I

Un hombre sobrevivió.

La gran ballena blanca con su extraño pasajero y el monomaníaco ahogado que remolcaba, se habían sumergido en las profundidades. El barco ballenero realizaba su último y vertical viaje. Incluso la mano con el martillo y el halcón con el ala clavada al mástil terminaron en el fondo del mar, y el océano borró cualquier rastro humano con toda la destreza de millones de años de práctica. El hombre caído del barco empezó a nadar, sabiendo que pronto se hundiría para reunirse con sus compañeros.

Entonces, la burbuja negra, el último jadeo del barco que se hundía, explosionó. Fuera de la burbuja, la canoa-féretro de Queequeg se deslizó como una marsopa que se zambullera en el cielo, retrocedió, giró, se estabilizo y osciló suavemente. La marsopa se había transformado en una botella negra que contuviera un mensaje de esperanza.

Sostenido por el féretro flotó durante un día y una noche en un mar suave como un canto fúnebre. Al segundo día, el Rachel extraviado, vagando, retrocediendo a la búsqueda de sus perdidos hijos, encontró otro huérfano.

El Capitán Gardiner pensó que la historia de Ismael era la más extraña que había oído, y había oído muchas. Pero angustiosas obligaciones le presionaban y disponía de poco tiempo para asombrarse. De aquel modo, el Rachel continuaba su loco camino, buscando el barco ballenero que llevaba al hijo pequeño del capitán. Pasó el día, y cuando la noche se precipitó sobre el mar, encendieron las linternas. La luna llena brilló y transformó las aguas tranquilas en negras y destelleantes manchas. El féretro-boya de Queequeg fue llevado a cubierta, donde el Capitán Gardiner paseo a su alrededor mirándolo sospechosamente, examinando de vez en cuando las extrañas tallas de su tapa, mientras Ismael le contaba su historia.

—Me pregunto si el salvaje pagano intentaría escribir algo cuando talló esto —gruñó el capitán—. Resulta curioso que un inculto salvaje hiciera estas letras. ¿Una oración a uno de sus dioses semejantes a Baal? ¿Una carta a algún ser del otro mundo en el que pensaba vivir? Tal vez estas palabras rituales, de ser pronunciadas, abrirían el camino hacia alguna región o tiempo que nosotros los cristianos hallaríamos desconsoladores.

Ismael recordaba estas especulaciones. En tiempos venideros, se preguntó muchas veces si el capitán, con aquella observación, no habría penetrado hasta el fondo de la verdad. ¿Eran aquellas retorcidas tallas, que se deslizaban y fundían al ser miradas atentamente, los dientes de la llave que podía abrir la cerradura del tiempo?

Pero Ismael no tenía mucho tiempo para pensar. El capitán Gardiner, en consideración a la continua tensión que había padecido, le permitió dormir el resto del día y la mitad de la noche. Cuando lo despertaron, lo enviaron de vigía a la punta del mástil para que se ganara el sustento. Con la linterna brillando a su espalda, escudriñaba el mar que, tras perder todo movimiento, parecía de mercurio alrededor del Rachel. El viento había muerto, así que colocaron unos botes delante del Rachel para remolcarlo; los únicos sonidos los producían el chapoteo de los remos cuando los hombres se esforzaban y el ocasional gruñido de un sudoroso marinero. El aire parecía tan denso como el mar y formaba una plateada y pesada mortaja. La luna llena flotaba en un cielo sin nubes como si fuera arrastrada por una lenta corriente.

De repente, los cabellos en la nuca de Ismael, que ya se había acostumbrado en los últimos días a aquella reacción, se erizaron. Los extremos del penol de la verga daban la impresión de estar poseídos por los fantasmas del fuego. Cada una de sus tres puntiagudas y brillantes varillas parecía arder. Se volvió para mirar hacia atrás, y los extremos del penol de la verga arrojaron llamas espectrales.

—¡El fuego de Santelmo! —se oyó gritar.

Ismael recordó el barco anterior y se preguntó si aquél también estaría predestinado. ¿Había sido salvado para morir tan poco tiempo después?

Los hombres de los botes dejaron de remar cuando vieron las columnas gigantes de fuego elemental, pero los oficiales que iban en las proas les ordenaron volver al trabajo.

—Ismael, ¿ves algún signo del barco perdido? —gritó el capitán.

—No, capitán Gardiner —vociferó Ismael desde arriba, con la sensación de que su aliento casi producía llamas como si se tratara de una candela de verdadero fuego—. No, todavía no puedo ver nada.

Pero un momento después se sobresaltó y asió con fuerza la estrecha baranda delante de él. A estribor, algo se había movido. Era largo y negro, y por un momento, pensó que se trataría de un bote, tal vez a media milla de distancia. Pero no gritó, pues quería estar seguro, para no alegrar al capitán y después destruir su felicidad. Treinta segundos más tarde, la cosa negra se estiró, cortando el mar coloreado de mercurio con surcos de una luz de plata. Pudo distinguir algo así como una serpiente de mar tan larga y delgada que pensó que debía ser la bestia de la que tantas cosas había oído, pero que nunca llegó a ver. O tal vez era el tentáculo de un Kraken emergido por alguna razón sólo conocida por él.

Pero la serpenteante cosa negra desapareció repentinamente. Se frotó los ojos, preguntándose si el agotamiento de tres días de caza tras la ballena blanca, el ataque y el naufragio del barco, y un día y una noche y medio día más flotando encima de un ataúd le habrían dejado sometido a irreversibles desórdenes cerebrales.

Otro centinela avisó:

—¡Una serpiente de mar!

Se escucharon nuevas voces, procedentes de los hombres de los botes de remolque, que no podían ver tan lejos como los marineros de los mástiles.

De todas partes, cosas negras, largas y delgadas se retorcían, giraban y deslizaban sobre las aguas negras y plateadas. Parecían dispuestas a clavar sus cabezas en forma de lanza en los costados del casco del Rachel para luego evaporarse. En principio, fueron sólo una docena: luego, dos docenas, y pronto, varios cientos.

—¿Qué es eso? —gritó el capitán Gardiner.

—No lo sé capitán, pero a mí, particularmente, no me gustan —gritó el segundo piloto desde atrás.

—¿Están molestando a los remeros? —dijo el capitán.

—¡Sólo impiden que los hombres puedan concentrarse en el trabajo!

—¡Pueden hacer lo que quieran con su concentración! —gritó el capitán Gardiner—. Pero, sus espaldas me pertenecen ¡Remad! ¡Sean lo que sean esos seres, no podrán herirnos más que el fuego de Santelmo!

—¡Sí, sí, señor! —contestó el segundo piloto, aunque no muy animado—. Está bien, muchachos, ya habéis oído al capitán. ¡Clavad los remos y empujad! ¡No prestéis atención a esos espejismos: son sólo ilusiones del mar, fantasmas, reflejos de cosas que no existen! ¡O, si existen, están lejos de poder herirnos!

La inmersión de los remos y el gruñido de los hombres se oyeron otra vez sobre el agua tranquila y el aire silencioso; los tortuosos espejismos comenzaron a dar vueltas en círculo, como si intentaran alcanzar sus propias colas y devorarlas. De lado a lado, iban trazando profundos y brillantes surcos en el mar, o parecían hacerlo. El fuego de Santelmo, en los extremos del penol de la verga y el trío de varillas brillantes, pareció refulgir más fieramente. No eran fantasmas, sino criaturas vivientes cuyo aliento quemaba.

Ismael se apartó de ellas, apretando las piernas y el estómago contra la dura barandilla; dirigió la vista al frente, evitando mirar directamente las llamas que le flanqueaban.

Hubo un grito lejano y un marinero corrió hacia una portilla, cuando una llama, dos veces más alta que un hombre y dividida en dos partes, brotó detrás de él.

Al mismo tiempo, las puntas delanteras de aquellos remolineantes seres negros y alargados arrojaron en el mar fuego de Santelmo. Era como si las fastuosas ballenas de tiempos prehistóricos, padres de los presentes monstruos, expelieran hacia fuera un chorro de llameante azufre.

Ismael miró a izquierda y derecha y vio que los puntiagudos extremos que flanqueaban el penol de la verga se habían partido y bailaban hacia él.

Ismael se asió a la barandilla y cerró los ojos herméticamente.

El capitán gritó:

—¡Señor, ten piedad de nosotros! ¡El mar está vivo y el barco ardiendo!

Ismael no se atrevía a abrir los ojos pero, del mismo modo, tampoco osaba permanecer en la ignorancia de lo que estaba sucediendo. Vio que del océano surgía un laberinto de negros y quebrados círculos danzantes, con un chorro llameante en cada extremo. El propio barco, en cada punto donde algún objeto sobresalía más de unas pulgadas, estaba coronado por una llama que apenas oscilaba, pero que no dejaba de moverse. Por todas partes, las llamas daban vueltas. El fuego de Santelmo, que se acercó a él bailando un minueto, saltó, mientras sus ojos estaban cerrados, fundiéndose directamente sobre su cabeza. No podía verlo del todo, pues el fuego se agachaba cuando inclinaba la cabeza para mirarlo, y la mayor parte de su «cuerpo» —si es que lo tenía— quedaba fuera del alcance de sus ojos. Pero difundía bastante luz, tanta que podía ver su superficie exterior; un momento más tarde, observando más abajo a los oficiales y a la tripulación, supo que el fuego de Santelmo estaba girando sobre sus cabezas, con un dedo delgado de fuego que les rozaba la coronilla.

Las oscuras cosas delgadas del océano se habían reunido para formar una retorcida telaraña. Iluminadas por miles de velas ardiendo indiferentes en los vértices donde las serpientes se habían unido, el mar parecía un espejo roto.

Ismael sintió que el mundo se estaba rompiendo y que las piezas le caerían sobre la cabeza en algún momento. Era un sentimiento tan terrorífico que le condujo a rezar en voz alta, cosa que los sucesos de los tres últimos días en el Pequod no habían conseguido.

Las llamas se apagaron.

La negra red desapareció.

El silencio era total.

Los hombres no se atrevían a decir una palabra, ni siquiera a respirar. Todos temían atraer la atención de la fuerza, sea lo que fuere, que estaba sobre sus cabezas y que les acarrearía algo peor que la muerte.

Un viento sopló desde el oeste agitando el mar, sacudiendo las velas del barco, empujándolas.

El Rachel se inclinó a estribor, el viento sopló, y el Rachel se enderezó por sí solo.

Silencio otra vez.

El silencio y la agonía de la espera fueron batidos por un fino alambre de temor.

¿Qué estaba pasando?

Ismael se preguntó si habría escapado de la horrible condena de los hombres del Pequod para ser destinado a algo inimaginablemente más espantoso. Algo que Dios podría imaginar pero que mantenía reprimido en su mente.

Lo que siguió puede ser conocido sólo porque él, Ismael, logró reflexionar y reconstruirlo; aunque jamás conservara de ellos tantos recuerdos reales como suposiciones. Sin embargo, en aquellos momentos no podía saber lo que estaba ocurriendo. Todo era ignorancia y horror.

Sin hacer más ruido que un fantasma que se deslizase sobre el océano, el mar desapareció.

La noche fue sustituida por el día.

El Rachel estaba cayendo.

Ismael se hallaba demasiado aterrorizado; si gritó, se encontraba tan aturdido que no pudo oírse.

Cayendo a través del aire, el Rachel volcó rápidamente; el peso de los mástiles y las velas le guiaron a estribor, ya que estaba inclinándose ligeramente en esa dirección cuando el mar se evaporó. Como el disparo de una honda, Ismael también cayó en los abismos y se hundió a través del silbante mar atmosférico que envolvía el barco. Movía los brazos y pateaba como si intentase nadar. La luna estaba con ellos aunque su compañera, la noche, la había abandonado. Pero la luna era enorme, llena, tres veces más grande… tal vez cuatro veces más grande de lo que él la había conocido.

El sol estaba en el cenit. Una macilenta bola roja de tamaño cuádruple que el habitual.

El cielo estaba azul oscuro.

El silbido del aire le envolvía.

Debajo de él, —no, debajo del Rachel—, había una extraña embarcación navegando a través del aire.

No tuvo tiempo de enterarse de nada, pero tanto su rara forma como sus propias sensaciones le dijeron que había sido construida por algún tipo de inteligencia. Vio seres humanos a su alrededor; la punta del mástil principal del Rachel golpeó contra la nave, luego, el resto del barco, y la extraña nave del aire se partió en dos.

Tal vez a cien pies por debajo de los barcos y de él, estaba lo que le pareció la cumbre de una montaña. Era una vasta seta coloreada con rayas rojizas, la meseta del pico de una montaña de varias millas al alto. Sintió el choque, le dolió, y pasó a través de un estrato semejante a carne delgada.

Una y otra vez, traspasó estratos, desgarrándolos, sintiendo unas sacudidas que le producían dolor, aunque cada vez menos.

Algo viscoso cruzó ante él como un relámpago. Estuvo a punto de ser apresado, y sintió que otra cosa viscosa se deslizaba entre sus manos, quemándoselas. Gritó, sumergiéndose capa tras capa; atravesó algo sólido que estalló como un globo, ensordeciéndole, llenando su nariz y quemando sus ojos con un sofocante y ardiente gas.

Sus manos estrecharon algo que no podía ver.

Giró, perdiendo casi el asidero. Pestañeó intentando apartar el dolor con lágrimas. Rodó hacia atrás y veloz, pero no fatalmente, chocó con el extremo de una raíz pulposa unida a una vesícula de color cadavérico que parecía carne o planta o una mezcla de ambas materias.

Se abrió paso entre pieles de papel fino. Comprendió, sin pensarlo, que había miles de vejigas de muchos tamaños sujetando la cosa, fuera lo que fuese.

La última capa reventó bajo sus pies tan reaciamente que pensó por un momento que tendría que patearla siempre. Temía seguir cayendo, pero temía aún más una existencia atrapado dentro de aquella cosa frágil y traidora.

Atravesó el agujero y la vejiga que lo retuvo por un momento antes de que su peso le sacara del trance desgarrando una capa de piel. Estaba bajo una vasta nube rayada de color rojo-castaño, un hongo de descolorido tejido. Bajo él se veía la orilla de un oscuro mar azul y una jungla. El Rachel había chocado con el mar y estaba hecho pedazos, flotando en un océano que parecía de mermelada. Los fragmentos de la aeronave no se habían depositado aún en su superficie. De hecho, una de las dos partes en que se había partido era llevada por el viento, por lo que supuso que sería más ligera y aterrizaría en alguna parte de la jungla, cerca del mar. La otra, caería alrededor de media milla más allá del Rachel.

Antes de recorrer otra Milla —o eso calculó, aunque no tenía forma de saberlo con seguridad—, vio la primera parte del pecio chocar y ser tragada por la jungla. Era como si la vegetación hubiese avanzado sobre el casco y después lo hubiese devorado. La segunda y más pequeña mitad golpeo la superficie del mar con fuerza suficiente para dividirla en doce partes. Algunas rebotaban y flotaron hacia el oeste, a considerable distancia, ocultándose otra vez a la vista.

Se preguntó si estaba cayendo tan deprisa como para hacerse pedazos al chocar contra las aguas. Entonces vio que no se hallaba solo en el cielo.

Estaba tan lejos que sólo pudo determinar que era humana, pero no sus rasgos ni su sexo: otra figura se adhería al viscoso morro de una vejiga de carne coloreada, y descendía lentamente.

Algo indefinido le hizo pensar que el otro sobreviviente no era miembro de la tripulación del Rachel.

La otra persona estaba más arriba que él, lo que significaba que había caído después. O quizá que su vejiga fuera más grande que la de Ismael.

Durante una de sus oscilaciones, ya que él parecía un péndulo cuya energía estuviera decayendo, miró hacia arriba, más allá del circular globo de la vejiga. Cerca del centro de la vasta masa había varios enormes agujeros desgarrados por la carga del Rachel y las dos partes en las que se partió la aeronave. Los agujeros que él y el otro ser habían abierto eran invisibles.

Un momento más tarde, golpeó con los pies la superficie del océano. Se sumergió y ascendió pataleando. El agua le empañaba los ojos, y le pareció que tragaba algo casi sólido y salado.

La vejiga estalló al chocar, para ser finalmente arrastrada por el agua. El gas le hizo toser aún más y sintió como si una hoja blanca y caliente pasase delante de su vista. Descubrió que no tenía que nadar o hacer ningún esfuerzo especial para mantenerse a flote. Aquél era un mar incluso más muerto que el Mar Muerto de Palestina o el Gran Lago Salado de Utah. Se tumbó de espaldas y miró hacia arriba, a la gran luna de queso fundido coloreada y la enorme rueda roja del sol, sin mover un músculo.

Sin embargo, aun espesas por la densidad mineral, las aguas se movían impulsadas por alguna corriente. La corriente no iba, de cualquier modo, a favor del viento sino contra él, y no era una corriente constante. Parecía formada por unas perezosas olas que erraban hacia el oeste, pero no parecían las olas naturales que él conocía. Aunque estaba aterido de terror, de terror pasado y presente, haciendo análisis y especulaciones, percibió que las olas provenían más de la tierra que del mar. Y así era en efecto, pues las generaban temblores de tierra.

Olvidando tan extraño pensamiento, se durmió. Subía y bajaba suavemente; lenta pero irremisiblemente se dirigía hacia el oeste, boca arriba, con los brazos en cruz, (aunque no lo supo hasta que despertó), iba durmiendo. Cuando recobró el conocimiento, el sol no había descendido mucho desde el cenit, aunque sentía que había dormido ocho horas, o quizás más.

Algo que chocó contra su cabeza le sacó del profundo sopor de los sueños que circulaban por su mente herida, como tiburones alrededor de un hombre azotado por el agua.

Se impulsó hacia adelante, moviendo apenas un pie en las yertas aguas. Nadó de lado y vio que había chocado con el féretro-boya de Queequeg. Flotaba, calado una pulgada o dos y parecía decir: «Aquí estoy de nuevo, tu bote funerario, que tampoco ha sido destruido por la caída».

Con un esfuerzo, jadeando, se arrastró sobre la tapa de la caja, asiéndose a la madera esculpida. El ataúd se hundió unas cuantas pulgadas más. Apoyando la barbilla en el borde, consiguió tenderse y remar hacia la costa. Después de un rato, fatigado, se durmió de nuevo. Cuando despertó, vio que la gran luna se había desplazado muchísimo, pero que el sol no había avanzado más que unos pocos grados.

La vasta criatura parecida a una nube con la que se sumergió, y uno de cuyos órganos taladrara, había desaparecido. Pero, en el oeste, apareció otra. Era mucho más pequeña que la primera, y cuando fue acercándose, pudo ver que una horda de extrañas criaturas con alas como velas se agitaba sobre ella.

Había muchos tipos diferentes de devoradores, todos de diversas clases —similares, pero distinguibles—, a los que convino en llamar tiburones voladores. Como se hallaban a cinco mil pies de altura, no pudo observarlos con detalle. Pero un posterior encuentro le permitió verlos mucho más cerca de lo que hubiese deseado.

La más pequeña de las formas tenía alrededor de dos pies de largo. La más grande, de ocho a diez pies. Todas eran de piel escarlata. Todas mostraban cabezas enormes con relación a sus cuerpos. Tenían aspecto de torpedo y las bocas se abrían casi hasta el lomo, con filas y filas de pequeños dientes triangulares y blancos. La parte superior de la cabeza parecía abollada, como si una presión interna la levantara haciéndola estallar para esparcir los sesos por algunas yardas a su alrededor. La analogía no era exagerada, pues la coronilla contenía una vesícula llena de un gas menos pesado que el aire. Tenían, además, una enorme joroba en el cuerpo justo detrás de la cabeza; las dos protuberancias les proporcionaban un aspecto de dromedario que era más siniestro que confortante. Ningún ser humano querría montar entre aquellas abolladas jorobas.

El cuerpo tenía forma de tiburón y la piel que cubría los frágiles huesos era muy fina. Cuando una de las criaturas se colocó entre Ismael y el sol, el esqueleto y los órganos internos se siluetearon al trasluz. El final de la cola presentaba dos aletas verticales, más parecidas al timón de un barco que a las aletas de un pez. Se extendían tanto que parecían lo suficientemente pesadas como para arrastrar la cola del tiburón hacia abajo; pero también eran de piel fina y huesos delgados.

Las bestias dependían, en apariencia, del aire como principal medio de locomoción, aunque quizá podían empujarse de alguna forma con un movimiento oblicuo de la cola, como los tiburones. El doble par de largas alas, como las de un dragón volador, que se extendían desde detrás de la cabeza, podían girar, casi, 360 grados, y subían y bajaban lentamente. Los blancos y negros apéndices parecían más velas que alas. Pero las bestias sabían por instinto cómo navegar contra el viento, cómo virar, cómo hacer todas las maniobras que los navegantes humanos tienen que aprender.

El gran hongo de color rojo-castaño, la criatura nubosa, recorría las alturas siendo acosada y devorada viva, si es que estaba viva, por la multitud de tiburones volantes; se desplazaba hacia el este, hacia la línea de las lejanas montanas púrpuras.

Ismael no podía entender por qué la primera criatura nubosa no había sido molestada por los alados depredadores escarlata y a la segunda la atacaban tanto. Pero le alegraba que hubiesen permanecido ausentes cuando él apareció en aquel mundo.

Se tumbó de espaldas mientras la canoa-féretro ascendía y bajaba con los temblores, surcando las pesadas aguas. Después de un rato, vio otra inmensa nube, pero ésta era de color rojo pálido y sus contornos cambiaron de forma y de aspecto tan rápidamente que dudó que fuese otra cosa que una nube peculiar. ¿Y por qué no peculiar? ¿No estaba todo en aquel mundo destinado a ser peculiar excepto él mismo? Y desde el punto de vista del mundo, ¿era él también peculiar?

Cuando le pasó por encima, un tentáculo o seudópodo (era demasiado romo y deforme para ser un tentáculo) saltó de la nube hacia tierra. El sol brilló a través suyo de tal forma que más parecía un rayo de luz lleno de motas de polvo que una cosa viviente.

Unos cuantos fragmentos del seudópodo se dirigieron hacia él dividiéndose en objetos más pequeños. Sin embargo, no estaban lo bastante cerca para realizar un examen detallado. Pero, por contraste con el oscuro azul del cielo, los rojos objetos parecían contener muchas facetas en su zona inferior. La parte superior tenía forma de paraguas, y sin duda, actuaba como un paracaídas.

Otras criaturas seguían la vasta nube roja como murciélagos en pos de una nube de insectos, o ballenas tras un banco de las pequeñas criaturas que componen la base de toda la vida en el mar, y que son engullidas y arrancadas del el por los poderosos cetáceos.

Ciertamente, la analogía no es exagerada. Los monstruosos seres que desplegaban las velas-aletas y cruzaban la roja nube con las bocas gigantes totalmente abiertas, debían ser las verdaderas ballenas de aquel mundo.

Estaban todavía a gran altura para que Ismael pudiera percibirlas con precisión. Pero eran enormes, mucho más grandes que cualquier ballena. Sus cuerpos eran como puros y las cabezas como las de los tiburones, pero casi tan grandes como un segundo cuerpo. Los extremos de la cola soportaban aletas timoneras horizontales y verticales. El viento condujo a la nube y a los devoradores fuera de su vista. El sol descendía, pero tan lentamente que parecía que el mundo se extinguiría antes de que el sol tocase el horizonte.

El aire se volvió más caliente. Cuando subió sobre el féretro-boya, pensó que el aire resultaba un poco frío para ser confortable. Sin embargo, al despertar le pareció que el calor era tal que resultaba desagradable. Estaba sudando y se le habían secado la garganta y los labios. Al aire parecía faltarle humedad, aunque soplara sobre el mar. La costa se hallaba tan distante que no podía verse. Sólo podía flotar, o ayudar al empuje natural de la corriente con las manos. Empezó a remar, pero aquello incrementó su sudoración, y después de un rato, se sintió agotado. Se tumbó boca abajo, con la barbilla en el borde del ataúd, hasta que se volvió del otro lado. Otra gran nube roja apareció a lo lejos, con un séquito de leviatanes de la atmósfera.

Empezó a remar otra vez. Pasados quince minutos, vio tierra frente a él, y aquello renovó su fortaleza. Pero pasaban las horas y el sol, aparentemente, estaba determinado a cabalgar para siempre. Durmió otra vez, y cuando despertó, el oeste era definitivamente una costa con vegetación. Sus pulmones estaban llenos de polvo y su lengua parecía de piedra. A pesar de su debilidad, empezó a remar de nuevo; si no conseguía llegar a la costa, acabaría muerto sobre el féretro, en lugar de dentro de él, donde residiría más adecuadamente.

El extremo de la playa se hallaba tan lejano como siempre. O así le parecía. Todo en aquel mundo, excepto las criaturas del viento, se arrastraba dolorosa y exasperadamente. El tiempo mismo, así había pensado a veces cuando estaba en el Pequod, se deslizaba muy lento, con aguda incertidumbre.

Pero incluso aquel mundo del gigantesco sol rojo sólo podía retrasar lo inevitable. Las últimas olas del mar depositaron el extremo de la proa del ataúd sobre la costa.

Ismael se arrastró lejos del féretro sobre las rodillas, con el agua espesa llegándole a las ingles, sintiendo cómo se movía el fondo del mar. Haciendo eses en la tierra, atrajo hacia sí el féretro percibiendo los temblores de tierra. El bamboleo le hizo enfermar.

Cerró los ojos mientras asía un extremo del ataúd y lo arrastraba hacia la jungla.

Después de un rato, sabiendo que la tierra no iba a dejar de temblar, ni más ni menos, abrió los ojos.

Le llevó largo tiempo acostumbrarse a la tierra, un cuenco lleno de jalea, y a las inmóviles plantas.

Había enredaderas por todas partes, sobre la tierra y en el aire. Eran de todos los tamaños: desde unas tan gruesas como su muñeca hasta otras lo suficientemente grandes como para que hubiese cabido dentro de haber estado vacías. Los troncos eran fuertes, fibrosos, marrones oscuros, rojos o de tenues tonos amarillos. A veces crecían a veinte pies de alto. Algunos parecía postes desnudos, pero otros estaban cuajados de ramas horizontales y hojas tan grandes como hamacas. Se sostenían con ganchos que brotaban de los extremos libres de los tallos, los cuales se enlazaban a los tallos vecinos para crecer alrededor de ellos. De hecho, cada planta parecía depender de las demás para sustentarse.

Había también una amplia variedad de vainas peludas de muchos colores: rojo oscuro, verde pálido, blanco perla, que oscilaban desde el tamaño de su puño hasta el de su cabeza.

No pudo encontrar agua, aunque describió una espiral a través de la jungla antes de volver a la orilla del mar. La tierra bajo las enredaderas era tan dura y seca como la del desierto del Sahara.

Observó las plantas, preguntándose de dónde obtenían la humedad, ya que no tenían raíces dentro de la tierra. Después de un rato, se le ocurrió que los troncos desnudos que crecían en el aire podían ser las raíces. Éstas podrían acumular cuanta humedad hubiera en la atmósfera. Pero ¿de dónde obtenía la vegetación sus nutrientes?

Mientras cavilaba, se oyó un sonido chirriante; dos pares de largas antenas cubiertas de pelusa se deslizaron desde detrás de una hoja y apareció una cabeza globular con dos enormes ojos sin párpados. Después de ver las antenas y la cabeza, esperaba que se tratara de un insecto. Pero era un bípedo y el cuello, el pecho y las dos manos parecían definitivamente de mamífero: un mamífero con forma de mono y cubierto por un rosado vello bajo el cual se ocultaba una piel pálida. Las piernas y los pies eran como de oso. El animal medía dos metros de alto, y a la luz del sol rojo, sus dos pinzas insectiformes se revelaban como dos narices dobles curvadas hacia fuera. Los labios de abajo eran bastante humanos y los dientes como los de un carnívoro.

Ismael se sintió amenazado. La criatura podría infligirle una fea mordedura, la cual, por lo que sabía, podría ser venenosa.

No parecía, sin embargo, que quisiera atacarlo. Ladeó la cabeza mientras sus antenas vibraron y luego, todavía chisporroteando, se evaporó en la distancia de la selva. Un momento más tarde, Ismael la vio sentada en una rama, de la que desgarró desde el tallo una gran vaina verde pálido. La criatura dio la vuelta a la vaina hasta que un punto, de un color verde algo más oscuro que el resto de la vaina, fue visible. Apoyó un dedo rígido en el lugar, y lo hundió. La bestia tiró del dedo y luego insertó una de sus narices en el agujero. Evidentemente estaba bebiendo.

Después de haber vaciado la vaina, se puso en cuclillas, inmóvil, durante tanto tiempo que Ismael pensó que se había dormido. Los ojos sin párpados se volvieron opacos, y una película se formo sobre ellos. Ismael pensó que era seguro acercarse y descubrió que la película era un líquido semiopaco, no una tapa. También vio que una enredadera delgada, de color verde pálido se había alzado, se volvió hacia la bestia, y penetró en su vena yugular. La enredadera se tornó de color rojo apagado. Después de un tiempo, la enredadera, delicada y lentamente retiró su punta, enrojecida con la sangre, de la vena. Se retiró, serpenteante, por la espalda de la criatura y se metió en un agujero del tronco por el que había salido. Los ojos de la bestia perdieron la película lechosa, y luego se movieron mientras la bestia gorjeaba débilmente. Al darse cuenta de que Ismael estaba muy cerca, corrió hacia la selva. Pero no se movió tan rápidamente como antes.

Ismael estuvo tentado de imitar a la criatura y clavar el dedo en la mancha oscura de la vaina para beber de ella. Pero temía hacerlo. ¿Habría algo en la bebida? ¿Siempre surgiría una enredadera que taladraría la vena de quien bebiese? ¿Se trataba de una extraña simbiosis, siniestra para él, pero natural en aquel sistema ecológico?

No había nada, por supuesto, que le impidiera arrancar una vaina y correr dentro del mar donde ninguna enredadera pudiera atraparle mientras bebía. Pero ¿qué ocurriría si el agua contuviese alguna droga que le paralizara? ¿Quizá era algún tipo de loto, que le influyera de tal forma que le hiciese volver a la jungla e invitar al succionador de sangre a darse el banquete con él?

Mientras seguía indeciso, con el cuerpo dolorido al ver el agua, tan asequible como remota, percibió unas enredaderas que surgieron de muchos agujeros de los troncos: convergiendo sobre la vaina, cubriéndola, segregando un verdoso limo que corrió a través de la vaina mientras cada enredadera se llevaba una parte de la misma con una espiral de sus extremos.

No es extraño que la tierra estuviera tan pelada. Las plantas se comían a sí mismas. No había duda de que comían algo más que lo que estaba muerto. Y el alimento que necesitaban, además de sus propios detritos, era la sangre.

Actuando rápidamente, tanto que no pudo pensar demasiado en las consecuencias, arrancó una vaina suelta, se volvió y corrió hasta que se internó en el mar; la inclino por encima de la cabeza y dejó que el agua cayera dentro de su boca; el líquido era frío y dulce, pero no había suficiente. No podía hacer otra cosa que volver y coger otra vaina.

Ya se dirigía de nuevo hacia la playa cuando un destello en el cielo le hizo mirar hacia arriba. En la distancia distinguió otra gran nube roja con su séquito devorador: las ballenas voladoras. Pero el destello provenía de algo mucho más cercano. Un tiburón volador surgió sobre él, a unos treinta pies del suelo; y detrás de éste había tres más.

Los dos primeros se limitaron a realizar una pasada de reconocimiento. Pero los dos últimos decidieron que era mejor atacarle.

Se lanzaron hacia él, con las aletas voladoras buscando el ángulo adecuado y las grandes bocas abiertas.

Espero hasta que el primero estuvo a unos seis pies. Volaban a un pie del agua, silbando.

Parecía que aquella boca jamás fallaría al lanzar un mordisco contra su cabeza. Seguramente, no podían agarrarle en el aire y se sumergían en el agua estarían en desventaja. ¿O no?

Ismael se sumergió completamente, con los ojos y la boca cerrados y los dedos pinzando la nariz. Contó hasta diez y emergió justo cuando la aleta caudal del último tiburón del aire rozaba el agua.

Habría podido salir antes si el agua no hubiera sido tan espesa y de no haber estado tan fatigado. Empujó hacia adelante mientras miraba a la izquierda, y al llegar a la orilla angosta, se sumergió en el amparo de la jungla.

Las bestias se habían elevado ligeramente y navegaban en grupo, arrastradas por el aire.

Cortaron en ángulo, alejándose de él por encima del lago durante un cuarto de milla. Volvieron y navegaron hacia el oeste; entonces, regresaron, girando las alas para capturar el máximo aire con ellas.

Ismael desgarró una vaina, taladró un agujero con el dedo y bebió. La excitación y el peligro le habían hecho olvidar su precaución, y aquello, pensó un minuto después, podía ser su ruina.

La primera vez que bebió, no sintió la parálisis esperada. Se había fortalecido rápidamente, de modo que si comenzaba a sentirse paralizado se echaría al agua. No sintió nada. Pero era porque no bebió durante tanto tiempo como la bestia de doble nariz; haría falta mucho más narcótico en el agua.

Además, la excitación causada por los tiburones podía haber bloqueado el efecto de haberlo sentido.

Pero dos tragos en tan rápida sucesión hicieron su trabajo. Inmediatamente, se sintió entumecido y no pudo moverse. Pudo ver, sin embargo, a través del crepúsculo, sintiendo que las enredaderas resbalaban por su espalda, y percibió un embotado dolor cuando la afilada punta le penetraba en la yugular.

Los tiburones voladores volaban sobre él rápidamente, proyectando su marcada cabeza sobre la vegetación. Se había equivocado bebiendo allí, pues podía haber elegido plantas de mucha más altura y más densas.

De cualquier modo, las bestias eran necesariamente cautas. Iban juntas, como la primera vez, pero sin intentar nada. Sin duda, trataban de valorar el riesgo de ser atrapadas en la vegetación si intentaban atacarle.

Ismael no entendía del todo sus mecanismos biológicos elementales. La vejiga de gas les permitía flotar, estaba seguro. Y le parecía que no podían ganar mucha altura sin descargar gas. Aquél debió ser el ruido silbante que percibió al ver el primer tiburón.

Para ganar altitud, habrían usado la misma táctica que los pájaros al planear. Si permanecían a gran altura generarían más gas. Para hacerlo, usarían algo de sus cuerpos. Necesariamente, sería combustible; y para obtener combustible, tenían que comer. Parecía muy lógico, si algo de aquel mundo fuera lógico.

Ismael, teorizando, era excelente, pero lo que necesitaba era actuar, y no podía moverse.

Pareció pasar un largo tiempo. Los tiburones aparecieron otra vez a lo lejos, a barlovento, y giraron en el trayecto final de su maniobra. El calor había aumentado, la vegetación cortaba el viento.

Se estaba haciendo preguntas cuando vio el primer insecto reptando por una rama.

Era representante de un antiguo y afortunado plan, algo que vivía con y sin hombres. Incluso en el mar, su parasitismo resulto más afortunado que el de la rata.

Era una cucaracha de nueve pulgadas de largo.

Resbalaba cautamente, sus antenas culebreando sobre su hombro. Su familiaridad demostraba que estaba al tanto de la parálisis producida por el agua de la vaina.

No pudo sentir las patas en su piel, pero percibió un embotado dolor en el lóbulo de la oreja.

Se debería haber ahogado con la tripulación del Pequod.

Escuchó un crujido, su oído no estaba atrofiado, y su vista quedo fija en una cara que había aparecido desde detrás de un montón de hojas.

La cara era de piel marrón, tanto como la de una joven tahitiana. Los ojos eran extraordinarios, casi inhumanos, verdes y brillantes. Las facciones eran preciosas.

El idioma que hablaba, sin embargo, no era ninguno de los que había oído, y había oído la mayor parte de los idiomas del mundo.

La joven se adelantó y golpeó a la cucaracha, que salto sobre una rama y desapareció.

Al mismo tiempo sintió que el extremo de la enredadera se retiraba.

Esperó que también le librara de la enredadera, pues ya le había rescatado del insecto. Ella, sin embargo, fue en persecución del enorme blátido con un palo, y en un minuto, volvió, sujetándolo por las patas. Todavía estaba pataleando, pero los intestinos le salían del cuerpo a través de una gran herida en el lomo.

La joven se lo mostró y sonrió, hablando melódicamente. Ismael intentó a abrir la boca para contestar, pero no pudo. La joven se había sentado y empezó a cortar una enredadera con un cuchillo de piedra.

Ismael había olvidado, sin embargo, sólo por un momento, que los tiburones se cernían sobre él. Intentó abrir la boca y gritar una advertencia. Quizás ella pudiera apartarle de aquel lugar para que las plantas le mantuvieran protegido. O podría…

La chica debió ser consciente de que la estaba advirtiendo de algo. Sus ojos se desorbitaban de terror. Ella se levantó, y volviéndose, miró hacia arriba justo cuando la primera sombra cayó sobre ellos. Chilló y saltó hacia atrás, chocando con él y derribándole. La cabeza de Ismael golpeó contra algo. Despertó sintiendo de nuevo el temblor de la tierra, que ascendía y descendía como si una pequeña corriente la recorriera continuamente. Debía haberlo imaginado antes. Sabía que en la tierra que había conocido, el suelo subía y bajaba por efecto de la luna y el sol. Pero era tan pequeño el fenómeno que el hombre nunca se percibía de ello.

Allí donde la luna y el sol eran tan enormes, los corrimientos de tierra eran detectados incluso en sus formas más ínfimas.

Sintió dolor de estómago; tal vez la succión de la sangre había ido acompañada por la inyección de algún veneno; quizá no era más que una reacción interna ante el constante temblor de la tierra.

Intentó levantarse y descubrió que sus manos y pies estaban atados.

La chica se había ido.

Aparentemente, no resultaba tan amigable como había parecido en un principio. Sin embargo, no se había mostrado intranquila cerca de él, como si supiera que no podía herirla.

No la culpaba, ya que era un extraño y ella habría sido una necia si se hubiera aproximado a él sin precaución. Quizás, no era tan tonta, pues, tal vez viviera en un mundo donde los humanos fueran amigos y desconocidos el asesinato y la guerra.

Que ella le hubiera atado demostraba que no vivía en tal utopía.

Suspiró. Parecía demasiado esperar que en cualquier mundo los humanos se amaran y confiaran los unos en los otros. Era igual que en la tierra. Y en todas partes, probablemente. Por suerte, Ismael no tenía que vivir en una utopía o buscar una para tranquilizarse.

No estaba tranquilo, por supuesto, pero se sintió aliviado, incluso optimista. No era el único ser humano en aquel mundo; una vez aprendido el idioma de la chica, podría obtener respuestas a algunas de sus preguntas.

Ismael le sonrió cuando ella expertamente mató a una bestia de doble nariz y forma de mono-oso. Mientras trabajaba, la examinó cuidadosamente. Llevaba en el pelo una gran peineta blanca de alguna sustancia similar al marfil; los cabellos eran tan suaves y negros como los de una virgen de Typee. Sus orejas habían sido taladradas para sostener delgados aros de algún tipo de roca negra azabache, en cada uno de los cuales estaba fijada una gran piedra de color verde oscuro. Esta piedra tenía incrustada en su interior un objeto rojo brillante que parecía una araña.

Alrededor del cuello lucía un collarín de plumas cortas de muchos colores, y en la cintura, llevaba un delgado y semitransparente cinturón de cuero curtido. En el extremo inferior de su cinturón tenía ganchos de hueso de los que colgaba una faldilla que terminaba justo encima de sus rodillas y era del mismo material que el cinturón. En sus sandalias, de cuero grueso marrón oscuro, encajaban los cuatro dedos de los pies; el dedo meñique había ido mutado como consecuencia de la Evolución.

Su figura era delgada. Su cara, definitivamente triangular. La frente, alta y ancha. Los enormes ojos verdes brillaban luminosos y estaban sombreados por cejas excesivamente espesas y negras pero arqueadas por naturaleza. Las pestañas parecían pequeñas lanzas. Los pómulos se veían amplios y altos pero también menos anchos que la frente. Más abajo, la mandíbula angulosa, pero prominente, terminaba en una barbilla que se podría esperar puntiaguda, pero que era redonda. La barbilla evitaba su fealdad y marcaba su belleza. Tenía la boca amplia y agradable, aun cuando en aquel momento empezara a morder gruesos pedazos del animal.

Ismael había visto algunos salvajes que comían carne cruda y él mismo la había tolerado antes, pues no era escrupuloso. Cuando ella le ofreció un gran trozo de carne, aceptó, dando las gracias sonriendo.

Ambos comieron hasta que sus estómagos estuvieron llenos completamente. La chica encontró una piedra, y abriendo el cráneo del animal, extrajo los sesos y comió de ellos. Ismael habría aceptado su oferta si se hubiese estado muriendo de hambre. Pero sacudió la cabeza y dijo:

—No, gracias.

Ella tomó su movimiento de cabeza por una aceptación, pues se encaminó a él. Ismael, que era sensible a las costumbres de un pueblo extraño, comprendió su error inmediatamente y asintió.

No tenía arreglo, pensó. La muchacha llevó los huesos y otros despojos junto a las plantas y las golpeó con la mano. Del interior, en pocos segundos, emergió una enredadera de un pequeño agujero del tronco y se enrolló alrededor de los restos. Otra enredadera, como si hubiera sido avisada por algún vegetal telegráficamente, se deslizó para salir de su agujero y también rodeó el esqueleto.

La chica arrancó seis vainas; taladró dos y dejó que el líquido que contenía una de ellas se derramara en la boca de Ismael. Mientras lo hacía, las enredaderas parecieron no prestar atención. Ismael supuso que se debía al hecho de que les hubiera proporcionado carne y sangre previamente, condición indispensable, tal vez, para perdonar al sediento. No obstante, el agua les entumeció a ambos por espacio de quince minutos. Durante este tiempo, si algún depredador hubiera aparecido, podría haberse apoderado de ellos y devorarlos con muy poco esfuerzo.

Cuando se halló libre de la parálisis, intentó, girando los ojos y retorciendo el cuerpo, indicarle a la chica que le desatara. Ella frunció el entrecejo graciosamente, o eso pensó, y se sentó durante un rato considerando sus deseos. Se levantó, y sonriendo, cortó el nudo de hierbas con el que le había atado. Ismael se incorporó lentamente, frotándose las manos, e inclinándose, los pies. La joven seguía sosteniendo el cuchillo pero, pasado un minuto decidió que debía estar a su favor. Se guardó el cuchillo en la funda de cuero del cinturón y le dio la espalda.

Ismael trepó a una planta que se inclinaba con respecto al suelo cuarenta y cinco grados y miró a lo lejos, hacia el otro lado de la jungla. Tan lejos como podía ver, había vegetación, excepto en la cima de unos altos montes aislados en la distancia. El bosque parecía sacudirse de dolor. Él mismo acusaba el eterno temblor y el desmayo pero, en definitiva, aquello no tenía más consecuencias que cierta ansiedad y pequeñas náuseas. Aparentemente, a la chica no le preocupaba, pues había nacido con aquella forma de continuo oscilamiento.

Por todas partes, excepto a su derecha, les rodeaba la jungla. En aquel lado se hallaba el mar muerto, expandiéndose y contrayéndose con una semejanza de vida.

Los tiburones del aire se habían ido. Lejos, al oeste, brillaba un tinte rojizo; supuso que se trataría de otra flotante nube de pequeños seres. Con ellos llegarían más monstruosas criaturas del aire, y quizás, más tiburones.

El gran sol rojo ya estaba bajo en el cielo, pero todavía le faltaba la cuarta parte de su recorrido para retirarse. El calor aumentó, e Ismael volvió a entristecerse. Le daba miedo beber, pues aquello representaba la impotencia para un cuarto de hora. Además, no sabía si los efectos del narcótico serían acumulativos. Hasta aquel momento, sin embargo, no había notado ningún dolor de cabeza, ni lentitud de reflejos, ni ningún otro síntoma.

Volvió la mirada hacia la chica. Estaba trepando a una gigantesca hoja que, como si fuera una hamaca, colgaba de dos gruesos troncos. Se tumbó, evidentemente, preparándose para dormir. Ismael se preguntó si debía permanecer de guardia durante un rato para que ella descansase o, si bien la joven daba por supuesto que él treparla a alguna hoja cercana a la suya para dormirse también. Si la joven no le había informado de lo que tenía que hacer, aquello quería decir que no estaba preocupada. Lo que Ismael no comprendía era su indiferencia. Aquel lugar estaba lleno de terrores conocidos… ¿cuántos habría de los que no sabía nada?

Antes de acostarse, preguntándose si dormir o no, miró a su alrededor. Estudió la total rareza del cielo azul oscuro, el brobdingagiano sol rojo sangre, el mar salado, espeso, la bamboleante tierra firme, la paralizante vegetación chupadora de sangre, el ardiente aire lleno de animales flotadores y plantas… todo prendió en su corazón, estrangulándole. Quería llorar. Y lloró.

Se preguntó dónde podría estar. El Rachel había navegado por los mares del sur durante 1842, en presencia de sucesos que indicaban la existencia de fuerzas sobrenaturales. Fue entonces cuando, repentinamente, como si el mar hubiera desaparecido, el barco cayó.

Sucedió como si el mar desapareciera no por un acto de magia, sino por evaporación. ¿Por evaporación del Tiempo?

Ismael no era más que otro miembro de la tripulación del ballenero. Pero aquello no significaba que no fuera más que un marinero. Entre viaje y viaje, ejercía de profesor, y donde quiera que se hallase leía bastante. Gracias a ello, estaba informado acerca de la teoría que proclamaba que el Sol, algún día, millones o miles de millones de años en el futuro, se enfriaría, pasando del blanco al rojo, hasta no ser más que un rescoldo frío y oscuro. La natural pérdida de la energía orbital acercaría la Tierra al Sol. Y la Tierra se iría acercando a la Luna hasta que, fundiéndose, estallaran en pedazos.

Otra teoría, totalmente contraria, informaba que la periódica fricción de la Luna y la Tierra haría que ambos cuerpos se separasen al acelerar las velocidades. Esta teoría, según el barbudo científico que la esbozó, era la correcta, y lo «demostró» con ayuda de las matemáticas. Pero, evidentemente, sus cálculos estaban equivocados, o quizá ocurrió algo que interrumpió el ciclo de los procesos naturales; quizá el hombre, en su dilatada historia, había adquirido poderes que le permitieron interferir en los, al parecer, inmutables fenómenos naturales y las órbitas de los planetas.

¿Se encontraba en el lejano futuro de la Tierra? El Rachel, ¿había navegado por alguna grieta del tiempo, atravesando, acaso, algún conducto del Cosmos que, como una ventana, se hubiera abierto para recibir al barco?

Ismael estaba convencido de que se hallaba en el fondo de un desecado Pacífico Sur. El mar muerto era cuanto quedaba de las una vez interminables aguas. Y la temblorosa tierra no era un lugar adecuado para la vida. La mayor parte de los animales habían abandonado la superficie terrestre y ocupado la atmósfera, desarrollándose con las formas de animales voladores de varios tipos.

Lejos de sentirse solo y alterado por la teoría, notó que los hechos le alentaban. El hombre, sin nociones científicas o sin dogma al que aferrarse, es un barco sin navegante ni timón. Pero él, que tenía creencias y teorías a las que aferrarse, contaba con algo con lo que navegar y dirigir el barco de su vida, incluso en contra del viento. Podía enfrentarse a la brutal tempestad y mantenerse lejos de los bancos de arena.

Saber que podía hallarse en la Tierra y no en algún planeta de alguna estrella tan distante que, desde ella, no podría nunca ver su mundo natal, le dio ánimos. No era la Tierra que conocía, y de haber podido elegir, siempre habría viajado en el tiempo hacia atrás, nunca hacia adelante. Pero estaba allí, sin otro hogar que el propio planeta; y si no podía construir su hogar en la proa de un ballenero o entre los caníbales de Typee, siempre podría alzar su morada allí mismo.

Gateó hasta la hoja que servía de hamaca junto a la chica. La muchacha se incorporo para mirarle; acto seguido, le dio la espalda y se dispuso a dormir.

Sobre ellos, las hojas les ocultaban de los tiburones voladores; pero ¿qué pasaba con las grandes cucarachas —se acaricio ligeramente la dañada oreja—, y quién sabe qué otros feroces carnívoros aún más terribles?

«¿Qué pasaba con ellos?», pensó antes de quedarse dormido.

Al despertar, bebió más agua de una de las vainas que la chica había recogido anteriormente. El sol llevaba recorrida la octava parte del cielo. El calor había aumentado un poco. La luna corría por el horizonte oriental como la bola de petanca de un Titán. El satélite avanzaba rápidamente, intentando alcanzar al sol para recorrer juntos el horizonte.

La chica le hizo un gesto e Ismael la siguió. Avanzaron de un lado a otro, apartando las plantas, hasta que la joven encontró algo para desayunar. Era una bestia paralizada que bien podía ser el descendiente del gato doméstico de Ismael. Su cabeza podía haber encajado en el cuerpo de Tabby, pero el resto de su anatomía era serpenteante, con extremidades excesivamente largas y delgadas, y piel lanuda y espesa con rayas blancas y negras.

La chica espero a que la zarza se apartara de la yugular del gato antes de cortarle la garganta al animal. ¿Por qué esperó? Ismael lo ignoraba pero, quizá, existía algún tipo de comunicación mental entre el género humano y los vegetales. O, tal vez más sencillamente, la joven no hacía sino seguir una regla que, de ser rota, ocasionaría el ataque de las plantas.

Había muchas cosas que el ballenero no terminaba de entender. Pero le alegraba estar con ella… incluso más allá del hecho de tener compañía humana. La joven parecía arreglárselas bien en aquel mundo extraño, y además, sabía dónde iba. La acompañó, y ella no se opuso. En su viaje hacia el norte, Ismael aprendió el idioma de la muchacha.

El sol, finalmente, atravesó el horizonte. Un cielo negro de extrañas constelaciones ocupó el firmamento. La luna, como la muerta cabeza de un dios, rodó por el espacio. Era tan gigantesca que a Ismael le llevó un buen rato acostumbrarse a la sensación de saber que estaba indefenso en la tierra y que podría aplastarle. Aprendió a predecir los corrimientos de tierra siguiendo el curso de la luna. Odiaba aquellos terremotos, pues aumentaban sus eternas, aunque ligeras, náuseas.

La larga interminable noche, era al principio cálida, luego, apenas confortable, y al final, fría. Ismael temblaba, pues no llevaba más que la camisa y los pantalones acampanados de los marineros. Sus zapatos desaparecieron durante el sueño, supuso que robados por las cucarachas. Namalee, la joven, llevaba pocas prendas adecuadas para protegerse del frío, pero no parecía padecer por su causa, como los salvajes de la Patagonia. Era inevitable que la propusiera dormir abrazados, para darse calor. Ella rehusó hacerlo… lo mismo que le rechazó cuando intentó besarla.

Por entonces, Ismael entendía su idioma lo suficiente como para saber el nombre del lugar del que procedía la muchacha y la razón de su viaje. También se enteró de por qué no podía tocarla.

Se llamaba Namalee, hija de Sennertaa, gobernante de la ciudad de Zalarapamtra. Sennertaa era el «jarramua», el rey, aunque quizá su traducción más afortunada fuera la de Gran Almirante. También era el gran sacerdote de Zoomashmarta, el gran dios, lo mismo que superintendente de los que hablaban por boca de los dioses menores.

La ciudad de Zalarapamtra estaba lejos, al norte, a medio camino de la cima de una montaña, de la que Ismael suponía que alguna vez se encontró bajo las aguas del Océano Pacífico.

En la ciudad, Namalee vivía en un palacio cristalino, esculpido con herramientas de piedra y con la ayuda de un ácido segregado por cierto tipo de animales. El recinto fue construido por Zalarapamtra, el semidiós. Namalee era una de las veinticuatro hijas de Sennertaa, que también tenía diez esposas. Era una especie de virgen vestal, cuya obligación principal había sido la de embarcarse en una nave recién fletada para concederla buena suerte.

Ismael no comentó nada acerca del fracaso de la misión encomendada a la joven.

A Namalee no parecía abatirle aquel hecho. Le dolía eso sí, una tragedia más grande y lejana que parecía empequeñecer la destrucción del barco y la pérdida de la tripulación.

Varios días antes de que el Rachel se hundiera en los vacíos cielos, el barco de Namalee se encontró con otro ballenero de su propia ciudad.

El otro barco se comunicó con ellos y su capitán subió a bordo. Era evidente que portaba terribles noticias, pues estaba pálido y los ojos los tenía rojos de llorar; además, se había puesto grasa y cenizas en el cabello después de cortárselo con un cuchillo, y colocado un lienzo sobre el mascarón de proa del barco, con el rostro de un dios menor.

Namalee pensó, en un principio, que su padre, su madre, o su único hermano, habían muerto; pero las noticias eran mucho peores. La ciudad de Zalarapamtra había sido destruida y la mayoría de sus habitantes asesinados en pocas horas durante una larga y terrible noche. La Bestia Púrpura de la Muerte Aguijonante había sido la culpable de la tragedia. Sólo unos pocos habían escapado, en barcos; una de las naves alcanzó al ballenero y le dio estas noticias al capitán, quien había navegado de un lado a otro hasta encontrar otro barco al que transmitirle las mismas horribles noticias.

Las lágrimas corrieron por la cara de Namalee, que ocultó el rostro entre las manos antes de poder continuar.

—¿Qué es la Bestia Púrpura? —preguntó Ismael.

—Hay muy pocas —respondió Namalee—. El semidiós, el fundador de nuestra ciudad, Zalarapamtra, mató a la Gran Bestia Púrpura que se albergaba en la montaña donde ahora se alza la ciudad. La Bestia es inmensa, tan grande como uno de esos tremendos pero inofensivos animales que persiguen nuestros barcos. Tiene miles de finos tentáculos que aguijonean a los hombres y suelta unos huevos que estallan con fragor.

Ismael levantó sus ojos de color castaño.

—Siento mucho —reconoció—, que pierdas a tu familia de esta manera. Dime, ¿nos dirigimos al norte porque es allí donde se encuentra Zalarapamtra y quieres buscar supervivientes de la ciudad para reconstruirla?

—Antes quiero comprobar por mí misma lo que ocurrió —respondió—. Tal vez no sea tan malo como dijo el capitán. Después de todo, él no se encontraba en la ciudad durante los acontecimientos… se limitó a conjeturar acerca de la muerte y la destrucción total de Zalarapamtra. Además, habrá otros barcos volviendo, con muchos hombres, y en cada uno de ellos viaja una de mis hermanas. Podemos reverenciar a nuestro dios y prometerle una firme obediencia en el futuro, podemos pedirle que no vuelva a ocurrir una desgracia como ésta. Elegiremos un nuevo Almirante, y nosotras, las vírgenes de Zoomashmarta, nos casaremos y tendremos hijos para el futuro.

—Entonces, era vuestro barco, que regresaba a Zalarapamtra, con el que chocó el nuestro cuando se hundió como una estrella de madera —explicó Ismael—. Pensé que sería fatal. Es un milagro que estés ilesa.

Ismael consideró la historia de la joven y sintió pena por ella. Por lo que sabía, era la última de su estirpe, quizás el último superviviente de la ciudad antes de que acabara la historia.

—Ese kahamwoodoo —dijo Ismael, empleando el nombre que, traducido, significaba, Bestia Púrpura—, debe ser gigantesco. Sus tentáculos deben ser muy largos para que puedan escudriñar en cada casa de la ciudad si, como dices, está labrada en la ladera de la montaña. Pero seguramente, alguien habrá escapado de la muerte aguijonante.

—Quizá —replicó Namalee—. Pero hay cosas que no te he contado del kahamwoodoo porque suponía que ya las conocías. No habría actuado así de haber sabido que, si lo que dices es verdad, ni siquiera eres de este mundo.

—Es verdad lo que te he dicho —contestó Ismael, sonriendo. No la culpó por sus dudas. Si, en el tiempo que estuvo navegando con Ahab, hubiera encontrado a una mujer que decía venir del pasado, ¿acaso la habría creído?

—El kahamwoodoo, por lo que cuentan los sacerdotes y los ancianos, a menudo va acompañado por bestias más pequeñas. Son de varios tipos y viajan montadas en la Bestia. Cuando la grande mata, las más pequeñas le roban trozos de comida, aunque, como nunca le arrebatan demasiada, la Bestia no se suele molestar por la rapiña a menos que esté muy irritada. Te puedes imaginar que las bestias menores entraron en la ciudad para devorar cuanto no pudo matar la Bestia grande.

Estaban tumbados en hojas, uno al lado del otro, y sobre ellos se extendía una espesa bóveda de frondas y enredaderas entrelazadas. Incluso aunque el sol rojo había desaparecido para dar paso a la noche, Namalee insistió en tener la protección de un espeso techo vegetal. La joven era especialmente precavida cuando elegía un sitio para dormir. Ismael le había preguntado las razones de su cautela, y ella respondió que había muchos motivos y le contó con detalle alguno de ellos… por lo que a Ismael le costó bastante trabajo conciliar el sueño después de conocerlos.

Era la segunda vez que dormían durante aquella noche. Ismael se despertó repentinamente sintiendo un embotado dolor en la garganta; supo de modo instantáneo que una zarza le había clavado el aguijón en la yugular. Namalee le había explicado que las enredaderas, durante la noche, caían en un sopor semejante al de la hibernación, aunque, a veces, se despertaban lo suficiente, casi sonámbulas, como para descubrir alguna víctima sedienta que buscase un trago de agua. Namalee le explicó que, de ocurrir, no se rebelase. Era mejor perder algo de sangre que arrancar el aguijón de la zarza y despertar a la planta por completo.

Le preguntó por qué no negarse a ser succionado por la planta. La joven le explico que era mejor cooperar con el desarrollo de la tierra. Pero no tenía muy claro lo que pasaría de no hacerlo. Cuanto le habían explicado era que siempre debía actuar así. Cualquiera podía evitar las enredaderas si no bebía del agua paralizante, pero lo más adecuado era someterse.

Ismael, recordando las millas interminables de jungla que debían atravesar antes de llegar a la ciudad de Zalarapamtra, decidió someterse. Tranquilo, con los ojos cerrados, imaginó el goteo de la sangre. El rojo fluido que manaba por los pequeños capilares de la zarza hasta llegar al tronco principal de la planta. Y entonces…

Todo empezó al escuchar un desvanecido silbido en algún lugar por encima suyo. Algo movió las plantas y apartó la vegetación. El crujido era más fuerte y prolongado; no cabía duda de que estaba producido por algún cuerpo enorme.

Intentó volverse lentamente de lado, y con la mano, mover la hoja en que dormía Namalee. La enredadera se movió lo suficiente para seguir sus movimientos y no soltar la presa. La joven se despertó de repente y se incorporó sin decir nada. La luz de la luna se filtraba por entre las hojas e Ismael percibía su cuerpo como una forma oscura; la joven vio la mano del ballenero recortada claramente en un rayo de luna. Giró en la hoja, y con un susurro, le pregunto:

—¿Qué pasa?

—No lo sé —respondió Ismael—. Ahí fuera hay algo muy grande. —Señaló hacia arriba.

El crujido aumentó, y casi invisible, divisó algo serpenteante que se deslizaba bajo la luz de la luna a unos cuarenta pies de distancia. Namalee, al verlo, jadeó, y en voz muy baja, exclamo:

—¡El shivaradoo!

El tentáculo, gris oscuro y de una pulgada de grosor, parecía una sonda blindada. Se acercaba, olfateando el calor. El shivaradoo era tan blindado como la mayoría de las bestias cazadoras de la noche, pero su sentido de detección del calor le daba ojos y su preciso oído le permitía enfilar directo hacia sus víctimas.

Ismael arrancó el aguijón de la enredadera, confiando en que la salida forzada no le causase hemorragia. Giró sobre sí mismo por encima de la hoja; Namalee hizo lo mismo. Descendieron unos cuantos pies, pero no pudieron evitar hacer algún ruido. Unos segundos más tarde, Ismael escuchó un sonido semejante al de un escape de gas a presión y algo taladró una hoja a sus espaldas.

Namalee lanzó una advertencia y ambos se alejaron reptando. Al instante se escucharon detrás de ellos cinco o seis silbidos y el golpeteo de objetos clavándose en las duras cortezas de las plantas.

No tardaron en ponerse a cuatro patas. Se arrastraron a toda prisa hasta un tronco caído de dos pies de diámetro. Se ocultaron tras él a tiempo de evitar dos nuevos impactos.

Penetraron en el tronco hueco y avanzaron a tientas hasta que encontraron algo tan pequeño como una flecha empotrado en la madera: era una punta de dos pulgadas de largo y muy delgada de la que sobresalían cuatro plumas al otro extremo. No se atrevió a tocar la zona punzante, pues Namalee le había dicho que estaba impregnada de veneno.

Según ella, el shivaradoo tenía treinta tentáculos, todos huecos. La bestia desarrollaba los misiles huesudos en el interior de su propio cuerpo. Cuando éstos estaban totalmente formados, desaparecían en el interior de un saquito en la parte inferior del cuerpo delgado y aplastado de sesenta pies de diámetro. El shivaradoo extraía los proyectiles del saquito con un tentáculo y los insertaba en el túnel de expulsión que corría por otros tentáculos huecos. Cuando la alimaña estaba lo bastante cerca de las víctimas, expulsaba un proyectil con ayuda del aire contenido en una ampolla de la parte superior. Su alcance era de unos sesenta pies.

El shivaradoo, como la gran mayoría de las bestias aéreas, tenía grandes vejigas llenas de un gas más ligero que el aire para mantenerse a flote. Le crecían en la parte superior del cuerpo.

Ismael penetró en el tronco para recoger algunos proyectiles, rodeado por nuevos silbidos, seguidos éstos por el balanceo de las hojas atravesadas y el débil tableteo de los impactos en los troncos. Uno de los proyectiles se incrustó a menos de un centímetro de su mano.

Apresuradamente, extrajo varios, y tomándolos con cuidado, se arrastró a espaldas de Namalee.

—¡Nos seguirá hasta que nos encuentre! —exclamó Namalee de modo entrecortado—. No podemos hacer nada.

—¿No dijiste que se le podía matar con su propio veneno?

—¡Eso dicen las viejas historias!

Aumentaron la velocidad sobre manos y rodillas mientras un estallido se oyó detrás de ellos.

—¡Oh, Zoomashmarta! —rezó la joven—. Está destrozando las plantas para cogernos.

—No puede descender mucho más —replicó Ismael. Si lo hace, se enredará en las zarzas. Y algunas de ellas, ya lo sabes, tienen las puntas muy afiladas.

Un animal saltó ante ellos y les hizo gritar y detenerse. Pero no era más que un kwshchangas, con antena, nariz gemela y aspecto mezclado de mono y oso. Graznando y chirriando, corrió, atravesando la galería abierta entre las plantas hasta que, repentinamente, se derrumbó.

Ismael no podía ver con claridad lo ocurrido, pero supuso que había muerto al ser alcanzado por uno de los dardos envenenados.

La jungla era un revuelo de chasquidos y latigazos provocados por las descargas y las plantas reventadas ante la marcha del cazador.

—¡Zoomashmarta, ayúdanos! ¡Zoomashmarta, ayúdanos! —rogaba Namalee.

La jungla era un hervidero de vida. Una horda de cucarachas de nueve pulgadas salieron a la carrera en todas direcciones. Una familia de bestias de nariz doble huyó hacia arriba, encaminándose a ramas más altas.

Los dos, sin decirse nada, saltaron impetuosamente al unísono y echaron a correr a través de la jungla, tropezando, cayéndose, ayudándose mutuamente. Ismael perdió los proyectiles y no tuvo tiempo para detenerse a recogerlos. Pero tomó el cuchillo de Namalee.

De pronto, la joven se detuvo. Aún se escuchaba el bullicio de las formas de vida más pequeñas. Pero el rugido inmenso provocado por el enorme cuerpo de la alimaña había desaparecido.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Ismael.

—Se ha ido —le explicó la muchacha—. Escucha.

Ismael empezó a respirar abriendo la boca cuanto podía e inspirando grandes bocanadas para hacer el menor ruido posible. Oyó un susurro a sus espaldas, pero era difícil aislarlo en medio del fragor causado por los gritos y los golpes provocados por los animales más pequeños.

—El shivaradoo no tiene alas, ya lo sabes —dijo Namalee—. Viaja agarrándose con los tentáculos a las plantas, recorriendo el techo de la jungla.

Ismael, que consideraba que aquel mundo era como un Océano Pacífico del Aire. Pensó que el shivaradoo era un devorador de las profundidades.

—Intentó dejarnos al descubierto haciendo mucho ruido. Ahora nos vigila desde la parte alta de la jungla; por ella avanzará muy deprisa. Más que todo lo que podamos correr nosotros a través de este follaje.

Ismael no había preguntado cómo devoraba el shivaradoo a sus víctimas y creyó que era el momento adecuado para hacerlo.

—¿Por qué lo quieres saber? —le preguntó Namalee, estremeciéndose—. Si estás muerto, ¿cuál es la diferencia…?

—¡Cuéntamelo!

La joven no dejaba de mover la cabeza de un lado a otro, intentando descubrir la presencia de la bestia. Debía haberse detenido, pues llevaban un rato sin oírla.

—Segrega un ácido —susurró—. Transforma la carne y los huesos en una pasta que succiona a través de los tentáculos.

Ismael había tenido la brillante idea de arrojar algunos dardos envenenados dentro de la boca de la bestia para matarla. Pero la idea ya no parecía tan buena, aunque tampoco lo habría sido si el animal hubiera tenido una boca tan grande como para devorar a un hombre.

—Aparecerá sobre nosotros tan silencioso y ligero como una nube —explicó Namalee—. Sus tentáculos sondearán por todas partes buscando el calor de nuestros cuerpos y sus órganos auditivos, siempre alerta, captarán el más ligero sonido. Si no corremos, nos disparará, al menos, una docena de dardos. Si corremos, nos seguirá hasta que caigamos exhaustos… y nos matará.

—¿Cómo son de fuertes los tentáculos? —Habló con voz tan baja que ella no le entendió. Repitió la pregunta y obtuvo la deseada respuesta:

—¿Por qué lo quieres saber?

—Realmente, no lo sé —contestó. Apoyó una mano en la piel de Namalee, fría y pálida—. Déjame pensar.

Al fin sabía cómo se sienten las ballenas. Estaban en el fondo, preguntándose qué era lo que le perseguía; el asesino de la superficie, mientras tanto, se movía al acecho. Antes o después, la presa cometería un error y el cazador se abalanzaría sobre ella.

El ruido de las plantas, al doblarse y recuperar la primitiva posición cuando el shivaradoo empezó a moverse, volvió a oírse.

Namalee se acercó a Ismael y le susurró:

—No debemos correr… Si lo hacemos

—No puede cazarnos en dos direcciones —replicó Ismael—. Yo voy a correr hacia el norte para atraerlo. Cuando se haya puesto en movimiento, cuenta hasta quince y dirígete al sur.

—Te sacrificas por mí —dijo Namalee—. ¿Por qué?

—En mi mundo, cuando uno se encontraba en situaciones como ésta, lo normal era que el hombre defendiera a la mujer lo mejor que pudiera. El principio es ése —añadió—, aunque a veces no se actúa así, sino al contrario. Como ahora no tengo tiempo para buscar principios ni razones, tú limítate a hacer lo que te digo.

La besó en la boca impulsivamente y se volvió y echó a correr tan deprisa como pudo a través de la espesa vegetación.

El ruido que originaba el shivaradoo aumentó.

Corrió hasta que los pies se le enredaron en una planta rastrera y cayó al suelo. Frente a él había una espesura de zarzas y viñas incrustadas en dos árboles caídos. Se arrastró entre ellas, empujando y reptando hasta que se encontró entre los dos troncos. Esperaba que ninguna de las zarzas tuviera apetito.

El ruido provocado por el shivaradoo se había dejado de oír; aparentemente, se acercaba despacio, sabiendo que su presa se había detenido. Ismael arrancó la vaina de un tronco. La taladró, pero no bebió. La puso a un lado y miró entre las zarzas hasta que vio la masa oscura del shivaradoo por encima de la jungla.

La enorme luna brillaba con fuerza en aquel momento, como si tuviera infinitas partículas de mica incrustadas en su superficie. La bestia, como le describiera Namalee, era una criatura aplastada y delgada, llena de bultos gaseosos en la parte superior. Los numerosos tentáculos se movían por todas partes, husmeando el calor; otros tentáculos se asían a las plantas que había por debajo de la bestia.

Pasados unos segundos, la criatura se acercó. Se detuvo, al tiempo que sus antenas sondeaban los alrededores; cuando acabó la inspección, siguió adelante.

Ismael se aplastó, pero mantuvo la cabeza erguida. El corazón le latía tan fuerte que estaba seguro de que el propio monstruo lo escucharía; tenía la garganta y la boca tan secas como las hojas de un viejo manuscrito conservado en un desierto. «Quizá, no tardaré mucho en estar igual de muerto», pensó.

La bestia, tras localizarle, extendió seis tentáculos y lanzó otros tantos dardos. Todos dieron en el tronco tras el que se ocultaba. Calculó los impactos, y rápidamente, extendió la mano para arrancar dos dardos antes de que llegara el segundo ataque de los otros seis tentáculos.

El shivaradoo esperó unos minutos, y en su transcurso, el tiempo pareció convertirse en oro fundido que se deslizase por un tamiz tan fino como la membrana que cubre los ojos de una serpiente.

Quizá esperaba determinar, por la pérdida de calor de la víctima, si ésta había sido herida o muerta.

Al parecer, tras decidir que había fallado, descendió, doblando las zarzas e impulsándose después hacia adelante. Los troncos arañaban la parte inferior de la criatura sin llegar a dañarla, pero recuperaban la anterior posición en cuanto el animal pasaba. A unos veinte pies de Ismael, el monstruo no pudo proseguir su avance. Pero aquello no parecía un obstáculo insalvable, pues podía extender los tentáculos hacia Ismael, no sólo por encima, sino incluso para rodearle con ellos.

Pero la criatura se mostraba precavida. Quizá podía detectar que la presa se había camuflado detrás de algún tronco. Estiró varios tentáculos y los movió en el aire, a una veintena de pies de altura. Lanzó otros pedúnculos que se deslizaron por el suelo, a medio erguir. Ismael esperó, sin estar totalmente seguro de lo que podría hacer. En un minuto, sus dos mundos, el nuevo y el antiguo —el que fuera su mundo natal y aquel futuro que se había convertido en su presente—, se perderían.

Namalee le había dicho que el monstruo no podía expulsar los dardos más que a través de un tentáculo estirado. Cualquier tipo de curva debilitaba su potencia de modo considerable. Aquello fuera acaso la explicación de su reticencia para el disparo. Sólo dispararla cuando los tentáculos estuvieran totalmente rectos.

Ismael podía escuchar el sonido del gas de la vejiga que empleaba como tanque de lastre. Tragaba una y otra vez como si comprimiese el aire.

Un tentáculo, recortado en la constante y brillante luna que relucía en la oscuridad como la trompa de un elefante hambriento o una cobra sin cabeza, se movió por el suelo delante de los demás pedúnculos. Ismael levantó la cabeza con rapidez, lo vio y se agachó detrás del tronco. Calculó cuánto tardaría en deslizarse el extremo del animal al otro lado del tronco y tomó con una mano uno de los dardos y con la otra el cuchillo de piedra.

Por encima de él, tres tentáculos curvados hacia abajo le miraban con ojos ciegos que no distinguían otra cosa que el calor que emanaba de su cuerpo. Uno de ellos se inclinó tanto hacia él que, incluso con una ligera descarga de gas, podría clavarle uno de los dardos ponzoñosos profundamente.

Otro tentáculo se dobló por encima del tronco y se detuvo. Husmeando el calor de un cuerpo vivo, se movía hacia atrás y hacia adelante. El pseudópodo empezó a enderezarse.

Ismael introdujo la punta del dardo que llevaba en la mano dentro del abierto extremo del tentáculo.

Acto seguido, rodó al otro lado del tronco para meterse entre la enmarañada vegetación.

El tentáculo con el dardo se sacudía, e Ismael pensó que se hinchaba. Al intentar expulsar el dardo propio, el camino de éste se vio obstruido. El pedúnculo saltaba de un lado para otro, hasta que se enrolló y se enderezó con un chasquido. Ambos dardos salieron despedidos, pero no volaron más allá de tres pies.

Ismael volvió a deslizarse entre los troncos, tomando un nuevo dardo, y saltando hacia arriba, situándose por encima del hueco tentáculo.

El animal lo retiró, pero, lentamente, como si no estuviera acostumbrado a actuar a la defensiva. Ismael tomó el extremo del pedúnculo e introdujo la punta del dardo en la parte carnosa y blanda que había encima de la abertura.

El tentáculo reaccionó violentamente. Le arrastró bajo el enorme disco que era el cuerpo de la bestia, más allá de los tentáculos delanteros. Los tentáculos traseros, curvados de un modo diferente, quizá para formar una defensa final, empezaron a girar a su alrededor.

Ismael se encaramó al tentáculo como si estuviera trepando a uno de los mástiles del Pequod.

Su peso lo dobló y lo propulsó contra los árboles.

Un dardo hirió al tentáculo, justo encima de su cabeza.

La bestia combaba los tentáculos hacia adentro y le estaba disparando, pero sin conseguir otra cosa que herirse a sí misma.

Ismael se soltó, retrocedió unos cinco pies y cayó sobre una planta, doblándola. La planta se encorvó hasta que se quebró y no le sujetó más.

El monstruo, repentinamente, se encontró acorralado, bamboleante, y agarrándose a las plantas, empezó a alejarse de Ismael rodó todo lo que pudo, se puso en pie y echó a correr hasta que se vio detenido por una barrera de zarzas. Rebotó, cayó, se levantó y corrió para sortear las enredaderas. Al fin, se detuvo para mirar hacia atrás.

Una enorme masa colgaba como una nube sobre la copa de las plantas. Parecía estar difuminándose para fundirse con la jungla.

Ismael no pudo ver claramente la parte inferior del shivaradoo, pero pudo detectar la falta de actividad de los tentáculos de la bestia.

De repente, algo largo y con forma de torpedo, con una enorme cabeza y dientes que brillaban a la luz de la luna, surgió de la noche.

Mordió una de las jorobas del lomo de la criatura aplastada y la joroba explotó.

El tiburón del aire, olfateando la muerte, se había acercado presuroso.

Tras aquel primero, acudió otro, y anclándose, empezó a morder en el interior del propio cuerpo del shivaradoo.

Giró las aletas para contrarrestar la fuerza del viento.

Ismael se preguntó si el veneno que había matado al shivaradoo sería lo bastante fuerte como para invadir todo el cuerpo y acabar también con los tiburones voladores.

No tenía tiempo para quedarse a averiguarlo. Se volvió rápidamente al oír un ruido a sus espaldas.

Parecía que algo grande intentaba moverse cautelosamente por la jungla. Se arrodilló y se quedó a la espera apretando en la mano el cuchillo de piedra. Oyó entonces una respiración profunda y familiar y dijo tiernamente:

—Namalee.

—No podía dejar que te sacrificases por mí —le explicó la muchacha—. Quería ayudarte y… ¡Oh! —Al fin había visto al shivaradoo, colgando de los árboles como si fuera una red.

Le contó lo sucedido y ella le tomó de la mano y se la besó.

—Zalarapamtra y Zoomashmarta te lo agradecerán —le dijo.

—Hubiera necesitado su ayuda hace un rato.

Siguieron andado, rodeando a la muerta criatura a cuyo alrededor se afanaban media docena de tiburones.

Caminaron durante horas hasta que, rendidos, se tumbaron. Aunque muy cansado, Ismael se mantuvo despierto a causa del frío. Al final de la noche, la temperatura era baja, de unos cuarenta grados Fahrenheit sobre cero.

Arrancó una gran hoja y trepó hasta la hamaca que ocupaba Namalee, para cubrirse ambos con ella. La chica no protestó, aunque le dio la espalda. Ismael se durmió casi en el acto; soñó con la noche que pasó en la «Spouter Inn», de New Bedford, cuando durmió junto al gigantesco Queequeg compartiendo la cama. Queequeg, cuyos huesos se habían convertido en polvo para volver a ser carne y plantas una y otra vez y otra vez y…