CAPÍTULO 9

Joentaa pidió a Daniel Krohn que esperase en el coche. Daniel no puso objeciones. No dijo nada.

Joentaa bajó y fue hacia la casa azul. La puerta estaba abierta. Joentaa vio desde lejos a los compañeros de Niemi con sus batas blancas, y oyó una voz que no conocía. Una voz áspera y autoritaria. La voz de una mujer. La mujer daba órdenes a los agentes de huellas, que no se irritaban y proseguían tranquilamente su trabajo. Arto Ojaranta se encontraba, encogido, detrás de la mujer; era dos cabezas más alto que ella, pero estaba encogido, encerrado en sí mismo.

En el salón, alguien aporreaba las teclas del piano.

—¿Quién es usted? —preguntó la mujer, como si fuera a echar a Joentaa si daba una respuesta equivocada.

Joentaa fue a responder, pero Ojaranta se le adelantó:

—También es policía —dijo a toda prisa—. Disculpe, ¿Joen…?

—Joentaa, Kimmo Joentaa —tendió la mano a la mujer.

—Mi hermana, Raija Ojaranta —murmuró Ojaranta—. Ya conoce a la pequeña Anna, su hija…, Anna también está aquí… está tocando… ¡por favor, dile que deje de tocar, por Dios! —la última frase era para su hermana.

—A estas horas, mal podía dejarla en casa. Has sido tú el que me ha pedido que viniera —respondió desabrida la mujer. Luego gritó—: ¡Anna, basta ya!

Anna siguió aporreando.

Joentaa observó que la mujer había estrechado su mano con tanta fuerza que le dolía. Se acordó de que Grönholm había interrogado a la hermana de Ojaranta en los días que siguieron al crimen. «Corrosiva», había dicho luego, de pasada. Joentaa se había sorprendido ante la drástica formulación, pero no había seguido insistiendo.

Joentaa también se acordaba de haber leído el acta del interrogatorio. Se acordaba de que la mujer había elegido palabras muy frías. Sus palabras le habían dado la impresión de que no estaba afectada. Más bien sorprendida. Irritada.

—Escuche, mi hermano tiene que descansar de una vez —dijo Raija Ojaranta—. ¿No pueden continuar con todo esto mañana?

—Me temo que no —dijo Joentaa, y le habría gustado añadir que la pequeña Anna hacía mucho más ruido que los agentes de huellas. Mientras Anna aporreara el piano, con toda seguridad Arto Ojaranta no podría descansar.

Joentaa miró fijamente a Ojaranta y creyó observar que temblaba, que se esforzaba en mantener la calma.

—Me gustaría hablar un momento con usted —dijo Joentaa—. ¿Es posible?

Ojaranta asintió con aire resignado:

—Naturalmente.

Le precedió hacia el salón, se dejó caer en el sofá y pidió a Joentaa que se sentara, con un lento movimiento de la mano. Joentaa titubeó, porque la horrible forma de tocar de Anna aún podía oírse con mayor claridad.

Anna le sonrió cuando alzó la vista hacia ella.

—Quizá deberíamos ir a otro sitio… —empezó Joentaa, pero la madre de Anna le interrumpió:

—¡Anna, por favor, basta! —gritó.

Anna se detuvo y sonrió a su madre con unos grandes ojos. Joentaa se preguntó si no se daba cuenta de que allí estaba ocurriendo algo inusual. Parecía no ver a los agentes de huellas, la agitación reinante en esa casa.

—Señor Ojaranta… —empezó Joentaa.

Anna volvió a tocar.

—Señor Ojaranta, tenemos que saber exactamente cómo ha transcurrido su jornada de hoy, es muy importante delimitar el espacio de tiempo en el que…

El aporreo de Anna sobre las teclas le distrajo, estaba tocando otra vez la canción que ya había tocado en su última visita, la canción que él conocía y cuyo título no podía recordar.

—¡Anna! —gritó Raija Ojaranta, que estaba detrás de su hermano, dándole masaje en los hombros.

—… el tiempo en el que el cuadro… —dijo Joentaa.

—Sé exactamente lo que ha pasado —dijo Ojaranta.

—No, yo quería decir…

—Sé lo que quiere decir. Quiere saber cuándo fue devuelto el cuadro, y yo lo sé. Mi hermana estaba aquí esta tarde. Cuando se fue, poco antes de las diez, el cuadro aún no estaba…

—¿Está seguro?

—Estoy seguro, porque…

—Estuvimos mirando el hueco —interrumpió la hermana de Ojaranta—. Cuando Arto tomó mi abrigo del armario, me mostró el hueco y dijo que allí estaba antes ese cuadro que había desaparecido, y que si me acordaba…, honradamente, a mí nunca me había llamado la atención.

—A mí tampoco —murmuró Ojaranta para sus adentros—. Por eso estaba ahí, porque no quería verlo.

—¿Conoce esta canción? —preguntó Joentaa siguiendo un impulso.

—¿Perdón?

—Esa canción que Anna está tocando…

La hermana de Ojaranta rio estruendosamente:

—¡Anna no toca ninguna canción, no sabe tocar!

Joentaa asintió, y se forzó a sacudirse la idea. Sentía que tenía que irse a dormir. ¿Cómo era que Anna no estaba durmiendo?

—Volvamos al cuadro. Dice usted…

Volvió a detenerse, porque le irritó el repentino silencio. Anna había dejado de tocar y miraba furiosa a su madre.

—Si es como usted dice…

Ruido ensordecedor. Anna golpeaba brutalmente las teclas para demostrar a su madre que sabía tocar. Su madre llegó hasta ella en cuestión de segundos, le dio dos bofetadas, la levantó del asiento y la sacó de la habitación. Anna lloró. Ojaranta estaba mirando el sofá, como si no hubiera percibido ni el ruido ni la salida de su hermana.

—El cuadro aún no estaba ahí poco antes de las diez, y a las once sí. Es muy sencillo —dijo, nervioso.

—¿Lo encontró usted a las once?

Ojaranta asintió.

—Sin embargo, nos llamó mucho después…, hacia las doce…

—Después del hallazgo necesité un rato hasta que pude volver a andar erguido, ¿comprende?

Joentaa comprendía. Naturalmente. Y aun así, pensaba a regañadientes que quizás hubiera podido atrapar al asesino en casa de Jaana Ilander si Ojaranta hubiera superado su shock más rápido.

—¿Cómo se encuentra ahora? —preguntó.

—De maravilla, como puede ver —repuso Ojaranta.

—… Habrá hecho cambiar las cerraduras…

—Claro.

—Y no hay indicios de una irrupción violenta…

—Claro.

—¿Cómo pudo el autor…?

—Él lo puede todo.

—Pero…

—No, tiene que comprenderlo de verdad. Él lo puede todo. Es importante que lo comprenda. Hubiera podido matarme si hubiera querido. Sin problemas. Quizá tan sólo lo aplazó. Quizá mañana esté muerto…

—Comprendo su miedo, pero creo que no tiene nada que temer.

—¡Todo lo que usted entiende y cree es realmente estupendo!

—Por supuesto, puedo proporcionarle una habitación de hotel…

—No, gracias —Ojaranta se levantó, abruptamente, como si ya hubiera tenido bastante conversación. Se quedó unos segundos indeciso, luego volvió a dejarse caer en el sofá.

—¿Me haría un favor?

—Encantado… si puedo…

—Ocúpese de que mi hermana desaparezca de una vez.

—Pondremos dos funcionarios delante de su casa…

—¿Ha oído lo que he dicho?

—Sí, hablaré enseguida con su hermana.

—¡Ahora!

—Señor Ojaranta…

—¡Por Dios! —Ojaranta volvió a levantarse, esta vez impulsivo y decidido, fue con determinación hacia el pasillo, donde Su hermana hablaba en tono claramente perceptible con Anna, que lloraba. A medio camino pareció recobrar la conciencia de sí mismo, se detuvo, sus anchos hombros se hundieron hasta que volvió a la postura encogida en la que Joentaa le había encontrado. Dio la vuelta y volvió a dejarse caer en el sofá.

—No tengo nada más que decir. Ahora voy a dormir un buen rato —dijo, y cerró ostentosamente los ojos.