles y movió las aletas para planear rápidamente hacia el suelo soltando gas de una vejiga. Ismael tomó una planta larga y desnuda y corto las enredaderas que se envolvían a su alrededor.

Cuando vio que las enormes mandíbulas ya se cernían junto a él, clavó la estaca cuanto pudo en la boca abierta. La hincó, taladrando la lengua de color amarillo pálido, casi como una cinta, dentro de la garganta. El peso del tiburón le derribó. El escualo pasó sobre él, sin llegar a aplastarle, apenas rozándole. Pero le dejó tinto en sangre pues aquel tiburón, como sus antepasados, tenía la piel tan espesa como la lija.

Namalee chilló. Se había dejado caer y el tiburón pasó sobre ella, siendo alterado su curso por el choque con un cúmulo de plantas. El animal se incrustó en el muro del claro, derribando cuantas plantas encontró a su paso. Al principio intentó liberarse, pero, después, con terror, empezó a retorcerse y sacudirse. Aquello no tuvo más fin que hacer que se enredase más y más, hasta que se rompió una de sus aletas.

El arponero fue puesto a salvo e Ismael se acercó al tiburón. Descendieron nuevos predadores lanzando dentelladas, pero lejos de su alcance. También las bestias temían ser atacadas, y bajo ningún concepto, habrían aterrizado a menos que su presa estuviera muerta y pudieran hacerlo sin peligro.

Ismael pasó cerca del tiburón derribado, pero no lo bastante como para ser alcanzado por el movimiento de la cola. Aunque el extremo del animal era hueco y de huesos ligeros, aquello no significaba que careciera de solidez, y además, había que contar con la piel coriácea, motivos ambos que hacían preferibles mantenerlo a distancia. Tiró dentro de la boca entreabierta un nuevo tronco.

La mandíbula se cerró y el tronco fue cortado por la mitad. El tiburón se tragó lo que se le quedó en la boca. Ismael saltó hacia la jungla. Un momento más tarde, vio que la bestia se retorcía como si tuviera traspasadas las entrañas, lo cual, probablemente, era verdad. Los otros tiburones se acercaron y se llevaron grandes trozos de aleta, cola y cabeza. El viento condujo a los monstruos fuera de la vista.

Dos balleneros descendieron, zigzagueando, y uno se poso en el claro mientras el otro se mantenía cincuenta pies por encima del primero, con las velas plegadas y un ancla formada por numerosos ganchos prendida en la vegetación.

Namalee reconoció al primero de a bordo, un Poonjakee, que dobló la rodilla y la saludó inclinando la cabeza hasta que chocó con la vegetación. Estaba muy contento de que la hija de Sennertaa hubiera sido rescatada, pero afligido porque se encontrase en tal situación. Observó a Ismael atentamente, pero el hecho de que Namalee le presentase como amigo pareció tranquilizarle. Sin embargo, la alegría de los marineros se convirtió en terror cuando Namalee, hablando tan velozmente que Ismael fue incapaz de seguirla, les contó lo que había ocurrido en su ciudad. Su piel marrón se tornó gris y gimieron postrándose sobre la vegetación y golpeándose con los puños. Algunos desenvainaron los cuchillos de hueso y se laceraron brazos y pecho.

El dolor debe rendirse, como todo, ante la necesidad, y ésa es una de las funciones del tiempo que apremia. Los hombres dejaron de cazar ballenas y vendaron a los heridos. Las vendas, descubrió Ismael, eran producto del trabajo de un pájaro sin alas ni plumas.

Mientras dos marineros cortaban en trozos el corazón, pulmones e hígado del tiburón, y le arrancaban el estómago, otros fueron en busca del cuarto hombre. Pasados unos quince minutos lo encontraron bajo un dosel de enredaderas y hojas. Se había arrastrado hasta allí y murió cuando las zarzas le taladraron las arterias y le succionaron la sangre.

El barco del aire se aproximaba. Chamkri y los marineros heridos fueron izados a bordo. Namalee e Ismael viajaron en la primera chalupa, sentándose en la fina y transparente piel que formaba tanto la cubierta como el casco. Se aseguraron mediante un cinto de piel, frágil sólo en apariencia, alrededor de la cintura. El cinturón tenía una hebilla de hueso y por su parte posterior estaba cosido a la piel de la cubierta.

El primer oficial ordenó que dieran toda la carne que quisieran para alimentar a las amorfas protuberancias de color rojo castaño y verde pálido que formaban cada una de las seis vejigas, verdaderos animales, aseguradas alrededor de la nave. En cuanto las vesículas se hincharon, la nave despegó. Los dos barcos desplegaron las velas laterales, y más adelante, el mástil inferior, bajando el botalón por el eje central que atravesaba la cubierta. El eje era de hueso hueco y constituía el centro de una rueda de doce radios que corrían por el barco, conectado al borde óseo que daba al navío forma de óvalo alargado. El mástil quedaba fijado al eje con un pasador de hueso. Tras bajar el botalón, izaron la vela del mástil inferior para hacerse con cuanto viento pudieran.

Algunos barcos, como Ismael descubrió más adelante, tenían además otro mástil superior con una arboladura que corría de proa a popa, aunque este segundo mástil siempre era más corto y con menos velamen que el inferior.

La ascensión del bote tomó dos horas, y tuvieron que proporcionar algo más de alimento a los animales que empleaban para el ascenso. Ismael se sentó pacientemente, pues se había hecho un experto en el arte de esperar a lo largo de sus travesías en busca de ballenas. Evidentemente, el mar de aire requería gente incluso mucho más paciente que él.

Por fin, los botes se acercaron al barco, alcanzando la misma altitud que éste y siguiendo un rumbo paralelo al mismo. Arrojaron cabos desde el bote al barco, a unos marineros que se encerraban en un recinto de barbas de ballena, compuesto por tres lados y un techo. Los marineros iban atados a las vigas de hueso con cabos que les rodeaban la cintura, de modo que no pudieran ser arrancados por un súbito golpe de viento o una bolsa de aire que empujara al barco verticalmente.

Las velas de los botes estaban plegadas; los mástiles y botalones alzados, metidos unos en otros y doblados, recogidos firmemente sobre los topes y el fondo del casco. Los botes fueron calados y atados.

Ismael encontró una abierta galería que constituía el paso principal. Había pasarelas estrechas y escalas de mano que subían y bajaban horizontalmente por toda la embarcación. Todo había sido construido con sólidos pero huecos y finos tabiques de hueso, la mayoría de los cuales provenían de las varias especies de ballenas voladoras.

Las grandes vesículas de gas quedaban aseguradas en la parte superior del barco en dos largas filas de diez vejigas cada una. En la base de cada una de ellas había una pronunciada y redonda abertura para alimentar a las bestias.

Ismael había supuesto que todo el barco estaría recubierto de piel. Pero, por el contrario, sólo era el esqueleto de un barco con parches de cuero un poco por todas partes, de proa a popa. La parte central era la más abierta, para que el viento circulara libremente de un lado a otro y empujara las velas a sotavento. Aquel barco no necesitaba del agua para configurar su diseño, puesto que los mástiles estaban clavados sobre toda su superficie y expuestos al aire por todos lados. El objetivo más importante era que el barco volador quedara tan expuesto a las corrientes aéreas como fuese posible, para poder navegar así ceñido al viento, dejando que el aire empujase las velas cuadradas a babor o estribor.

Los camarotes individuales, la cocina, algún espacio destinado a almacén y pocos lugares más, estaban total o parcialmente cubiertos de piel. En el resto del barco, el viento, caliente o frío, fuerte o flojo, no dejaba de golpear a los marinos.

El puente, que hacía las veces de cubierta, estaba situado en la parte superior del barco, en la popa, sobre un sollado que corría a dos tercios de la eslora total de la nave. En él había una rueda de timón controlada por un marinero. La fuerza para mover el timón era suministrada por ciertas criaturas descabezadas y sin pies, cuyas extremidades estaban sujetas a unas correas de cuero. Los animales habían sido condicionados para responder al estiramiento y relajamiento de los cabos enganchados por un extremo a sus músculos, y por el otro, al eje del timón.

El capitán Baramha era un hombre alto que llevaba grabado en la frente el símbolo de su posición: un timón negro rematado por tres coronas de color escarlata. Transmitía las órdenes mediante voces a los que había cerca de él, o mediante señales hechas con la mano, y durante la noche, con unas farolas que no eran más que jaulas en las que encerraban a unos gigantescos insectos luminosos nocturnos.

Baramha, al escuchar la narración de Namalee, se puso gris y lloró mientras se lamentaba y se desgarraba el pecho con un cuchillo de piedra. Tras el duelo, se puso a disposición de la Joven. Ella le preguntó cuánta agua y shahamchiz, un ardiente licor, quedaba. El capitán aseguró que suficiente para que llegaran a Zalarapamtra, aunque los últimos siete días de travesía tendrían que rebajar las raciones. Habían capturado diez ballenas, y con ello almacenado carne y agua en los contenedores; también dijo que dentro de una ballena habían encontrado un vrishkwa. Aparentemente, aquélla era la razón principal para la caza de los leviatanes. Ismael no sabía lo que era un vrishkwa, pero decidió descubrirlo lo antes posible. El barco cambió de rumbo y puso proa al noroeste, donde se alzaba la ciudad.

Namalee e Ismael fueron conducidos al camarote del capitán situado al fondo de la cubierta, directamente debajo del puente. Puesto que el suelo era transparente, Ismael pudo ver claramente el mundo que se extendía mil pies por debajo de él. La sensación de permanecer de pie sobre un suelo tan fino, aparentemente, le hizo sentirse inseguro. La piel cedía a cada paso, y a duras penas, consiguió sentarse en una silla de hueso que se hallaba firmemente unida a una de las vigas. El camarote era pequeño, pero estaba abierto en uno de sus extremos. Aparentemente, los habitantes de Zalarapamtra no eran muy amantes de la intimidad. En el camarote había numerosas mesas esquinadas, de hueso rojizo y pequeña superficie plana, en las que el capitán realizaba los cálculos de navegación o llevaba la bitácora. La bitácora era grande con páginas de delgado pergamino en las que se leían grandes caracteres trazados con tinta negra. Los caracteres no se parecían a los de ninguna escritura que Ismael hubiera visto antes.

Namalee se sentó mientras un asistente les servía la primera comida verdadera que tomaban en mucho tiempo. La ballena cocida tenía un raro sabor, pero resultó deliciosa; las familiares cucarachas cocidas al vapor estaban buenas y se las sirvieron con una salsa rojiza; había montones de granos de un color azul pálido aderezado con un oscuro jugo naranja. La bebida fue servida en recipientes de cuero de los que bebieron una sustancia verde oscura y ardiente. Ismael se encontró muy animado, casi feliz, en muy poco tiempo. Descubrió, además, que no hablaba tan fluidamente con el capitán como lo había venido haciendo con Namalee. Decidió que en la próxima ocasión rebajaría la dosis de shahamchiz.

Ni al capitán ni a Namalee pareció afectarles el licor. Siguieron bebiendo copiosamente, aunque sus grandes ojos verdes brillaron como si en ellos ardiese una antorcha. Retiraron al fin la comida, pero les sirvieron más shahamchiz. Ismael continuó hablando con Namalee, que le miraba fijamente. El capitán parecía irritado, hasta tal punto que Namalee se vio obligada a explicar que el forastero no estaba al corriente del protocolo que debía seguir al encontrarse en una parte, aunque reducida, de Zalarapamtra.

Pese a todo, un muchacho condujo a Ismael hacia arriba, por las escaleras, hasta un pequeño recinto abierto, donde le dijo que podía dormir. Se tendió en la hamaca, pero no se durmió en el acto. El barco no navegaba suavemente, sino que ascendía y descendía de modo imprevisible. A Ismael le alegraba estar lejos de la continua y ligera náusea causada por la interminable sacudida de la tierra, pero aquello resultaba casi peor. El barco saltaba con violencia en cada bache aéreo y él había imaginado que una estructura tan grande volaría tranquilamente, esquivando las corrientes que jugarían con objetos más pequeños. Después de un rato, de cualquier modo, se durmió. Y empezó a acostumbrarse al movimiento del barco. Sin embargo, le costó largo tiempo acomodarse a la transparente fragilidad sobre la que se veía obligado a caminar.

Al tercer día, las primeras nubes cargadas de lluvia que viera desde su llegada a aquel mundo oscurecieron el cielo al oeste. Una hora más tarde, empezó a soplar el viento. Era un fuerte ventarrón, pero no un tifón. El capitán ordenó que recogieran el velamen antes de que aumentase la fuerza del viento. Ismael se ató al mástil inferior, que se introducía profundamente en el barco. Había seguido órdenes del capitán, aunque desconocía la razón de que aquél fuera su puesto. Pasado cierto tiempo, supuso que, al no ser útil como bracero, el mejor lugar que podía ocupar era uno donde sirviera de contrapeso. Por lo menos sería útil como lastre.

El viento se hizo cada vez más fuerte. El barco siguió navegando, aunque desviándose de su curso, hacia el este. Y el viento, que ya casi era un tifón intenso, no soplaba de un modo constante sino racheado, como si fueran los soplidos de algún gigantesco animal que ocupase todo el horizonte. La lluvia empezó a caer y sonaron truenos y brillaron relámpagos entre las nubes.

El capitán no tenía nada que le guiase. No tenía brújula, pues las brújulas estaban hechas de metal y el metal parecía no existir, o, al menos, en muy limitada medida, en aquel mundo. Quizá, consideró Ismael, el hombre agotara todos los metales de la tierra. Si se creían ciertas las suposiciones de algunos científicos, en 1840 ya estaban camino de conseguirlo. ¿Cuántos millones de años llevaba el hombre sobreviviendo sin metales?

La cuestión carecía de importancia. El hecho es que el capitán no tenía ni siquiera virutas. Durante el día, navegaba guiado por el sol y la luna, y por la noche, por las estrellas y la luna. Cuando no tenía visibilidad, navegaba a ciegas. No tenía nada más que la dirección del viento como consejera en la total oscuridad; si el viento cambiaba, no conocería nunca la nueva ruta.

Ismael se sintió muy desdichado durante cierto tiempo que fue incapaz de calcular. No había relojes de pulsera, ni de arena, en aquel mundo, ni siquiera relojes de sol. Los humanos que vivían en el final de los tiempos no parecían tener interés alguno por el paso de las horas. Ocasionalmente, le sustituían y comía y dormía como podía en la galería. Salvo a unos pocos marineros y al cocinero, no vio a nadie. La cocina era un camarote de hueso; el fogón, una caja de alguna madera resistente al fuego: sin duda era la sustancia más densa que había en todo el barco. El combustible era un aceite no derivado de las ballenas voladoras, sino de plantas flotantes y a Ismael le habría gustado charlar con Cookie durante un buen rato y descubrir su carácter, como hacía con todo el mundo a quien conocía. Pero el hombre hablaba poco y se irritaba con facilidad en cada ocasión en que el barco giraba en exceso o descendía o subía con una repentina sacudida.

Ismael volvió a su refugio y se sentó, medio dormido, para despertarse de vez en cuando por los cabeceos y las sacudidas. En tres ocasiones, estuvo seguro de que el barco, el Roolanga, había girado sobre sí mismo. Si era así, el capitán estaba navegando en dirección contraria a la deseada, a menos que la suerte hubiera guiado al barco al rumbo original después de todos aquellos remolinos.

A Ismael le sorprendió que la tormenta cesara repentinamente y que las nubes empezaran a disiparse. El sol rojo alcanzó el cenit, como había hecho ya dos veces desde que se iniciase el viento. Pero Ismael no lo había visto durante todo aquel tiempo; le preguntó a un marinero sobre el particular.

El Roolanga se dirigía hacia el noroeste, pero, o bien el viento les desplazó hacia el este o ellos mismos pusieron rumbo al sudeste en más de una ocasión tras los incontrolables giros. El capitán Baramha comunicó que se habían desviado del curso, lo cual no era más que una forma de decir que estaban perdidos. Hasta que el día no estuvo a punto de acabar, ignoraron dónde se hallaban.

A estribor, apareció una extensa cadena de montañas que parecían elevarse cada vez más hasta fundirse con el negro cielo. Eran rojas, grises y negruzcas y muy erosionadas por el viento.

Ismael, mientras almorzaba con el capitán y Namalee, preguntó a cuánta altura se encontraban.

Baramha miró el rudimentario altímetro de agua que empleaba y respondió:

—El Roolanga se halla a diez mil pies de altura. La cima de las montanas debe encontrarse, al menos, un cuarto de milla más arriba, unos veintiún mil pies más alto que nosotros. Podría conducir al Roolanga hasta aquella altura, pero el aire estaría muy enrarecido.

«Así que, —pensó Ismael—, la Tierra ha estado perdiendo la atmósfera durante mil millones de años». Los altiplanos de las cimas de aquellas montañas debieron ser en otro tiempo la superficie de algún continente, posiblemente Sudamérica. Y, más arriba de aquellas montañas, estarían los Andes. «¿Qué altura tendrían? ¿A partir de qué altitud dejaba de detectarse la presencia del aire? ¿Quizá los Andes habían desaparecido? ¿Se trataba de Sudamérica? ¿No dijo alguien en el pasado, alguien considerado casi como un estúpido, que los continentes se amontonaban como judías en un caldo aguado?».

Ismael se fijó en los terribles acantilados, de los que cayó un fragmento con un majestuoso estruendo que les alcanzó segundos más tarde. Lentamente, pero quizá no tanto considerando los interminables temblores, todo se estaba desmoronando.

Baramha le enseñó un mapa realizado en pergamino en el que le mostró dónde se encontraba Zalarapamtra. Ismael pensó que la ciudad se alzaba en la altiplanicie intermedia de la ladera de una montaña que, en el pasado remoto, debió constituir el talud sumergido de una de las islas de Samoa. El área que ocupaba la derecha de la nave estaba marcada como «BORDE DEL MUNDO».

De vez en cuando, si había bebido el suficiente shahamchiz, Ismael miraba hacia abajo a través del suelo traslúcido. Las interminables y furiosas lluvias habían hecho crecer las muertas aguas, de modo que éstas minaron las orillas hasta sumergirlas, uniendo unos mares con otros. En el lugar en que Ismael aterrizó por primera vez no se veía más que agua y habría tenido que bucear doce metros para llegar a la parte más alta de la jungla.

Uno de los mares que cruzaron durante la travesía era rojo e Ismael preguntó la razón y le respondieron que tal color se debía a que el plancton rojo se precipitaba sobre las aguas a causa de la lluvia.

—¿Ése es el motivo de que no hayamos visto nubes de plancton? —insistió.

—Así es —le repuso el capitán—. Las lluvias son de vital importancia, y de no producirse, la vida terminaría. Pero, al igual que todas las cosas buenas, también generan algo malo. Hacen que no nazca nuevo plancton y a los criaderos, al oeste, les cuesta muchos días producir nuevas nubes. Mientras tanto, las ballenas volantes vagan hambrientas y adelgazan; incluso las formas de vida más pequeñas, que también se alimentan de plancton, mueren de inanición. Pero los tiburones y otros predadores descubren que pueden comer cuanto deseen a causa de la debilidad de sus presas. Se hartan y engordan, y entonces, procrean. Sus huevos, que depositan a millones en el aire, flotan como el plancton; las ballenas se alimentan de ellos. Apenas unos cuantos huevos consiguen eclosionar finalmente. Así que también puede decirse que lo malo siempre acarrea algo bueno. Cuando llega el momento, las semillas de las grandes plantas que crecen al oeste, en la base de los acantilados —«¿África?, pensó Ismael. ¿India? ¿Indochina?»—, explosionan y envían el plancton a gran altura. Las ballenas empiezan a devorarlo, los tiburones se alimentan de presas menores, y ocasionalmente, de alguna ballena herida, o enferma, de modo que todo queda como antes de la llegada de las lluvias.

La conversación divagaba por temas semejantes e igualmente, comentaban la historia de Ismael, charlaban sobre el mundo del que había venido y lo que les había pasado tras encontrarse con Namalee. Ismael comprendió enseguida que Namalee no había dicho nada acerca del beso que le dio, ni tampoco de que mutuamente se calentaban por las noches. No debían ser exageraciones de Namalee cuando le explicó que los suyos le matarían si descubrían que había molestado a una de sus vírgenes vestales. Por molestar, claro, ella se refería incluso a los más accidentales contactos.

Tras acabar de comer, el capitán dijo que podían dar gracias al dios menor del Roolanga, Ishnuvakardi, quien transmitiría las loas de sus fieles, y las propias, al gran dios Zoomashmarta. Subieron y bajaron numerosos tramos de escaleras, alejándose de la pasarela central, hasta llegar a una habitación cuyas paredes estaban forradas de piel transparente decorada con pinturas y símbolos religiosos.

En un altar de hueso se hallaba una caja del mismo material. Namalee se puso al frente del grupo, ciñéndose un tocado óseo con incrustaciones de millones de ínfimos componentes del plancton rojizo. En un cuenco de madera, ardía un fueguecillo.

Salvo unos cuantos marineros, estaba presente la tripulación al completo. Se hincaron de rodillas cuando Namalee se volvió hacia ellos, salmodiando en una lengua que no era la misma que enseñase a Ismael. También nuestro marinero se postró, pues consideró que los demás esperaban que así lo hiciera. No veía motivo alguno para comportarse testaruda o descortésmente. No era la primera vez que se sometía a dioses paganos, recordó.

Antes conoció a «Hipocresía, Codicia y Odio», todo un panteón de deidades de otra civilización. Igualmente se acordó de que participó en el culto de Yojo, el ídolo de Queequeg, sin remordimientos posteriores.

Se hincó de rodillas ante el altar, reflexionando mientras se combaba el piso de piel bajo su peso, permitiéndole ver los miles de pies de aire en que flotaban, sintiéndose más cerca que nunca de la eternidad.

Namalee se volvió, sin dejar de cantar, y elevó la caja. En ella se albergaba una figura plantada sobre un elevado pedestal, esculpida en marfil blanco con estrías rojas, verdes y negras. La figura era mitad ballena y mitad humana; combinaba un rostro bestial con torso de persona y cola de ballena voladora. De la figurita emanaba un olor dulzón y agradable, y estuvo seguro de ello, embriagador.

Llevaba bebido el suficiente shahamchiz para hacerle vacilar levemente al andar. Olfateando el olor del ídolo, sintió que perdía el sentido y que se caía de cara. El efecto pasó en pocos segundos.

Despertó tendido en el suelo, mirando a través de varias millas de atmósfera hacia un mar medio muerto. Al incorporarse, gimiendo, descubrió que estaba solo. Le dolía la cabeza como si se la hubiesen golpeado con un martillo. O como si la tatarabuela de todas las resacas le hubiera visitado para enseñarle los gigantescos dolores de cabeza que padeció nuestro padre Adán.

La caja ocultaba el ídolo. Los residuos del olor de la pócima impregnaban aún la habitación.

Al recobrar el sentido, intentó preguntar sobre el perfume y sus efectos, pero todos estaban muy ocupados y no pudieron hablar con él. Los marineros iban de un lado para otro transmitiendo órdenes, pues habían divisado una manada de ballenas voladoras. El capitán tomo la decisión de cazar. Si no lo hacían, morirían antes de llegar a Zalarapamtra.

Ismael se sentía mucho mejor, y aunque la prudencia debió impedírselo, decidió finalmente pedirle permiso al capitán para participar en la cacería. Le habló de sus capacidades, la mayoría de las cuales se fundamentaban sobre una larga e intensa experiencia como cazador de monstruos marinos. No entendía por ello que no pudiera adquirir las habilidades para cazar en el aire.

—Tenemos necesidad de emplear a otro hombre —le dijo el capitán Baramha—. Pero lo que no nos podemos permitir es que alguien sin experiencia se ponga en medio a molestar en un momento crítico. De todos modos, sabes mover las velas y la única diferencia que encontraras es que tendrás que navegar en tres dimensiones en vez de en dos. Muy bien. Irás en el bote de Karkri. Reúnete con él inmediatamente y te dará instrucciones.

La tripulación del barco aéreo sólo llevaba dos hombres de reserva debido a las limitaciones de la carga. El Roolanga había perdido un marinero al empezar el viaje, cuando éste cayó o saltó del barco durante la ronda nocturna. También Rashvarpa murió al caerse del barco; y había un compañero, con los huesos rotos. Por ello, como necesitaban toda la ayuda que pudieran recibir, aunque se tratara de un inexperto, el capitán aceptó a Ismael.

Karkri, el arponero, no tenía ni la estatura ni los músculos de los fieros arponeros, bravos como leones, a quienes Ismael había conocido. No se parecía a Daggo, Tashtego o Queequeg, pues los arponeros de aquel nuevo mundo eran pequeños y menudos. Tenían las piernas delgadas, pero sus hombros y brazos estaban muy bien desarrollados. No se necesitaban músculos poderosos para clavar una flecha en el cerebro de una ballena voladora… siempre que el hombre supiera dónde apuntar. En el cráneo de los leviatanes había muchas aberturas enormes cubiertas por una delgada capa de tejido. El arponero viajaba de pie, en la proa del bote que navegaba unto al monstruo, enganchando los pies a unas correas de cuero curtido que se aseguraban en el fondo de la barca para poder arrojar el arpón con seguridad. Si el venablo penetraba por uno de los orificios de la frágil y hueca estructura, se clavaría en el cerebro, el corazón o los pulmones. Aquellos órganos se localizaban en la parte superior; el hígado, los riñones, el bazo y otros órganos se encordaban a lo largo del interior hueco del cuerpo de la ballena. La ballena, despojada de la piel, habría mostrado, principalmente, espacios vacíos y vejigas alrededor de sus huesos. Ismael, pensando en ello y preguntándose si el leviatán tendría carne suficiente como para justificar la peligrosa cacería, embarcó en el bote de Karkri. El arponero no parecía muy contento, pero no dijo nada. Uno de los marineros, Koojai, le comentó a Ismael lo que tenía que hacer. Ismael, que ya había hablado con otros tripulantes acerca del manejo de los botes antes de la llegada del vendaval, conocía la teoría de la navegación en un bote volador.

Cuando los cuatro tripulantes estuvieron atados con las correas, empujaron el bote al extremo de las largas pértigas que le sujetaban al costado del barco. Se propulsó hacia afuera y no tardó en quedarse atrás.

Los dos mástiles de la embarcación, uno arriba y otro abajo, fueron inclinados hacia la horizontal, donde los fijaron. Los mástiles y los pendes de la verga eran muy delgados, y ligeras secciones de huesos hacían que encajasen los unos en los otros. Cuando el bote flotó libremente, los tripulantes se desataron. Tirando de los cabos, desenmarañaron el mástil y volvieron a engancharlo. El penol de la verga del atavío que corría de popa a proa fue desatado, enderezado y vuelto a atar.

El mástil superior era más corto, con una vela más pequeña que la inferior, para asegurar el equilibrio con el velamen de la parte de abajo. Tras izar el mástil, desplegaron la vela de la cala del buque. En la piel del fondo del bote había muchos agujeros minúsculos a través de los cuales los marineros podían realizar su trabajo, pero éstos tenían que andarse con cuidado cuando caminaban por la canoa con las velas aparejadas. Karkri extendió los enormes timones que empleaban para gobernar el barco. Dejó en manos del timonel el manejo del navío y se puso a gatear tan pegado como pudo a la parte central de la embarcación. En un barco tan pequeño como aquél, el balanceo era importante y los cambios de la carga debían realizase con mucho cuidado.

Las velas capturaban el viento y el bote avanzaba veloz, alcanzando al ballenero nodriza, aunque desviándose en ángulo de la ruta seguida por éste. Ismael, como novato, vigilaba la vela superior. Koojai observaba la otra vela a través de la piel transparente del bote, dispuesto para afianzar o soltar cabos según las órdenes que pudiera recibir. Si Koojai no recibía una orden porque el arponero estuviera demasiado ocupado, o incapacitado, realizarla la operación sin más preámbulos. También tenía que permanecer atento al novato, asegurándose de que cumplía con su cometido. Nunca debían permitir que los botalones superior e inferior ejecutaran maniobras contrarias.

Karkri, tras afianzarse en la proa, les dijo a sus tripulantes que salían a cazar tiburones voladores.

—Necesitamos carne, hombres. Carne para alimentarnos nosotros y para dar de comer a las criaturas que usamos como vejigas. Aunque matásemos a los treinta gigantes de la manada que hay frente a nosotros, no tendríamos suficiente. Cuando los tiburones empiecen a rondar alrededor nuestro para arrebatarnos el cebo, seremos nosotros los que les arrebatemos la vida a ellos.

El bote adelantó al barco. Ismael vio que Namalee se encontraba en una de las pasarelas de estribor; la sonrió al pasar. La joven le devolvió la sonrisa antes de perderle de vista.

Ismael observó que la proa del barco se hallaba abierta y le preguntó a Koojai al respecto.

—Cuando el barco entra en la nube de plancton, actúa igual que una ballena voladora —le explicó el marinero—. Las minúsculas criaturas penetran en oleadas por la abertura con forma de embudo y quedan apresadas en redes; luego, son aprovechadas. Resultan muy duras para los dientes de cualquier hombre que intente morderlas crudas, pero, si se cocinan adecuadamente, resultan más blandas. Con esos animalillos se hace una sopa muy nutritiva y apetitosa.

Habían fletado cuatro botes. Uno de ellos formaba pareja con el de Karkri y navegaba a cosa de un cuarto de milla al norte del rumbo seguido por éste. La presa era un leviatán de color ciruela. Koojai dijo que se trataba de un macho, el vigilante de la retaguardia de la manada. Zigzagueaba y trazaba una invisible línea en el plano horizontal, como si desease mantener a los cuatro botes dentro de su campo visual. El animal se introdujo en una nube roja; el bote de Ismael le siguió. Los marinos se cubrieron la boca con finas pieles y se colocaron una gafas parecidas a las de buceo.

Miles de minúsculas criaturas con forma de paracaídas, de un tamaño como el de una pipa de calabaza, llovieron sobre Ismael. Se rompieron contra las duras gafas manchándolas de rojo. Los marineros tenían que frotarlas continuamente para poder ver, aunque, ni siquiera cuando estaban limpias, podían tener la visión despejada.

Los impactos eran como si unas manos enormes le acariciasen suavemente todo el cuerpo. Volvió la cabeza y vio que Koojai se había quitado el protector de la boca durante un momento. Tomó un puñado de rojas criaturas y se volvió a poner la máscara. Tras masticar durante un minuto, un jugo rojo empezó a rezumarle de la boca.

Karkri ordeno que todo el mundo sacase una mano del bote y empezara a recoger animalillos echándolos en el fondo del bote. Ismael, con una mano sujetando las cuerdas, empezó a formar su montón, puñado a puñado. Pero la ventisca rojiza que se cebaba en la barca la hacía aumentar de peso considerablemente. De todos modos, por alguna razón desconocida para Ismael, en la nube de plancton había huecos libres. La iluminación era ciertamente crepuscular, y los monstruos aparentaban ser completamente negros. El viento, además, parecía apaciguado y las velas no se hinchaban por completo. Aquella pérdida de velocidad resultaba similar a la de las ballenas, las cuales habían ganado peso al atravesar la nube. Se habían hecho con una gran carga de plancton, la cual era distribuida a través de sus estómagos tan ondulados como hileras de espagueti que les recorrieran los huesos de la cola. Ismael sumergió de nuevo la mano en el plancton que, como semillas, se esparcía en el exterior. Para entonces, los dos botes estaban a unos doscientos pies en paralelo y trescientos detrás de la gran aleta caudal del animal. Allí permanecieron, incapaces de alcanzar a la bestia, hasta que ésta se zambulló en el interior de la semisólida nube nuevamente.

Una vez más, descendieron a un espacio despejado, como si llegaran del interior de un bosque a una pradera. En aquella ocasión, se encontraron en medio de dos de los monstruos; la segunda ración de comida había reducido la nube de semillas a la mitad. Tras descender otra vez, los botes aceleraron. El de Ismael no tardó en quedar emparejado con la cabeza de la ballena: frente al ojo, tan encendido como el corazón de una fragua, grande y redondo como la chimenea de una fábrica, empequeñecido en aquel cráneo brobdingagiano.

La bestia giró cuarenta y cinco grados en cada dirección sobre el eje de rotación, intentando descubrir si había otros cazadores debajo o encima de ella. El animal se envalentonó y continuó navegando, aunque podía haberse evadido de sus perseguidores soltando lastre de agua o gas.

No habría pasado lo mismo con las ballenas antiguas; ninguna ballena parecía nunca aprender que un arpón siempre se lanzaba hacia el agujero que se abría en su cráneo, a unos diez pies por detrás del ojo.

Karkri se irguió; sus pies tensaron las correas sobre el suelo. Se puso las gafas y comprobó una vez más el enrollamiento de la cuerda alrededor del poste de proa. Sacó la mano libre; la otra sostenía una lanza de hueso, larga y delgada, puntiaguda; hizo un pequeño movimiento cortante.

Koojai también se levantó. Retorció el extremo de un corto palo de madera pulida y marrón y lo lanzó al aire, en línea recta hacia arriba. Giró una y otra vez por encima del mástil superior y de la cabeza de la bestia.

Casi al mismo tiempo, un palo similar apareció en el otro lado de la cabeza. Ambos explotaron. El humo ondeaba en corrientes circulares cuando las varas, todavía girando, empezaron a caer.

La torsión hacía que una pequeña compuerta se corriera desprendiendo un producto químico, que se derramaba sobre otro produciendo una emisión de gas. Aquello bastaba para romper el delgado extremo, y con el contacto del aire, el producto químico empezaba a arder.

Los palos eran las señales que indicaban que los botes estaban preparados. El que lanzaba el primer palo esperaba a que el segundo diera la señal antes de entrar en acción.

Karkri se balanceaba, oscilando ligeramente, hundiéndose en el suelo con cada cambio de peso; el bote también se balanceaba. Entonces, arrojó la lanza y la cuerda —delgada casi hasta el punto de ser invisible—, la siguió. La flecha desgarró la piel de la bestia y desapareció.

Karkri había flexionado una rodilla tras el lanzamiento. Cayó hacia atrás, asió la correa y dobló la lengüeta de madera para mantenerla firme en la proa. La cuerda giró una vuelta en cuanto la bestia soltó por la parte inferior varias toneladas de un agua plateada. La ballena subió rápidamente, plegando las aletas para que presentasen la mínima superficie de rozamiento con el aire durante el ascenso. Ismael habría tenido entonces su oportunidad de fijarse en el leviatán, pero estaba demasiado ocupado plegando la vela; Koojai trabajaba izando el trapo del mástil inferior. El timonel esperaba el tirón que, o bien arrebataría el bote hacia arriba, o rompería la cuerda.

Karkri aguardó con el cuchillo de hueso en la mano No podía hacer nada más que aguantar hasta que la bestia se cansase; pero debía estar alerta por si la situación requería cortar la cordada.

Ismael amarró la vela y aseguró el botalón. Miró hacia arriba. La ballena estaba delgada, aunque todavía parecía enorme. El otro bote estaba aún con ellos; tensa, la tripulación esperaba el primer tirón de la cuerda. El arponero volvió la cara oscura y relampaguearon en la boca de Karkri sus blancos dientes.

La cuerda corría deprisa, hacia fuera y hacia arriba, por el eje silbante que se inclinaba ligeramente hacia adelante apoyado en el gozne de su extremo más bajo. De forma abrupta, el eje se detuvo y el morro del bote giró hacia arriba. La barca empezó a subir. Aunque parecía tan frágil como para que Ismael pudiera romperla con las manos desnudas, la cuerda resistió. Juntos, los dos botes se deslizaron por el cielo.

La ballena voladora estaba casi a doscientas yardas por encima de ellos. Debajo, flotaba la nube roja. El Roolanga permaneció oculto en ella durante un momento, hasta que emergió por el lado occidental, batiendo contra el viento. Los otros botes permanecían a pocas millas al este y un poco más abajo; además, también eran arrastrados hacia arriba por una bestia.

El viento silbaba a través del aparejo. El aire se hizo más frío y el cielo más oscuro. Sintieron ligeros mareos y tuvieron que inspirar profundamente. Abajo, a lo lejos, el Roolanga parecía un bastón con alas. Karkri, a pesar de la debilidad causada por el escaso aire, giraba el eje con ayuda de un palo que había incrustado a través de un agujero. Era necesario que los botes estuvieran tan próximos al animal como fuera posible antes de que éste decidiera sumergirse. Subiendo, no podía tirar de la cuerda tan violentamente como habría tirado de haber liberado el gas de las vejigas para subir y destrozar el cabo delantero. Por ello, Karkri y el arponero trabajaban tan rápidamente como podían. Cuando no pudieron mover los brazos y su respiración fue tan forzada que parecía que sus gargantas iban a empezar a arder, aseguraron el eje y se arrastraron a popa. Ismael cedió su puesto a Karkri y el arponero emprendió la tarea. Aunque Ismael era más grande y musculoso, no aguantó tanto como Karkri. De haberse encontrado al nivel del mar, donde pasara la mayor parte de su vida, habría aventajado al hombrecillo moreno. Pero allí, en las extensiones etéreas a las que Karkri estaba acostumbrado, el aliento abandonó a Ismael, que sintió los brazos como si estuviera convaleciente de una larga enfermedad.

Koojai, sonriendo a Ismael, se arrastró para el relevo. El timonel dejó su puesto a Karkri, y después de un rato, Karkri estaba trabajando otra vez. Ismael realizó un segundo turno, aún más corto que el primero. En el tercero, sintió que no podía ni gatear hacia proa, y mucho menos girar el eje, que parecía oxidado hasta la inmovilidad. Pero subió la casi vertical rampa de la cubierta usando como escala los agujeros de ésta; tras atarse, realizó el poderoso esfuerzo de dar unas pocas vueltas. Aguantó cuanto pudo hasta que, al fin, trabó el eje y se arrastró a la popa. Durante un instante miró hacia atrás, aunque enseguida deseó no haberlo hecho. ¿Dónde estaba el Roolanga?

Los botes habían subido constantemente hasta situarse a unos de treinta pies por detrás de las gigantescas aletas caudales. Karkri gritó. Si la ballena se sumergía en aquel momento, las cuerdas no aguantarían el esfuerzo.

El corazón de Ismael no paraba de latir con violencia y su respiración se entrecortó. La ballena parecía cada vez más oscura; ¿era el preludio de la turbación de la mente, el principio de las acciones, algunas veces suicidas, resultantes de la embriaguez de las alturas? Deseaba que los otros, más habituados a vivir en aquella carencia de atmósfera, velaran por él. Tal vez…

El juicio volvió a él junto con la embestida del aire y la visión de un cielo cada vez más claro. El bote estaba ladeado, en una posición casi vertical con relación a la tierra. El mar muerto centelleaba a la luz del sol rojo; el Roolanga se encontraba debajo suyo y parecía destinado a ser golpeado por la cabeza de la bestia.

Ciertamente, desgracias semejantes habían ocurrido antes, aunque nunca, de acuerdo con los marineros de un modo intencionado. La ballena alguna vez calculaba mal sus vectores y chocaba con un barco. Cuando ocurría, el barco tenía suerte si quedaba de una sola pieza. Se apartaron a cincuenta pies del Roolanga. Ismael vio a los hombres mirando fijamente la escena a través de la piel transparente y por los espacios abiertos. Varias cabezas se asomaban también por la parte baja de la cubierta superior, o por la quilla del barco. Algunos se agitaban, otros unían sus manos y se inclinaban hacia delante orando al dios menor del barco y a Zoomashmarta para que el descenso terminara felizmente para sus compañeros.

Aunque debieron de transcurrir varios minutos, a ellos les parecieron segundos. La tierra se hacía visible en el exterior, las orillas del mar aparecieron, y de pronto, no hubo otra cosa que agua debajo suyo.

Ismael recordó cómo la primera ballena que viera, con tan buen resultado, había estrellado el bote de sus captores contra la tierra ante sus propios ojos y los de Namalee. Ocurría pocas veces, le dijeron los marineros. Pero aquella vez ocurrió.

Por costumbre, la ballena terminaba el descenso y comenzaba a ascender con mucho espacio, el suficiente para evitar el choque con los botes que oscilaban detrás de ella. Veinte pies, más o menos. Sí, era espantoso. Incluso los más experimentados llegaban a amilanarse cuando ocurría, salvo que se tratase del Viejo Bharanhi.

El Viejo Bharanhi era el Paul Bunyan de los marineros del aire y nunca había tenido miedo. Vivió hacía mucho tiempo, cuando los hombres eran gigantes, y…

Con una explosión, las inmensas aletas surgieron de los costados de la bestia, donde habían permanecido estrechamente plegadas. El ala de estribor por poco golpeó con el cabo del arpón. La ballena freno su marcha y el bote se aproximó. No había nada que Karkri pudiera hacer. Intentar cazar con más cuerda habría supuesto quedar apresado en medio de alguna vuelta, con lo que del eje abierto habría soltado todo el recorrido del cabo. El arco que el bote describiría cuando la ballena girase hacia arriba seria mortal.

Ismael comprendió por qué se estrelló el primer bote. Se acercaron demasiado al animal.

Koojai, detrás de él, gritó algo. Tal vez fuera una oración, aunque estaba mal considerado decir cualquier cosa fuera de lo que el trabajo requería. La parte delantera del bote fue arrebatada hacia arriba con una fuerza que apretó a Ismael contra la correa y le produjo un dolor punzante que le cruzó la espalda.

El mar les embistió, y de repente, saltaron a un lado. Estaban en el cielo, dando la vuelta hacia el mar.

En el segundo desvío, Ismael comprendió por qué Koojai había gritado. La otra ballena, surgiendo de la zambullida, y se dirigía hacia ellos.

Aparentemente, el animal observó que iban a chocar, por lo que giró sus alas para presentar una superficie de total resistencia al aire. Aquello aminoró su marcha y la hizo ladearse, pero no lo suficiente. Su cabeza chocó contra la nuca de la otra ballena y la piel y el frágil esqueleto del leviatán perseguido por la barca de Ismael se contrajeron por el impacto.

La cabeza, apresada por la cuerda, dio una sacudida al bote y rompió el tirante cabo. Ismael fue catapultado hacia delante, vio la piel de color ciruela agrandarse delante suyo; la golpeó con la cabeza y la atravesó como una flecha, chocando contra unos cuantos objetos: órganos y huesos, probablemente. Giró sobre la espalda mientras caía y salió a través de la piel por el otro costado o, quizá, por la parte inferior del animal. Nunca pudo estar seguro. Permaneció medio consciente y sabedor de que estaba cayendo. Los dos puntos que veía por encima de él eran borrosos; la mancha más pequeña debía ser uno de los botes.

No recordó el choque con el agua cuando despertó, pero debió caer con los pies por delante y mirando hacia arriba. La sal que tenía en la garganta y la nariz amenazaba con asfixiarle y tuvo que luchar para mantener la cabeza por encima de la superficie.

Cuando consiguió asomar la cabeza sobre el espeso líquido, vio, a unas cien yardas de distancia, algo que nunca hubiese esperado ver otra vez, aunque nunca lo olvidaría. El féretro negro flotaba en las aguas como si estuviera sobre el Estigio, conduciendo a Queequeg lentamente —sin prisa, con la certeza de que el tiempo ya no contaba—, hacia la otra orilla.

Una sombra cruzó como un relámpago. Más allá del ataúd, a varios cientos de yardas, las dos ballenas, una enmarañada en las entrañas de la otra, se fueron a pique. El féretro se elevó con la primera ola, rodó, giró y puso rumbo hacia él.

Buscó los dos botes y sus tripulaciones. Uno yacía roto por el centro sobre la superficie del mar, a cien yardas de distancia. Su desabrimiento mostraba que las vejigas de gas se habían roto; un mástil sobresalía de las aguas ebriamente.

Contó tres cabezas de nadadores y varias más que apenas se mantenían a flote. Arriba, virando, dos botes se dirigían hacia ellos.

El féretro le embistió. Consiguió subir y asirse a las tablas, como ya hiciera tras el hundimiento del Pequod; luego, se arrastró encima de la tapa. El olor a brea era todavía muy fuerte. Después de todo, no había pasado tanto tiempo en términos de sus días, desde que el carpintero clavó la tapa y calafateó las junturas.

Un hombre que se dirigía hacia él, alzó repentinamente los brazos en el aire, gritó y se hundió bajo la superficie.

Era evidente que no se había zambullido. Ni siquiera con un ataque al corazón habría podido hundirse. Seguiría flotando. Algo le había arrastrado hacia abajo. Después de unos minutos, Ismael supo que en efecto, algo retenía al hombre bajo las aguas.

Hasta entonces, Ismael había dado por supuesto que los mares estaban vacíos de vida. Todavía le costaba trabajo creer que existiese algún pez capaz de habitar en aquel ponzoñoso y salobre elemento.

El predador debía ser un respirador de aire.

Ismael gritó a los otros hombres, diciéndoles lo ocurrido. Empezaron a desplazarse hacia la orilla y él mismo se puso a remar chapoteando desde el féretro. En cuanto lo hizo, sintió en las manos un hormigueo nacido del temor de que algo le arrancase el brazo sumergido.

Pero no sucedió tal cosa, los otros nadadores consiguieron alcanzar la orilla ilesos. Ayudaron a Ismael a arrastrar el ataúd sobre la temblorosa orilla y luego miraron hacia el mar. Los cadáveres flotantes habían desaparecido. Lo que apresó al primer nadador se había llevado los cadáveres. Ismael preguntó a los navegantes si sabían lo que merodeaba debajo de la pesada y sombría superficie; le contestaron que no sabían de nada vivo en el mar muerto. Nunca habían visto u oído que albergara ninguna forma de vida. Por otra parte, eran habitantes del aire, y si tenían algún esporádico contacto con el mar muerto, era sólo por accidente.

—Arrebatado por algo invisible —dijo Ismael, aterrorizado.

Al fin llegaron dos botes del aire; plegando las velas, lanzaron cabos que asieron los marineros. Tiraron de los botes y los ascendieron a bordo.

Ismael, mirando al féretro de Queequeg, añoró su patria, pues el ataúd era el único enlace que le quedaba con ella en aquel planeta que describía una órbita alrededor del sol en un tiempo muerto. Además, podía ser la única llave de regreso, puesto que, si un hombre podía adelantarse en el tiempo, ¿por qué no desandar el camino? Quizá los misteriosos y esquemáticos grabados de la tapa del ataúd constituyeran alguna incomprensible forma de girar las llaves que abrían los candados del tiempo.

A bordo del barco, pidió permiso para ser recibido por el capitán. Solicitó que enviara un bote para recoger el féretro. Al principio, el capitán Baramha se molestó ante aquella aparente pérdida de tiempo y energía. Pero Namalee no admitió su negativa. Finalmente, Baramha acato su autoridad sin resentimiento aparente. La joven le dijo que el féretro era un objeto de culto, una cuestión religiosa, y que en religión ella tenía la última palabra. Ismael no entendía aquel razonamiento, a menos que la joven pensase que el féretro era su propio dios; de todos modos, no la pidió explicaciones. Estaba contento por lo ocurrido; la explicación podía esperar.

Bajaron dos botes y amarraron el féretro por debajo, una cordada a un bote y otra en el segundo. Las dos embarcaciones bogaban conjuntamente, para mayor ligereza, y cada una contaba sólo con dos tripulantes. La doble embarcación se elevó con lentitud; las criaturas de las vejigas tuvieron que alimentarse por partida triple para generar el gas necesario requerido por la operación. Finalmente, mientras el capitán cruzaba a grandes zancadas el puente de un lado para otro, moviendo los labios en silencio, los botes fueron remolcados hacia el barco. El féretro quedó amarrado en el centro de gravedad del Roolanga y todos los marineros acudieron para ayudar a realizar las labores de troceado y almacenamiento de las dos ballenas muertas.

Más tarde, los botes salieron otra vez, en aquella ocasión para echar trozos de carne en las vejigas. Cuando los tiburones voladores acudieran a devorar la carnaza, serían arponeados. Los escualos aéreos que no morían en el primer ataque de los arponeros, seguían las mismas tácticas de ascensión y sumersión que las ballenas, pero carecían de las aptitudes de generación de gas y del peso de los leviatanes.

Cuando hubieron cazado una docena de tiburones, el barco reanudó la navegación. Pero todavía carecían de suficiente alimento, así que, en el momento en que era descubierta otra nube de plancton atmosférico, cazaban de nuevo. Sólo cuando estaba a punto de acabar el largo día se consideró que había bastante carne a bordo como para abastecerlos hasta que llegaran a Zalarapamtra.

La última ballena les facilitó, además, al cortarla los carniceros, un botín que habría sido causa de gran celebración en cualquier otro momento. Se trataba una sustancia parecida al marfil: una bola dura, redonda, de dos pies de diámetro, estriada alternativamente con colores rojo, azul y negro.

Rezumaba un poderoso perfume que causaba embriaguez en quienes estuvieran cerca: el mismo que exhalaba Ishnuvakardi, el idolillo del barco.

La bola fue encontrada en uno de los estómagos más pequeños de la ballena (la criatura poseía muchos estómagos distribuidos a lo largo del huesudo esqueleto de la cola). Namalee explicó al respecto cómo una pequeña criatura del aire, un vrishwanka, era tragada ocasionalmente por una ballena. El vrishwanka cruzaba las entrañas que se envolvían alrededor del esqueleto de la cola hasta que era o eliminada o atrapada en algún punto ciego de los intestinos. Si ocurría esto último, el sistema digestivo de la ballena segregaba una sustancia alrededor del vrishwanka, lo mismo que haría una ostra con un grano de arena.

El resultado era el embriagadoramente perfumado marfil del vrishwanka, un gran tesoro. Una vez extraído, se esculpía sobre él un nuevo dios que a continuación se dispondría en alguno de los templos de la ciudad de Zalarapamtra. Algunas veces, la propiedad del vrishwanka en bruto era negociada con una ciudad con la que Zalarapamtra no se hallase en guerra. La otra ciudad podía haber perdido un dios al naufragar un barco y quizá necesitase uno nuevo. O el dios podía cambiarse en alguna de aquellas ciudades que atesoraban dioses como previsión del día en que perdieran a uno de los suyos. O los ponían a buen recaudo, como tesoros, basándose en la creencia de que cuantos más dioses, mayor fortuna.

Namalee, durante una de las muchas charlas que mantuvieron en el interminable viaje de vuelta, le explicó como los dioses de Zalarapamtra solían ser hallados y nacidos, que era como ella denominaba al proceso de su tallado.

Además, le relató el modo en que, cuando las viejas ballenas morían, su carne alimentaba sus propias vejigas que ascendían hasta una notable altitud, donde el cielo se ponía totalmente negro en las horas diurnas y había poco aire. Los cuerpos, empujados por los vendavales que soplaban desde el oeste, empezaban a hundirse cuando una detrás de otra las vejigas reventaban a causa de la corrupción. En alguna parte al pie de las inaccesibles montanas del este (que Ismael conocía como las que en otro tiempo constituyeran los taludes submarinos de los continentes) había un lugar donde acababan las ballenas muertas: un lugar compuesto por una maraña de huesos casi tan grandes como los propios riscos, pues las bestias terminaban allí su existencia desde el principio de los tiempos. Y en aquel cementerio, por supuesto, se encontraba un inmenso tesoro de vrishwanka, perfume exudado por dioses no nacidos.

La ciudad que encontrase el antiguo cementerio de las ballenas voladoras sería la más rica del mundo, y por tanto, la más poderosa.

«Y también la más borracha», pensó Ismael. Tuvo la visión de una ciudad atestada con tantos dioses que los ciudadanos se tambalearían durante las horas de vigilia, cayendo ebriamente en la cama y levantándose tan intoxicados como cuando se fueron a dormir.

Namalee le explicó que numerosos barcos de muchas ciudades habían partido con el único y exclusivo propósito de localizar el cementerio. Pero la fosa se hallaba cerca de los riscos orientales, el punto donde las Bestias Púrpuras de la Muerte Aguijonante eran más numerosas.

—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Ismael.

—Porque ninguno de los barcos que buscaron el cementerio volvió nunca —replicó la joven—. Obviamente, fueron atrapados por una Bestia Púrpura.

Ismael enarcó una ceja y sonrió.

—¿Qué estás pensando? —le cuestionó la muchacha.

—Que tú y tu gente sois extraños para mi manera de pensar, aunque tú eres bastante más parecida a los míos. La esencia humana no ha cambiado. Si eso es bueno o malo, no puedo decirlo. Ciertamente, no puedo afirmar que haya algo bueno o malo más allá de lo que cada persona piensa que es beneficioso o no para sí misma. Cuando pienso en los miles de millones, los billones de seres que han vivido y luchado por o contra el mal, que aunque hayan tenido muchos nombres siempre han usado la cabeza, me maravillo.

Lo mismo que la ballena blanca había sido para Ahab, era el tiempo para Ismael.

El sol rojo, finalmente, se puso y la fría noche llegó con lentitud. Los días y las noches se sucedían, aunque no rápidamente. Ismael aprendió todo cuanto podía aprenderse sobre la navegación y el manejo de un barco volador; y averiguó bastantes cosas acerca de su construcción. Trabajaba como aprendiz en el castillo de proa, aunque, a veces, comía con el capitán y Namalee. Que perteneciera claramente a una raza distinta, a una raza totalmente desconocida, y reivindicara ser hijo de un sol diferente y de otro mundo le otorgaban distinciones de clase superior.

También cabía la posibilidad de que le tomaran por loco, aunque pareciese bastante capaz en muchos aspectos. A ellos les deleitaba oírle hablar de su propio mundo, pero no podían comprender casi nada de lo que decía. Cuando le oyeron explicar que la gran mayoría del aire a través del que navegaban, a tantos miles de pies por encima del suelo, estuvo en otro tiempo lleno de agua y que aquella agua se hallaba repleta de una vida distinta a la que conocían, no pudieron creerle.

Igualmente increíble les resultaba su insistencia de que la tierra que él había conocido temblaba sólo de vez en cuando y bastante fugazmente.

Ismael no discutió con ellos más de lo que habría discutido con Ahab. La mente de cada hombre se moldeaba en su propia horma y la inteligencia era la moneda que podía emplearse en aquel pequeño reino.

Mientras el Roolanga se acercaba a Zalarapamtra, la tripulación se fue volviendo cada vez más silenciosa. Los marineros charlaban, pero sólo lo hacían en tono muy bajo, y la mayoría de las veces, brevemente. Parecían absortos en sí mismos, como si estuvieran explorando en sus propias mentes lo que harían si encontraban su país natal devastado. Entraban frecuentemente en la capilla, como Ismael la llamaba, donde Namalee pasaba la mayor parte de su tiempo de vigilia y muchas de sus horas de sueño. El dios estaba expuesto fuera de la caja todo el tiempo, e Ismael no podía pasar por la puerta abierta sin notar que sus sentidos se alteraban.

Namalee permanecía sentada en el suelo mirando hacia el dios, con el cuerpo inclinado hacia delante, casi paralelo al piso, y la cabeza doblada, rozando casi el suelo. Su largo cabello negro se esparcía ante ella, desparramado como una nube de incienso.

La cima de la montaña sobresalió al fin sobre el horizonte del noroeste y el capitán ordenó que todo el mundo ocupase su puesto. Navegaron todo el día y toda la noche y cuando el sol rojo, de mala gana, salió otra vez, quedó eclipsado por el coloso. La muerte se había posado sobre un inmenso saliente de piedra, y sobre la piedra, se alzaba la ciudad de Zalarapamtra.

Un grito surgió del barco.

El saliente era un revoltijo de rocas y escombros.

Ismael había preguntado a Namalee cómo los hombres podían vivir en casas de piedra que temblaban, se estremecían y amenazaban con derrumbarse sobre sus cabezas a cada instante.

Le respondió que eran pocos los que «vivían» en las cámaras de piedra. Éstas eran usadas como almacenes, refugios de tormentas o enemigos y recintos de culto; y sólo constituían la mitad inferior de la ciudad. La parte superior era, en esencia, una ciudad flotante. Consistía en dos niveles de cientos de casas y edificios más grandes pegados unos a otros y mantenidos a flote por miles de enormes vejigas de gas. La mitad de la flotante urbe estaba anclada en muchos lugares a la superficie del saliente, y el pasaje entre la ciudad flotante y la ciudad de piedra se efectuaba por medio de escaleras o flexibles escalerillas.

Todo estaba destruido. Algo había roto las vejigas y reventado y quemado los niveles superiores. Sus carbonizados y destrozados restos se esparcían y apilaban sobre la piedra. Las roturas dejaban al descubierto, en muchos sitios, los recintos construidos bajo el pavimento. Montones de roca fragmentada yacían por todas partes.

El Roolanga retrocedió, alejándose del tremendo saliente, y repitiendo la operación varias veces antes de que el capitán decidiera llevar el barco al muelle. El dique era un lugar tallado en el interior del borde del saliente; el barco flotó dentro, con las velas plegadas y los mástiles montados. Los marineros saltaron del barco cuando penetró suavemente en la depresión rectangular y afianzaron los cabos que les arrojaron desde cubierta. Pasaron las sogas por anillos de piedra tallada que sobresalían de los muros del muelle; acto seguido, las ataron y aseguraron los nudos. El barco bajó aún más suavemente, descansando la punta de la proa a pocas pulgadas de la parte posterior del muro del dique. Soltaron más gas de las grandes vejigas y el barco casi posó la quilla en el suelo del atracadero.

La mitad de los treinta hombres de la tripulación se quedó a bordo; la otra mitad se adentró en las ruinas.

El saliente hundía las raíces en un inmenso cañón, un tajo en el cuerpo de la montaña. La cima del monte subía tan alto que su cúspide apenas parecía un hilo de color azul oscuro. El sólido saliente sobresalía milla y media sobre el vacío de tal modo que cualquier pozo abierto a través suyo habría terminado en el aire proporcionando una imagen de los escombros que se apilaban por debajo. Ismael se preguntaba qué clase de hombres construirían sobre una plataforma que, como la que tenían a la vista, se hallaba sentenciada a desprenderse a causa de las interminables vibraciones. Pero Namalee dijo que aunque la piedra cayera y se soltaran los anclajes, el nivel flotante permanecería en el aire. Ésa, al menos, era la teoría.

El agua provenía casi todos los años de un manantial existente en la base de la profunda pared del cañón; los años que no manaba, de vainas recolectadas entre la vegetación del pie de la montaña.

Ismael agradeció la información. Luego preguntó a la muchacha por qué había sido encargada de guiar al grupo, cuando lo más prudente habría sido no separarse de la única mujer sobreviviente —hasta donde ellos sabían— de la ciudad. Le contestó que los miembros de la familia del Gran Almirante poseían muchos privilegios de los que carecían las criaturas inferiores. Como contrapartida, tenían más obligaciones. Hasta que encontrasen un miembro varón de su familia, ella era la guía y debía ponerse a la cabeza de cualquier empresa peligrosa.

Ismael no consiguió entender aquellos razonamientos. Si Zalarapamtra debía vivir otra vez, era obligatorio que hubiera una mujer que pariera sus hijos.

Escalaron montones de piedra y madera quemada, rodeando profundos y dentados agujeros o, en algún punto, saltando sobre ellos. Las sacudidas habían roturado el suelo en muchos sitios, dejando al descubierto las habitaciones que se extendían subterráneamente. Todo estaba cubierto y parcheado con cascotes de piedra o restos de la ciudad flotante. Pero en ninguna parte vieron siquiera un solo hueso.

—La Bestia come de todo: carne, huesos… todo —explicó Namalee—. Se posa sobre una ciudad, y después, la destruye y sus tentáculos aguijonantes sondan por todas partes y atraviesan a quienes todavía viven. Y prolonga la muerte en su boca. Cuando lo ha devorado todo, se duerme. Y se aleja flotando, en busca de otra víctima. A lo largo de mi vida ha destruido tres ciudades: Avastshi, Prakhamarshri, y Manvrikaspa. Llega y mata, dejando pocos supervivientes a sus espaldas.

—¿Deja «algo»? —quiso saber Ismael.

Observó entonces grandes rayas de alguna sustancia blanca y sucia y se preguntó si la Bestia segregaría limo.

—Avastshi y Manvrikaspa fueron despojadas de toda vida —respondió la joven—. Una mujer y dos de sus hijos escaparon en Prakhamarshri sólo porque la entrada a la sala en la que se escondieron quedó bloqueada por los escombros.

—Y en esas ciudades, cuando regresaron los barcos balleneros, ¿fue posible la vida otra vez? —la interrogó Ismael.

—Sólo Prakhamarshri pudo continuar —replicó Namalee—. Los balleneros de las otras dos ciudades retornaron con los hijos del Gran Almirante, pero eran pocos y la desgracia no dejó de perseguirles; al final, se quedaron sin ninguna mujer viva. Los hombres sobrevivientes botaron los barcos y se lanzaron a la deriva, con las velas plegadas, envueltos por los aromas de los dioses menores y del gran dios, que era llevado en el barco almirante. Arrojaron los dioses al agua del mar salado y luego saltaron ellos y los barcos navegaron sin rumbo hasta que se estrellaron contra la tierra.

«Una inmolación nacional —comentó Ismael para sí mismo—. Si todos los estados tienen semejantes costumbres, es notable que la humanidad haya sobrevivido tanto tiempo. Tengo la impresión de que no queda mucha humanidad andando bajo este sol rojo».

El grupo proseguía lentamente su camino hacia el cañón mientras las rocas parecían estremecerse. No había más que devastación alrededor suyo, y un silencio que solo resultaba roto, aunque levemente, por ellos mismos. De pronto, oyeron un grito, y un momento más tarde, una cabeza apareció por un agujero practicado en la roca junto a la boca del cañón. Luego surgió otra cabeza, y acto seguido, dos más. Una mujer, un hombre y dos niñas habían escapado de la Bestia Púrpura de la Muerte Aguijonante.

También consiguieron escapar de los booragangahnos que llegaron en cuanto se alejó la Bestia.

Se dirigieron durante el ataque a la más profunda cámara, y una vez allí, el hombre abrió una enorme puerta giratoria de piedra en la que llevaba trabajando duramente durante años para darle forma. Sobrevivieron gracias a una cierta cantidad de agua y comida almacenada en aquel punto para tales emergencias. Pese a todo, fueron muy afortunados al conseguir guarecerse, pues el ataque de la Bestia fue inesperado y terrible, y aparentemente, se realizo por todas partes a la vez.

—Y, luego, al poco de que se marchara, vinieron los barcos de Booragangah —relató el hombre—. Era todavía de noche, así que salí, me escondí entre los escombros y escuché. ¡Hombres de Zalarapamtra! ¡Namalee, hija del Gran Almirante! Los hombres de Booragangah se jactaron de ser ellos los que trajeron a la Bestia hasta aquí. Sus barcos habían divisado un monstruo que se dirigía a su ciudad. Tal vez les habría atacado o tal vez les habría dejado a un lado. Uno nunca lo sabe con el kahamwoodoo, pues flota como una nube, y la mayor parte del tiempo no parece tener ganas de hacer nada sino flotar; pero, a veces, cambia su curso y se dirige a una ciudad y esa ciudad queda condenada. Los balleneros booragangahnos capturaron ballenas y se las dieron como alimento al kahamwoodoo, aunque con ello perdieron dos barcos que acercaron demasiado a la Bestia. El kahamwoodoo finalmente se volvió hacia ellos…

—¿Cómo? —exclamó Ismael—. Pensé que la bestia no tenía aletas direccionales.

—Mediante una serie de pequeñas explosiones controladas —le explicó Namalee—. Expulsa fuego y humo por los agujeros de su cuerpo. Esa bestia que hace ruido y humo es la misma que se abalanza sobre las ciudades para arrasarlas.

—¿Una bestia que quema pólvora y tira bombas? —preguntó Ismael. Empleó las palabras inglesas «pólvora» y «bombas», ya que éstas no existían en el idioma de Namalee.

—Dispara fuego, humo y ruido y tira piedras que explotan —corrigió la joven.

—Los booragangahnos dijeron que su Gran Almirante, el encargado de la gran flota ballenera, concibió la idea. Su nombre es Shamvashra. ¡Recordad ciudadanos de Zalarapamtra! ¡Shamvashra! ¡Él es el espíritu maligno de los aires superiores que ha destruido nuestra ciudad!

Ismael pensó que Shamvashra realizó únicamente lo que ellos mismos habrían hecho de habérseles ocurrido, pero no dijo nada.

—Tuvieron que trabajar más que nunca en su vida para conseguirlo. Debían continuar matando ballenas y arrojándolas hacia la bestia. Perdieron otro barco con sus tripulantes mientras cazaban comida para el kahamwoodoo; el navío fue destrozado por dos ballenas que se sumergieron a través del plancton con los botes atados a ellas. Pero los hombres dijeron que los barcos que habían perdido fueron un buen precio, porque con ellos atrajeron a la bestia hasta Zalarapamtra. Además dijeron que podrían intentar hacer lo mismo con otras bestias para lanzarlas contra todos sus enemigos, y que así no temerían a las otras ciudades porque no quedaría ninguna.

»Otros dijeron que eso estaría mal. ¿Y si ellos mismos encontraran una bestia que no pudieran ahuyentar y destruyera Booragangah? Eso sería el fin del hombre. Pero la mayoría parecía feliz con lo que habían hecho. Tomaron a nuestro Gran dios, Zoomashmarta y a todos los dioses menores, los colocaron a bordo de sus barcos y se marcharon navegando.

Con aquellas palabras, un grito se escapó de los marineros y de la propia Namalee; lloraban y algunos se acuchillaron a sí mismos.

—¡Sin dioses! —gritó Namalee—. ¡Zalarapamtra está sin dioses! ¡Todos prisioneros de Booragangah!

—¡Estamos perdidos! —exclamó un marinero.

El hombre que contaba la historia añadió:

—Yo les oí decir que volverían algún día para asegurarse de que no reconstruiríamos una nueva gran ciudad. Sorprenderían a los que regresaran en los barcos y los matarían o se los llevarían como esclavos. De ese modo, este lugar solo conocería tiburones voladores deambulando sobre las ruinas y buscando en vano vida con la que alimentarse.

—¡Seremos impotentes sin nuestros dioses! —deliró otro hombre.

No encontraron más supervivientes. Al volver al barco, la tripulación difundió las noticias. El capitán, informado por Namalee, se puso gris y se dio un tajo tan profundo que estuvo a punto de morir desangrado.

Hasta que aterrizaron, habían creído que, por horrible que fuera la situación, florecerían otra vez. Después de todo, tenían sus dioses. Aunque las deidades podían consentir que los desastres se cebaran sobre Zalarapamtra, nunca permitirían que sus adoradores desaparecieran. ¿A quién tendrían entonces los dioses para adorarlos?

No habían considerado, por supuesto, que Avastshi y Manvrikaspa también habían tenido sus propios dioses y que éstos habían consentido que sus adoradores murieran hasta el último.

Era una tripulación triste, y lo que era peor, desesperada. La tristeza derivada de la pérdida de toda esperanza es algo que uno espera vencer, pero la esperanza sólo puede recuperarse si ocurre algo que haga que las cosas no parezcan irremediables. Ni siquiera la llegada, en los siguientes tres días, de otros cinco buques balleneros los tranquilizo. Cuanta más gente se reunía, mayor era la desesperanza. La ciudad estaba casi tan silenciosa como cuando sólo había cobijado a cuatro personas escondidas.

Pasaron otros seis días. A partir de entonces, aumentó la actividad, pues era necesario hacerse al aire y cazar para comer. El Capitán Baramha murió de la infección de las heridas y de la ausencia del deseo de vivir. Su barco llevó el cadáver sobre los mares muertos, y tras una corta ceremonia, el cuerpo desnudo fue arrojado al mar desde un tablón.

—Todavía tenéis los dioses de los barcos —dijo Ismael—. ¿Por qué no podéis…?

—Ellos sólo tienen poder sobre el barco —le explicó la muchacha—. Son dioses muy pequeños. No; debemos recuperar los dioses de la ciudad y al mayor de todos los dioses, Zoomashmarta.

—De lo contrario, os resignaréis y moriréis, ¿verdad? —preguntó Ismael.

No respondieron, pero parecía por sus caras que aquello era exactamente lo que harían. Estaban sentados alrededor de varias hogueras en una cámara subterránea que había sido reparada. Las llamas eran pequeñas y relativamente sin humo. La ventilación se practicaba por agujeros en el techo y conseguían luz por luciérnagas gigantes encerradas en jaulas. La habitación temblaba a causa de los terremotos.

Ismael se sentó junto a Namalee, sus cinco hermanas y los capitanes de los barcos alrededor de una hoguera. Los oficiales de a bordo se sentaron frente a otra. Los marineros fueron acomodados en otras salas.

Ismael se preguntaba cuántos humanos vivos habría en la faz de aquella tierra. Si todos ellos mantenían posturas tan fatalistas, se encontrarían a menudo en situaciones en las que lo más fácil sería abandonar y dejarse morir. ¿Estaba ocurriendo lo mismo en todas partes? ¿Había sido la humanidad hasta aquel punto un mero viajero en el tiempo cansado de viajar? ¿Era el lento sol rojo y la cercana luna constantes advertencias de que el esfuerzo podía terminar de una sola manera?

¿O eran las sociedades del fondo del mar del Pacífico Sur las únicas que mantenían esta postura? Posibles grupos que vivieran en otra parte, ¿conservarían aún el incesante anhelo, el deseo de vivir, que había poseído a los seres humanos en tiempos de Ismael?

Ismael miró a Namalee y se enfadó. No estaba bien que una mujer tan joven y bella se rindiera a la muerte solo por unas piezas de marfil talladas y olorosas.

Se levantó y habló en voz alta. Los demás, alzando la vista le miraron expectantes. Conscientemente o no, comprendió que habían rezado para que él, el extranjero, no se marchase a causa de sus costumbres y leyes y les diera la chispa de la que carecían por sí mismos

—Cuando cazáis la gran ballena voladora no sois cobardes —empezó Ismael—. Lo sé. Los cobardes no se suben a un pequeño bote y clavan sus arpones en la cabeza de tales monstruos dejando que la bestia les arrastre arriba y abajo con la muerte silbando en el viento que golpea sus oídos. Y estoy seguro de que, cuando otros hombres vengan a luchar, seréis igualmente valientes.

Hizo una pausa, echó un vistazo a su alrededor y descubrió que nadie, a excepción de las mujeres, le miraba directamente: los hombres fijaban la vista en el suelo.

—Pero —siguió, incluso en voz más alta—, ¡necesitáis sacar coraje de dónde sea! ¡Necesitáis a vuestros dioses para actuar como hombres! ¡Vuestro coraje es ajeno a vosotros! ¡No vive en vosotros ni late en vuestro corazón haciéndolo tan caliente como las brasas de ese fuego!

—¡Son los dioses quiñes controlan este mundo! —le cortó Namalee—. ¿Qué podemos hacer sin ellos? Ismael no habló durante un momento. Ciertamente, ¿qué podían hacer? Nada, salvo que antes él hiciera algo por ellos. Pero estaba tan acostumbrado a formar parte de los espectadores, o a desempeñar un papel menor, que le resultaba extraño y le asustaba ser el motor principal, el actor protagonista.

—¿Qué podéis hacer sin los dioses? —preguntó—. ¡Podéis obrar como si los tuvierais! —Parafraseó la sentencia de un viejo filósofo alemán que nunca pudo imaginar que sus palabras vivirían otra vez bajo un enorme sol rojo en el fin del tiempo.

»¡En otro tiempo, vuestros dioses no existían! —continuó—. ¡Vosotros mismos los creasteis! ¡Vuestra propia religión lo dice! Le pregunté a Namalee por qué, si lo hicisteis una vez, no podíais hacerlo de nuevo… y ella me respondió que eso estaba bien en los viejos días, ¡pero que ya no está permitido! ¡Muy bien! ¡Pero vuestros dioses no han sido «destruidos»! ¡Sólo están ausentes! ¡Robados! Así que, ¿qué es lo que os impide recuperarlos?

»¡Después de todo, un dios siempre es un dios, aunque no habite en casa de sus adoradores! ¡Y quién sabe, es bastante probable que Zoomashmarta permitiese que esta calamidad cayera sobre vosotros para probaros! ¡Si encontráis coraje en vosotros mismos y vais tras Zoomashmarta y le recuperáis, habréis pasado la prueba! ¡Pero si os sentáis alrededor del fuego y os afligís hasta que el dolor os mate, habréis fracasado!

Namalee se levantó y le preguntó:

—¿Qué nos sugieres?

—¡Necesitáis un hombre que os guíe, alguien que no piense como vosotros! —replicó Ismael—. ¡Yo os guiaré! ¡Yo haré armas nuevas si puedo encontrar los materiales armas como los hombres no han conocido en años! ¡Y si no podemos hacer esas armas, siempre podremos emplear nuestra cautela y astucia! Pero pediré un precio por guiaros.

—¿Cuál es ese precio? —quiso saber Namalee.

—Me haréis vuestro Gran Almirante —exigió Ismael.

No sintió la necesidad de añadir que quería encontrar un hogar. Había viajado lo suficiente y visto demasiado para desear más viajes y maravillas.

—Y tú, Namalee, serás mi esposa —concluyó.

Los capitanes y los oficiales no sabían qué decir. Era la primera vez que un extranjero pedía ser elegido como Gran Almirante. ¿Desconocía que el título de los Grandes Almirantes era ejercido por derecho propio? ¿Desconocía que siempre era así a menos que uno muriera de pronto y su sucesor fuese escogido entre los que tenían el rango de gran capitán? ¿Cómo podía tener el descaro de pedir que la hija del Gran Almirante fuera su esposa?

Namalee, de cualquier modo, parecía feliz, e Ismael comprendió que había actuado correctamente. La joven sentía cierta atracción por él. Incluso podía estar enamorada de él. Era difícil decirlo en aquel escenario, puesto que las mujeres de Zalarapamtra fueron educadas para dominarse a sí mismas. Pero ella no dijo nada de las tentativas del marinero para besarla, o su mutuo calor en las frías noches. Y si bien aquella cautela podía haber sido interpretada como gratitud por haberla protegido, a él le gustaba pensar que era algo más que eso.

Hubo un largo silencio. Los hombres miraron a Namalee y comprobaron que ella no estaba ofendida. Todo lo contrario. Acto seguido, estudiaron a Ismael y vieron en él a un hombre fuerte e intrépido.

Finalmente, Daulhamra, el más grande de los capitanes una vez muerto Baramha, se puso en pie. Clavó la mirada en los presentes y dijo:

—¡Zalarapamtra morirá a menos que consiga nueva savia! Necesita a este extranjero que pretende ser el descendiente de la eternidad. Tal vez ha sido enviado por los dioses. Si le aceptamos, conseguiremos las dádivas de los dioses. Si le rechazamos, mereceremos morir. Le proclamo: ¡Gran Almirante!

Y así, Ismael, que nunca había tenido tales ambiciones, que se satisfizo con ser toda su vida sólo un trabajador corriente, sobrepasó los sueños de sus camaradas más ambiciosos.

Desde aquel momento, fue como si les transmitiese coraje a todos ellos. Dejaron de caminar cabizbajos y de murmurar cuando hablaban; dejaron de sentarse en cuclillas durante horas mirando las ruinas en silencio. Se movían vivamente y hablaban mucho y en voz alta y reían. Que aquello no duraría mucho, Ismael lo sabía; tenía que mantenerles activos con sus discursos y su ejemplo. Descendió al suelo oscilante y a la agitada jungla en busca de ghajashri. Era una planta que ardía furiosamente y cuyo humo tenía olor a petróleo. Ismael recogió grandes cantidades. En una gran recamara de la ciudad, trituró las plantas entre dos ruedas de molino que los marineros fabricaron siguiendo sus directrices. La presión extrajo una sustancia oscura que ardía rápidamente al ser expuesta al aire. Si el aceite de ghajashri era guardado en una bolsa de piel, sus vapores se acumulaban. Una mecha incendiaria reventaría estrepitosamente una saca de aceite, esparciendo el producto, que ardería con fuerza. Ismael alistó a todo el que estuviera disponible para recolectar la planta, exprimirla y recoger el aceite. Al ser necesario reunir enormes cantidades de plantas para obtener una pequeña cantidad de líquido, el trabajo resultó largo y duro.

Mientras tanto, regresaron otros dos balleneros y fue necesario convencer a los recién llegados de que el extranjero de piel pálida y mate era el nuevo Gran Almirante. Ismael suponía que él y Namalee se casarían sin demora. Pero no tardó en enterarse de que la boda se celebraría después, cuando Zoomashmarta y los dioses menores hubieran sido rescatados. Un Gran Almirante nunca celebraba su primer desposorio hasta haber realizado alguna hazaña heroica. Normalmente, ésta consistía en arponear diez ballenas o veinte tiburones en un día, en dirigir una invasión contra una ciudad enemiga, en atacar un barco adversario y capturarlo…

Ismael, para demostrar su poder, tendría que hacer lo que ningún hombre antes que él había hecho.

Ordenó construir un barco que tendría dos veces el tamaño del más grande construido hasta entonces Como podía esperarse, los zalarapamtranos no eran ciegamente obedientes, sino que querían saber las razones de sus órdenes.

—Es cierto que no hay razón para construir barcos más grandes para la caza de ballenas —razonó—. Pero éste será un barco de guerra. Con él, planeo destruir una ciudad entera. O, al menos, una buena parte de ella. Necesitamos construirlo tan pronto como sea posible, pues tendrá que zarpar delante del resto de la flota. Viajará muy cargado y avanzará muy lentamente.

Los otros barcos debían ser reparados y armados, y sus hombres entrenados para la invasión de Booragangah. Además, la ciudad tenía que ser abastecida de alimentos.

Las hermanas de Namalee insistieron en que debían acompañar a los barcos en la expedición. De otra forma, aducían, los navíos no tendrían buena suerte.

Ismael discutió todo eso. Si un barco naufragaba, se llevaría consigo un valiosísimo e irremplazable bien: una futura madre. Iba a llevar bastante tiempo, vistas cómo estaban las cosas, convertir la ciudad en una comunidad nacional tan fuerte y populosa como lo fuera anteriormente. Si perdían más mujeres, el resurgimiento de Zalarapamtra resultaría imposible.

La razón decía que Ismael estaba en lo cierto. La costumbre, que estaba equivocado. La costumbre, como era normal, acabó por vencer. No sólo iría una hermana de Namalee en cada barco, sino que, además, ella misma viajaría en el buque insignia.

Ismael no discutió. No podía hacer nada más por aquella gente. Si insistía, no haría más que malgastar el aliento y perder autoridad.

Trabajó tan duro como el que más y más que la mayoría. Sus horas para dormir no eran tantas como hubiese deseado. Era difícil, al principio, dormir durante el largo día, cuando sabía que había luz suficiente para trabajar. El ciclo original de ocho horas de sueño y dieciséis de vela, guiaba todavía la vida de los hombres. La prolongación del día y la noche no interfirió en aquel ritmo. Aquella gente nació habituada a dormir parte del día y trabajar parte de la noche. Le pareció que, acostumbrado como estaba a las extrañas horas de los turnos de vigilancia, no tardaría en adaptarse a aquel nuevo horario.

Llegó el momento en que el gran barco estuvo construido y cargado con repuestos y una buena provisión de bombas de aceite. Los diez hombres que formaban la tripulación dijeron adiós y el gigantesco barco, el Woobarangu se elevó lentamente, desplegadas las velas, enfilando su meta: la ciudad de Booragangah, miles de millas al noroeste.

Cuatro barcos balleneros le siguieron cinco días después, esto es, veinte días de la tierra cuando el sol alcanzaba el rojo blanco. Ismael gobernaba el Roolanga, el barco almirante. Pusieron rumbo a un grupo de montañas que Ismael pensó que alguna vez habían sido las islas Hawái, aunque no podía estar seguro. En los millones de años transcurridos, posiblemente mil millones, quizá más, unas islas debían haberse hundido y nacido otras nuevas, siendo erosionadas para dar paso a nuevas islas. Y todo aquello, mucho tiempo antes de que los océanos se secaran.

Navegando a una velocidad de diez nudos, la flota podría haber alcanzado su destino en unas doscientas horas: dos días y dos noches. Pero Ismael había ordenado que las provisiones fueran muy pocas, ya que quería transportar por el espacio cuantas bombas y armas se pudiera.

El segundo día fue necesario cazar ballenas para añadir su carne a los víveres. Se detuvieron otra vez cuando alcanzaron al gigantesco Woobarangu. Orientaron las velas para mantener la marcha al unísono. Cuando estuvieron a varios cientos de millas de Booragangah, empezaron a dar vueltas, esperando que se iniciara otra larga noche.

Al mismo tiempo, pusieron un centinela experto para localizar velas enemigas, ya que los balleneros podían llegar desde cualquier dirección a la ciudad.

El gigantesco disco rojo finalmente empezó a hundirse en el horizonte. Sus endebles rayos transformaban la distante cima de la montaña que era su meta en un punto purpúreo. Los capitanes de los otros barcos abordaron el de Ismael para la última conferencia. Una vez más, se aseguró de que cada uno entendiera su parte. Cuando acabaron, brindaron con shahamchiz y partieron. Pálidos, pero decididos. La existencia de su nación dependía de los capitanes, y su nación no podía permitirse perder siquiera a uno de ellos, ni aunque así recuperasen todos los dioses robados. Además, si eran apresados con vida, sufrirían horribles torturas. Los enemigos sabían cómo prolongar la agonía y dilatar el final de igual forma que Ismael sabía cómo prolongar la luz. Como si se atascase en la garganta de la noche, el sol permanecía clavado en el horizonte. Repentinamente, fue engullido, y en una noche sin luna, los barcos dejaron de dar vueltas y se lanzaron al viento hacia la distante cima. Después de una hora, la parte superior de la luna salió enfermizamente sobre el horizonte del este, y en muy poco tiempo, inundó la oscuridad con una refulgente iluminación. Resplandeció sin brillo sobre las velas teñidas de negro y sobre el casco, también negro. Una segunda cubierta había sido añadida al puente. Esta sobresalía por encima de la parte superior del casco e incrementaba la resistencia al viento, pero aquello no podía evitarse. El capitán y los timoneles tenían que ver dónde iban. A unas cien millas de Booragangah, todas las naves, excepto el barco almirante, empezaron a dar vueltas hacia arriba. Ascenderían tan alto como pudieran aguantar sus tripulantes, aspirando aire comprimido de unos tarros de madera ideados por Ismael. Navegarían hasta un punto situado encima de su destino y darían vueltas otra vez. Pasada una hora, controlada por los relojes de arena fabricados por Ismael, descenderían. Lo harían con lentitud, hasta que vieran la señal; entonces, soltarían gas rápidamente. El gran Woobarangu liberaría gas incluso con mayor rapidez.

El Roolanga continuaba adelante en línea recta, en descenso constante. Cuando estuvo a cosa de veinte pies por encima del borde de la estremecida vegetación, se enderezó. Poco antes, los otros barcos habían alcanzado el tope de su espiral. El Roolanga se deslizaba silenciosa y lentamente, llevado por el viento, con las velas recogidas y el mástil más pequeño extendido. Al anclar en la jungla los ganchos, hicieron más ruido del que a Ismael le hubiese gustado. Pero los garfios aguantaron y los hombres descendieron por los cabos y los aseguraron a las plantas.

Estaban al pie de la montaña, debajo del enorme saliente de roca encima del cual se asentaba la ciudad del enemigo. Por encima de ellos daban vueltas pequeños botes centinelas; detrás, algunos barcos rastreaban las proximidades buscando atacantes o espías, aunque nunca lo hacían tan arriba o tan abajo como para descubrirles.

Ismael se vistió con ropas oscuras y se tiznó de negro la cara. Un momento después, Namalee, vestida de forma similar y ennegrecida, se le unió. Ismael dio sus instrucciones finales a Pavasheri, el primer piloto, que se pondría al mando mientras Ismael estuviera fuera. Él y la chica descendieron por una escala al camino central y llegaron hasta un bote ballenero. Junto a la barca, fabricada especialmente y bastante grande, encontraron a otros seis hombres que irían con ellos. El bote tensaba las amarras: las vejigas habían sido alimentadas muy temprano con el fin de que tuviesen tiempo de fabricar suficiente gas para una rápida ascensión. La tripulación embarcó y se ataron a la quilla. Cada uno de ellos llevaba en una funda un afilado cuchillo hecho de una planta semejante al bambú. Sus cortas lanzas y pequeños y fuertes arcos y aljabas de flechas los transportaban en fundas de piel en el fondo del bote. Los arcos era algo que Ismael había tenido que imponer a los zalarapamtranos. Los conocían, pero los despreciaban por alguna razón perdida en el pasado. No era de hombres emplearlos, adujeron. Ismael contestó que en sus tiempos —exagerando un poco, aunque por una buena causa— los arcos eran muy viriles. La cuestión era que carecían de vigor y la patética banda que intentaba invadir Booragangah necesitaba contar con el poder de las armas. Ismael descubrió que lo que decían era verdad porque los dioses se lo habían dicho.

Ismael ni se molestó en decirles lo que sus dioses querían de ellos. Actuaba como si estuviera recibiendo órdenes divinas por transmisión de pensamiento; y los otros empezaron a actuar como si fuera cierto. Tal vez reaccionaban así porque querían creer que sus dioses no les habían abandonado completamente.

No serían permitidas las luces a bordo, por supuesto, así que la señal para liberar los seis botes simultáneamente no era más que un tirón en un sistema de cuerdas aparejadas para la ocasión a través del barco.

Cortaron las cuerdas que sostenían los botes y los marineros los apartaron antes de que éstos subieran y se incrustasen en el casco. El costado de una de las barcas chocó contra la parte superior del ancho puente mientras subía vertiginosamente. Un marinero alimentaba a las amorfas —casi todo boca— bestias de las vejigas, y éstas siguieron fabricando gas para la flotación incluso cuando ya ascendía el bote.

La luna cruzó el horizonte oriental antes de que el Roolanga entrase en las últimas cincuenta millas de viaje. El inmenso saliente de piedra que los dominaba cobijaba en la sombra a los pequeños botes. La parte frontal de la montaña, un acantilado vertical, se alzaba varios cientos de yardas. Los botes, con las velas plegadas y los mástiles y vergas montados y plegados, ascendían a merced del viento. Como éste era débil, los botes derivaron una media milla antes de alcanzar la parte baja del alero. Karkri, el encargado de las maniobras, empezó a controlar el escape de los gases. Los otros botes también retardaron su ascenso.

Aquellos navegantes nacieron en el aire. Casi sin pensar, calculaban con diferencia de una pulgada la cantidad de gas necesaria para perder determinada capacidad de flotación. La parte superior del grueso anillo ovalado que formaba el exterior del bote chocó contra la piedra. Los ocupantes del navío se arrojaron al suelo pero, incluso así, los crestones les arañaron la espalda. Los tripulantes se dieron la vuelta e impulsaron el bote lentamente, navegando de bolina, agarrándose a la rugosa roca y empujándose en ella.

Era un trabajo lento y laborioso, pues la plataforma de piedra sobresalía media milla desde donde chocaron con ella por primera vez. No habrían podido ir más deprisa aunque lo hubiesen deseado. Sólo podían empujar y confiar que los arañazos del casco contra la rugosa roca no rajasen la piel. La cubierta era resistente, pero muy fina en comparación con su ligereza.

Por encima de los fuertes jadeos de la tripulación Ismael oyó un silbido procedente del bote que se hallaba detrás y a su derecha. Ismael ordenó que se detuvieran y el bote se deslizó hasta conseguirlo, presionando contra el fondo de roca. Para ver lo que pasaba, fue necesario empujar contra la roca para frenar. Ismael se arrastró mientras los demás empujaban. El bote de la derecha se encontraba a seis pies de distancia y era solo una forma oscura recortada en la negrura.

Vargajampa, tercer piloto, dijo en voz baja:

—¡Joognaja! Hay una poza entre las rocas.

—¿De qué tamaño? —preguntó Ismael—. Esperaba que no hubiera nadie escuchando al otro lado de la poza.

—¡Lo suficientemente grande! ¡Pero en la abertura hay una trampilla de madera!

Ismael impartió órdenes y su tripulación maniobró para acercar las dos barcas, mientras éste seguía moviéndose.

Había trazado dos planes para entrar en la ciudad. Uno era subir desde la base, deslizarse por el borde y entrar. El segundo plan consistía en ascender por uno de los pozos de ventilación, si encontraban alguno en la oscuridad y resultaba lo suficientemente grande para admitir a una persona.

Namalee le dijo que, por lo que sabía, nadie había penetrado nunca en una ciudad enemiga de aquella manera. De hecho, aunque las incursiones se realizaban por la noche, siempre se trataba o de repentinos asaltos masivos o de la arremetida de unos pocos barcos destruyendo, saqueando y marchándose tan rápidamente como fuera posible. Nadie llevó a cabo un plan como el de Ismael… ni siquiera lo habían sugerido.

A pesar de todo, sin embargo, la posibilidad de triunfar en aquel tipo de plan era reconocida. Aquello explicaba por qué los pozos permanecían ocultos, y algunas veces, vigilados.

Cuando el bote estuvo centrado bajo el pozo, Ismael agarró la trampilla de madera colocada en la abertura y tiró de ella. La reja no cedió. Tras meter un palo delgado entre los huecos de las barras, determinó que una cuerda con clavijas de dura madera aseguraba cada esquina en el interior de la trampilla. Los extremos de las cuerdas alcanzarían alguna reja colocada en la parte superior del pozo. Era posible que, si daban un tirón de la reja, arrastrasen la otra hacia abajo disparando un mecanismo de alarma.

Para evitarlo, insertó al extremo de un delgado palo un cuchillo de piedra y cortó las cuerdas. Tras algún forcejeo y unos momentos de rebuscar con el palo puntiagudo, consiguió soltar la rejilla. Se encaramó lentamente y trepó por una de las cuerdas del pozo. Después, para evitar que se le cayera la reja suelta y no caer él mismo por el pozo, se aseguró contra las paredes. No era fácil escalar de aquella manera. El túnel era tan angosto que le costaba mucho esfuerzo sujetarse y avanzar empleando las rodillas siquiera unas pocas pulgadas. La operación le habría arrancado la piel de la espalda, rodillas y manos si no se hubiese puesto ropas y guantes de fina piel. A pesar de ello, antes de llegar al final, la piel estaba ya destrozada, y él resoplaba y jadeaba, sudando tembloroso. Al alcanzar la cima, esperó hasta que dejó de oírse su respiración. Se quedó a la escucha: esperaba oír un pie resbalando contra la piedra, ronquidos, respiración pesada; sin embargo, no pudo sentir nada más que la sangre retumbándole en los oídos.

La rejilla se le cayó encima con un estruendo que le desgarró los nervios como las piedras habían desgarrado sus ropas de piel. Después de abrirla, esperó un rato y sólo entonces, avanzó hacia arriba, imaginando que le partirían la cabeza con un hacha de piedra en cuanto se asomase. No había nadie esperándole. Encendió una mecha y oteó a su alrededor. La estancia, un cubo cortado en la roca, estaba vacía excepto por algunas cajas apiladas en un rincón.

Subió y se tumbó durante unos instantes en el suelo, que temblaba debajo de él. Cuando se levantó, se dirigió al abierto vano de la puerta y se asomó, pero no pudo ver nada a consecuencia de la oscuridad. Volvió al pozo y desenrolló la cuerda que llevaba atada alrededor de la cintura, la arrojó por la boca del pozo y fue recogida por alguien que, desde abajo, dio un tirón. Ismael se sentó sosteniendo la cuerda, asegurando los pies contra el borde opuesto de la chimenea. Aguantó mientras Namalee trepaba. Cuando la joven estuvo a su lado, le ayudo a sostener la cuerda para que subiera Karkri.

Karkri y ella tensaron la cuerda para que trepara el siguiente marinero.

Ismael tomó una antorcha que Namalee subió en un saco. La encendió y avanzó por el corredor. Las entradas abiertas a cada lado daban a nuevos almacenes. En un extremo, el corredor terminaba en un muro de piedra; en el otro, en una escalera tallada en la roca. La escalera culebreaba y ascendía. Ismael decidió no ir más allá hasta que todos los hombres hubieran subido por el pozo. El proceso era lento. Los botes vacíos quedaban a la deriva, y se requería un cuidadoso balanceo cada vez que un hombre subía, pues el equilibrio del bote resultaba afectado.

Uno de los barcos se quedó a la espera con tres hombres a bordo. Allí permanecerían durante tres horas. Si no volvían en ese plazo, regresarían al Roolanga y empezarla la siguiente fase de la operación.

Ismael guió al grupo hasta el siguiente nivel, que era mucho más pequeño. El corredor, sin embargo, tenía el doble de largo que el de más abajo. Y el que se encontraba por encima de éste tenía el doble de longitud que el anterior.

Booragangah parecía construida como Zalarapamtra. También había tenido una apariencia piramidal invertida si se hubiera practicado en ella un corte transversal. El nivel siguiente resultó dos veces más largo que el inferior. Éste, sin embargo, estaba alumbrado aquí y allá con antorchas o con las menos luminosas, pero de más bajo consumo de oxígeno, luciérnagas. Las antorchas o las jaulas estaban colocadas en arcos de piedra esculpidos en la pared. La poca gente que encontraron dentro estaba durmiendo.

Namalee susurró que serían esclavos. Normalmente no habría nadie en aquel nivel durante las horas de sueño, pero debían encontrarse allí porque tenían trabajo que hacer. Las habitaciones vacías estaban llenas de cajas diestramente apiladas. Había también montones de embalajes a lo largo de los corredores, esperando ser colocados en las salas.

Pasaron de largo. Podría haber sido mejor matar a los esclavos, pero siempre cabía la posibilidad de que alguno se despertara y gritase. Y, además, aquellos hombres no atacarían a los invasores si éstos se veían forzados a deshacer el camino. Se apartarían y dejarían que invasores e invadidos peleasen solos.

Los zalarapamtranos avanzaron más rápidamente. El hecho de que el trazado de los túneles fuera muy parecido al de su propia ciudad, les aseguraba que podrían encontrar el camino del templo. Subieron la siguiente escalera y giraron a la izquierda para ir en dirección a la montaña. Ismael y otros dos fueron delante, sin antorchas y con los cuchillos preparados, mientras los demás esperaban abajo. El corredor era oscuro, y en casuales exploraciones de las cámaras que encontraron a lo largo del camino, descubrieron más almacenes: uno de ellos un arsenal que, sin embargo, no contenía armas que el grupo no tuviera.

La cuadrilla fue al otro extremo del corredor. No terminaba en un muro como los otros, sino en una escalera Namalee dijo que lo esperaba, ya que el corredor de su ciudad en aquel nivel también tenía una escalera.

—Conducirá a otro corredor, al final del cual habrá otra escalera que da a otro corredor. Pero éste conducirá al templo de los dioses. Solo…

—¿Sólo qué? —dijo Ismael.

—Hace mucho tiempo, cuando mis bisabuelos ni siquiera habían nacido, un zalarapamtrano escapó de Booragangah. Contó algunas historias extrañas. Una habla de los guardianes del templo de los dioses de Booragangah No guardianes humanos. Bestias que el fundador de la ciudad, el héroe Booragangah en persona, no pudo matar. Así que las dejó por aquí, en lugares donde los imprudentes los encontraran, y…

—No tenemos tiempo para cuentos populares —interrumpió Ismael; de cualquier modo, cuando hubo escalado el siguiente tramo de escalera y mirado al doblar la esquina, no se sentía tan seguro de no encontrar nada extraño en aquel lugar.

Aquel corredor, distinto a los otros, estaba iluminado potentemente. Las antorchas y las jaulas de las luciérnagas aparecían colocadas en anillos de piedra, cada seis pies; se contaban dos jaulas por cada antorcha. El corredor se sumía profundamente en el saliente, o en la montaña, pues Ismael no estaba seguro de cuánto llevaban recorrido por su interior. Un extremo del corredor se inclinaba hacia arriba. El otro extremo también era visible; algo, al otro lado, fluctuó brillantemente a la luz de las antorchas.

Ismael, por fin, dobló el esquinazo. El aire le dio en la cara como una mano fría. En la unión de la pared y el suelo había muchos agujeros de unas seis pulgadas de diámetro. Aparentemente, eran respiraderos perforados hasta el fondo del saliente. Pero no sabía qué provocaba el movimiento del aire. Lo único que le vino a la mente fue la visión del saliente perforado de lado a lado por numerosos agujeros y pequeñas grietas creadas por las constantes vibraciones de los corrimientos y temblores de tierra que se abrían hasta alcanzar los pozos y acababan por desprender, inevitablemente, grandes trozos de roca.

Dio la vuelta. Caminaba delante de los demás mientras los arqueros tensaban las cuerdas. Había llegado el momento, pues se aproximaban al lugar donde sabían que el enemigo estaría preparado y armado.

El final del corredor era un muro vacío, y no había ni entradas ni pasadizos a lo largo de las paredes. Dejaron atrás las antorchas y jaulas de luciérnagas y empezaron a subir la rampa. Al final, vieron una abertura rectangular de unos de siete pies de alto y seis de ancho. A través de ella se extendía una tela de araña formada por fibras grises incrustadas de pequeños trozos de un material semejante a la mica. Sus destellos eran los que habían visto fluctuar bajo las cambiantes luces de las antorchas.

—¿Qué es eso? —susurró Ismael.

—No lo sé —respondió Namalee.

Ismael tomó la antorcha de un hombre, subió junto a la tela y escudriñó a través suyo. La antorcha arrojaba sombras de las fibras en el suelo, detrás de la tela. Más allá, se extendía una oscuridad infinita. Ismael vaciló: la tela parecía tan frágil que no podía imaginar por qué había sido colocada allí. ¿Quizá rompiéndola haría saltar una alarma, como cualquier movimiento de una tela de araña transmite vibraciones al depredador que espera? Si la quemaba con la antorcha, y evitaba tocarla, podía romper igualmente la tensión de las fibras conectadas a la tela e introducirse en la oscuridad. Tal vez, al aflojar la tensión, algo despertase allí dentro.

No podía seguir allí mucho más tiempo. Mostrar indecisión o duda sería menoscabar la fe que sus compañeros tenían en él; y la fe, era lo que les había llevado hasta allí y la única cosa que les mantendría unidos.

Pasó la antorcha sobre la red y las llamas la consumieron. Las partículas de mica cayeron al suelo como copos de nieve.

Un sonido rasgueante, lánguido, poco profundo surgió de la oscuridad. Sosteniendo la antorcha delante suyo, Ismael cruzó el vano de la puerta.

La luz marcaba su propio camino. La estancia parecía incluso más grande de lo que habían pensado. El techo era tan alto que la luz de la antorcha no podía alcanzarlo, y las paredes retrocedían en un plano inclinado dentro de la invisibilidad. Delante de él veía un suelo de piedra lisa que se extendía dentro del corazón de la montaña o, al menos, daba aquella sensación.

El aire, sin embargo, era inmóvil, mohoso y ardiente. No había pozos cavados a lo largo de las paredes.

Los demás entraron y se reunieron detrás de él.

Cuatro sostenían antorchas y éstas hicieron retroceder a la oscuridad. Pero el techo permanecía todavía oculto y las paredes partían a la derecha y a la izquierda en un ángulo agudo.

Namalee habló muy suavemente detrás de él.

—Se dice que cuando Booragangah guió a su pueblo a este lugar descubrió que otros habían vivido aquí antes que ellos. Encontraron cámaras grandes talladas en la montaña y algunas bestias peligrosas que habitaban en ellas; Los pobladores originales habían desaparecido, quizá aniquilados por las peligrosas bestias. Booragangah mató algunas, pero las otras resultaron demasiado fuertes para él. Así que las encerró, y los suyos labraron otras salas y pasadizos dentro de la roca del saliente.

—Sin duda, la historia contiene algunos elementos de verdad —replicó Ismael—. Pero si hay alguna bestia por aquí, no parece que haya sido encerrada. ¿Cómo podría esa red retener algo dentro?

—No lo sé —repuso la muchacha—. Quizá mediante un olor que nosotros no podemos detectar pero que las bestias sí pueden. Tal vez haya alguna otra explicación.

Sus susurros parecían volar como murciélagos dentro de una noche interminable. La oscuridad era absorbente, devorando en todas partes la luz, el sonido, y dado el caso, sus propios cuerpos.

Ismael, subiendo nuevamente, sosteniendo la antorcha por encima, tenía presente lo poco que sabía de aquel mundo. Aunque como ya había cruzado vastas distancias del mismo y visto cosas extrañas, se sentía bastante acostumbrado a sus peculiaridades. Sin embargo, en aquel mundo debía haber muchas cosas siniestras, cosas contra las que no estaría preparado para luchar porque no comprendería su naturaleza.

Continuó. Las antorchas ardían en la oscuridad. Las tinieblas estallaban delante de ellos y se fundían detrás. Y la calma y el silencio se mantuvieron.

Después de un rato, Ismael tuvo la impresión de que la oscuridad estaba respirando. Era como si la falta de luz fuera una entidad, un animal gigantesco sin forma que viviera en todas partes.

Ismael miró hacia atrás, a la puerta. Era un bloque de luz, pero no la sólida masa que quedó cuando hubo quemado la red.

La telaraña estaba allí otra vez.

Namalee, que también miró hacia atrás, jadeó.

Todos volvieron la cabeza.

—Quizá algún pequeño animal teje la tela tan pronto como se rompe —explicó Ismael. Intento decir o como si se lo creyese.

Giró y echó a caminar hacia adelante. Hubiera sido fácil atemorizase y poner rumbo hacia la puerta y la tela. Tal vez era lo que el hilador esperaba que hicieran. De cualquier manera, debían continuar. Algo pasó por encima de su cabeza.

Se dio la vuelta, golpeándolo con la antorcha. Un cuerpo redondo, pardusco, con seis delgadas patas y una cabeza redonda con un ojo grande y una boca de la que asomaba un puntiagudo y largo diente, se deslizo hacia la oscuridad. Su cuerpo era aproximadamente del tamaño de su propia cabeza, y algo ligero y viscoso emergía de su espalda. Ismael comprendió que esa cosa viscosa era una cuerda, y que el otro extremo estaba adherido al techo en alguna parte de la negrura. La criatura había saltado, probablemente, desde la parte superior de un muro y oscilaba como un péndulo, dando pasadas sobre sus cabezas.

—¡Agachaos! —exclamó—. ¡Mirad arriba! —Se acuclillaron—. ¡No gritéis, pase lo que pase!

Las bestias parecían inofensivas excepto si se usaban como perros guardianes: para espantar a los intrusos u obligarles a hacer un ruido que alertase a los centinelas humanos.

Otra criatura salió de la oscuridad, colgando de su cuerda, tan rápidamente que no pudieron defenderse. Apareció en la luz y fijó las patas alrededor de la cabeza de un marinero que se hallaba junto a Ismael. El impacto, lanzó al hombre hacia atrás, y su pequeña lanza resonó ruidosamente al caer sobre la roca. La persona más próxima, clavó la lanza en la criatura, la cual desplegó sus seis patas desprendiéndolas de la cabeza de la víctima, cayendo al suelo, pataleando.

El marinero no se levantó.

Ismael le sacudió, apoyó el oído junto a su corazón y le levantó un párpado.

—Está muerto.

Había tres pequeñas marcas rojas en la garganta del hombre, allí donde las garras de las patas le habían arañado.

Algo gris oscuro surgió de la oscuridad y otro marinero lo empaló con la lanza. El venablo fue arrancado del puño del hombre. Pero la cosa estaba muerta.

Alrededor de treinta segundos más tarde, otro animal bailó sobre sus cabezas, pero continuó hacia la oscuridad.

Que las criaturas no volviesen en su movimiento de balanceo significaba que terminaban éste en la parte superior e invisible del techo.

Ismael contó despacio hasta veinte, y entonces, les dijo a todos que se pusiesen a su lado inmediatamente. Treinta segundos después de que la última cosa hubiese caído sobre ellos, otra levantó el vuelo por encima de sus cabezas. Estaba más cerca del suelo que las anteriores, pero no lo suficiente, debido al cambio de posición de la presa.

Podría haber miles de ellos —una escalofriante visión—, aunque parecían atacar con intervalos de treinta segundos.

Ismael brincó hacia arriba y arrojó la antorcha hacia lo alto al aire.

La antorcha giraba y giraba, iluminando las tinieblas, hasta que llegó al final de su recorrido. Alumbró brevemente los extremos de tres duras sartas de materia parduzca que colgaban de la oscuridad. El techo, seguía sin verse. Pero en cada sarta, adherida a ella, había una criatura.

Aunque Ismael no podía apreciarlo, sospechaba que una cuerda parduzca salía del lomo de cada criatura y se pegaba a la sarta colgante. Parecía probable que la cuerda estuviera enrollada dentro del cuerpo del animal y pudiera ser controlada para alcanzar la distancia necesaria de modo que el letal balanceo la llevara junto a la presa que hubiera en el suelo.

Las criaturas no se movían, tal vez paralizadas por la luz de la antorcha.

Sin embargo, debía haber muchas otras más allá del alcance de la luz que no lo estarían.

Por alguna razón, a través de algún complejo de interacciones desarrolladas por el instinto, que no sería otra cosa que hábitos formados y fosilizados hacía millones de años, las alimañas descendían a intervalos de treinta segundos. Debía haber algo que hiciera que, como cucús de madera, salieran con una cadencia determinada.

Ismael dijo a la tripulación en voz baja que se prepararan para correr. Y que debían imitarle: cuando él saltara a un lado, deberían hacer lo mismo; cuando se tirar al suelo, igual.

Empezó inmediatamente, iniciando la cuenta en quince, que era su estimación aproximada del tiempo que le llevo dar las órdenes. Al llegar a treinta, se arrojó al suelo, intentando, al mismo tiempo, recoger la antorcha, que había caído a unos treinta pies de donde la había tirado.

La cosa gris de seis patas cruzó sobre él y se sumió en la oscuridad.

Ismael se levantó, contando en voz baja, y corrió hacia adelante. A la cuenta de treinta, dio dos tremendos saltos a la izquierda y las antorchas mostraron un cuerpo oscuro que se lanzaba a través de la luz y ascendía.

La siguiente vez, lanzó un golpe hacia arriba y la punta de la lanza, aunque no alcanzo a la criatura, cortó la cuerda de su espalda. Estaba empezando el balanceo que la impulsaba hasta la parte alta del techo, saliendo del campo de visión. Un momento después, al saltar al frente, Ismael la vio: estaba bamboleándose, con dos de sus finas patas curvadas hacia afuera. Pero incluso así, echó a correr y habría sido su fin si un marinero no le hubiera arrojado una antorcha al animal. La tea golpeó el suelo, rebotando y volteando en el aire hasta que el extremo encendido chocó contra la cosa. Un olor a carne quemada impregnó el aire; la cosa dobló las patas intactas sobre el cuerpo y murió, o simuló morir; Ismael la remato con la lanza.

Durante todo el tiempo, no cesó de contar. De aquel modo, contando incesantemente para llevar a los suyos a un lugar seguro, alcanzaron la entrada a otra habitación, también cubierta por una resplandeciente red. La quemó y entró, corriendo. La última cosa que se balanceaba hacia abajo hizo un desesperado esfuerzo que la llevó contra la pared, encima del dintel. Cayó destrozada, destilando un líquido verde pálido a la luz de la antorcha tras ser lanceada por el último hombre. Ismael habló en voz baja pero apremiante, diciéndole que no perdiera más tiempo.

La luz de la antorcha no reveló nada nuevo con respecto a la sala que acababan de dejar. Parecía no haber nada, excepto un negro vacío. Aquello no significa que la habitación estuviese desierta: la luz no alcanzaba ni al techo ni a las paredes.

Ismael miró hacia atrás, a la puerta por la que habían escapado, esperando ver la entrada del otro lado de la sala: la primera que cruzaran, todavía iluminada con débil luz. Sería como un faro que les confirmase que no estaban en un universo donde la oscuridad reinaba eternamente.

Vio el rectángulo, o su fantasma, a lo lejos.

También divisó algo más. Mejor aún, observó la falta de algo.

—¿Dónde está Pamkamshi? —dijo.

Los otros miraron atrás. Cruzaron miradas.

—Estaba detrás mío hace un momento —contestó Goonrajum, un marinero.

—Pensé que llevaba una antorcha —dijo Ismael—. Tú tienes una. ¿Te dio la suya?

—Me pidió que la sostuviera un momento —replicó Goonrajum.

Pamkamshi había desaparecido.

Ismael y los demás, juntos, deshicieron lo andado hasta que llegaron junto a la puerta. Estaba otra vez cubierta totalmente por la telaraña.

Ismael les llevó lejos de la puerta por un camino tortuoso, trazado al azar, ideado para cubrir toda la zona. En ningún sitio había señales de Pamkamshi.

Nuevamente, Ismael arrojó la antorcha arriba, al aire. No vio nada, excepto… Pero no podía estar seguro.

Recogió la antorcha y la lanzó una vez más, poniendo todas sus fuerzas en el lanzamiento.

La antorcha, justo antes de empezar su arco descendente, ilumino pálidamente algo que podrían o no podrían ser dos pies desnudos.

—¡Escuchad! —dijo Namalee.

Permanecieron en silencio. Las antorchas chisporroteaban y fluctuaban. Ismael pudo oír el latido de su propia sangre. Y pudo escuchar otro sonido, muy débil.

—Suena como alguien que estuviera masticando —dijo Namalee.

—Devorando —dijo Karkri.

A petición de Ismael, Karkri tomó la antorcha y la lanzo hacia arriba. Aunque era más pequeño y más ligero de peso que Ismael, se había pasado la mitad de la vida lanzando arpones. La antorcha subió más alto que cuando Ismael la arrojó, mostrando un par de pies desnudos colgando en el aire. Se movían lentamente, alejándose de los hombres que había debajo.

Namalee jadeó, y algunos de los hombres pronunciaron oraciones o maldiciones.

—Algo se llevó a Pamkamshi cuando nadie le miraba —dijo Ismael—. Algo de allá arriba.

Sintió frio y los músculos de su estómago se contrajeron.

—Dispara en esa dirección —dijo a Avarjam, que tenía un arco—. No te preocupes de herir a Pamkamshi. Pienso que está muerto: sus pies no se movían por sí mismos. Algo los arrastraba a través de la habitación.

Avarjam disparó una flecha a la oscuridad que se extendía por encima de ellos. La cuerda zumbó y escucharon un ruido sordo. La flecha no resonó en el suelo.

—Le has dado a algo —dijo Ismael, preguntándose si habría sido a Pamkamshi. Tal vez la flecha hubiera alcanzado al hombre que sólo estaba inconsciente, no muerto; pero no podía remediarlo. La seguridad del mayor número de hombres y de la propia misión era lo más importante.

Continuaron caminando hasta que Ismael ordenó parar. Karkri, otra vez, lanzó la antorcha hacia arriba; en esta ocasión no sólo vieron los pies, sino también las piernas. La parte superior de Pamkamshi sin embargo, permanecía tan oculta como si hubiese sido enterrada.

—Es más pequeño que lo que era —comentó Ismael; repentinamente, sonó un fuerte porrazo delante de ellos. Se precipitaron hacia allí y vieron, a la luz de la antorcha, el cuerpo de Pamkamshi. Sus huesos estaban rotos y su carne reventada y abierta. Pero no había sido la caída lo que le mató: alrededor de su garganta se apreciaba una ancha marca púrpura, y tenía los ojos desorbitados y la lengua fuera. Algo le había devorado el cuero cabelludo, las orejas y parte de la nariz.

—Que todo el mundo se ponga una mano en la garganta, y que la deje ahí hasta que yo lo diga —ordenó Ismael.

—¿Dónde impactó la flecha? —preguntó Namalee. Miró hacia arriba y gritó, olvidando las órdenes de Ismael de mantenerse callados; luego, saltó hacia atrás. Todos miraron, saltaron y se desplegaron.

La criatura que había caído en el suelo de piedra cerca de Pamkamshi tenía forma aplastada y mostraba una gran pata succionante en la espalda, y en el vientre, una espiral de tinta púrpura a modo de gran boca con muchos dientes pequeños. La flecha la atravesó, y probablemente la dejó clavada al techo, matándola, haciéndola soltar la pata succionante.

La bestia había lanzado un largo tentáculo como un dogal alrededor del cuello de Pamkamshi, arrebatándolo hacia la oscuridad superior. Si el hombre fue elegido porque no estaba siendo observado por los otros, o si fue un accidente, Ismael no lo sabía. Pero sospechaba que la bestia poseía algunos órganos de percepción desconocidos para ellos.

También sospechaba que el techo estaba atestado de alimañas y que él y su gente estaban en peligro mortal. Si era verdad, sin embargo, algo impedía que las bestias lanzaran un ataque en masa. ¿Existía entre ellos, como él sospechaba que existía entre las criaturas de la estancia que ellos acababan de abandonar, una inteligencia común? ¿O, si no una inteligencia, algún tipo de sistema nervioso común, que distribuyera turnos para que cada animal intentara coger una víctima? ¿O la hipótesis formulada de tal mente común conducía a pensar que cualquier animal podía atacar cuando estuviera seguro de poder hacerlo? ¿Cuáles eran las reglas de seguridad? ¿Que la presa no estuviera siendo observada por sus compañeros?

Si aquélla era la regla, las criaturas resultaban vulnerables de algún modo; de otra manera, no estarían pendientes de si la deseada víctima estaba o no apartada del grupo. Ismael se inclinó sobre la cosa para estudiar los efectos de la flecha. Un fluido verde pálido se desparramaba por la herida causada en el centro de una protuberancia del cuerpo del tamaño y forma de un huevo de avestruz. Ismael pensó que podría tratarse de uno de sus órganos vitales.

Había alrededor de cincuenta protuberancias en forma de huevo en el cuerpo de la alimaña. El resto estaba aparentemente ocupado por un leve, pero grasiento, tejido y un sistema circulatorio, aunque aquello sólo se trataba de una suposición.

Ismael se levantó y les señaló cómo deberían proceder. Todos mantenían una mano en la garganta, y todos vigilaban las alturas, como si esperaran ver un tentáculo púrpura descender dentro del mundo iluminado por las antorchas.

Después de dar sesenta pasos, Ismael los detuvo otra vez, y de nuevo, Karkri lanzó una antorcha hacia arriba. La luz brilló brevemente sobre una docena de tentáculos que se desenrollaron con lentitud en la oscuridad.

Ismael no tenía idea de lo que estaba causando aquella acción concertada. Tal vez las bestias, cualquiera que fuese la forma de comunicación que usaran, habían consultado entre ellas y decidido que la acción individual era un error. O, tal vez, la muerte de una resultó el disparador de un instinto que les impulsaba a realizar un esfuerzo común.

Ismael dio una orden y el grupo corrió hacia adelante. Se mantuvieron juntos, protegiendo cada uno de ellos con una mano la garganta. No habían recorrido cuarenta pasos antes de que una docena de tentáculos como lenguas salieran de la oscuridad. Cada uno cayó alrededor de una garganta y la mano que la protegía… y apretó.

Namalee resultó atrapada.

Ismael se dio la vuelta al oír los gritos. Dio una orden a los arqueros para que se arrodillaran en el suelo y disparasen en dirección ascendente, al azar, lo mejor que pudieran en aquella forzada posición. Sin embargo, estaban más a salvo del ataque que si hubieran permanecido de pie, y enviaron flecha tras flecha hacia la oscuridad.

Ismael recogió una antorcha que se le había caído a un hombre que luchaba para impedir ser elevado por un tentáculo. La mano sobre la garganta conseguía que el tentáculo no le ahogase inmediatamente aunque ya su cara se estaba poniendo negro-azulada.

Ismael apretó con fuerza la antorcha contra el tentáculo, que soltó al hombre y se lanzó hacia arriba fuera de la vista. El olor a carne quemada que despedía era similar al del humo de un cohete.

Ismael saltó, asiéndose al viscoso y pegajoso miembro que arrastraba a Namalee. Su peso los bajo, y con la otra mano, pasó la antorcha a lo largo del tentáculo. Éste se desenrolló y les dejó caer a ambos sobre el suelo de piedra. Por entonces, los otros portadores de antorchas también quemaban los tentáculos que se estiraban y se alejaban.

Algo pesado golpeó el suelo delante de ellos. Tras reorganizarse, avanzaron y las antorchas no tardaron en fluctuar sobre una bestia muerta. Una flecha había penetrado uno de sus órganos protuberantes.

Los hombres con antorcha estaban colocados en la periferia del grupo y ondeaban las teas. Ismael esperaba que con aquella posición de las luces las bestias se desanimaran. A unas cuarenta yardas, vio en el muro de la cámara una abertura cuadrada; corrieron para entrar en ella, aunque a Ismael le hubiese gustado aproximarse lenta y cautelosamente. Los constructores de aquel palacio podían haber supuesto que quienes corrieran ante los tentáculos se sumergirían temerarios por aquella entrada, como un ratón que entra en un agujero cuando el gato esta tras él.

Pero, en aquellos momentos, no se podía apelar al sentido común del grupo.

Sus antorchas les mostraron un corredor que giraba a la izquierda: era lo suficientemente ancho como para que pudieran pasar dos personas juntas, y el techo tenía una altura de dos hombres. Continuaba girando a la derecha unos ochenta pasos, y luego, torcía a la izquierda. Después de unos cien pasos, llegaron a una escalera tallada en la piedra, tan estrecha que tendrían que subir por ella en fila india. La ascensión era muy escarpada y las paredes derivaban a la derecha.

Ismael abría el camino, sosteniendo la antorcha en una mano y la lanza en la otra. Según ascendía, se preguntaba hasta dónde se extenderían aquellas recámaras de horror. Cabía la posibilidad de que continuaran y continuaran andando hasta alcanzar un muro ciego o alguna trampa de la que ninguno pudiera escapar. Sin embargo, no veía cómo los booragangahnos podían permitirse mantener aquellas salas vigiladas por muchos guardianes. Era dudoso que alguien hubiera penetrado en aquel lugar desde que las habitaciones fueran esculpidas. Para conservar a los guardianes vivos, los booragangahnos, tenían que nutrirlos. Incluso aunque las bestias pasaran la mayoría del tiempo en un estado latente habrían tenido que ser alimentadas de vez en cuando. Desde el punto de vista económico, las alimañas tenían que estar limitadas en número.

La angosta escalera se enderezó. Ismael siguió ascendiendo, y cuando hubo contado trescientos, se detuvo.

Había llegado al final de la escalera. Y sobre ella, agachada, se perfilaba una enorme figura de piedra.

Era gris y con una forma semejante a la de una tortuga con cabeza de rana y patas de tejón. El punto más alto, la cresta de la concha de la tortuga, estaba a unos cuatro pies del suelo. Temblaba con el eterno agitamiento de la roca, y el movimiento le proporcionaba semejanza de vida. Los ojos eran tan grises y pétreos como el resto del cuerpo.

Cuando Ismael se acercó lo suficiente como para mirar uno de los ojos, creyó verlo girar dentro de la cuenca.

Estoy perdiendo el control de los nervios, pensó; y penetró en el vestíbulo que guardaba la figura.

La cabeza de piedra giró con un crujido.

Si no hubiera sido por el ruido, Ismael habría sido pillado por sorpresa y las fauces de piedra se habrían cerrado sobre su brazo.

Saltó hacia adelante y las mandíbulas retumbaron al cerrarse como si estuviesen hechas de acero.

Al mismo tiempo, el cuerpo se levantó sobre las patas de tejón y también empezó a girar.

Ismael clavó la lanza dentro de la boca cuando las mandíbulas se abrieron otra vez.

Un fluido amarillento se desparramó fuera de la boca en la cara de Namalee y ella cayó hacia atrás, chocando contra el hombre que estaba en el escalón inferior al suyo. Ismael saltó sobre la espalda de la cosa. Extrajo el cuchillo de piedra y desconchó su ojo derecho. El cuchillo se quebró y el cuello de la cosa crujió como si se saliese del caparazón. Ismael no pudo alcanzar la cabeza para apuñalarla, mientras el monstruo de piedra se lanzaba hacia Namalee.

Los que había detrás de Namalee se retiraron; sin embargo, Karkri lanzó una flecha dentro de la boca abierta de la cosa.

La cabeza continuaba aproximándose a Namalee: su cuello parecía de interminable longitud. Ismael pudo observar que el cuello era de piedra, o cubierto de piedra. Sin embargo, el silicio estaba integrado por cientos de pequeñas planchas, y éstas resbalaban una sobre otra cuando la cosa movía el cuello de lado a lado y lo doblaba hacia abajo.

Ismael se encaramó sobre el caparazón en forma de tortuga y salto. Cayó a horcajadas en el cuello extendido y justo detrás de la cabeza maciza. Su peso abatió el cuello y la cabeza, hasta que la testa chocó con los escalones. Más fluido amarillento salió a borbotones de la boca abierta de la cosa, y repentinamente, el chorro se convirtió en un goteo.

No hubo más movimientos de la criatura.

Ismael se bajó del cuello y se deslizó a lo largo de la cabeza. Los ojos grisáceos y duros estaban tan pétreos y sin vida como antes, pero esta vez la cosa parecía estar verdaderamente muerta. La boca permanecía todavía abierta, y una antorcha mostraba que la lanza de Ismael y la flecha de Karkri habían traspasado un enorme órgano, como un globo ocular, en una cavidad situada más allá de la garganta. Aunque ya no latía, algo del fluido amarillento estaba aún rezumaba alrededor de los impactos de las dos armas. Ismael le preguntó a Namalee si estaba herida; ella contestó que sólo sus emociones estaban dolidas. El marinero golpeó el pellejo de la cosa. Si la piel de la bestia no era granito, era algo muy parecido. ¿Qué especie de bestia era aquélla… capaz de segregar una piel que se endurecía como la piedra?

Namalee y los demás dijeron que nunca habían oído hablar de tal criatura, ni siquiera en las muchas narraciones de bestias horribles que habían contado sus abuelas.

—Ahora está muerta —dijo Ismael—. No sé de dónde habrán sacado los booragangahnos esta criatura. Supongo que pudieron haberla encontrado enterrada en el corazón de la montaña cuando esculpieron los escalones. Espero que sea la única. Al menos, no habrá que preocuparse de ella en el camino de vuelta.

—No estés tan seguro —dijo Karkri.

Acercó la antorcha a la boca de la cosa; Ismael vio que la flecha y la lanza estaban siendo succionadas, o absorbidas, dentro del órgano rojo. Y la cosa estaba comenzando a latir otra vez. ¿O era una ilusión fomentada por el temblor eterno de aquel mundo?

Las mandíbulas se cerraron lentamente, y el cuello comenzó a encogerse. Los grisáceos ojos continuaban en blanco, y la cabeza no mostraba signos de hostilidad. Pero los hombres se acercaron hacia ellos, vigilándola para asegurarse de que la cabeza no se volvería en su contra. Cuando todos estaban en el vestíbulo, a espaldas de la cosa, se detuvieron un momento. Miraron a Ismael como si preguntasen «¿cómo seguimos?».

—Todos nosotros podemos continuar adelante. Pero estoy seguro de una cosa: los sacerdotes del templo de Booragangah no estarán esperando que alguien llegue vivo hasta aquí. Les cogeremos por sorpresa.

—Si esto conduce al templo —objetó Vashgunammi, un marinero.

—Alguien tiene que alimentar a las bestias de cuando en cuando; dudo que entren por el otro extremo —replicó Ismael—. En todo caso, debemos proseguir hasta ganar o perder.

Y así, dijo para sí mismo mientras se volvía, asumir los mecanismos de la vida. Estando con vida es preciso proseguir adelante, suceda lo que suceda, hasta que el enemigo sea vencido o venza. Incluso en este palpitante mundo de sol rojo y naufragante luna, eso tiene que ser cierto.

Habían sido muy afortunados. Si los guardianes hubieran resultado más vigorosos o de naturaleza ligeramente más guerrera, podrían haber exterminado a la tropa de invasores. Y, tal vez, en días remotos, podrían haberlo hecho, pero el largo tiempo transcurrido sin que sus habilidades fueran requeridas, les había debilitado y envejecido.

Sus guardianes, los sacerdotes, habían comenzado a descuidarlos, tal vez no alimentándolos lo suficiente para mantenerlos enteramente fuertes. Y las bestias moraban en las eternas tinieblas y sonaban con su presa cuando la presa llegaba ante ellas, la inactividad milenaria no era fácilmente vencida. Tardaban mucho tiempo en despertar.

De cualquier modo, una vez alertas, podían ser tres veces más peligrosas si los invasores intentaban volver por el mismo camino.

Podía ser…

Estaban ante otra escarpada escalera tallada en la piedra. Se empinaba cada vez más a medida que ascendían, aumentando su pendiente en tal grado que las espinillas de Ismael rozaban contra los bordes de los escalones. No tardó en agarrarse a los peldaños con la mano libre mientras sostenía una antorcha en la otra.

Desde que habían entrado en las cámaras, Ismael buscaba señales de los guardianes. Polvo o falta de él, pisadas o falta de ellas donde debieran estar; algo, en definitiva, que demostrara que las habitaciones eran utilizadas. Pero no había polvo y por lo tanto no había pisadas. Ni tampoco señales de basura o de restos que indicasen que los animales hubiesen sido alimentados. Luego los sacerdotes se aventuraban allí dentro bastante frecuentemente para limpiar. O los sacerdotes sólo limpiaban cada largos intervalos y lo habían hecho recientemente. Como quiera que fuese la situación, las cámaras debían haber sido limpiadas muy poco antes.

A Ismael le animó aquel hecho, porque lo probable era que los guardianes no volvieran por algún tiempo. Además, el que la bestia hubiese sido alimentada recientemente podía explicar su falta de furia. El filo de su hambre había sido limado.

—¡Tal vez nos estés trayendo buena suerte, Namalee! —susurró Ismael.

—¿Qué dices? —murmuró la joven a su espalda.

—Nada —repuso, levantando la mano libre para pedir silencio.

Pensó que había oído un ruido procedente de arriba.

Los otros se detuvieron también y permanecieron sobre un escalón, escuchando.

Otra vez el tenue ruido flotó hacia abajo por el tramo de escaleras.

Sonaba como cánticos.

—Creo que podemos estar cerca del templo —dijo Namalee.

—Espero que estemos cerca de la salida de este lugar —repuso Karkri—. Algo nos está siguiendo.

Ismael miró hacia atrás, a los peldaños; hizo una pasada con la antorcha y se esforzó para vislumbrar en el interior de las tinieblas la base de los escalones. El último influjo de la luz de la antorcha solamente se extendía hasta allí. Pero era luz suficiente para que viera que algo se movía lentamente, crujiendo, desde el corredor. Aunque no podía percibir los detalles, sabía que era la bestia de piedra.

—No murió —observó Namalee.

—Y nos está esperando —concluyó Ismael—. Bien, seguramente, no puede subir las escaleras detrás de nosotros.

La cosa no hizo esfuerzos por ascender. Permanecía tan inmóvil como la estatua que parecía ser. Estaba esperando y probablemente esperaría con mayor tenacidad que ninguna otra criatura de aquel mundo… o del que Ismael había dejado.

—Está bloqueando el corredor —dijo Karkri—. Y la siguiente vez estará excitada. La hemos herido y no lo olvidara.

—No puedes jurarlo —expresó Ismael.

Continuó ascendiendo hasta que alcanzó otro corredor angosto. Éste avanzaba en línea recta alrededor de seis pies y terminaba en una pared de piedra. Sin embargo, las voces, mucho más elevadas, tenían que estar cerca. Acercó el oído a la pared y escuchó los cánticos claramente: aquélla no era la lengua de los zalarapamtranos.

Suavemente, tocó la pared. Le sorprendió ver que la pared no era tan delgada como había pensado. Por el contrario, parecía muy dura y sólida. Determinó, tras examinar el muro, que las voces se filtraban a través de las aberturas que se veían cerca del fondo, el centro y la parte superior de la pared. Eran agujeros de un cuarto de pulgada de ancho perforados a través de la piedra y esparcidos a una distancia entre ellos de un pie más o menos.

—Deben mover la pared de algún modo, le explicó Ismael a Namalee.

Empujó en varios sitios y pasó la antorcha sobre cada pulgada de la pared y las áreas adyacentes del corredor. Pero no pudo encontrar nada que pudiera servir como botón o activador que hiciese girar la pared sobre un pivote. Estaba convencido de que aquélla era la forma gracias a la cual la pared se desplazaba.

—¿Tal vez —preguntó Namalee—, los mecanismos estén en el otro lado?

—Espero que no —dijo—, sin embargo, ésta sería una forma de asegurar que los intrusos no accedieran al templo aunque escapasen de los guardianes. Si esto fuera cierto, para regresar después de alimentar a las bestias, los sacerdotes tendrían que notificarlo a los del otro lado de la pared para que activaran el mecanismo. Supongo que podrían hacerlo así a través de los pequeños agujeros.

—La bestia de piedra está subiendo detrás de nosotros —dijo Karkri.

Ismael volvió a la embocadura de la escalera y oteó hacia las profundidades, a la luz de la antorcha que Karkri sostenía. Era verdad. La gran concha de la bestia estaba inclinada hacia arriba y las patas macizas con las garras de piedra se agarraban a los bordes de un peldaño. Lentamente, y con un moliente sonido, con la parte trasera de la concha raspando contra los peldaños, el monstruo se arrastraba hacia ellos. Su cabeza se extendía fuera de la concha y sus fauces estaban abiertas de par en par. Ismael bajó cuidadosamente los empinados escalones hasta que estuvo lo suficientemente cerca para ver en el interior de la ancha abertura de la boca. La cosa con forma de globo de ojo latía mucho más rápidamente que la primera vez que la viera. Y la flecha y la lanza parecían haber sido absorbidas por el órgano. Posiblemente, su madera le había abastecido de combustible. La vida de la bestia debía ser comparable a un débil fuego de combustión; pero incluso un pequeño fuego hará cocer una marmita.

Ismael bajó varios peldaños más, fuera del alcance de la bestia aunque ésta extendiera el cuello al límite. La cabeza giró lentamente, de lado a lado, como si la cosa quisiera echar un vistazo a su víctima con cada uno de sus ojos de granito gris. Ismael retrocedió un peldaño, y para hacerlo, tuvo que dar la espalda a la cosa. Se agarró al borde de la alta elevación y tiró de sí mismo con esfuerzo; Namalee chilló. Sin mirar atrás, se impulso hacia arriba velozmente y sólo entonces se dio la vuelta.

La cosa había subido más velozmente de lo que Ismael pensó que sería posible. Una garra llegó hasta arriba y las pinzas de roca gris con mirada de muerte se engancharon en el borde del peldaño. La segunda garra se crispo, y las patas se doblaron para que ascendiera el cuerpo. Los cuartos traseros del animal se abrieron hacia fuera para reforzarse. El cuello se deslizó dentro del caparazón pero la boca continuaba abierta de par en par.

Ismael siguió retirándose mientras la cosa de piedra trepaba tras él. Cuando estaba cerca del borde, Ismael se detuvo. Una vez que el monstruo pasó el borde y tuvo una pata estable en el corredor, pudo avanzar hacia el grupo. Y debido a la estrechez del pasadizo, no más de dos personas podían luchar con él al mismo tiempo.

Ismael se volvió y dijo:

—¡Daos prisa! Intentad encontrar un modo de largarse, o…

No necesitó acabar. Los otros veían lo que podía ocurrir. Karkri se acercó a su lado y miró hacia abajo.

—La bestia mantiene una posición precaria —dijo.

—Hay sólo una forma de impedir que suba aquí —replico Ismael.

Bajaron cuatro peldaños, manteniéndose fuera del alcance de la cabeza aunque el cuello se extendiera lo más posible. Cuchichearon, y cuando vieron que la bestia levantaba la garra derecha para agarrarse al siguiente peldaño, empujaron hacia afuera con todas sus fuerzas.

Con una rapidez que ningún hombre hubiese supuesto, pues consideraron que la criatura era de piedra y la piedra tenía que ser lenta, el cuello expulsó la cabeza contra ellos. Fue el destino el que hizo que la bestia eligiese a Karkri y no a Ismael. Si hubiese sido de otra manera, la cabeza, lanzada por un cuello tan rápido como una cuerda zumbando al final de un arpón introducido en una ballena recién herida, habría cerrado las fauces sobre Ismael.

Pero las fauces molieron como piedras de molino los pies de Karkri cuando el hombre saltó hacia adelante.

Los pies de Ismael golpearon el caparazón justo al lado de la parte derecha del cuello.

Karkri gritó cuando los huesos de su pierna crujieron y su espalda golpeó el borde del peldaño. El monstruo, empujado por el impacto de los dos cuerpos, se elevó hacia arriba y hacia atrás. Sus patas traseras resbalaron, y sujetando a Karkri que chillaba en sus fauces, cayó por las escaleras. Karkri estaba sacudiéndose arriba y abajo, en el aire, como si fuera un peso en el extremo de un látigo chasqueante. Describió un arco y chocó contra los peldaños debajo del monstruo, el cual le cayó sobre la espalda.

Ismael saltó hacia atrás otra vez y dirigió los pies contra el costado de la bestia, que giró como si tuviera un resorte en la parte superior del caparazón. Las piernas de Ismael hicieron retroceder a la bestia, que resbaló en el borde de otro escalón y se desplomó rodando por los peldaños. En el fondo, dio la vuelta y cayó sobre la espalda… y allí se quedo, pataleando las cortas extremidades, incapaz de volverse a poner en pie, como una tortuga cualquiera.

Karkri estaba casi encima de la bestia. Se hallaba inerte boca abajo, chorreando sangre que corría por los peldaños y formaba un charco alrededor del dorso del caparazón de la bestia.

Ismael tardó unos cuantos segundos en determinar que Karkri no tenía salvación. Subió unos cuantos peldaños y retornó al muro. Aunque la bestia había producido un gran estrépito cuando cayó por los escalones, el ruido, al parecer, no había sido oído al otro lado de la pared. Los cánticos resonaban más fuertes que antes.

—Casi desearía que lo hubiesen oído y vinieran a investigar —murmuró Ismael—. Por lo menos, podríamos pasar al otro lado.

Todo lo que podían hacer había sido hecho, y todavía no habían descubierto los medios para abrir el muro. No podían sentarse y esperar, porque morirían de hambre. Además, la segunda parte del plan era ponerse en movimiento, y si el grupo de Ismael no llegaba al interior del templo, la incursión sería un fracaso. Todavía no era demasiado tarde para volver a los botes y tratar de entrar por la parte superior del saliente. Pero Ismael no tenía corazón para hacerlo ni, estaba convencido, lo tendría ninguno del grupo. Seguramente había una clave para entrar en el templo. Pero la desconocían.

Miró a través de uno de los respiraderos del muro. Vio una luz opaca al otro lado, cuya procedencia no pudo concretar. Aproximadamente a unos veinte pies más allá del muro se alzaba otra pared gris, también de piedra. Las voces parecían venir de la derecha. Dudaba que los cantores ocuparan la habitación que estaba examinando, pero las voces tenían que estar cerca para penetrar por los respiraderos.

Ismael apretó los dientes como si estuviera mordiendo y sacudiendo alguna presa, como un perro de caza sacude una rata.

—Si apagásemos las antorchas… —dijo Namalee—. Cuando los sacerdote pasasen cerca del muro veríamos la luz a través de los respiraderos…

Ismael se maldijo a sí mismo por no haber pensado en ello. Ordeno que las antorchas se apagaran con polvo, que era llevado por un hombre en un saco con aquel propósito. Otro hombre transportaba una pequeña bolsa de aceite, con el cual remojaban las mechas de hierbas y los reactivos derivados de algunas plantas terrestres. Ismael hizo una comprobación suplementaria antes de permitir que las llamas se extinguieran.

Se encontraron rodeados por tinieblas y silencio. Las voces habían cesado.

Ismael pegó la oreja a un respiradero. Después de un rato, oyó una tos. A pesar de su situación, sonrió. Había algo consolador y reconfortante en la tos.

Sin duda, la congregación, o la coral permanecía en silencio mientras esperaba una bendición final o alguna manifestación de despedida, y como siempre sucedía en cualquier reunión de iglesia, alguien tosía.

El suelo nunca paraba de temblar, los mares estaban secos, el sol era un gigante moribundo, la luna caía y la mayor parte de la vida se había adaptado al aire, el cual estaba desapareciendo por sí mismo. Pero la naturaleza humana no había cambiado tan aprisa como el mundo.

Perdió la sonrisa cuando alguien gritó unos cuantos vocablos y hubo sonidos de muchos pies y un murmullo de voces. La asamblea estaba disolviéndose.

Un minuto más tarde una antorcha alumbró la habitación al otro lado del muro: nuevos movimientos de pies y otros hombres hablando en voz baja, uno de los cuales sostenía una antorcha, pasaron cerca de ellos. Estaban vestidos y encapuchados con un material escarlata y habrían pasado por sacerdotes de su propia época si sus caras no hubiesen estado tatuadas con tonos verdes y rojos brillantes.

Otros hombres, siempre en parejas, les siguieron. Ismael contó diez pares; no vio más. Pero estaba seguro de que la habitación en la que cantaron albergaba un mayor número de gente. Los restantes podían haberse ido a otra parte, o quizá estuvieran todavía en la capilla. Pero, si era así, permanecían en silencio. Esperó. El silencio dejó paso a la cautela. Las tinieblas se asentaban como si tuviesen alma, peso e insensatez, cargadas de malignos propósitos. Otra vez, se produjo un ruido detrás de ellos y saltó a reunirse con los otros. Pero era la bestia, rechinando con sus garras de piedra contra los peldaños en un esfuerzo por conseguir ponerse en pie.

Namalee olfateó de repente y acercó la nariz al extremo de un respiradero para inspirar profundamente otra vez.

—Yo creo que huele algo —dijo—. Es el olor de los dioses. La sagrada habitación de culto parece estar muy cerca. Pero también puede estar a mil millas de distancia.

Ismael olisqueó, pero no pudo detectar nada. De cualquier modo, no había sido criado en el familiar olor del santuario, de modo que carecía de un olfato entrenado. Sin embargo, si no lograba descubrir pronto el secreto para abrir la entrada a la siguiente habitación, carecería de algo más que de la nariz.

Ismael escuchaba pero no podía oír nada del otro lado. Ordenó que encendieran una antorcha. Cuando la llama brotó, deslumbrándolos, tomó la antorcha y la sostuvo para qué su luz cayera a lo largo de los respiraderos. Uno por uno, comenzando por el ángulo superior derecho, examino el interior de cada agujero, escudriñando alguna diferencia de color en la piedra, alguna raya, por muy tenue que fuese, que pudiera indicar una placa colocada en el hueco, o cualquier cosa que fuera ligeramente sospechosa. Pero no encontró nada.

Se volvió, alejándose del tabique para comenzar una intensa investigación de los muros, el suelo, y el techo adyacente.

Cuando lo hizo, oyó un ligero sonido chirriante y se dio la vuelta. Krashvanni, el hombre que sostenía el saco de arena con la que apagaban las antorchas, espolvoreo un poco el fuego.

—El muro está moviéndose —observó Namalee.

Era verdad; no estaba girando sobre un pivote vertical como Ismael había esperado. Lo hacía sobre una varilla horizontal, desplazando la parte más baja hacia arriba.

Ismael rogó a todos los dioses —no olvidando a Yojo, el dios pagano de Queequeg—, para que ningún booragangahno estuviese por allí cerca en aquel momento.

Antes de que el fondo del muro se hubiese elevado más de un pie y medio, ya se estaba deslizando apoyándose en el pecho. Los otros le siguieron, y en breve, antes de que la sección que giraba lentamente hubiera acabado de moverse, el grupo se encontró en una pequeña habitación al otro lado.

—¿Qué fue lo que hizo que se moviera? —preguntó Namalee.

—No lo sé —contestó Ismael—. Pero tengo la fuerte sospecha de que se activa el mecanismo por una brillante luz dirigida en una cierta secuencia a cada uno de los respiraderos. Tal vez no sea necesaria una secuencia; podría ser que sólo un cierto número de ellos deba quedar expuesto a la luz. No lo sé. Pero estoy seguro de que la clave es la aplicación de la luz de la antorcha a algo dentro de los respiraderos. Tal vez la luz produzca una reacción química análoga a ésa…

Se detuvo. La lengua de Zalarapamtra no tenía palabras para los descubrimientos científicos de Monsieur Daguerre o del profesor Draper. Además, lo único importante era que aunque había descubierto accidentalmente el cierre, el mecanismo funcionaba.

—¡Zoomashmarta está con nosotros! —exclamó Namalee—. ¡Sabe que vendríamos por él a través de terribles peligros, y nos ha enseñado el camino como recompensa por nuestra devoción!

—Ésa es una explicación que no puede ser refutada —dijo Ismael.

Envió dos personas dentro del corredor de la izquierda para explorar y guió a los otros por el corredor opuesto. Éste tenía un pequeño declive que conducía a una vasta estancia excavada en una verdusca roca punteada de rojo. Había antorchas por todas partes, y el dulce e intoxicante perfume de los dioses resultaba pesado.

Con precaución, Ismael asomó la cabeza por la esquina.

Había cientos de altares tallados en la roca; en glorietas con forma de abanico se encontraban los dioses, mayores y menores.

Al otro extremo de la habitación, tal vez a ciento cincuenta yardas de distancia, se alzaba el altar más grande de todos. Sobre él, sentado, descubrió al mayor ídolo que nunca hubiera visto, aunque, hasta entonces, su experiencia con los dioses había estado limitada a los pequeños diosecillos de los barcos balleneros.

Tendría alrededor de dos pies y medio de alto. Era de marfil con rayas rojas, negras y verdes, y tenía muchos brazos y dos cabezas. Era Kashmangai, el gran dios de los booragangahnos. Una docena de arrobados sacerdotes ocupaban la cámara. Tres realizaban genuflexiones, una y otra vez ante Kashmangai. Los demás estaban quitando el polvo a los dioses con plumeros o barrían el suelo con escobas de plumas.

Ismael retiró la cabeza con un movimiento casi vertiginoso. Aun a aquella distancia, el perfume era lo suficientemente fuerte como para embriagarle un poco.

—Tendrás que identificar a Zoomashmarta y a los dioses menores —le dijo a Namalee.

Ella miró por la esquina durante un minuto y respondió:

—Él y los dioses menores se hallan sobre los altares que hay cerca del gran ara de Kashmangai.

Los dos exploradores regresaron. Habían ido por el corredor hasta un punto donde cruzaba con otro. No se arriesgaron a ir más allá a causa de los cercanos sonidos generados por una multitud de hombres.

—Este corredor puede que sea un camino muy concurrido —indico Ismael—. Tendremos que actuar rápidamente.

Repartió órdenes a todos. Los arqueros ajustaron las flechas en la cuerdas y se apartaron de la entrada. Los demás les siguieron y el grupo entero caminó apresuradamente hacia adelante. Pretendían acercarse cuanto les resultara posible antes de que los sacerdotes se apercibieran de su presencia. Los arqueros tenían órdenes de disparar a los sacerdotes que estuvieran más distantes.

Los tres adoradores que permanecían delante del gran altar aún continuaban con sus genuflexiones. Los que limpiaban, se hallaban de espaldas al grupo. Ismael se aproximo a menos de veinte pies del más cercano antes de que el hombre se diese la vuelta y los viese.

Sus ojos se desorbitaron, abrió la boca y su piel adquirió un tono gris.

Ismael ya arrojaba la lanza que le prestase un arquero. La Punta le entró al hombre por la boca abierta y se le clavo en el fondo de la garganta. Gorgoteando, el sacerdote cayó, chocando con gran estruendo contra un altar y derribando un pequeño ídolo. Las cuerdas de los arcos zumbaron, las flechas salieron con ímpetu y se hundieron en la espalda de los tres sacerdotes que se postraban ante Zoomashmarta.

Otras flechas y lanzas alcanzaron a los restantes sacerdotes, ninguno pudo gritar.

La mayoría de los sacerdotes, habían muerto; los que todavía respiraban se veían sumidos en la inconsciencia, y probablemente, continuarían así hasta que les alcanzara la muerte. Sus gargantas fueron cortadas y sus cuerpos arrastrados fuera de la vista, detrás de los altares.

Ismael se acercó, junto con Namalee, al altar donde los booragangahnos guardaban a Zoomashmarta y a los dioses menores que tenían prisioneros. El más grande medía un pie y medio de alto y tenía una gruesa cabeza de Jano con dos caras. Estaba sentado con las piernas cruzadas, con una mano sobre el regazo y la otra levantada blandiendo un palo dentado que representaba a un rayo. Los dioses menores eran de un pie de alto. Todos exudaban el abrumador e irresistiblemente dulce y sofocante perfume.

Al acercase a ellos, Ismael se sintió como si hubiera tomado cuatro copas de ron sin mezclar con agua.

—Tenemos que salir de aquí rápidamente —le dijo a Namalee—. O me tendréis que sacar a mí. ¿A ti no te afecta?

—Sí; me siento contenta y un poco atontada —respondió la muchacha—. Pero estoy acostumbrada a la exudación divina, así que puedo mantenerme serena durante mucho tiempo.

Ismael se preguntaba cómo los sacerdotes soportaban el perfume y pensó que serían como los borrachos de los puertos: hombres capaces de beber lo suficiente como para meter a los demás debajo de la mesa, y aún tambaleándose a lo largo de la calle, mendigar, con voz clara, dinero con el que comprar más bebida.

Los dioses menores y Zoomashmarta fueron introducidos en las bolsas de piel, que contendrían incluso el perfume. Ismael, viendo que su primera meta había sido cumplida, dio la orden de regresar. Pero Namalee le dijo

—No, debemos robar a Kashmangai y llevarlo con nosotros.

—¿Para que los booragangahnos tengan que vengarse? —pregunto Ismael—. ¿Quieres equilibrar las matanzas?

—Siempre se roban los doses —respondió Namalee, sorprendida.

—¿Por qué no tiramos a Kashmangai a un mar muerto y nos olvidamos de él?

—A él no le gustaría —replicó Namalee—. No descansaría hasta que hubiese presenciado nuestra completa destrucción. Pero, mientras lo tengamos como prisionero, parte de su poder es nuestro…

Ismael estaba a punto de levantar las manos en señal de renuncia y disgusto cuando los exploradores que habían permanecido en el corredor como centinelas llegaron corriendo.

—Quisimos disparar a dos sacerdotes —explicó uno—. Intentamos cogerles desprevenidos pero fallamos. Uno grito y dio la alarma antes de morir; ahora hay una gran conmoción en el vestíbulo.

Kashmangai fue introducido dentro de una bolsa, y el grupo emprendió el viaje de regreso hacia el corredor. Entonces vieron una multitud de sacerdotes y algunos hombres armados que avanzaban por el vestíbulo hacia ellos. Varios portaban arcos.

Ismael arrebató una antorcha a uno de los hombres y bajó corriendo el corto tramo de escalones hasta la pared llena de respiraderos. Pasó la antorcha por detrás y por delante de cada respiradero, siguiendo la misma secuencia lineal que había utilizado en la primera ocasión. La piedra chirrió y la parte más baja de la pared empezó a girar hacia fuera.

Los booragangahnos dieron un gran grito al verlo y dos de los arqueros avanzaron al frente. Colocaron flechas en las tensas cuerdas de los arcos, pero ambos cayeron antes de que sus saetas pudieran ser lanzadas. Los arqueros de Ismael habían disparado primero.

Mientras tanto, el grupo enemigo al completo corrió hacia adelante, profiriendo alaridos de guerra. Otra andanada de flechas derribó a los que avanzaban primero; los que iban inmediatamente detrás, tropezaron con sus cuerpos. Ismael pasó bajo la pared con Namalee, llevando a Zoomashmarta en una bolsa que colgaba de su hombro. Otro hombre que llevaba a los dioses menores le siguió, y pegado a sus talones, otro con Kashmangai. Los demás los siguieron rodando bajo la pared ascendente, a toda prisa.

El muro giró completamente, y Ashagrimja, el último quedó atrapado por el borde de la puerta descendente. Empezó a gritar, y dos compañeros le agarraron por los brazos y tiraron de él. Pero era demasiado tarde. La inexorable pared le quebró la espina dorsal y continuó oprimiendo su cuerpo. El muro se detuvo abierto aún unas cuantas pulgadas.

El enemigo empezó a cortar el cuerpo por la mitad para que el muro terminase el recorrido. Luego, con las antorchas, lo volverían a abrir.

Dos de los arqueros de Ismael dispararon sus flechas, y aunque hubieron de hacerlo desde un ángulo excesivamente ascendente, hirieron a dos hombres. Pero un arquero enemigo agachado en su lado, lanzó una flecha por debajo del muro. Un hombre cayó con una saeta incrustada en su tobillo, y el dios que estaba transportando se estrelló contra el suelo de piedra.

Antes de que el hombre herido pudiese levantarse, una lanza arrojada desde debajo del muro se le clavó en la garganta y murió.

Ismael ordenó a sus hombres que se retiraran. No había nada que ganar si se detenían junto al muro, y sí mucho que perder. El alboroto del otro lado estaba aumentando. Era evidente que todo el templo, y quizá, toda la ciudad, estaba sobre aviso. Aunque no siguieran a sus hombres a través de aquella puerta del muro, podían encontrarse aislados cuando llegasen a los botes. A los booragangahnos no les llevaría mucho tiempo darse cuenta de que los invasores tenían que haber entrado desde la parte baja del saliente. Hundirían los botes y las barcas incomunicándolos; y además, enviarían naves a buscar al barco nodriza, lo que conllevaría una batalla naval.

La única esperanza de Ismael era escapar en los botes antes de que las fuerzas de la parte superior del saliente tuvieran noticias de que seguían adelante.

Iba el primero, bajando los peldaños con una antorcha en la mano. Namalee resbaló y estuvo a punto de tirar al dios mientras, chillando, se deslizaba hacia la bestia de piedra.

El monstruo había logrado de algún modo volver a ponerse sobre los pies. Trepaba, asegurando los cuartos traseros en el quinto peldaño a partir de la base de la escalera.

Al ver caer a Namalee, proyectó el cuello y las fauces abiertas. El dios del saco, Zoomashmarta, rebotó ante Namalee, ascendiendo en el aire, y quedando atrapado en la boca de la bestia de piedra.

Ismael saltó hacia abajo en pos de Namalee, que había dejado de deslizarse, retrocediendo con ella un escalón, justo fuera del alcance de la cabeza. La muchacha tenía despellejadas y ensangrentadas las rodillas, manos y frente, pero no parecía nada grave.

La bestia había cerrado las fauces alrededor del ídolo de Zoomashmarta, pero ya las abría otra vez. La estatua cerraba herméticamente el cuello del animal.

—¡Tenemos que recuperar al gran dios! —gimió Namalee.

Ismael no maldecía. La situación era demasiado peligrosa —al tiempo que rozaba lo absurdo— para expresarse con simples maldiciones.

—No pienso que tu dios quiera salir —dijo él—. Si lo hace, actuaría de un modo muy peculiar.

Arriba, en la parte superior de la escalera, los sacerdotes gritaban y juraban. Casi habían cercenado el cuerpo que los detenía y estaban a punto de volver a alzar el muro.

Detrás de Ismael estaban los silenciosos supervivientes de su grupo.

Delante, se encontraba la bestia de piedra que había engullido la divinidad, pero no mostraba signo alguno de transustanciación o de desear otro contacto que no fuera el de la carne de los invasores.

Y a su alrededor, penetrándolo todo, se percibía el dulce y apestoso perfume embriagador.

Si su influencia aumentaba, pronto estaría viendo dos bestias de piedra. Y una era más de lo que podía soportar.

Advirtió de repente que el cuerpo de Karkri había desaparecido. No vio nada que demostrara que hubiera existido, salvo manchas de sangre seca en los escalones. La bestia lo engulló sin dificultad.

Ismael dio una orden y bajó tambaleándose por los escalones, tropezando y casi cayendo. La gran cabeza con ojos de muerto que no parpadeaban se balanceaba hacia él, con el cuello encogido como si se dispusiera a lanzarse en contra suya.

Pero no le atacó y pasó a su lado sin novedad.

Namalee le siguió, pero protestando que no podía dejar a Zoomashmarta.

—No soy otro Tyr que meta la mano en la boca del monstruo para perderla —repuso Ismael. Pero la alusión paso, por supuesto, inadvertida para ella.

—¡Si seguimos, perdemos a tu dios, cierto! —le gritó a la joven—. Pero si nos detenemos e intentamos liberarlo, ¡los booragangahnos no tardarían en echársenos encima! ¡Y todos moriríamos! ¿Qué es mejor? ¿Morir con tu dios o vivir sin él?

—¿Por qué no podía haber sido Kashmangai? —gimoteó Namalee, llorando.

Uno de los hombres de atrás voceó:

—¡La bestia se ha tragado a Zoomashmarta! ¡Ahí está en el cuerpo de la bestia!

Ismael se volvió. Todos menos tres hombres habían sobrepasado al monstruo. El último de los tres estaba todavía en los escalones; vaciló al ver las fauces totalmente abiertas y el cuello extendido que se balanceaban atrás y adelante.

Había una pequeña posibilidad de que entre todos pudieran vencer a la bestia. El primero que lo intentase se sacrificaría por los demás.

—¡Esperad! —exclamó Ismael. Tomó la bolsa que contenía a Kashmangai con una mano y la arrojó por encima de la bestia.

—¡Échaselo en la boca y corre! —bramó

—¡No! —gritó Namalee—. ¡Podemos perderlo también!

—¡Arrójalo! —ordenó Ismael—. ¡No tenemos tiempo que perder!

El hombre, Pookraji, balanceó el saco junto al cuello de la bestia y el saco y el dios desaparecieron en las grandes fauces. Los tres hombres subieron gateando por la bestia. Esta vez, el animal se apresuró como si captase un pensamiento que llevara viajando largo tiempo por su cerebro de granito; se movió a un lado sobre las macizas patas. El caparazón atrapó al último hombre y lo aplastó contra la pared.

—Siempre podemos volver otra vez y matar a la bestia para extraer a los dos dioses —razonó Ismael—. Los booragangahnos no sabrán que están en el interior de su guardián.

—¡Pero hemos sido derrotados! —dijo Namalee—. ¡Todo esto habrá sido para nada!

—Frustrados, no derrotados —replicó Ismael—. Pero sabemos algo que los enemigos ignoran, y volveremos secretamente y nos aprovecharemos de ello.

Ni él se lo creía, ya que era improbable que los respiraderos de aire continuaran abiertos o sin guardias en lo sucesivo. Pero había más de un camino para entrar en la ciudad.

Pasaron velozmente por la cámara llena de cosas que colgaban del techo para succionarles. Mantenían la mano libre en la garganta, reptando por el suelo, alumbrando las tinieblas delante suyo con las antorchas aunque, a sus espaldas, la oscuridad volvía a cubrirlo todo. Pamkamshi y las dos cosas que abatieron al entrar habían sido arrastrados hacia arriba y devorados; aunque quizá, el camino que seguían estaba alejado de los cuerpos. En cualquier caso, no vieron despojos durante el recorrido.

A medio camino de la habitación, fueron atacados. Los tentáculos cayeron alrededor suyo.

Ismael aplicó la antorcha a uno que le envolvía el cuello y la mano y el tentáculo se retiro.

Namalee cortó el pedúnculo que la rodeaba con ayuda de un cuchillo. Cuatro feroces cuchilladas medio separaron la resistente piel y el músculo, y el tentáculo se enrolló hacia las tinieblas superiores.

Percibieron un intenso olor a carne quemada cuando otras antorchas cauterizaron nuevos tentáculos. El ataque duró menos de un minuto. Sin perder un hombre, estaban libres.

Cuando echaron a correr otra vez, oyeron un grito a sus espaldas. Ismael se volvió y divisó antorchas llameando en la entrada, muy por detrás de ellos. Los booragangahnos habían pasado.

—¡Seguid corriendo! —gritó Ismael, y se volvió y salió a la carrera.

Cuando alcanzaron la puerta contraria, sobre la que había una telaraña, la atravesaron. Las antorchas de sus enemigos relucían luchando contra los tentáculos. Ismael ordenó a los arqueros que dispararan, y cuatro de los perseguidores, enredados en su lucha contra los tentáculos, cayeron. Otra descarga derribó a cuatro más, y el enemigo derrotado retrocedió hasta la entrada. Pero volvieron a lanzarse entre las alimañas profiriendo alaridos contra el grupo de Ismael. Una antorcha iluminó a la bestia de piedra gris brevemente cuando ésta se introducía a través de la abertura angosta con un roce de piedra contra piedra. Aparentemente, se había tragado al segundo dios y buscaba humanos como meras golosinas.

Ismael, abriéndose paso entre la telaraña, se preguntaba qué poderoso conflicto se produciría entre las criaturas de tentáculos y patas succionantes y la bestia de piedra. También se preguntaba lo que había conducido a la bestia a romper la puerta que, evidentemente, la había mantenido siempre en su estrecha morada. ¿Quizá le hubieran intoxicado los poderosos perfumes de los dioses alterando los pensamientos que cruzaban por su cabeza de piedra, tal vez embriagándola?

El grupo atravesó al mismo paso rápido la habitación que albergaba a las criaturas redondas de seis patas. Éstas se balanceaban una detrás de otra, con intervalos de treinta segundos, desde los extremos de sus telas de araña. Pero no hirieron a nadie excepto a sí mismas. Las antorchas las golpearon; los cuchillos las cortaron las patas o las hebras de los lomos. El grupo no tardó en alcanzar la parte superior del respiradero por el que habían entrado en aquel desagradable lugar.

Mientras tres arqueros se quedaban de guardia con sólo tres flechas cada uno, los demás descendieron por el respiradero. La operación de salida les llevó bastante tiempo, pues en cada bote debían embarcar de uno en uno, y al estar lleno, tenía que ser botado con la tripulación tumbada de espaldas. Sólo entonces podían empujar otro bote bajo el respiradero para ser ocupado. Y la tripulación de éste tenía que empujar al siguiente.

Ismael, como capitán, esperó hasta que todos estuvieron a bordo para descender él mismo. Esperaba que los perseguidores se presentaran antes de que el primer bote estuviera cargado. Algo les debía haber detenido. Ni los vio, ni los oyó, y sólo podía especular con que se hubieran detenido para luchar con la bestia de piedra, dando así la oportunidad de que les atacasen las cosas con tentáculos.

Tan pronto como su bote partió, con el gas silbando al salir de las vejigas, dejó caer una señal por la borda. La mecha dejó un reguero, como un pequeño arco, mientras caía y estallo con un fulgor blanco brillante que duró varios segundos.

Un minuto después, algo igualmente blanco ardía en el aire varias millas al este. El primer piloto del Roolanga había visto el destello bajo el saliente; y en ese mismo momento adhirió una mecha ardiente a una pequeña vejiga. El ingenio se elevó unos mil pies antes de que el gas comprimido y la explosiva pólvora vegetal estallaran.

El Roolanga ya estaría ascendiendo para encontrarlos, y los grandes barcos que estaban sobre la ciudad descenderían velozmente.

Los botes emergieron desde abajo de la sombra del saliente. Encima de ellos vieron luces danzando alrededor del borde de la plataforma rocosa. Pudieron observar una hilera de luces como la que acompaña a un barco desalojado.

Tras dar la alarma, los botes estarían saliendo para dar vueltas alrededor y por debajo de la sobresaliente masa de roca.

Un ligero y repentino viento empujó al bote. La pérdida de gas fue controlada y los mástiles quedaron desdoblados y colocados en posición.

Giraron el cabo de la verga, lo aseguraron y desplegaron las velas. No había luna y el Roolanga no tenía luces. Sin embargo, el acuerdo era que los botes deberían encontrarlos a una altitud y área establecida de antemano tras el lanzamiento de la primera señal. El Roolanga, ascendiendo lentamente, se desplazaría al noreste, ciñendo el viento durante un rato. Entonces, giraría y esperaría con rumbo noroeste el contacto visual de los botes. El gran barco no tenía mucho espacio para maniobrar después de realizar esta maniobra. Tendría que girar y navegar ciñendo el viento una vez más.

Ismael observó las luces del primer barco saliendo de la inmensa sombra que proyectaba la ciudad de Booragangah. Si se mantenía en su curso, podría chocar con el Roolanga. Miró hacia arriba pero, por supuesto, fue incapaz de ver la flota de los zalarapamtranos. No sería visible antes de que la luna apareciera y se encontrasen cerca de la ciudad. La luna cruzaría el horizonte en unos veinte minutos, si es que el reloj de arena era fiable.

Pasados diez minutos, Ismael escudriñó en la oscuridad y miro hacia el cielo, a su espalda. Tres nuevas luces habían aparecido. Cuatro barcos estaban navegando, buscando a los ladrones de sus dioses. Habría otros esperando en los diques, preparados para salir tan pronto como vieran la señal que necesitaban.

Pasaron cinco minutos más.

—¿Dónde está? —murmuró Ismael, y entonces vio una inmensa forma oscura. Venía por el noroeste y su propio bote navegaba hacia el sudeste: estaban en vía de colisión.

Ismael, apresuradamente, impartió sus órdenes. Un marinero abrió una contraventana en un lado de una jaula-linterna que encerraba una luciérnaga. El calor no era intenso, pero no parecía necesario, pues estaban ya bastante acalorados. Un minuto más tarde, un ojo de fuego lánguido les parpadeó. Después, intercambiaron señales y ambas naves empezaron a maniobrar para que los botes pudieran ser recibidos por la borda.

Antes de que el primer bote estuviera amarrado, apareció la luna.

Unos pocos minutos más tarde, una luz blanca ardía muy arriba, en el aire: se trataba de una señal lanzada desde uno de los barcos booragangahnos. Las líneas de luz enfilaban hacia el Roolanga, y poco después, los barcos resultaban claramente visibles a la luz de la luna. El Roolanga continuó su curso noroeste, hasta que todos los botes fueron amarrados a cubierta. Mecido de un lado a otro, recibiendo todo el aire que podía, enfiló hacia los otros cuatro barcos aéreos.

Pero, cuando el punto de colisión se encontraba tan sólo a media milla, el Roolanga cambió el rumbo otra vez; los marineros trabajaron desesperadamente, plegando y desplegando las velas, hasta que el Roolanga surcó libre el aire directamente hacia oriente.

Ismael miró atrás; percibió las luces de los cuatro barcos que se disponían en el exterior de las aberturas más extremas del gran saliente. Y entonces vio un oscuro objeto descendiendo velozmente encima de la ciudad, y un objeto más pequeño visible sólo porque lo iluminaba la luna. Tenía que ser el gigantesco brulote, el Woobarangu. Estaría desierto completamente excepto por los pocos marineros que quedasen en el puente mientras llevaban el navío hasta un punto situado por encima de la ciudad. Un minuto después, o poco más, y los hombres sobre el puente abordarían un bote y flotarían a la deriva. Enseguida, ciertas mechas prendidas en varios lugares del barco gigante arderían bajo los almacenes de aceite inflamable detonando explosivos de baja potencia derivados de las plantas terrestres.

Y entonces…

¡Allí estaba!

La llama se esparcía cada vez más, ardiendo tan fieramente que, incluso a aquella distancia, Ismael podía ver el barco con notable claridad. El navío se hundió muy deprisa, ya que las pieles de las vejigas se quemaron por completo y los gases escaparon. Las llamas iluminaron la ciudad debajo de la quilla; la fortaleza no era más que una masa sin detalles notables ante los ojos de Ismael: Pero sabía que se componía de un área de unas tres millas cuadradas; casas endebles y paseos y almacenes en dos niveles, todos sostenidos por miles de vejigas de gas.

La mayoría de la población vivía y trabajaba en la ciudad, en casas ancladas a la tierra pero casi libres del constante terremoto. La inmensa forma de cigarro estaba cayendo sobre el centro de la metrópoli, y la piel ligera y las estructuras de madera no tardarían en prenderse con lo que el fuego se propagaría rápidamente.

El barco chocó. Fragmentos en llamas volaron a lo lejos cuando la masa se derramó a través de las casas y los paseos de los dos niveles y se hizo pedazos contra la roca del saliente. El fuego se propagó incluso más rápido de lo que había imaginado. En pocos minutos, una gran parte del centro estaría ardiendo.

Desde donde lo observaba; el fuego resultaba hermoso. Pero podía imaginar el griterío y el correr de las mujeres y los niños y de los hombres presas de las llamas. Y de aquéllos a los que todavía no habían alcanzado. Las imágenes le hicieron enfermar. Pero recordó que fueron ellos los que habían inducido al kahamwoodoo a destruir a sus enemigos. Y que eran ellos los que volverían a cazar a los últimos zalarapamtranos si supieran que habían fallado en su intentona de matarlos a todos. No obstante, le resultaba imposible mantenerse indiferente ante lo que estaba ocurriendo con aquella distante y hermosa llama y alegrarse como se alegraban los zalarapamtranos.

A la luz de la ciudad en llamas, pudo ver cinco barcos más deslizándose de los canales del borde del saliente. El enemigo estaba intentando sacar los barcos antes de que ardieran. Sin duda, todo sería un alboroto alrededor de los barcos que procuraban escapar.

En aquel momento, los demás barcos zalarapamtranos quedaron iluminados por crecientes llamas. Estaban bajando velozmente, dirigiéndose hacia las afueras de la ciudad. Pasaron unos pocos minutos, y una vez transcurridos, nuevos fuegos brotaron bajo su eslora. Habían lanzado bombas incendiarias.

De repente, uno de los barcos booragangahnos que estaba saliendo del muelle empezó a arder. Un navío zalarapamtrano había navegado por encima y arrojado una bomba de fuego sobre él. El barco aún no salía de la ciudad cuando envuelto en llamas se hundió y se partió en dos y las dos partes cayeron juntas contra la ladera de la montaña.

Namalee, de pronto, agarró el brazo de Ismael y señaló a estribor. Ismael miro y vio diez objetos diminutos iluminados por la luz de la luna.

—Deben ser barcos balleneros booragangahnos… o barcos de guerra que vuelven —interpretó Namalee.

—Es tiempo de golpear y correr —dijo Ismael—. Hemos hecho a la ciudad tanto daño como hemos podido.

Se dirigió al primer piloto, que transmitió sus órdenes. En un momento, una vejiga pequeña a la que estaba atada una bomba señalizadora fue soltada desde el Roolanga.

Luego el blanco resplandor se propagó a mil pies por encima suyo, y los buques sobre la ciudad se dirigieron hacia el Roolanga. El Roolanga continuaba su rumbo hacia los cercanos barcos enemigos. La luz de la luna era lo suficientemente fuerte como para que Ismael viera dos docenas de botes de guerra fletados desde los barcos. Eran veloces barcos aerodinámicos, cada uno con una tripulación formada por ocho hombres. Intentaron interceptar y abordar al Roolanga mientras los barcos nodriza se aprestaban para atacarlo en cuanto pudieran. El ataque era delicado y arriesgado, porque un fuerte impacto haría pedazos a ambos barcos, e incluso de un ligero choque, se derivaría algún perjuicio para los dos, aunque también se impediría la huida de la futura víctima; y si el enemigo no tenía éxito en su ataque, los atacantes quedarían a merced de los abordados.

Ismael no se inquietaba por aquel tipo de guerra casi suicida. Además, no había nada que pudiera hacer para cambiarlo. Esperó mientras los botes de los atacantes, más ligeros que el gran barco, se acercaban al costado y se lanzaban los primeros arpones. Éstos penetraron en las finas pieles, y aunque alguno se soltó, las barbadas cabezas de otros alcanzaron los pasillos de la capilla o las vejigas de gas. Inmediatamente empezaron a descargarse y los barcos cayeron. Pero la tripulación se apresuró a cortar las cuerdas sueltas y a aplicar una viscosa mezcla sobre las rasgaduras y un parche sobre aquel viscoso engrudo.

Mientras tanto, desde los botes lanzaron otros arpones; los barcos giraron hacia dentro, contra los costados del barco, y la tripulación agujereó las pieles y se encaramó a través de las hendiduras practicadas.

El barco nodriza caía lo mismo que su adversario pero no bajaba rápidamente y el enemigo navegaba justo encima del Roolanga, introduciendo el fondo de la quilla en su parte superior. El enorme timón chocó contra el Roolanga cerca del puente y produjo un enorme agujero en el casco. Pero, al mismo tiempo, su propio timón resultó severamente dañado.

El Roolanga continuaba el rumbo y navegaba en medio de dos barcos enemigos que casi chocaron. Más botes se unieron al Roolanga, pero los arqueros de a bordo dispararon contra los abordadores, y los supervivientes retrocedieron. No tenía sentido seguir peleando si los barcos nodriza no podían atacar al Roolanga.

Los navíos enemigos volvieron a navegar ciñendo el viento, mientras el Roolanga continuaba avanzando contra él. Luego, cuando el tiempo y la luna favorecieron a los zalarapamtranos, el Roolanga viró y voló libre. Los restantes botes de la flota se extendían tras la nave almirante por espacio de una milla. Los barcos enemigos que habían salido de la ciudad regresaron para acuartelarse, pues tenían pocas oportunidades de capturar a los zalarapamtranos. La cercana flota, tras hacer señales con las linternas de luciérnagas, cambió el curso para interceptar al enemigo.

Sin embargo, los invasores navegaban muy sobrecargados, por una carga de bombas de fuego que no habían tenido oportunidad de lanzar, y con una desgarradura en la proa. De un modo u otro, si podían mantenerse o no en el aire dependería de la fortuna de la guerra y del viento. Ismael no dio la orden de descargar las bombas, lo que les permitiría correr más deprisa. Pensaba que las bombas podrían resultar útiles y estudiaba las posibilidades.

La noche avanzaba lentamente. La luna se sumergía por occidente en el horizonte y volvía la confusión, aliviada sólo por las luces que resplandecían en las dos flotas. Ismael durmió tres veces. La luna brilló sobre perseguidos y perseguidores en seis ocasiones. El sombrío sol rojo ascendía, y aunque la distancia entre ambas flotas era cada vez menor, era aún la suficiente como para que Ismael no se inquietase.

Por entonces, los daños del casco fueron reparados, y los barcos cruzaron tres rojas nubes de plancton y capturaron todo el que pudieron para aumentar las provisiones de la cocina y alimentar las vejigas de gas. La adición de gas hizo posible que la flota zalarapamtrana se elevase a unas doce millas. Los booragangahnos seguían el cortejo, disminuyendo lentamente la distancia entre ellos y los invasores con agonizante lentitud; además, aumentaron su altitud. Al final del segundo día, estaban seis mil pies por encima de los perseguidos.

De cualquier modo, como el aire era más tenue en aquella zona, empezaron a perder velocidad. Habían contado con encontrar una corriente de aire rápida que les permitiera disminuir la distancia cuando descendieran, pero la corriente no apareció. Los booragangahnos descendieron hasta quedar tan sólo a doscientos pies por encima de los zalarapamtranos.

El primer piloto comentó que serían alcanzados antes de que el sol se elevase de nuevo.

—Estoy pensando en eso —consideró Ismael—. En realidad, he estado estudiando la posibilidad de dejar que deliberadamente nos alcancen. Pero si frenamos el buque, haremos que recelen y permanezcan a la expectativa. Mi idea requiere que se aproximen libre y confiadamente. Nos sobrepasan en número y deben pensar que ya conocemos las escasas posibilidades que tenemos contra ellos.

Poonjakee conocía el plan de Ismael; sin embargo, a juzgar por sus fugaces expresiones, demostraba no tener mucha confianza en su práctica. Aquél no era el modo en que sus padres habían combatido en el aire. Pero no dijo nada. Alguien que podía invadir la fortificación enemiga y robar sus dioses —aunque los perdiera más tarde— y capaz de destruir la ciudad con un medio ofensivo que él mismo había inventado, no era un hombre al que se le pudiera discutir.

La predicción de Poonjakee no era completamente exacta, pero estaba bastante cerca. Los booragangahnos no les alcanzaron antes de que la noche hubo acabado. Una hora después, el rojo sol ascendía y el barco almirante de la flota enemiga se hallaba sobre el barco de cola de los zalarapamtranos. Por entonces, Ismael había transmitido órdenes para que la totalidad de sus barcos recogieran parte de las velas, con el fin de poder navegar todos juntos. La maniobra fue ejecutada bastante rápidamente, pero sus líneas estaban más abiertas de lo que deseaba.

Un momento después, los barcos habían conseguido una formación ordenada; fue entonces cuando el barco almirante del enemigo se plantó sobre sus adversarios. Ismael recibió noticias de un nuevo descubrimiento.

El marinero que le informó estaba asustado. No a causa de la inminente batalla, sino a causa de que vio la muerte frente a él.

Ismael se volvió y divisó la vasta y purpurina masa que flotaba varias millas por delante de ellos.

—¿Ésa es la Bestia Púrpura de la Muerte Aguijonante? —preguntó—. ¿Estás seguro?

—Ésa es —replicó Namalee, hablando por el marinero. También ella estaba pálida y con la mirada clavada en la distancia.

Que el enemigo lo había visto también era evidente. La nave almirante abandonó su posición sobre el otro barco y retrocedió, recogiendo velas.

—Es probablemente la bestia que mató a mi pueblo —continuó Namalee.

Se trataba de una mera suposición, pues la criatura bien podía ser otra distinta. Eran animales raros en extremo, afortunadamente para la humanidad, y no se movían rápidamente, si es que la creencia de los zalarapamtranos debía tomarse por cierta. A menudo, descendían a tierra y se alimentaban de criaturas terrestres. Podía ser la protagonista del caso ocurrido recientemente, pues apenas viajaba a seis mil pies de altura, aunque iba ascendiendo. Ismael se quedó largo tiempo pensando. Poonjakee caminaba de un lado para otro, mirando de soslayo a Ismael, e indudablemente, preguntándose por qué no ordenaba un cambio de rumbo.

—Los booragangahnos atrajeron la Bestia a Zalarapamtra —explico Ismael—. Estaban jugando un juego muy peligroso, pues la Bestia, a pesar de su inmenso tamaño y peso, puede ser muy veloz. Se puede propulsar por medio de explosiones, ¿verdad?

—Si, Joognaja —dijo Poonjakee—. Por otra parte, el kahamwoodoo puede modificar parte de su cuerpo para que actúe como velas. Es como si tuviera miles y miles de velas, y si se acerca lo suficiente a un barco, sus pinzas salen y alcanzan al barco, y lo atraen hacia él y las pinzas capturan a la tripulación, y…

—No sigas pensando en lo que nos puede hacer —le interrumpió Ismael—. Debes concentrarte en lo que podemos hacerle.

Ismael no ordenó cambiar el rumbo, y ni Poonjakee ni Namalee osaron contradecirle aunque anhelaban oír lo que tenía en mente. Ismael observaba a la flota enemiga que había descendido detrás de ellos y cambiado de rumbo. Todas las velas estaban siendo aflojadas y los barcos navegaban una vez más a la deriva. Evidentemente, su almirante había decidido que los zalarapamtranos cruzaran tan cerca como fuera posible de la bestia. De esa forma, los zalarapamtranos esperarían ahuyentar a sus perseguidores. Pero los booragangahnos no se iban a dejar intimidar, aunque estuvieran, sin duda, asustados. Sus abuelas les habían aterrorizado con historias de la Bestia cuando ellos eran niños, y habían visto lo que la Bestia podía hacer cuando lanzaron al animal sobre Zalarapamtra. Por otra parte, los barcos balleneros que alguna vez tropezaron con la Bestia y los pocos supervivientes que pudieron contarlo, ya describieron intensamente los resultados.

Pasó una hora. Por entonces la criatura parecía una isla flotante, un disco tosco con un diámetro de al menos una milla y media y un espesor de trescientos pies. No tenía ni ojos, ni orejas, ni bocas que Ismael pudiera ver, pero Namalee le aseguró que enseguida vería las bocas. El cuerpo era púrpura y los tentáculos —la mayoría de ellos enrollados—, de color rojo sangre. Los tentáculos estaban en la parte superior del cuerpo y en la base de la Bestia. Su forma era cambiante, con depresiones que se formaban aquí y allá, ondulando su piel en muchos lugares.

—Está subiendo, pero no muy rápidamente —murmuró Ismael—. Por lo que se ve, no se preocupa de si estamos arriba o abajo de ella.

Miró hacia atrás. Por entonces, los zalarapamtranos debían estar cerca del pánico, preguntándose hasta qué distancia planeaba navegar antes de girar. También debían especular con el hecho de si esperaba virar a tiempo para escapar de la Bestia y poner a los perseguidores en grave peligro.

Ismael no dio órdenes, ni siquiera las necesarias para mantener a los barcos atentos en su orden original hasta que ordenase lo contrario.

Era evidente, que si los barcos no cambiaban el curso, navegarían por encima de la bestia a una altura de doscientos pies.

Y a la velocidad a la que la Bestia estaba ascendiendo, podría apresar a los barcos en poco tiempo. Aunque los barcos soltasen más gas, no podrían ganar altitud tan velozmente como la Bestia. De cualquier modo, el almirante de la flota no estaba dando las órdenes necesarias para alimentar las vejigas animales.

Namalee y Poonjakee sudaban, aunque el aire era frío. Los timoneles, pálidos y mojados, se mordían los labios. Ninguno de ellos, como sabía Ismael, carecía de coraje, pero aquella situación era algo que nunca habían experimentado, y todos sus miedos infantiles afloraban a la superficie de sus nervios, arañándolos y raspándolos.

Ismael mismo estaba lejos de estar tranquilo. Aquella criatura era verdaderamente un kraken de la atmósfera, pero mucho más terrible y mortífero. Generaba en él un sentido de algo oscuro y monstruoso procedente de las áreas más perversas de su propia mente. Era una pesadilla que no tenía derecho a encarnarse. Si se despertaba, se disolvería igual que un sueno monstruoso se evapora cuando su creador se despierta.

Pero aquello, no obstante su calidad desnaturalizada, era para Ismael un ente natural en un mundo de pesadilla. Era lo que produciría en abundancia el Final del Tiempo.

Ismael recordó las palabras de Ahab sobre «una hoja de seis pulgadas que consiguiera penetrar profundamente en la vía de la ballena». ¿No estaba él, Ismael, confiando demasiado en las armas que llevaban en los barcos, armas que podían carecer del devastador efecto que esperaba para enfrentarse a aquella extraña, enorme y desconocida criatura? Si estaba equivocado, llevaba a cuantos le acompañaban a una muerte segura.

Volvió la vista atrás. Los booragangahnos se habían acantonado con la intención de batir al viento.

Ismael se sobresaltó, como hizo todo el mundo en el puente, y sin duda, cada alma de la flota.

Una serie de fuertes explosiones se perfilaron en el monstruo. La pelada carne del dorso revelaba grandes agujeros redondos y los bordes de alguna sustancia dura y negra, semejantes a cañones, arrojaban humo y fuego envueltos en un extraordinario ruido, y la bestia se movía rápidamente a estribor. Más humo y ruido, procedentes esta vez de la parte posterior de la Bestia, precedieron a un veloz desplazamiento frontal del animal.

Ambas flotas estaban por encima del centro del monstruo.

La masa púrpura ascendió con asquerosa velocidad y oyeron más explosiones. Ismael no podía ver el humo o las llamas porque provenían de la parte inferior de la Bestia. Las llamas actuaban como cohetes que propulsaran a la Bestia hacia arriba.

Ismael no esperaba tan endemoniada velocidad. La Bestia era tan enorme y ondulante, de aspecto tan sanguinario, que parecía difícil de manejar. Comprendió por qué los barcos que osaban acercarse demasiado, accidentalmente o por otra razón, se perdían tan a menudo. Y quedo demostrado que los booragangahnos, cuando atrajeron a la Bestia hacia sus enemigos, debieron pagar un alto precio.

Profirió una orden y Poonjakee la transmitió. Las señales fulguraron; los marineros recobraron los nervios, espantados, y obedecieron. Las escotillas del fondo del casco fueron abiertas y empezaron a encender mechas y a arrojar bombas por las escotillas.

Los tentáculos de color rojo sangre, en aquel momento, se hallaban desenrollados. Sus partes más pequeñas eran granulosas, lo que significaba, o al menos eso supuso Ismael, que estaban cubiertas un poco por todas partes de pequeñas vesículas de gas. Aquello permitía a tales zonas expandirse por lo menos cincuenta pies. El resto del cuerpo del animal todavía permanecía enrollado como si de látigos se tratara.

Ismael vio las bombas negras con los extremos de la mecha roja y el humo gris pálido cayendo hacia la ondulante masa. La primera, golpeó contra una placa de piel púrpura cerca de la base de un tentáculo. Ardió y estalló crepitando. Cuando el humo se hubo disipado, apareció un gran agujero; El extremo con forma de huevo de una vesícula desplazo un colgajo de piel.

Ismael dio órdenes de que el barco soltase más gas para llegar antes al contacto directo con el monstruo. Poonjakee, mirándole como si creyera que Ismael había perdido el juicio, transmitió la orden.

La segunda bomba que estalló era una bomba de fuego. Su llameante aceite desparramado sobre la piel, quemó a la criatura, y se filtró al interior del cuerpo de la Bestia. Los tejidos interconectados y las oscuras venas y arterias —o así las clasificaba Ismael—, ardieron.

Una vesícula, abruptamente, se prendió fuego.

Y la vesícula explotó, y una escena de humo y llamas envolvió una parte de la Bestia al incendiarse el gas de la vejiga. Nadie lo sabía; todo el mundo había dado por supuesto que el gas no era inflamable, como el de las vejigas de los barcos.

A Ismael no le alegró mucho el descubrimiento, pues el primer ataque de los tentáculos había alcanzado al barco. Los tentáculos asieron los mástiles y las vergas del palo menor y entraron a través del portalón abierto, a un almacén donde guardaban las barcas; poco después, nuevos tentáculos, que no encontraron marineros —pues se habían retirado antes de que los pedúnculos se acercaran al buque—, se ciñeron alrededor de las vigas maestras, los mástiles y las pasarelas de la quilla.

El barco fue arrastrado hacia abajo cuando otros tentáculos lo asieron. El humo de la Bestia flameante fluyo por las partes abiertas del Roolanga y lo envolvió rápidamente. Los marineros, tosiendo, con ojos llorosos, se derrumbaron en sus puestos, y algunos tropezaron con las escaleras de los niveles más altos.

Los bombarderos siguieron encendiendo mechas y arrojando las bombas. Éstas explotaban y derramaban aceite, rociándolo todo, incluso impregnando partes del barco. Pero el fuego quemaba sólo la piel que tocaba, y después, se extinguía.

De repente, el barco ascendió. La acción fue tan violenta que muchos tripulantes fueron arrojados a la cubierta, y algunos, con precarias sujeciones en las escaleras o las pasarelas, acabaron lanzados al aire a través de la fina piel del casco o de los espacios abiertos.

El fuego había quemado las raíces de los tentáculos que sujetaban al Roolanga.

La descarga de la mitad de las bombas había aligerado el peso del barco considerablemente. Así continuó ascendiendo hasta que el humo hubo desaparecido. Ismael vio que sus otros barcos habían arrojado también casi todas las bombas. La Bestia estaba ardiendo por un centenar de sitios; mientras lo observaba, vio otra vesícula de gas explotar con una violencia tal que levantó aún más al barco. La explosión desgajó los tentáculos que habían agarrado el mástil menor, y el barco ascendió.

La flota booragangahna estaba envuelta en tentáculos. Todos los barcos habían sido arrastrados hacia abajo, para quedar medio sumergidos en la ondulante carne. Los mástiles menores habían acribillado el cuerpo de la Bestia pero, evidentemente, aquello no la perturbó. Los tentáculos penetraban por cada orificio de los barcos y varios navíos reventaron cuando la Bestia descargó sobre ellos algunos de sus cañones. Centenares de tentáculos manaron a borbotones de los cascos destrozados.

Ismael transmitió más órdenes a la flota. Los que hubieran escapado tenían que descender y ayudar a sus compañeros atrapados. Su propio barco viró, descargando gas al mismo tiempo, para deslizarse unos cincuenta pies por encima de uno de sus barcos, el Mowkurree, que no había podido soltarse. Arrojaron más bombas, algunas de las cuales explotaron tan cerca del buque que partieron en pedazos las vigas y pasarelas o prendieron fuego en la piel de la quilla. Sin embargo, el Mowkurree fue liberado. Su mascarón de proa se alzó primero, los tentáculos resbalaron y soltaron la presa, hasta que la popa se elevó, y el barco quedó libre.

Explotaron vejigas más grandes. Un barco booragangahno se soltó de su mortal trampa cuando una explosión reventó una parte de la Bestia cercana al casco.

El navío subió en ángulo y giró sobre un costado. Sus mástiles de estribor fueron arrancados por la explosión, y el peso del portalón de los mástiles le hacía avanzar escorado. Pequeñas figuras cayeron sobre la Bestia, cincuenta pies por debajo de la quilla: algunos marineros perdieron el asidero cuando el arco giro.

Ismael no desperdició ni una bomba en aquel destartalado navío. Estaba fuera de combate. Aunque todavía probablemente podía fletar las barcazas, éstas estarían ocupadas por hombres ansiosos por salvarse, no por abordar las embarcaciones enemigas.

Namalee gritó e Ismael se volvió. La muchacha miraba con asombro a uno de sus barcos que había pasado muy cerca de una serie de vejigas en explosión. Una de las células llameantes que había sido arrojada hacia arriba, golpeó la parte inferior del barco. El fuego se extendió rápidamente, ya que la vejiga pareció quedar adherida al casco. Una de las vesículas del barco estaba ardiendo, y la popa del navío se sumió en un infierno. Un bote escapo solo para ser capturado por dos tentáculos. Éstos lo arrastraron hacia abajo; el bote se inclinó, giro de arriba abajo, y varios hombres que no habían tenido tiempo para atarse salieron despedidos. Sin embargo, sólo murieron apenas un minuto antes que sus compañeros. El bote fue conducido al interior del humo y no volvió a ser visto.

Aunque el aire soplaba con veinte nudos de fuerza a aquella altitud, no podía disipar el humo con la rapidez suficiente. La Bestia perdió al Roolanga en la espesa nube negra. Ismael condujo el barco en rotación y descendió cien pies, de modo que el humo cubría el barco y las llamas lo lamían a través del humo. No pudo ver nada excepto destrucción, de manera que llevó al Roolanga hacia el noroeste, ciñendo el viento. De repente se situó a barlovento, avanzando junto a la Bestia, y pudo observar cuanto estaba ocurriendo. Otros dos barcos zalarapamtranos flotaban por encima del humo. En cuanto a los demás, presumía que se habían perdido irremisiblemente. En aquella situación se debían encontrar todos los barcos booragangahnos, pues ninguno aparecía a la vista. Apenas se veía una docena de botes de piel verde, conteniendo todo lo que quedaba de la flota enemiga.

—¡La Bestia está muriendo! —exclamó Namalee. Miró a Ismael—. ¡Lo hiciste! ¡Conseguiste lo que nadie excepto Zalarapamtra pudo hacer! ¡Eres un dios!

—Soy un hombre —replicó el ballenero—. A partir de hoy, muchos otros hombres matarán a las Bestias una vez sepan cómo hacer bombas de fuego.

—¡La Bestia no está muerta todavía! —interrumpió Poonjakee roncamente.

Señaló hacia abajo y vieron trozos de la Bestia ascendiendo a través del humo. Surgían de pequeñas vejigas y presentaban doce tentáculos cada uno.

La Bestia moribunda se había roto en muchas partes capaces de vida independiente. Estas extendían trozos de piel para formar velas y toscos timones y los tripulantes del Roolanga vieron cómo una se acercaba a ellos. Tal vez, se tratara de los animales más pequeños que se suponía acompañaban a la Bestia.

Ismael dio órdenes de que los arqueros disparasen contra las vejigas. Y él esperaría con el arpón.

Tres criaturas se asieron al extremo de los paneles de estribor y se autoimpulsaron hasta alcanzar el casco. Allí, al no encontrar entradas desguarnecidas, hicieron la suya propia. Ciertos fragmentos de piel desgarrada en los costados descubrieron bocas sin labios con miles de dientes afilados y triangulares. Con ellos mordieron la piel del casco hasta horadar varias aberturas en el duro pero fino material. Y entonces, los púrpuras, latientes, ondulados cuerpos alargados y sus tentáculos lograron llegar a los agujeros, asiéndose a las vigas y a las pasarelas de la quilla, y se encaramaron al navío.

Los marineros que encontraron a su paso fueron capturados por los tentáculos, zarandeados, agarrados otra vez, y arrastrados bajo un ensordecedor griterío hacia las bocas, donde sus cabezas y brazos eran cercenados de inmediato.

Pero otros arremetían contra las bocas o perforaban las vejigas, las cuales expedían el gas velozmente. Algunos marineros acudieron con antorchas, que Ismael había ordenado encender, y las clavaron en los tentáculos. Los pedúnculos se retorcían por efecto del fuego y las antorchas eran después hincadas en las bocas de las criaturas. Abruptamente, las tres bestezuelas se escabulleron: autoimpulsándose para alejarse con velocidad, actuando como si todavía tuvieran vesículas llenas de gas. Retorciendo los tentáculos, cayeron dentro del humo que no dejaba de fluir de la enorme masa de la Bestia muerta.

Nuevos trozos autónomos de la Bestia atacaron al Roolanga en otros puntos. Pero éstos, aunque su ataque también les costó caro, fueron muertos o repelidos rápidamente. Los barcos zalarapamtranos se deshicieron igualmente de sus atacantes.

—Si se rinden, recogeremos a los booragangahnos en los botes —le explicó Ismael a Poonjakee—. Perdonaremos sus vidas y los llevaremos de vuelta a Booragangah.

—¿Estás enfermo? —gritó Namalee—. ¿La fealdad de la Bestia subyuga tus sentidos? ¿Quieres que nos apiademos de esos asesinos para devolvérselos incólumes a los suyos? ¿Para que medren y se hagan fuertes y vuelvan a Zalarapamtra para asesinarnos a todos?

—Lo llevo pensando mucho tiempo, pues la persecución fue larga, y he podido reflexionar detenidamente —replico Ismael—. La gente de Zalarapamtra es poco numerosa, y aunque el pueblo de Booragangah es superior en número, también es escaso. Pasarán generaciones antes de que ambos pueblos se recobren. Las dos naciones vivirán bajo la constante amenaza de la invasión. Tal vez del exterminio a mano de otros pueblos. Ambas naciones quedarán siempre desprotegidas cuando los barcos balleneros salgan al aire, pues la mayoría de los varones tendrán que viajar en ellos. Pero ¿qué ocurriría si los dos pueblos unieran sus poblaciones? ¿Qué pasaría si decidieran vivir juntos, como un solo pueblo, un nuevo pueblo en un único lugar? ¿No doblaría eso sus posibilidades de sobrevivir? ¿No sería así?

—¡Es inaudito! —exclamaron al unísono Namalee y Poonjakee.

—¡Ah, pero yo soy una voz nueva! —dijo Ismael—. ¡Y he dicho cosas que nunca habíais oído antes, y aún diré muchas más!

—¡Los dioses! —murmuró Namalee—. ¿Qué dirá Zoomashmarta? ¿Cómo podría aceptar el compartir su poder con Kashmangai?

Ismael sonrió y continuó:

—Comparten el mismo alojamiento y el mismo destino en el estómago de la bestia de piedra. Por esa razón, la bestia de piedra podría constituirse en el más grande de los dioses, puesto que transporta dos grandes dioses en el interior de su cuerpo. Cuando la Bestia engulló a los dos dioses, me vino a la cabeza la idea de unificar a los dos pueblos. Dejar que los zalarapamtranos y booragangahnos vivieran juntos, en paz, formando un solo frente contra cualquier enemigo. Que sus habitantes adoren juntos a Zoomashmarta y Kashmangai. Tal vez la bestia de piedra sea realmente un dios más grande que ellos. Yo no sé cuál es su nombre, pero los booragangahnos deben tener uno para él. Y si no lo tiene, se lo daremos. Los dioses siempre han poseído nombres que sólo los humanos les han dado.

Nombre para todo excepto para el Tiempo, pensó Ismael. Todos habían sido dioses del Tiempo, pero no había nombre para el Tiempo mismo. Y pensó en el fiero y viejo hombre de la pata de marfil y el iluminado relámpago bajo su cara y su cuerpo. El viejo Ahab, quien, predestinado a la caza de la bestia blanca con la frente arrugada y la mandíbula rota, había sentido algo más que un mero deseo de venganza contra una bestia brutal.

—¡Todos los objetos visibles, incluso el hombre, son sólo máscaras de cartón! Pero en cada suceso —en el acto de vivir cualquier indudable hazaña—, algo desconocido e irracional produce moldes de sus características por detrás de la máscara de la locura. Si el hombre atacara, lo haría a través de la máscara.

Lo que la ballena blanca había sido para Ahab, se dijo a sí mismo otra vez, lo era el Tiempo para Ismael.

Y la hoja de seis pulgadas que golpeaba intentando segar la vida de la ballena no era sino la mente del hombre esforzándose por comprender la naturaleza del tiempo y la eternidad. Pero en esta ocasión no sería así. Esta historia no terminaría con la derrota del buscador, como concluyó la búsqueda de Ahab. El hombre podía vivir tanto solo como con la gran bestia, el Tiempo, y avanzar hacia la eternidad, preguntándose siempre, sin comprender.

Miró hacia arriba, al agonizante y lento sol, que moría como deben morir todas las cosas. Miró la gran luna que se arrojaba a través del oscuro cielo azul. Estaba cayendo, y aunque aún tardase un millón de años, alcanzaría la tierra algún día.

Y entonces, ¿qué? El final de la humanidad. El final de toda la naturaleza que el hombre conocía. El final del tiempo que el hombre conocía. ¿Por qué seguir luchando cuando el final es conocido?

Namalee, con los ojos todavía desorbitados por el sobresalto causado por su propuesta de que se unieran con sus enemigos, se acerco a él. La atrajo hacia si con un brazo, aunque tomarse tales confianzas en público resultara repugnante para los suyos. Poonjakee, turbado, volvió la cara. Los pilotos miraron hacia arriba.

Ella era suave y cálida y en ella se albergaban el amor y la promesa de hijos.

«Y eso es lo que mantiene a la humanidad en su camino hacia adelante —se dijo Ismael a sí mismo—. Aunque parezca increíble», nuestros hijos podrán algún día encontrar el camino que les lleve a otros soles, un camino que les conduzca a jóvenes estrellas. Y así, algún día, cuando el brillo de la joven estrella se convierta en el rojo de su vejez, podrán viajar a otras. Hasta ahora, aparentemente, en los millones de años transcurridos, no lo han conseguido. Pero, con un millón de años más, incluso con la cuarta parte, la humanidad tendrá ocasión para ganar al Tiempo.