CAPÍTULO 8

Era sólo una imagen.

Joentaa lo sabía.

La imagen que veía no era cierta, pero le abrumaba, no sabía por qué, sentía que tenía que comprenderlo.

La imagen concordaba, y al mismo tiempo era completamente falsa.

Joentaa sintió un ardiente dolor detrás de los ojos. Vio a un hombre y una mujer, y la mujer era Sanna. Sanna estaba en el centro de la estancia, él no veía su rostro, tan sólo los contornos de su cuerpo. El hombre estaba inclinado sobre ella, y Joentaa sabía que el hombre era un asesino.

Supo que la mujer era Sanna sin tener que reconocerla.

Sabía que Sanna no formaba parte de ese lugar, hubiera debido ver a otra mujer, y mientras se lo explicaba a sí mismo la imagen se rompió, y el dolor detrás de sus ojos cedió.

La estancia estaba vacía. Por lo demás, todo coincidía. Las velas ardían, la botella de vino estaba exactamente donde había estado, al lado las dos copas, una medio llena. Pero la estancia estaba vacía. Faltaban las dos personas que habían dado vida a la escena.

Jaana Ilander y el hombre que la había matado.

Joentaa imaginó al hombre que había creado esa imagen. El hombre se había tomado molestias, Se había tomado mucho tiempo para restablecerlo todo; todo debía ser exactamente como aquella noche, tan auténtico como fuera posible. Las velas eran blancas, las mismas velas. Joentaa estaba seguro de que eran las mismas velas, las mismas copas, la misma clase de vino.

Tendrían que comprobarlo, pero estaba seguro.

Todo estaba exactamente igual, y todo era distinto.

La botella original, las copas, las velas, las había incautado el departamento de huellas. Faltaban las fotos. Naturalmente. El departamento de huellas también se había incautado de las fotos que había en el suelo.

Joentaa pensó que eso tenía que haber creado problemas al hombre. La falta de las fotos. El hombre había tenido que aceptar un compromiso, y no le gustaban los compromisos.

Joentaa entró en la habitación.

Trató de aprehender algo, alguna impresión del hombre que buscaba, del hombre que había estado allí hacía poco.

Quizá pocos minutos antes de su llegada.

Pensó que probablemente habrían llegado a tiempo si hubiera pensado más deprisa.

Se acercó y vio que en el suelo sí había una foto.

Jaana Ilander en paracaídas.

Al hombre tenía que haberle costado trabajo desprenderse de esa foto. Y del pálido cuadro, del paisaje que volvía a colgar en su sitio en la casa azul. ¿Por qué se había separado el hombre de esas cosas, de cosas que habían sido tan importantes para él? ¿Por qué había corrido un riesgo tan elevado para devolverlas?

Oyó la voz de Daniel. Atemorizada y confusa.

—¿Qué significa esto? —preguntó Daniel.

Joentaa se volvió.

—Esta es la casa de Jaana Ilander. Este era el aspecto que tenía la noche… en la que fue asesinada. El asesino ha estado aquí…, lo ha dejado todo como la noche del crimen, hasta donde le ha sido posible.

Daniel guardó silencio un rato, buscó las palabras, luego gritó en medio del silencio:

—¿Qué significa todo esto? ¿De qué le sirve? ¿Qué clase de locura es?

Joentaa calló. Calló, porque no conocía la respuesta. Pero la respuesta era importante, y sentía que la tenía al alcance de la mano. Vio que Daniel temblaba, vio que lentamente recuperaba la calma.

—Disculpe —dijo Daniel—. Me gustaría irme…, bajaré al coche.

Joentaa le dio la llave del coche.

—Le ruego que me espere también abajo —dijo a la propietaria del café, que se quedó en la puerta de la casa, inmóvil detrás de Daniel.

—¿Comprende lo que le digo? —preguntó Joentaa.

La mujer alzó de golpe la cabeza.

—Naturalmente —dijo—. Estaré abajo, en el café, si me necesita.

—Gracias —dijo Joentaa, y sacó su teléfono móvil del bolsillo de la chaqueta. Marcó el móvil de Ketola.

—¿Qué ocurre? —ladró Ketola a los pocos segundos.

—Soy Kimmo…

—¿Dónde está? Estamos esperando…

—Estoy con Jaana Ilander…, quiero decir, en su casa.

—¿A qué viene eso ahora? ¿No sabe lo que ha pasado en casa de Ojaranta?

—Sí, Heinonen me lo ha dicho…, también ha estado en casa de Jaana Ilander…

—¿Quién?

—Ha devuelto la foto que echábamos en falta, Jaana Ilander en paracaídas.

Ketola guardó silencio.

—Ha montado un escenario que recuerda la noche del crimen. Como si quisiera reajustarlo todo una vez más… —dijo Joentaa.

Ketola calló.

Joentaa esperó.

—Enseguida estoy con usted —dijo Ketola, y cortó la comunicación.

Joentaa dejó conectado el móvil. Dudó un momento, luego fue por el pasillo al dormitorio. Mientras se acercaba a la puerta entornada, pensó por un momento que Jaana Ilander estaría en la cama. Parecería muerta, pero en realidad estaría durmiendo.

La imagen desapareció al empujar la puerta. La habitación estaba iluminada. No había nadie en la cama, sólo el colchón a rayas de colores. Niemi se había llevado las sábanas, la almohada y el edredón, con la esperanza de encontrar por fin un rastro del autor, que no parecía dejar rastro alguno.

Joentaa regresó lentamente al salón. Trató de comprender qué había movido a ese hombre a crear ese escenario. Lo que le había movido a devolver la foto, a recuperar la imagen. Volvió a tener la sensación de estar a punto de entenderlo, estaba muy cerca, pero no lograba reducirlo a una fórmula sencilla.

¿Por qué se había echado a llorar?

A los pocos minutos oyó abajo voces agitadas, inconfundiblemente alta y punzante la voz de Ketola. Tenía que haber conducido muy deprisa, a pesar de la densa nevada. Oyó cómo subía la escalera. Estaba sin aliento cuando se detuvo en el marco de la puerta.

—Hola, Kimmo —dijo.

Joentaa saludó con una cabezada.

—También debe de haber tenido llave de esta casa —dijo.

Ketola contempló la escena preparada por el asesino. Volvía a parecer completamente tranquilo, dueño de sí. Tras él estaba Niemi, que era una cabeza más bajo y tenía dificultades para ver el interior de la estancia por encima del hombro de Ketola. Llevaba ya puestos guantes y una bata blanca, la ropa de trabajo de los del departamento de huellas.

Ketola se quedó inmóvil, tan sólo sacudía imperceptiblemente la cabeza.

—Esto es… —se interrumpió, miró a Joentaa, que se obligó a aguantarle la mirada—. Esto es asombroso. Absolutamente asombroso, de verdad.

Niemi se deslizó junto a Ketola. Parecía, como siempre, del mejor humor; parpadeó, pareció divertido, pero naturalmente sólo lo parecía.

—Más rastros —dijo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Joentaa.

—Al parecer el asesino ya no tiene interés en evitar dejar rastros. Hemos encontrado aquí en la casa algunas huellas utilizables, en una de las copas, en algunas de las fotos.

—No puede ser —dijo Joentaa perplejo. Eso no encajaba en la imagen que se había hecho de aquel hombre.

—Es igual —dijo Ketola, tranquilo, relajado. Joentaa no sabía adónde quería ir a parar—. Es igual —dijo algo más alto, riendo—. ¡Es igual, es igual! —ahora, Ketola gritaba—. Da todo una mierda igual, ¡Dios mío, déjame irme a casa de una vez, déjame en paz con esta mierda, déjame simplemente respirar un momento! —a la luz de las velas, el rostro de Ketola parecía fantasmagóricamente deformado.

Joentaa sintió que su cuerpo se contraía, quería decir algo para calmar la situación, pero sabía al mismo tiempo que iba a guardar silencio. Niemi se hallaba al lado de Ketola, no parecía haber oído su estallido, seguía relajado, impertérrito.

Joentaa no entendía ni a Ketola ni a Niemi.

Se acordó del entierro. Los dos habían estado juntos, en silencio. Ketola llevaba un paraguas negro. Niemi uno de colores, ahora se acordaba; durante el entierro sólo había sido a medias consciente de esos detalles.

Se preguntó si Ketola había elegido conscientemente un paraguas negro, y Niemi conscientemente uno de colores. Probablemente nunca se lo preguntaría ni a Ketola ni a Niemi.

Ketola había vuelto a tranquilizarse, o al menos así lo parecía. Había apagado las velas, y estaba inclinado sobre la foto.

—En marcha —dijo a Niemi y a sus dos colegas, que permanecían aún indecisos en el pasillo. La voz de Ketola sonaba controlada y decidida, como si él mismo no se diera cuenta de que pocos segundos antes había estado chillando fuera de sí.

Niemi se arrodilló en el suelo y contempló la foto más de cerca.

—¿Cómo se le ocurrió venir aquí? —preguntó Ketola.

Joentaa volvió a sentir la mirada punzante, y la eludió instintivamente.

—No lo sé. Pensé que quizá devolviera otras cosas…, ¿qué pasa con el albergue? Quizá también haya llevado algo allí…

—He enviado a Heinonen…, las entradas de Naantali están cortadas, si es que va en coche… Le ruego que vaya a casa de Ojaranta, hable con él, creo que se las arreglará mejor con él que yo. He tenido que sacarle cada palabra con sacacorchos y aun así no he entendido lo que quería decirme…

—Voy enseguida —dijo Joentaa. Iba a irse, pero Ketola le miró concentrado, como si tuviera una determinada pregunta en los labios. Joentaa esperó:

—¿Qué significa esto, en su opinión? —preguntó al fin Ketola—. Usted ha intuido que devolvería las cosas que se había llevado. Por favor, dígame: ¿Por qué?

Joentaa sacudió lentamente la cabeza:

—No lo sé.

—¡Tiene que tener alguna opinión, ya que nos sorprende con capacidades adivinatorias!

Joentaa se limitó a sacudir la cabeza. Debía reflexionar acerca de eso. Se apartó de Ketola y vio a Daniel, de pie en el marco de la puerta.

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere? —gruñó Ketola al verlo.

Daniel no entendió lo que decía Ketola.

—Es Daniel Krohn… —empezó Joentaa.

—¿Qué se le ha perdido aquí?

—Yo… lo he traído conmigo…

—¿A qué viene eso? Dígale que espere abajo.

Joentaa asintió. Iba a traducir lo que había dicho Ketola, pero Daniel se apartó de la puerta y fue hacia la derecha, en dirección al dormitorio.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Ketola.

Joentaa siguió a Daniel, le agarró por el hombro, pero Daniel se sacudió y abrió todas las puertas: la de la cocina, la del baño, la del dormitorio.

En el umbral del dormitorio, se detuvo.

—Sólo quería saber si era verdad —dijo Daniel.

—¿El qué?

—Lo que usted dijo. Que en la mesilla de noche había una foto mía.

Joentaa siguió la mirada de Daniel. Sobre la mesilla se encontraba la foto enmarcada. Daniel sonreía a la cámara, parecía querer apoderarse de ella con una mano, como si quisiera impedir que el fotógrafo, probablemente Jaana Ilander, apretara el disparador.

—¡Que se vaya de una vez, maldita sea! —gritó Ketola.

Joentaa fue a dirigirse a Daniel, pero antes de que lo hiciera éste se dio la vuelta y salió de la casa con largos y decididos pasos.

—¿Cómo se le ocurre traer aquí a ese hombre? —preguntó Ketola.

—Quería venir.

—¿Qué significa que quería venir? ¿Cómo se enteró de esto?

—Está alojado en mi casa.

—¿Cómo?

—Le ofrecí alojarse en mi casa —dijo Joentaa.

Ketola fue a responder algo, pero Joentaa fue más rápido.

—Creo que ahora sé lo que ha pasado —dijo.

Ketola le miró intrigado.

—Sé por qué el asesino ha devuelto las cosas.

Realmente lo sabía.

No había reflexionado acerca de ello.

Lo había comprendido mientras estaba en pie detrás de Daniel Krohn y había visto la foto: Daniel, un Daniel más joven, que tendía la mano hacia la cámara de Jaana. Una escena del pasado, irrecuperable, pero presente en la foto.

Joentaa sabía por qué había llorado. Había llorado porque quería exactamente lo mismo que el hombre que había asesinado a Jaana Ilander.

Quería cambiar el presente por el pasado.

—Creo que se arrepiente —dijo Joentaa.

Ketola le miró con atención.

—Creo que le gustaría retroceder en el tiempo —añadió Joentaa.

—Eso es absurdo —dijo Ketola, pero Joentaa apenas le escuchaba.

—Querría tener una segunda oportunidad —dijo, más para sí mismo que para Ketola—. Se imagina regresar a un mundo en el que todo lo que ha hecho nunca ha sucedido.